King

King


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6 a.m.

Me muero por intentarlo. Oigo estas palabras entre sueños y me sale un arrullo de paloma del fondo de la garganta, donde el gaznate se junta con la nariz. Esa parte que se seca cuando tienes miedo. Me muero por intentar llevaros a donde vivimos.

La M-1000 es la salida norte de la ciudad. El tráfico es continuo, día y noche, excepto cuando hay un accidente o cuando la bloquean los trabajadores en huelga. A unos doce kilómetros del centro y a cuatro de la costa hay una zona en la que nadie se para salvo que se vea obligado a hacerlo. No porque sea peligrosa, sino porque ha sido olvidada. Incluso quienes se detienen un momento olvidan inmediatamente su existencia. Está despoblada, pero es una buena extensión de terreno. Te llevaría una media hora rodearla corriendo. Dicen que van a construir en ella el estadio más grande de la historia, con capacidad para cien mil espectadores. El siglo que viene se podrían celebrar aquí las Olimpiadas. Otros dicen que tiene más sentido construirlo al este de la ciudad, más cerca del aeropuerto principal. Los especuladores, dice Vico, apuestan por ambos emplazamientos. El nuestro se llama Saint Valéry; y allí nos dirigimos.

El tráfico de la M-1000 es criminal. Procuro no salirme del arcén. Sólo hay que llegar hasta la gasolinera Elf, donde huele a carburante de muchos octanos; un aroma de diamantes. ¿No sabéis cómo huelen los diamantes?

Hace un mes una banda de chavales rociaron con gasolina a un viejo que dormía en la calle, detrás de la Estación Central, y luego le aplicaron una cerilla. Se despertó en llamas.

Una muerte de hereje.

¿Qué cojones quieres decir? El pobre cabrón no distinguía una mezquita de una catedral.

Tal vez su herejía era que no tenía dinero.

Al llegar a la gasolinera bajamos un desnivel que termina en el descampado donde un día levantarán el estadio olímpico. No existen palabras para describirlo, porque es un erial sembrado de fragmentos de desechos, y en su mayoría no tienen nombre.

Ha terminado el invierno; y ya es primavera. Las noches son todavía lo bastante frías para hacer tiritar a un cuerpo poco abrigado, pero ya no matan. ¡Haber sobrevivido otro invierno! Todo está brotando. Los rábanos de Vica están saliendo bien. El plástico que les puso Vico ha ayudado, pero lo fundamental ha sido el mantillo que robamos. Vica se llama Vica porque vive con Vico.

El terreno se utiliza de vertedero de chatarra. Camiones estrellados. Radiadores partidos. Lavadoras destripadas. Cortadoras de césped oxidadas. Frigoríficos desvencijados. Fregaderos rotos. Hay también matojos y pequeños arbustos, y algunas flores duras, como ojos de perdiz y lenguas de perro.

Eso de ahí es mi montaña. Cuando hace treinta años tiraron la antigua edificación, emplearon un peso pendular y un cable. El edificio no fue aplastado, sino derrumbado. Así que la montaña de escombros es fácil de escalar.

Cuando llego arriba ladro por sistema. Y luego los otros sonidos se hacen más nítidos: unos niños jugando en Ardeatina Street, una golondrina avisando a otra de la presencia de un cuervo, un tren avanzando hacia el norte, la sirena de un barco muy lejos, y, detrás de todos ellos, el rugido de la M-1000.

Todos los perros sueñan con el bosque, lo conozcan o no. Incluso los perros egipcios sueñan con el bosque.

La calle en la que nací olía a aserradero. Los árboles llegaban a los aserraderos ya descortezados, brillantes, apilados en los inmensos camiones de diez ejes.

Las orillas de un río, donde cargaban barcazas de grava, fueron mi primera escuela. Un río inmenso y, como todos los ríos, en su permanente fluir, una demostración de la más pura indiferencia. Vi cómo se llevaba a tres niños en una sola noche.

En el bosque podía dejar de preocuparme. Iba siguiendo un rastro hasta donde me llevara. Corría entre pinos altos como iglesias y saltaba los obstáculos imaginarios de las sombras, y cuando me quedaba sin resuello, me arrastraba hasta el lindero, donde me esperaba la niña, espiándome, y me echaba en la hierba.

Cuando se ponía el sol, la oscuridad cubría el bosque, pero no de color negro, sino con el misterio, con la invitación del negro. La oscuridad de un abrigo negro, de una mata de pelo negra, de un tacto cuya existencia desconocías.

Oigo la voz de Vica, aunque no esté conmigo ahora; me sucede muchas veces.

Cierra el pico, King, farfulla, no sabes de qué estás hablando.

Estoy hablando de sexo.

En la calle sólo hay violación, dice ella, nada más.

Vica y Vico tienen un capote colgado a los pies de su cama. Por la noche, si alguno de los dos tiene que salir, se lo pone. A ella le queda grande. Pero cuando se lo pone él, parece que el gabán está saliendo a cagar por su cuenta; lo oculta totalmente. Está forrado con piel de borrego y es de un color blanco sucio, como la nieve después de echarle sal.

Vico dice que este tipo de capote fue en su tiempo una prenda reglamentaria del ejército sueco. Mantiene el cuerpo caliente cuando la temperatura exterior es de cuarenta grados bajo cero. Dice que lo sabe porque a su empresa le ofrecieron fabricarlos.

No estoy seguro. La gente de aquí tiende a exagerar cuando habla del pasado, porque las exageraciones también son un buen abrigo contra el frío.

Desde la montaña de escombros veo todo Saint Valéry. Conozco estos pagos como puede conocer un hombre la ropa que lleva puesta. Saint Valéry se extiende en el terreno como si fuera el capote forrado de borrego. Vivimos al abrigo de Saint Valéry. En invierno nos libra de morir congelados. Y en el calor del verano nos tapa cuando nos desnudamos para lavarnos.

Vico y Vica viven en el extremo inferior de la manga derecha, y más o menos a la altura de los botones del puño hay un saúco. Jack vive en el cuello. Jack es el único habitante de Saint Valéry que tiene tablas en el suelo y unos canalones decentes para la lluvia. Fue el primero en llegar, y nunca se moja. Nadie se puede instalar aquí sin su consentimiento, y les cobra a todos un alquiler por el pedazo de tierra que ocupan. Vica le hace algo de comer una o dos veces a la semana, y ésa es nuestra forma de pagarle. Marcello, que trabaja los domingos limpiando camiones cisterna, le proporciona las bombonas de gas. Su chabola no sólo tiene un suelo de tablas, sino también un tejado de cañizo y una puerta con candado. Si alguien quisiera asaltarla, le sería más fácil por la ventana; su ventana, a diferencia de las nuestras, abre y cierra.

Los pobres se roban entre sí igual que los ricos. Por lo general, los pobres lo hacen sin deliberación; no planifican sus robos. Los pobres se imaginan todos los días que va a cambiar su suerte. No creen realmente que vaya a cambiar, pero no paran de fantasear con qué pasaría si así fuera. Y no quieren perderse el momento si llegara a suceder. Cuando ven un mechero en el suelo al lado de un par de zapatos, lo agarran como si fuera la misma Suerte en persona quien se lo entregara. Y se dicen: ésta es una señal de que nuestra suerte ha cambiado. Agarrando el mechero no piensan: Robo. Piensan: Suerte. No, los pobres no planifican de antemano el daño que hacen. No anotan todos los detalles mientras se llevan una fina copa de cristal a los labios y comprueban la hora en Tokio. Los pobres deciden en el último momento.

¡Cuánto hablas!, me grita Vica, aunque no está a mi lado. Hablas demasiado, King. ¡Y no sabes lo que dices!

En la parte de atrás del cuello vive Anna. La caseta de bloques de hormigón ya estaba allí; debió de alojar en su día un transformador de la luz. No tiene ventana. Anna se estableció allí sin preguntarle a Jack. Llegó por la noche y para cuando se hizo de día ya estaba instalada. Jack se acercó y se enfrentó a ella.

Vete a tomar viento, le dijo ella. No pienso entrar por el aro.

Entrarás, dijo Jack.

No he construido nada, respondió ella, y esto no es tu inmobiliaria.

Si la señora no quiere salir ahumada...

¡Qué señora ni qué leches! Y agarró una lata de cerveza y se la tiró.

Te doy diez minutos para salir de aquí o te sacaré yo mismo, dijo él, conque ya puedes ir reuniendo tus cosas.

Y, claro, ella también empezó a pagarle. Seis latas de cerveza a la semana.

Aquí, le explicó Jack, no nos andamos con huevadas. ¿Entendido?

Jack no cree que se pueda hacer nada para mejorar el mundo, pero insiste en eso de no andarse con huevadas. Ésa es la única ley en Saint Valéry. La ley de Jack. Y ésta es la razón por la que se pasa horas haciéndose chaquetas de papel. Puede que sea difícil de comprender; en este abrigo hay que entender muchas cosas sin saber los porqués.

En el puño izquierdo vive Joachim. Su sitio está cubierto por una inmensa lona de camión. Vico me corregiría, me puntualizaría diciendo que es poliamida. Debajo, Joachim ha dispuesto unas ventanas y una puerta. Es el hombre más corpulento de Saint Valéry; tiene barba y un cuerpo muy peludo. Oye mucho la radio; está muy orgulloso de la suya: un aparato muy grande, lleno de lucecitas que se encienden y se apagan. Y tiene un gato que se llama Catastrophe. En el pecho lleva tatuadas una mujer con los pechos desnudos y bajo ella la palabra EVA en letras azules y rojas. Es muy amigo de Marcello, y en las largas noches de verano juegan a los dados. Vica cree que debió de ser marinero. Para nada, dice Vico, es demasiado grande, los marineros nunca son tan corpulentos. Joachim le habla mucho a Catastrophe con ese tono de voz que los hombres suelen reservar para hablar con las mujeres.

Por la noche, me dijo una vez Joachim, Catastrophe se echa a mi lado y ronronea. Más de lo que tú haces, King. Tú y tu puta fidelidad.

Malak vive bajo la manga derecha. Está aquí gracias a Liberto. Él responde por ella, y nunca la ha tocado. Sus caminos debieron de cruzarse en algún momento. Liberto podría ser su padre, además de ser su salvador.

Una vez la oí decirle, ¡Vente a morir conmigo!

Liberto se irguió como sólo puede hacerlo un español y dijo: No vuelvas a insultarme o a insultarte de ese modo, Malak. No vuelvas a hacerlo.

Liberto tiene una herida que no acaba de cerrarse en la ceja izquierda y un suave bigote negro. Ha estado en la cárcel varias veces y es el único que lee libros aquí.

Saul lee la Biblia, y Vico ha leído miles de libros en su vida; aquí ha dejado de leer. Para leer, uno tiene que quererse un poco, sólo un poco basta. Y Vico no se quiere.

En el bolsillo izquierdo vive Danny. Su sitio es un contenedor desechado, y cuando hiela, él lo caldea con un brasero. Siempre tiene las manos calientes. Su cara es puntiaguda, como la de un podenco feroz. Se ha herido muchas veces en la nariz y la boca, aunque no debe de tener más de veinte años.

Para empezar el día, Danny necesita oír risas, como otros necesitan una taza de café y un trozo de pan tostado con margarina.

La mujer y la sardina, dice en broma, cuanto más pequeña más fina.

Todos se las han ingeniado para poder tostar el pan sobre el cámping gas. Vico se fabricó un tostador con una radio de coche. Marcello repite constantemente que piensa robar electricidad de uno de los cables que cruzan el terreno, pero todavía no lo ha conseguido. Danny es el único que no tiene tostador. Usa un chiste en su lugar.

Antes de que acabe el año, dice, una mujer con Visa se enamorará de mí. ¿Lo bastante vieja para poder ser tu tía?, pregunta Joachim. No, responde Danny, ¡de mi edad! ¡Será una enana con bigote!, insiste Joachim. Será muy guapa, dice Danny, tan guapa como un visón, y todas las mañanas desayunaremos en el Bella Venezia. ¿Por qué no en la cama?, pregunta Corina, que apenas habla. Porque le gusta follar toda la noche, responde Danny, y madrugar. Vamos al Bella Venezia, y ella pide un chocolate.

Esa chabola de allí, junto al hombro izquierdo, la construyó Luc, que se ha ido.

A mí... Yo me muevo por donde no hay miedo, le dije a Luc un día.

Hay miedo en todas partes, dijo él.

No donde yo voy.

Donde hay vida, hay miedo, repitió.

En los sitios que yo digo hay muerte, le dije, hay lucha por la vida, hay ocultarse, hay huir, hay hambre y no hay miedo.

¿Qué hace entonces huir a un perro?

El deseo de vivir.

¿No has visto nunca temblar a un perro?

Los perros tiemblan cuando no saben qué hacer.

¡Como nosotros!

No, ¡vosotros tembláis cuando sabéis qué hacer tanto como cuando no lo sabéis!

¡Vete a cagar, perro!

No respondí. Sólo lo miré. Hay que joderse, King, dijo él. Te han puesto en mis manos, y ¿sabes por qué lo han hecho?, no lo dicen, pero te han puesto en mis manos para que no vuelva a intentarlo.

Se frotó la nariz de abajo arriba, entre los ojos.

Luc tiene la boca un poco torcida. Todo lo que dice es un intento de ponerla derecha. Cuando habla, empuja con la lengua en las comisuras. Unas veces la izquierda, otras la derecha. Lo que dice importa menos que su constante esfuerzo por cambiar la boca de sitio.

Dicen que hacen todo lo que pueden, dijo, pero ¿a que no pueden saber lo que pasa aquí dentro? Y frotó su frente contra la mía.

Cuando lo intentó, se rompió la muñeca izquierda. La lleva vendada y todavía le duele.

En donde se nota que no soy humano es en que soy posesivo con el dolor. Con el dolor de los otros, quiero decir. El dolor de la mano de Luc, por ejemplo. Me pongo en el lugar de quien está sufriendo y aúllo si se acerca alguien. Es algo que aprendí de mi madre, y ahora es más fuerte que yo.

Luc, le digo, vamos a ver si pillamos algo que comer.

Tú y yo vamos a cenar carne esta noche, contesta él. Haz lo que yo te diga.

Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, al barrio de Quirina. Escogemos con mucho cuidado la carnicería. Una pequeña, con un solo dependiente. Antes de entrar, Luc se colocó el abrigo como si fuera una capa, abrochado al cuello y sin meter los brazos en las mangas. Yo me quedé fuera.

Luc entra y le pregunta al carnicero si tiene carne para ossobucco, una pieza que le dé para varios días. Necesito que sea buena, añade, y alza la mano vendada.

¿Un accidente?, pregunta el carnicero.

No. Me mordió un perro.

Ésta es la señal para que yo empuje la puerta y entre. Y eso es lo que hago.

¿Es suyo ese perro?, pregunta el carnicero.

Es la primera vez que lo veo, dice Luc, pero yo que usted lo echaría inmediatamente, me parece que mira raro.

¡Fuera!, grita el carnicero.

Yo doy un paso adelante.

¿Y echándole un cubo de agua? ¿Tiene agua en la trastienda?, le sugiere Luc.

No se acerque a él, dice susurrando el carnicero, y sale por la puerta de atrás.

Yo me pongo a aullar.

Con una destreza considerable, Luc agarra del mostrador una pieza de dos o tres kilos ya atada y preparada para rosbif y se la mete bajo la capa.

Podría haberme ido en ese momento, podría haberme escabullido. Algo me lo impidió; quería dejar clara una cosa y que Luc la viera y la comprendiera. Quería decir algo a propósito de resistir frente a la mierda, a propósito del amor propio. Así que me quedé, alcé la cabeza y enseñé los dientes.

El carnicero lanzó el agua por encima del mostrador. Cayó toda sobre mi cuerpo. Debía de estar acostumbrado a baldear. No todos los hombres saben apuntar con el agua.

Me quedo en el sitio, chorreando. Y espero que no vea que me tiemblan los ijares.

Qué perro más raro, dice Luc, nunca había visto cosa igual.

Retrocedo poco a poco, paso a paso, alcanzo la puerta y desaparezco.

Su carne es kosher, ¿verdad?, ha de preguntar Luc entonces.

¿Por qué coño iba a ser kosher?, le preguntará el carnicero, atónito.

Je suis désolé, creí que era una carnicería kosher. Désolé.

De vuelta en el Rancho, Luc asó la carne. Los días de fiesta, si a un habitante de Saint Valéry le sobra lo bastante de cualquier cosa para poder compartirla, invita a sus vecinos favoritos. Los días de diario, si por suerte alguno ha pillado de sobra, se lo guarda para él. Luc y yo dimos buena cuenta de la carne entre los dos.

Luego, saciados, nos tumbamos en una manta y contemplamos los faros de los vehículos que pasaban en dirección sur por la M-1000, hacia nosotros. Y a veces también echábamos un vistazo a los pilotos traseros, como cabezas de alfiler de sangre, de los que se alejaban.

Siete semanas después, Luc se suicidó. La segunda vez fue a tiro hecho. Se tiró de un puente.

Ahora que se ha muerto, me gustaría enseñarle a Luc un muro que recuerdo donde salen setas en primavera. Ocultas entre la hierba, negras y húmedas, parecen un hocico negro apuntando al cielo. Huelen a la tierra y al aliento de una anciana que te dice la buenaventura a cambio de una chocolatina. Luc encontraría allí un kilo de colmenillas. Y las guisaríamos con ajo y perejil y luego haríamos una tortilla con cuatro huevos y una cucharada de vino blanco para aligerarla, y nos la repartiríamos. El difunto y el perro.

Saul, que antes vivía bajo tierra, en lo que había sido un subterráneo, en el lado izquierdo de la bastilla del abrigo, se ha hecho con el Rancho de Luc. Con el permiso de Jack, claro.

Saul tiene la misma edad de Vico y lleva siempre, haga frío o calor, una gorra de tweed. Nunca le he visto sin ella. Marcello le dio a Saul un viejo aparato de televisión, que él usa de asiento. Habla más o menos una vez por semana. Trabajó veinte años en un matadero, hasta el escándalo por el cual lo despidieron. A mí me ha dicho varias veces, De joven me gustaba ir a cazar conejos. ¿Quieres que vayamos? En cuanto tiene un momento libre, se pone a leer la Biblia. Sostiene el libro en la palma de la mano, como si fuera un pájaro que acabara de posársele. Y su fe es tan profunda que lee con los ojos cerrados.

Un poco más al sureste del abrigo, en la dirección del atajo que lleva al mar sin pasar por la ciudad, el terreno forma una hondonada, una zanja superficial, pero bastante larga. Puede que en algún momento formara parte de un túnel que acabó desmoronándose. No es peligroso porque la pendiente es muy suave. Muchos amantes sin casa han descubierto que esta oquedad les ofrece por la noche un cobijo. Danny dice que es un Boeing. Tiene más o menos la forma y el tamaño de un aerobús, y Danny encontró allí entre otras basuras una maleta que todavía tenía en el asa una etiqueta de una línea aérea de Houston. Entonces hizo uno de sus chistes:

Yo no diría que este Boeing va a ciegas, pero he estado inspeccionándolo, y el cuadro de mandos de la cabina está en braille.

Corina vive en una furgoneta cerca del bolsillo interior. Disminuye de tamaño de día en día, dentro de poco será sólo piel.

¡Perro perezoso!, me dice.

Guardo el sitio, le digo.

Si todos lo guardáramos, no habría nada que guardar.

No hay mucho, dije yo.

Mira mis manos, ¿qué puedo enseñar?, preguntó.

Tus manos.

Simula que me da un puntapié con sus botas de hombre y escupe. Después de sonreír, Corina siempre escupe; es por los dientes que le faltan.

Después de que Vico y Vica construyeran la Cabaña, Corina tardó dos meses en reconocer su presencia. Su furgoneta está a menos de un tiro de piedra. Durante dos meses se hizo la sorda cada vez que Vico o Vica le dirigían la palabra.

Pero entonces, una soleada mañana, le dijo a Vica, Si quieres tener más sitio para tender, puedes atar la cuerda al retrovisor de mi furgoneta. La ropa tendida nunca me ha asustado.

Alfonso es el más rico de Saint Valéry, y vive en el bolsillo derecho, en frente de donde vivía Saul antes de trasladarse al sitio de Luc. Alfonso se construyó un chamizo contra una tapia de ladrillo que quedaba en pie. Hizo él toda la carpintería. Su chabola tiene un tejado de verdad, con chimenea, y un escalón de madera en la puerta. A veces deja allí algo para mí, pero esta mañana no ha dejado nada.

Es el habitante más rico porque sabe cantar. Agarra su guitarra eléctrica y canta en el metro. Una vez me llevó con él. La idea era que yo recolectara el dinero mientras él tocaba, y eso es lo que hice. Pero luego conoció a una princesa y decidió que ella podía hacerlo mejor que yo. Y podía. Claro que también le obligaba a darle la mayor parte del dinero, con lo que él salía perdiendo.

Tiene una voz muy bonita, la voz de un perdedor; las mejores voces masculinas son las de los perdedores. El problema de Alfonso es que pierde demasiado. Se gasta todo lo que gana en estas princesas. Se las trae a pasar la noche. Se van temprano, con su dinero, y al día siguiente él no sale, se queda dentro, recuperando la voz. Según Vica, Alfonso no tiene cabeza; tiene menos sesera que un mosquito, dice.

Éste es el sitio favorito de Marcello para tomar el sol. No sé adónde se va Marcello en invierno; se fue en octubre. Según Jack, debería de estar de vuelta en marzo, y no ha llegado todavía. Marcello recoge electrodomésticos; toda la manga izquierda está llena de ellos. Cinco televisores, grandes, de dieciséis pulgadas. Siempre está diciendo que va a robar electricidad para él y para los demás, que sería muy fácil. Nada es fácil, dice Liberto. Cuando hace bueno, Marcello se quita toda la ropa, salvo el calzoncillo, y se tumba al sol. Hay un pedazo de hierba y unas matas que te protegen de las miradas. Marcello dice que todo empezó a irle mal cuando le dejó la mujer. Los hombres que acaban de ser abandonados tienen un olor característico, bastante distinto del de los que viven solos. Un olor parecido al de la leche agria. Trabajaba en el metal. ¿Tienes hijos?, le preguntó un día Vica. Dijo que sí con la cabeza y abrió otra lata de cerveza. Me pregunto si Marcello, con su flequillito —tiene el pelo rubio— y su suave boca y sus ojos de terrier joven, se habrá ido para siempre, eso me pregunto.

¿Queréis saber cómo terminé en Saint Valéry? Iba andando. Por las carreteras. Caminando por la izquierda, de frente al tráfico. No sabía exactamente qué buscaba, simplemente imaginaba que las cosas serían mejor cerca del mar. Me llevó cuarenta y nueve días. Dormía de día y caminaba de noche.

Por qué dejé mi casa es otra cuestión, y no estoy muy seguro de saber explicarla. Con lo que quiero decir que no sé con exactitud qué sucedió. Todos aquí te dirán lo mismo. De pronto no hay dentro ni fuera, y tienes que sobrevivir solo la hora siguiente y la siguiente y la siguiente. Nadie lo ve venir. Para cada uno llegó de una forma diferente. Y en todos los casos sucedió cuando no estábamos mirando. Yo lo oí antes de verlo. El sonido del tráfico detenido. Luego viene el olor a orina.

Cuando por fin llegué a esta ciudad, Vico reparó en mí bajo las grúas abandonadas del muelle B.9. Se dirigía al Puerto Nuevo, donde amarran los yates. Esperaba encontrar alguno con bandera italiana, porque era originario de Nápoles. Por aquellos días, todavía creía que había una lejana posibilidad de encontrar un trabajo temporal, si tomaba alguna iniciativa. De modo que se ofrecía de guía por el Egeo a los dueños de los yates.

Ya no se daba cuenta de su aspecto. No era capaz de ver su desaliño, pues se había peinado, había encontrado una maquinilla y se había afeitado, se había cepillado los pantalones, limpiado los zapatos y lavado las uñas.

Tenía una pinta inexplicable.

Como todos nosotros. Se nos ve bajo las mejillas, en las comisuras de la boca, en la forma de encorvar los hombros.

No necesitamos un guía, le dice el dueño del yate.

Soy especialista en historia y geografía, le asegura Vico.

Tiene una voz sorprendente, porque es delicada y leve. Se posa sobre las frases como las mariposas sobre las flores, levantando y agitando las alas.

Nos bastaría con una putita que nos hiciera un strip-tease y eso es algo, viejo, que no creo que puedas encontrarnos, dice el dueño del yate, y todos se ríen.

El odio que los fuertes sienten hacia los débiles en cuanto los débiles se acercan más de la cuenta es algo particularmente humano; no sucede entre los animales. Entre los humanos hay una distancia que ha de ser respetada, y cuando no lo es, es el fuerte, no el débil, quien lo siente como una afrenta, y de la afrenta surge el odio. Al sentir el odio del dueño del yate, aullé.

Uno de ellos, que llevaba unas gafas de sol metálicas, miró por encima del hombro y dijo, ¡Largo de aquí, chucho!

Conozco sitios que no salen en el mapa, insistía Vico con su voz de mariposa.

No te necesitamos a ti, ni tu perro, ni tu mapa, ¿he hablado claro?

No es mío el perro.

Quítate de en medio, ¿quieres?

Se volvieron de espaldas y se alejaron.

¿Qué te pasó?, es lo primero que me pregunta Vico. ¿De dónde sales?

Lo miro.

Permíteme que me presente. Me llamo Vico. Soy descendiente del gran Giambattista. Tenía una fábrica. Eso es totalmente cierto. Una pequeña fábrica, y mis vecinos eran los de Philips; eran unos buenos vecinos.

¡Mierda!, digo. ¿Y qué fabricabas?

Hacíamos ropa, ropa de trabajo. Poliéster, polietileno, elastina, politetrafluoretileno, vinilo...

Cada nombre suena como una flor, y la mariposa aletea en su voz cuando los pronuncia.

Lo miro. Tiene el cabello cano y la frente cruzada de arrugas. Andará por los sesenta y tantos. Tal vez más, porque tiene unas orejas inmensas, y las orejas agrandan con la edad. Son unas orejas de elefante, y por ellas le asoman unos pelillos. Los ojos son oscuros. Sendas piedras negras en las huellas de unas patas sobre la arena recién bañada por el mar. Las piedras están inmóviles. Sus manos, de uñas finas y agrietadas, son pequeñas y delicadas como las de una muchacha. Pero también grises y llenas de callos, como si llevaran años trabajando con plomo o cualquier otro metal. Si sólo le vieras las manos, dirías que son las de la hija de un soldador de acetileno que sustituyó a su padre en el trabajo cuando él se fue al otro barrio.

Hacíamos batas, pantalones, capas, gorras y guantes, que eran nuestra especialidad, me dijo. Hacíamos los mejores guantes aislantes de toda Europa. Empleábamos un derivado del cuarzo. ¿Cómo te llamas?

No se lo iba a decir tan pronto.

Te llamaré King, dijo.

Después de andar un rato, se sentó al borde de una fuente en una plaza y sacó una lata de Fanta de la bolsa de plástico que llevaba en la mano. La abrió y me ofreció. Yo decliné con un movimiento de cabeza.

Hay algo que cambia en torno a los cinco años, dijo. En tiempo de paz, claro. Si te refieres a un tiempo de guerra, todo es diferente. En la guerra no hay infancia, King, eso está claro, no hay infancia. Hasta los cinco años, en tiempo de paz, lo inesperado llega como una sorpresa, y las sorpresas hasta los cinco años son siempre buenas. Pasada esta edad, cambia algo, y lo inesperado es invariablemente malo. Muy malo. Mírame a mí. Me tapo de la cabeza a los pies para protegerme del frío y de lo inesperado. Trato de mantenerlos fuera, día y noche. Al frío y a lo inesperado. ¿Te gustaría ver dónde duermo?

Nunca había oído a un hombre hablar así, y lo seguí y me enseñó dónde dormía, bajo el Puente Sublicius. Me dio pan mojado en leche. Vica no estaba con él entonces. Pasó un mes antes de que me la mencionara. Un día apareció.

¡Éste será mi perro!, dijo en cuanto me vio, ven, ven conmigo, perrito.

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