King

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Capítulo 5

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Matt me tumbó en la cama y luego se retiró para admirarme. Yo todavía estaba completamente vestida, así que fui a desabrocharme la blusa, pero él me ordenó que parase.

–Permíteme–. Él estaba siendo dominante otra vez, pero no me importaba. Siempre y cuando fuera igual de bueno aceptando órdenes que dándolas, ya me llegaría el turno.

Se quitó los zapatos, y luego se quitó la camisa y los pantalones. Quizás yo no necesitaría dar órdenes si él podía leer mi mente. Me apoyé sobre los codos y observé el espectáculo, incapaz de desviar la mirada. Él tenía el tipo de cuerpo que debería estar en un calendario. Abdominales definidos, un duro pecho con un remolino de pelo negro atravesándolo, y hombros anchos diseñados para coger a mujeres en brazos y llevarlas a la cama. No podía esperar a clavarle el diente a ese cuerpo, pero todavía no.

Él fue a arrodillarse sobre la cama, pero negué con la cabeza. –No, no. Calzoncillos fuera, y solo cuando estés completamente desnudo puedes venir a unirte a mí.

Él sonrió. –Veo que a la bibliotecaria le gusta tomar el mando.

–No dejes que este exterior apocado te engañe.

–No hay nada apocado en ti, Stephanie. Eres toda una leona–. Se quitó los calzoncillos con un rápido movimiento y los alejó de una patada. Su pene se balanceó con aprobación al ser liberado. Era largo y grueso y duro. Preparado. Una gota rezumaba de la punta de la suave cabeza.

En vez de unirse a mí en la cama, se quedó de pie con las manos sobre las caderas como para que yo pudiera admirarle, ni un poco avergonzado por estar desnudo y yo no. De hecho, fui yo quien terminó ruborizándose. Era tan jodidamente sexi, tan jodidamente masculino, que una pequeña sombra de duda empezó a colarse en mi subconsciente.

¿Qué demonios estaba haciendo este tío conmigo?

Oh sí. Ya me acordaba: mi edificio.

–Oh no, no lo hagas –rugió, gateando sobre la cama hacia mí.

Mis ojos se abrieron como platos cuando se cernió sobre mí, sus manos sobre el colchón a cada lado de mi cabeza. –¿Que no haga qué? –chillé.

–No cambies de idea.

–No lo hago.

–Pero lo estás pensando.

–¿No puede pensar una mujer?

–No ahora, no cuando estás en mi cama. Ahora es hora de sentir, Stephanie, no de pensar. Solo sentir–. Apoyándose sobre un antebrazo, desabrochó los botones de mi blusa y abarcó mi pecho con su mano dentro de mi sujetador. Su pulgar acarició mi pezón e inhalé aire entre mis dientes cuando sentí una punzada justo entre mis muslos.

Él volvió a rozarlo, y esta vez gruñí y mis párpados se cerraron. Sus labios tocaron los míos en un beso que fue más suave que nuestro beso frenético del salón. Saboreaba y exploraba y provocaba, volviéndome loca porque era demasiado delicado y quería más.

Tomé su rostro entre mis manos y profundicé el beso. Nuestras lenguas chocaron, y mi piel estaba tan caliente que pensé que me moriría. Gracias a Dios que él rompió el beso para permitirme la oportunidad de recuperar el aliento y sosegarme.

Me ayudó a quitarme la blusa y luego desabrochó mis pantalones, deslizándolos despacio por mis piernas, revelando mi piel centímetro a centímetro. Creó con besos un camino bajando por mi pierna derecha, siguiendo a mis pantalones hasta que me los quitó por completo, consiguiéndolo sin quitarme los zapatos.

Entonces cogió mis manos de repente y me ayudó a ponerme de pie. –Quiero mirarte –dijo con voz ronca. –Quiero admirarte.

Alargué los brazos hacia atrás para quitarme el sujetador, pero él sacudió la cabeza. –Déjatelo puesto por ahora. El tanga también, y los zapatos. Definitivamente los zapatos.

Mis tacones de tiras hacían que mis piernas parecieran más largas, más delgadas, así que no iba a decir que no a esa petición.

–Estás pensando de nuevo –dijo él cuando otro rubor subió por mi garganta. –Para.

–Es el modo en que me estás mirando –dije. –Me hace sentir avergonzada.

Él cerró el espacio entre nosotros y colocó ambas manos en la base de mi espalda. Mis pechos presionaban contra sus costillas más bajas, y tuve que mirar hacia arriba para ver su rostro, aún cuando él bajó su cabeza. –Eres condenadamente sexi, Stephanie –murmuró. –Si no lo fueras, yo no estaría así–. Me cogió la mano y suavemente la bajó entre nosotros hasta que toqué su erección. Él contuvo el aliento y dijo: –No estaría así si no te encontrara sexi.

Esa obvia verdad impulsó mi confianza de nuevo. Así que quizás él me encontraba sexi. Cosas más extrañas habían pasado.

No tuve tiempo para pensar, sin embargo, mientras volvía a besarme. Fue más tierno que cualquier otro beso hasta ahora, y consiguió aumentar mi deseo más que cualquier cantidad de desnudez había podido.

Cogió mis nalgas en sus manos, luego metió la mano dentro de mi tanga y tanteó con sus dedos en mi humedad. Cuando acarició mi clítoris, todo mi cuerpo se sacudió. Gruñí en voz alta como protesta cuando no lo repitió.

–¿Eso te gusta? –murmuró.

–Sí.

–¿Quieres que lo haga de nuevo?

–Sí.

–Entonces pídelo.

Me reí. –Por favor, tócame otra vez–. Me retiré para mirarle a los ojos. –Haz que me corra en tus dedos.

Le llegó el turno de gruñir mientras volvía a besarme, con fuerza, con ganas. Mis palabras parecían volverle loco. Me tomó en sus manos y frotó su palma sobre mi pubis, contra mi sensible clítoris. Jadeé y empujé sobre su mano, queriendo que me acariciase hasta llevarme al final. Cada pase de su palma hacía que estuviera más cerca, tensando las entrañas en mi interior hasta que estuve tan excitada que pensé que me iba a romper.

–Sssssí –siseé, removiéndome contra su mano. Calor y presión crecieron dentro de mí hasta que estuve a punto de explotar.

Y entonces metió un dedo lo más profundo que pudo.

Mi interior se desató. Cálidas olas me golpearon, inundándome, volviendo a dejarme caer. Convulsioné alrededor de su dedo y me agarré a él, clavando mis dedos en sus hombros, sujetándome mientras mi orgasmo me dominaba.

Él no me dio la oportunidad de calmarme. Sacó su dedo y, sin decir palabra, me ayudó a quitarme el tanga y el sujetador, pero no los zapatos. Abrió de un tirón el cajón superior de su mesilla de noche y sacó un paquete de condones. Lo abrió con los dientes y se puso un condón, luego se acercó de nuevo a mí. Su mandíbula se había suavizado un poco, pero sus ojos eran remolinos oscuros. No había duda de su deseo.

–Intentaré ir despacio –dijo con voz ronca.

–No tienes por qué hacerlo. No esta vez.

Sus ojos brillaron muy brevemente. ¿Por mi deseo de darle lo que quería, duro y rápido? ¿O por mi promesa implícita de que íbamos a hacer esto otra vez?

Me rodeó la cintura con las manos y me arrastró contra él, levantándome en vilo para que nuestras caderas estuvieran a la misma altura. Nuestros cuerpos se unieron cuando deslizó su polla dentro de mi humedad. Su beso se tragó mi jadeo ante su tamaño, y él dudó, a medio camino dentro de mí.

Pero yo no quería dudas. Yo le quería a él. Todo él. Y le quería ahora.

No había modo de que pudiera haberle dicho aquello con mi respiración saliendo a borbotones irregulares, así que simplemente se lo mostré. Le rodeé la cintura con mis piernas y me clavé sobre su pene hasta que estuvo enterrado hasta el fondo.

Su bajo gruñido llenó la habitación, llenándome tan concienzudamente como su polla lo estaba haciendo. Me sostuvo allí por un momento, sin moverse, ni siquiera besándome más. Solo nuestros corazones se movían, al igual que nuestros pechos con nuestra respiración laboriosa.

Y entonces se retiró un poco para poder mirarme y movió sus caderas suavemente al ritmo de mi pulsante sangre. Aquellos intensos ojos suyos se clavaron en los míos, me bebieron, me tragaron entera. Hacía que mi vagina palpitara y mi corazón se hinchara, y eso era todo lo que hizo falta para llevarle al borde del orgasmo.

Él embistió con más fuerza, y con más fuerza aún, como si necesitara llegar más hondo, pero no podía ir más adentro. La cabeza de su polla golpeaba algo en lo más profundo dentro de mí que me hizo sacudirme y casi tener otro orgasmo. Un profundo rubor inundó mi garganta y mis mejillas, y luego sus párpados se cerraron con un aleteo. Un bajo rugido primitivo subió desde su pecho y salió de su garganta. Con un empujón final, me besó mientras se corría.

Le abracé y le besé hasta que su orgasmo remitió, y nos dejamos caer sobre la cama en un lío de miembros sudorosos. Se quitó el condón y lo tiró en el cuarto de baño anexo, y luego volvió a la cama. Me atrajo entre sus brazos y me acunó contra su pecho. Mi cabeza encajaba perfectamente debajo de su barbilla y él acariciaba mi pelo mientras yo escuchaba el latido de su corazón.

Mis dedos trazaban círculos perezosos en su muslo y alrededor del delicioso hoyuelo en sus nalgas, donde planeaba lamerle más tarde. Sus propios dedos continuaron acariciando mi pelo y mi hombro, adormeciéndome. Pero no me dormí, y sabía que él tampoco estaba dormido.

Pero ninguno de los dos habló. Yo casi quería darle las gracias por darme el mejor orgasmo de mi vida, pero sonaría patético. Al final, él me dio las gracias a mí.

–No necesitas darme las gracias por tener sexo contigo, Matt. Yo también me lo he pasado jodidamente bien.

Él se rio suavemente. –Me he dado cuenta–. Me besó en la cabeza. Todavía no nos habíamos mirado desde el momento de su orgasmo. –Pero sé que puedo resultar demasiado fuerte, demasiado exigente, y tú no te asustaste.

–No fuiste tan exigente. Nada de ello ha sido pervertido.

–¿Y si lo fuera?

–¿Qué tienes en mente?

Le sentí encogerse de hombros. –Todavía no estoy seguro. Nada que no quieras hacer.

Me acurruqué contra él, sin preocuparme lo más mínimo. Yo confiaba plenamente en que él mantuviera su palabra y no me obligara a hacer algo que yo no quisiera hacer. No podía explicar por qué. –Quizás descubras que yo soy la pervertida –dije. –Quizás yo quiera hacer cosas raras contigo.

Él se rio calladamente. –¿Cuándo podemos empezar?

Metí la mano entre los dos y rodeé su pene con mis dedos. Ya estaba mostrando señales de estar preparado. –Pronto. Muy pronto.

Él me hizo rodar hasta estar acostada de espaldas y él se estiró junto a mí, apoyándose sobre su codo. Rodeó mi pecho con la punta de sus dedos, abriéndose camino despacio hacia el pezón. Se puso erecto sin que lo tocara directamente y no podía apartar la vista de él.

–Eres preciosa –dijo roncamente. –Tus pechos son increíbles–. Cerró la boca sobre el pezón, arrancándome un jadeo.

Cerré los ojos y disfruté de la sensación de su cálida lengua, de sus suaves labios. Cubrió el pecho con su mano, levantándolo, y se metió tanto en la boca como le cupo.

Me quedé sin aliento una y otra vez. Eso fue suficiente para animarle. Devolvió su atención a mi otro pecho y lamió mi pezón hasta que también estuvo como una piedra.

–Haces que duelan –dije. –Te desean. Te deseo.

–Ya sabes las cosas adecuadas que tienes que decir–. Él maniobró hasta que estuvo medio encima de mí y suavemente levantó mis manos por encima de mi cabeza. Sostuvo mis muñecas en una de sus manos y sonrió. –Debe ser que toda esa investigación que haces en la biblioteca te está volviendo lista.

Me reí. –O quizás eres simplemente fácil y cualquier mínima cosa que te diga para animarte te excitará.

–Mmm, quizás. Lo que sea que digas, simplemente no dejes que sea no. Por favor. Estoy disfrutando demasiado de esto como para parar ya.

Quise acariciar su rostro cuando se volvió serio, pero él seguía sujetando mis manos y yo quería ver qué haría a continuación conmigo en esa posición. –Yo también –dije simplemente mientras le miraba a los ojos. –Yo también.

Me besó suavemente, con ternura, como si yo fuera algo precioso y quisiera adorarme. La sensación era totalmente nueva para mí, y muy embriagante. Mi corazón estaba preparada para explotar de felicidad. Eso asustaba a una parte de mí, pero fui capaz de alejar los miedos. O, más concretamente, Matt fue capaz de alejar mi miedo con su beso, y luego con su mano mientras recorría mi cuerpo, prestando particular atención a mis pechos.

Con mis nervios de punta, me hizo rodar sin soltar mis manos todavía, y dejó un reguero de besos por mi espalda. Frotó su polla entre mis nalgas, pero no intentó entrar. Empujé hacia atrás contra él, ganándome un gruñido por mis esfuerzos, y soltó mis muñecas para poder usar ambas manos para masajear mi espalda y hombros.

–Quiero verte –le dije. –Quiero ver como me haces el amor.

Él volvió a darme la vuelta y nuestras miradas se unieron brevemente antes de que se separara para coger otro condón. Una vez estuvo enfundado, no me penetró inmediatamente. Besó mi vientre, mi cadera, y bajó por mis muslos y alrededor de mis pliegues. Jadeé ante el primer lametazo de mi clítoris y abrí las piernas para él. Lamía y succionaba hasta que estuve cerca del orgasmo, a punto de derrumbarme, cayendo hacia el abismo.

Me sostuvo mientras volvía a mi ser y se situó encima de mí. Levanté las piernas y uní mis pies detrás de su cabeza. Él apoyó su pene contra mi entrada. Dolorida, queriendo más, le tomé en mi mano y le guie dentro.

Él inhaló aire entre sus dientes apretados y lanzó la cabeza hacia atrás. –Stephanie –gruñó. –Ah, Steph.

Le cogí la cara y atraje su cabeza hasta colocarla a nivel con la mí para poder observarle, y para verle observarme.

Hicimos el amor despacio y apasionadamente. El tiempo dejó de existir. Estuvimos perdidos el uno en el otro durante minutos o horas, no importaba. Hasta ese momento en que ambos decidimos que era demasiado lento. Se chupó el pulgar y lo frotó contra mi expuesto clítoris mientras empujaba más fuerte, más profundo. Convulsioné ante el contacto.

Me sujeté a sus brazos y arqueé la espalda, corriéndome sobre su pulgar y alrededor de su polla. Su cuerpo se sacudió con el esfuerzo de contenerse, pero no funcionó. Él también se corrió, enterrado hasta el fondo.

Después, con mi cuerpo temblando por diminutos orgasmos, me tumbé encima de él y él me envolvió entre sus brazos. Acarició mi hombro con su pulgar, las caricias volviéndose más ligeras hasta que pararon del todo. Estaba dormido.

Cerré los ojos, pero no dormí. Ni tampoco quería hacerlo. Tenía que trabajar por la mañana y no quería ir directamente desde la casa de Matt. Necesitaba ducharme, cambiarme, y lavarme los dientes.

Ojalá hubiera dicho algo antes de que él se durmiera. Me sentía mal porque al moverme le despertaría, pero me moví de todos modos.

–¿A dónde vas? –murmuró mientras me dirigía hacia el cuarto de baño. –Vuelve.

–Tengo que irme –le dije, cerrando la puerta.

Cuando salí, él estaba allí de pie, esperándome. Estaba completamente despierto. Y todavía desnudo. –No tienes por qué irte –dijo.

–Sí. Tengo que trabajar por la mañana.

Él lo pensó y luego dijo: –Di que estás enferma.

–No. De todos modos es solo medio día. Tengo libres los jueves por la tarde. Oh, espera, probablemente ya lo sabías.

Mi tono debe haber sonado más acusador de lo que pretendía, porque se cruzó de brazos y pareció avergonzado.

Me puse de puntillas y le besé para demostrarle que no estaba enfadada con él. Me envolvió en un abrazo y rompió el beso.

–No te vayas todavía –dijo. –Quédate.

–No puedo. Es tarde y estoy al mando los jueves por la mañana. Tengo que irme.

Suspiró y me soltó. –Quiero que salgamos después del trabajo.

–Eh, vale. ¿A dónde?

Se encogió de hombros. –Te lo haré saber cuando te recoja.

Casi le dije que estaba peligrosamente cerca de ser dominante otra vez, pero me contuve. Puede que hayamos tenido sexo estupendo, pero no éramos una pareja. Todavía éramos casi extraños, y eso no era algo que un extraño le dijera a otro.

–Dame un minuto para cambiarme –dijo, entrando en el cuarto de baño. –Te llevaré a casa.

–No pasa nada, cogeré un taxi.

–De ninguna manera –dijo él. –No en mitad de la noche. O bien te llevo a casa o te quedas a pasar la noche.

Pues vale entonces.

Diez minutos más tarde íbamos de nuevo a toda prisa por las calles de Roxburg hacia Old Town, donde las casas eran más pequeñas y más bonitas, y las farolas donde la librería de mi abuelo estaba localizada parecían lámparas de gas victorianas.

Matt me acompañó hasta la puerta. –¿Quieres entrar a tomar una última copa? –pregunté, rodeándole la cintura con mis brazos. –¿Y quizás un polvo rapidito?

Sus labios formaron una línea. Miró la puerta y sacudió la cabeza. –Tengo que irme.

Me separé de él, un poco dolida por su rechazo. ¿Era así como empezaría? Esta noche él no quería entrar para tener sexo, y luego mañana me llamaría y me diría que estaba demasiado ocupado para salir como habíamos planeado. Luego no volvería a saber de él nunca más, excepto a través de Peter Fiorenti.

Sabía que esto pasaría. Incluso me había preparado para ello. Aunque... yo pensaba que había disfrutado de mi compañía. Pensé que habíamos conectado durante el sexo. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto?

–Oye–. Tocó mi barbilla y acarició mi labio inferior con su pulgar. –Sé lo que estás pensando, Steph, y no va a ser así. Lo prometo.

–Claro. Vale–. Me alejé. –¿Entonces por qué no quieres entrar?

Se pasó una mano por el pelo y suspiró. –No... no es algo de lo que quiera hablar contigo ahora mismo.

Me di la vuelta para ocultar las lágrimas que se agolpaban a mis ojos. Abrí la puerta. –Claro. Como quieras.

Sus brazos rodearon mi cintura desde atrás, deteniéndome. –Me lo he pasado genial esta noche–. Su cálido aliento revolvió mi pelo y su melódica voz vibró por toda mi piel. –Sé que crees que tengo motivos ocultos para salir contigo, pero no es así. No era así–. Chasqueó la lengua y presionó su frente contra mi nuca. –Vale, un poco sí, pero... no ahora. Ya no.

Me giré en sus brazos y tomé su rostro entre mis manos. Se apoyó en mis manos y sonrió. –¿Entonces ya no quieres comprar la librería?

Su sonrisa se desvaneció. Se retiró y desvió la mirada.

–Eso pensaba –musité. –No voy a vender, Matt. No puedo. No este lugar. Nunca.

Esperé a que él dijera algo, quizás que preguntara por qué estaba tan en contra de vender, pero no lo hizo. Simplemente se cruzó de brazos y tensó la mandíbula, la imagen de la pura terquedad.

–Buenas noches, Matt –dije calladamente mientras las lágrimas se volvían a agolpar. Entré y cerré la puerta. Esperé, deseando que llamara y pidiera entrar.

Pero un momento después oí cerrarse la puerta de su coche y alejarse. Me limpié las húmedas mejillas y subí las escaleras para lanzarme sobre mi cama y preguntarme cómo demonios me había permitido enamorarme de ese hombre.

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