King

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7.30 a.m.

Ahí está Vica cagando, como todas las mañanas, detrás de los neumáticos. Vica, como decía, es la mujer de Vico. Cuando una mujer tiene tan poca intimidad, no está mal hacerle en ciertos momentos una cortina de palabras. Así que voy a contar la historia de la golondrina.

El pájaro entra volando en una habitación. Vuela y vuela en círculos sin encontrar la ventana abierta por la que ha entrado. Una y otra vez se da con los cristales, a través de los cuales sigue viendo el cielo. Bate las alas cada vez con mayor frenesí, y éstas suenan como una carraca de las antiguas, de madera. El pájaro cree que no hay cristal. Se cree en el cielo, pero descubre que no puede volar. Se para y agita las alas. Se lanza hacia uno de los cristales, como si esta vez la velocidad fuera a atravesar la tela en la que está atrapado. Pero se golpea con el cristal y se aturde. Su caja de plumas con forma de pájaro se estremece violentamente con cada golpe, y el corazón que aloja bate más rápido que las alas. Una gota de sangre le cuelga del pico. Cada vez que se choca con el cristal, suelta una nueva gota. Y entonces, durante la siguiente y última vuelta frenética al cuarto, sucede un milagro. Confunde la ventana contra la que se va a lanzar con la que está abierta. El pájaro sabe inmediatamente —antes mismo de que su cola haya traspasado el marco de la ventana— que está de vuelta en el cielo. Y gorjea. Un gorjeo breve, apenas audible, pero claramente feliz.

Vica se coloca la falda en su sitio y vuelve hacia su chabola. Al principio no me creí sus nombres. Vico, Vica, se parecían demasiado. Pero ahora Vica significa esta ama a la que adoro y Vico significa amo. Ésta es nuestra puerta.

Vico la llama la Cabaña. Y Vica antes la llamaba la Cabaña del Tío Tom. Cuando lo decía, se le saltaban las lágrimas. En el rabillo del ojo se le veían. Me acuerdo que daba la impresión de que había detenido el llanto, de modo que las lágrimas no le corrían por la nariz hasta la boca. Había hecho un gran esfuerzo para contener el llanto, pero nada podía hacer con las lágrimas que se le quedaban en el rabillo del ojo. La llamaba así como una forma de recordarse a sí misma lo lejos que estaba de cualquiera de los sitios en los que ella hubiera soñado vivir. Había nacido en el Prinsengracht de Amsterdam. Más tarde la oí llamarla «nuestro bar», con una risa ligeramente ebria. Vica bebe cerveza.

La Cabaña mide tres por cuatro. Antes de construirla, Vica se pasó un día entero quitando todas y cada una de las piedras que había en los doce metros cuadrados de terreno. Luego lo humedeció y lo pisoteó y lo golpeó en las esquinas con sus hinchadas manos, para dejarlo liso como una mesa.

Construimos las paredes con somieres clavados en el suelo. A ellos fijamos planchas de poliestireno y pedazos de conglomerado. Joachim nos ofreció un bote de pintura naranja. Dijo que era demasiado chillona para él solo. Era un color más adecuado para una familia, dijo.

Vica pintó las planchas de color naranja, y dejó algunos trocitos de poliestireno sin pintar para que parecieran estrellas blancas. Cuando Vico apaga la linterna por la noche, brillan en la oscuridad, y nos dormimos mirándolas.

Una de las cosas en las que estamos de acuerdo los tres es en el sueño. No sé cuál de los tres tiene un sueño más ligero. Tal vez nos turnamos para dormir profundamente. Unas veces duermo al lado de él; otras, al de ella. Siempre duermo con ellos y nunca duermo entre ellos.

Cuando estamos dormidos, los tres juntos, estamos protegidos. Nadie viene a molestarnos, como hicieron con el viejo de la Estación Central.

En lo que estamos de acuerdo es en que dormir es lo mejor de todo. Ni Vico ni Vica lo dicen. Pero saben que es cierto. Ha sido cierto durante casi cinco años. Dormir es lo mejor. Nuestro acuerdo de que dormir es lo mejor y el hecho de que somos tres hacen que nuestros cuerpos se relajen en cuanto nos acostamos.

Cuando hiela y no hay nada para quemar, lo que sucede con frecuencia, se acuestan totalmente vestidos, con los guantes puestos. Antes de quedarse dormidos se quitan un guante y se dan la mano. Así, dándose la mano, miran los cartones del techo, donde dice:

ART. NO. 353455B

C/ NO. - 700

INHOUD 2 STUKS

Luego se vuelven, con el conocimiento de que no hay nada mejor que el sueño.

Vico y Vica. Es una broma que nos gastan. Ponerse estos nombres es una forma de tomarse a guasa el absurdo de las cosas. No, permitidme que me corrija. Tengo que hacerlo a menudo. Hacer una broma con sus nombres es una forma de reírse de lo que les ha pasado y de olvidar así, durante el tiempo que duran dos o tres rápidas carcajadas, la calamidad.

El plástico que cubre las planchas de uralita del tejado está sujeto con trozos de hormigón, pero cuando hace viento, la lluvia se cuela por las rendijas, y el cartón se empapa, empieza a gotear y las manchas de humedad se hacen más y más grandes.

La primera desesperación empieza entonces, cuando piensas que nada volverá a estar seco nunca. La primera desesperación es la humedad.

Humedad + frío = desesperación.

Desesperación + hambre = no hay dios.

No hay dios + alcohol= autodestrucción.

Ya han pasado las lluvias: eso es lo que quiero decirle a Vica. Va a hacer bueno. Habrá tormentas de verano y nos empaparemos hasta los huesos. Pero todo se secará enseguida, eso es lo que quiero decirle. Ya no se pudrirán las cosas con la humedad. Se ha acabado la humedad. Eso es lo que quiero decirle.

¿Hace bueno de verdad, King?, me pregunta. Está acostada. Si hace bueno, dice, haremos dos viajes y nos traeremos cuatro garrafas de agua, ¿vale? A Vico le gustará, King.

El agua es un problema para todos los habitantes de Saint Valéry, y cada cual lo soluciona de formas distintas. Sin embargo, Vica es la que más agua usa porque está siempre lavando. Siempre tiene algo tendido a secar. Si sabes adónde mirar, puedes ver su ropa tendida desde la M-1000. A la derecha yendo en dirección norte, inmediatamente después de la señalización luminosa que informa del estado del tráfico. A la izquierda del montón de neumáticos.

Esta mañana Vico y Vica discutieron diez minutos por culpa de lo que iba a hacer Vico hoy. Las castañas no se venden bien en primavera, y todavía es demasiado pronto para ponernos con el maíz. De modo que Vico quería llevar rábanos. ¡Pero cómo puedes ser tan tonto!, gritaba Vica en la oscuridad, ¡cómo puedes ser tan tonto! La gente compra los rábanos a las chicas jóvenes. O a los niños. ¡Pero nunca se los comprarán a un viejo, un viejo como tú!

¡Vas a ser el hazmerreír!, chillaba Vica.

De los dos, Vica es la que mejor rebusca en la basura. Vico no sabe hacerlo. Todavía le asusta que su madre pueda verlo.

Para rebuscar en la basura con cierto aprovechamiento tienes que hablarle a lo que buscas, y Vica lo sabe:

Ven acá, pequeña Col. Seguro que debajo de estas hojas podridas estás deliciosa.

A ver, a ver, Pollo, ¿a que todavía queda un poquito de carne blanca pegada a tus huesos?

¡Me caes bien, Cazuela, aunque te falte la tapadera!

Permíteme que me siente, Silla. Ya encontraré algo para poner en el lugar de la pata que te falta. ¡Mejor tres patas que dos!

Vica sabe hacerlo; él no sabe.

Ahora Vica agarra un frasco de mostaza que estaba en el suelo, al lado de la cama, y sumerge los dedos en él.

Él dice que la mostaza no sirve de nada, pero se equivoca, King. Sé que se equivoca. La mostaza ayuda. Tendría los dedos rígidos si no hiciera esto todas las mañanas. Nunca se desinflamarían y tendrían un aspecto espantoso. Tres minutos cada dedo, media hora para las dos manos. No estoy segura de qué es lo que les hace tanto bien, si el masaje en sí o el movimiento que tienes que hacer para darlo. ¿Podrían ser ambas cosas, prenda? ¿Te imaginas mis manos a los dieciocho, tocando a Janácek? No, no te lo puedes imaginar.

Conocí a una niña gitana

de la gacela tenía el andar

el pelo negro sobre los hombros

y los ojos más hondos que el mar.

No es la primera vez que me canta esta canción. La canta de vez en cuando y me ha hablado cientos de veces de Janácek. Las historias mil veces repetidas se convierten en muebles, y la gente de aquí apenas tiene mobiliario, así que repiten sus historias continuamente. Vica lo hace. Joachim lo hace. Jack lo hace...

Para subir a por el agua hay que aguzar el ingenio. El carro que Vica robó en el supermercado es una jaula sobre ruedas. Cabe un hombre dentro. Sólo llevamos dos garrafas de veinte litros cada vez, por el peso. Lo difícil es conseguir que Vica trepe por el desnivel con las dos garrafas. Arriba del desnivel está la gasolinera Elf. Dejamos el carro abajo. Y yo la empujo desde atrás. Ella casi se sienta en mi cuello. También se le hinchan los pies, como los dedos de la mano. Nos paramos a la mitad para que recobre el aliento.

Le lamo las corvas cuando se apoya en mi cabeza.

¡King! ¡Basta!, dice.

Llenamos las garrafas en los lavabos de la gasolinera. El encargado nos tiene declarada la guerra.

¡Ya estáis robándonos el agua! ¡Largo de aquí!

Hoy no se atreve a acercarse porque me quedo en la puerta, mirándolo. Se le ve cabreado.

Me voy a hacer con una pistola, farfulla.

Vica rechina los dientes y finge que lo ignora.

Después de arrastrar las dos garrafas hasta abajo y de cargarlas en el carro, Vica me ata al pecho un cinturón que me ha fabricado, y tiro del carro de vuelta a la Cabaña. Ella se pone detrás, guiándome como si fuera un arado.

Para nadie es un secreto que estoy un poco enamorado de Vica. Ella lo sabe. Lo sabía perfectamente cuando se puso a coser las piezas del arnés para que pudiera tirar del carro. Se aprovecha de mi lealtad.

Vico también lo sabe. ¡Vete con Vica!, me dice a veces. Sabe que ella prefiere hablar conmigo. A él ya se lo ha contado todo muchas veces. Yo soy nuevo. Hago que la gente sienta que es la primera vez que oigo lo que cuentan, cuenten lo que cuenten. Es un don que tengo: una especie de ingenuidad infantil. Mis ojos no dejan ver lo que han visto.

Así que, conmigo, Vica repasa su vida como ya no puede hacerlo con Vico. A veces, se pone celoso. Vuelve a la Cabaña, me ve estirado junto a la cocina que ellos usan de mesa y a Vica hablando sin parar mientras manosea algo que ha sacado del tarro donde guardan sus tesoros, levanta el brazo y, mirándome furioso, grita, ¡Fuera! Grita como el árbitro en un combate de boxeo. Y yo salgo. Es mejor así. Salgo y meo.

No quiero estar enamorado de ella. Para sobrevivir tengo que ser decidido y supongo que tengo que estar solo. Por su parte, Vica nunca decide ni se propone hacer algo para seducirme. Tal vez era diferente antes. Ella y Vico se conocieron en Zúrich en los setenta. Él estaba negociando un contrato para el abastecimiento de toda la ropa de trabajo de los empleados municipales (si lo que cuenta de su fábrica es cierto). Se conocieron bajo una tormenta, y él no tomó el tren que pensaba para regresar a Nápoles. Ella debía de ser seductora entonces. Una cuestión de concentración y juego de piernas.

Hoy es la persona menos seductora que se pueda imaginar. No hace nada por seducir. Se comporta como si nadie la viera o la oyera. Se comporta, incluso cuando te habla o te mira, como si estuviera sentada sola en un banco. Y esto es un problema. Porque cuando te enamoras un poco de ella, enseguida descubres que te has enamorado de lo que es, no de lo que hace. Yo estoy enamorado de lo que es.

No, tengo que volver a corregirme. Puede suceder que por un breve instante la vieja costumbre de utilizar su encanto saque a relucir lo mejor de ella. La primavera pasada estábamos vendiendo narcisos junto a la Oficina de Correos del Circus. Frente a nosotros, en la acera, teníamos veinte ramilletes en un cubo rojo con agua. Eran de un amarillo chillón, como el olor de los puerros. Los habíamos cogido, a cientos, del jardín de una casa de la costa; la casa estaba cerrada a cal y canto. Suele estar deshabitada hasta el mes de mayo. Fui yo quien les enseñé cómo se podía entrar en el jardín.

Una escolar compró dos ramilletes y dijo, ¡Gracias, abuela! Y Vica, cogida de improviso, le pasó un dedo por la mejilla. A lo cual la niña respondió mandándole un beso, y Vica levantó su agarrotada mano y le mandó dos.

Yo tiro, y Vica dirige el arado. Los dos llegamos a casa cansados y sudorosos.

Creo que te voy a bañar, dice.

Ésa es una de sus bromas habituales. Cuando se siente bien no gasta bromas. Gasta bromas cuando se siente mal.

En invierno guardamos las garrafas en la Cabaña, esperando siempre que no se hielen. El invierno pasado se congelaron, con lo cual la Cabaña estaba todavía más fría. Cuando llega la primavera, como ahora, las dejamos fuera, bajo un tejadillo de uralita sujeto entre el tejado de la Cabaña y el saúco, junto a la cuerda de tender.

¡Vamos a sacar los trapos a secar al sol!, gritó Vica cuando nos trasladamos y Vico puso la cuerda.

Para ella todo son «trapos», incluso la sábana nueva que nos encontramos dentro de un carro de la lavandería en una puerta trasera del Park Hotel. A veces le lava la ropa a alguno de los hombres que viven en el terreno. Vale, te lavaré los trapos si no están demasiado gorrinos, se ofrece.

Cargamos con las garrafas y las dejamos bajo el saúco, y sobre el tejadillo deja el cubo rojo que utilizamos para los narcisos.

Colgada de una de las ramas más altas del arbusto guarda una escoba. La agarra y se pone a barrer la tierra: primero el suelo de tierra de la Cabaña y luego el camino que lleva a donde viven el cubo rojo y las garrafas de agua. Me gusta verla barrer. Nada que ver con las boberías de un ama de casa o con la idea de mantener limpio el hogar. Eso es algo imposible. Le limpia la nariz todos los días; eso es todo. Me encanta su forma de mover los brazos al barrer. Como una foca bajando de las rocas a la orilla del agua.

¡Lo que nos faltaba! ¡Como si no hubiéramos tenido bastante por hoy, joder!, dice entre dientes y vuelve a guardar la escoba entre las ramas del arbusto. Luego saca dos tazas de dentro de la Cabaña y las lava en el cubo rojo. La observo. Tose y escupe al suelo cuarteado.

¡Puta!, dice.

Muchas veces, después de guiar el arado, tiene un momento de fatiga.

¿Te acuerdas de cómo era antes?, le digo para consolarla. El monedero vacío. Ni una limosna nunca. Sólo un paso tras otro. Un pie delante del otro, pasitos mientras las manos rebuscan dentro del saco. Pasitos con la chaqueta sin botones. Las palabras salían solas. ¿Te acuerdas? Palabras como: ¡Que no me duela! Y en cuanto salían, cambiabas de opinión, apretabas los dientes y decías, ¡Que me duela! ¡Que me duela! Me va a doler, King. ¡Cuanto más me duela mejor!

Eso es lo que quiero decirle: No te ha dolido. Todavía no.

Vamos a comer algo, King.

La puerta de la Cabaña se abre hacia fuera. Tiene tres ventanas de cristal esmerilado. Jack nos vendió la puerta. Dentro, en el marco, Vico puso tres ganchitos para colgar los pocillos de aluminio. Hay muy poco espacio.

Cuando entro en las crudas noches de invierno, corro el peligro de quemarme el lomo contra la salamandra de hierro, eso si han encontrado leña para cargarla, claro. El hierro caliente huele a remolacha.

Encontramos la estufa en un vertedero y la trajimos hasta aquí en el carro. Nos llevó mucho tiempo hacer los seis kilómetros, y allí donde vaya siempre recordaré la marca... Las letras estaban grabadas entre dos rosas también en relieve: GODIN.

Casi pegada a la estufa hay una cocina de hierro. La usan de mesa, y en el horno guardan la comida. No cocinan en ella.

Sobre la cocina hay un tarro de cristal, uno de esos tarros que utilizan las mujeres para hacer conservas de frutas o verduras, con una tapa y una goma para cerrarlos al vacío. Ellos no lo cierran y Vica lo usa para guardar sus tesoros privados. Es un tarro de dos litros. El objeto más grande que contiene es una armónica Hohner de un modelo llamado Big River Harp. Que yo sepa, ninguno de los dos la ha tocado nunca. Es un tesoro porque la encontraron, un verano hace muchos años, en un prado donde habían estado follando. La vieron al ponerse de pie. Detrás del tarro hay un calendario apoyado contra la pared naranja. Vico pasa la página todos los meses, y cada mes hay un tipo diferente de alfombra, a todo color. En enero, una alfombra de Tabriz, que fue tejida para el Sah Thamasp I, bajo la cual dice: «Ésta no es una alfombra, sino una rosa blanca...». En febrero hay una alfombra de Kerman. Y una de Konya en abril, el mes en el que estamos. Bajo ésta dice: «Cuando Marco Polo visitó Konya en 1271 observó, “Aquí tejen las alfombras más bellas del mundo, con el más hermoso colorido”».

Es un calendario del año pasado, y, excepcionalmente, lo encontró Vico en la basura. De vuelta a casa, esa noche, se pasó dos horas cambiando todos los días de la semana, para que sirviera para este año. Justo encima del calendario, en la pared naranja, es donde brillan las estrellas de Vica.

Entre la mesa y la cama no hay espacio apenas: justo para poner las rodillas y los pies cuando te sientas al borde de la cama, como Vica ahora. Está sollozando. No le hago caso. Ya parará.

La cama ocupa un cuarto del espacio de la Cabaña, y está en la esquina opuesta a la puerta. La ventana, que Jack nos dio con la puerta por el mismo precio, porque, como dijo, no había derecho a que una pareja de esa edad se viera así, ocupa la pared de detrás de la cama. Es una ventana que no se abre y está orientada al sureste, hacia el mar. Desde aquí no se ve el mar nunca, pero sí se ven las nubes costeras.

En la esquina, a los pies de la cama, está lo que ellos llaman la cocina: dos hornillos de gas colocados sobre una cómoda y una bombona a un lado. Entre la cómoda y la cama cabe justo Vica de pie. Está tostando un trozo de pan rancio en uno de los hornillos.

A la derecha de la cómoda, hay un armarito. Cuando se abre el armarito se bloquea el paso a la puerta de la calle.

El armarito tiene tres estantes. En ellos guardan sus ropas, latas de conserva y comida, un cepillo del pelo, un cepillo de dientes, cucharas, platos, un abridor de botellas, la sal. Vica está buscando la margarina para untar el pan. La encuentra detrás de una lata de comida para perros en la que el mes pasado plantó un bulbo de jacinto.

La planta ya ha brotado del bulbo, y el jacinto, todavía verde, tiene la forma y el tacto de una cabeza de serpiente, de una cabeza de pitón. La semana que viene se pondrá azul, y su perfume impregnará la Cabaña.

Rechazo el pan que me ofrece Vica.

Es mejor que vayamos a buscar las otras dos garrafas, King.

Subimos hasta la gasolinera de la misma forma que antes. Pero esta vez la puerta de los lavabos está cerrada con llave. Vica forcejea, tirando de la manija con las dos manos.

¡Hijo de puta!, exclama entre dientes, y empieza a bajar el desnivel, hundiendo los tacones de las botas en los cascotes indescriptibles, sin nombre.

¡Espera!, le digo. Hay alguien en el servicio.

Me mira furiosa y se sienta. Esperamos diez minutos, sin abrir la boca. Le doy en el codo, y la puerta se abre y sale una mujer con una llave y un secador del pelo en las manos. Lleva el cable arrastrando por el suelo. Tiene el pelo brillante y todavía húmedo.

Vica se acerca a ella con andares de emperatriz. Esta Vica es capaz de hacer que los desconocidos no vean su falda manchada y sus botas polvorientas, y ello gracias a su forma de moverse, con el pecho por delante. No es una cuestión de seguridad en sí misma —esa seguridad se la aplastaron hace mucho tiempo—. Es bien plantada por cómo son sus piernas, y no hay más que hacerle.

La joven, moviendo la cabeza para retirarse el pelo de la cara, le alarga la llave y dice, Me dijo que se la devolviera cuando acabara. Pero se la doy, y usted puede devolvérsela cuando haya acabado. ¿Vale?

Creo que he localizado su coche: un Opel.

No se preocupe, yo se la devuelvo, dice Vica.

¿Cómo se llama?, pregunta la joven. Observo que en la mano derecha lleva un anillo de oro con una gran piedra azul. Probablemente lapislázuli.

¿Quién?

¡Qué ojos tan inteligentes tiene!

Alguien tenía que ser inteligente.

¿No le asusta el coche?

No, qué va, dice Vica. Bajo la ventanilla un poco, y le gusta que le dé el aire, le gusta sentir pasar el aire. Nunca se asusta.

¿Va muy lejos?

Vica me mira con sus ojos sin edad. Amsterdam, dice.

Pues sí que va lejos, dice la joven.

Estaremos allí mañana, si viajamos toda la noche, dice Vica.

Bonne Route!, dice la joven de la sortija azul, y se aleja a paso ligero, reposando las manos en el aire como en una balaustrada.

¡Rápido, ahora!, le digo a Vica, y la empujo por el trasero.

Según Vico, los babilonios creían que había lapislázuli macho y lapislázuli hembra. El lapislázuli hembra era más luminoso.

Deslizamos por el desnivel las dos garrafas llenas. Vica las pone en el carro. Yo tiro y ella me sigue, dirigiendo el arado.

Cuando llegamos a casa, lo primero que hace es sacarse del bolsillo la llave de los aseos de la gasolinera y echarla en el tarro con los otros tesoros. Luego se cambia y se pone los pantalones vaqueros. Sólo lleva falda en Saint Valéry. Para ir a la ciudad se pone los vaqueros, todos los jerseys que necesite y un anorak negro que encontró en un parque.

Una figura llena el umbral e impide pasar la luz. Lo oí venir y reconocí su paso mesurado. Es Jack, el Barón, como lo llama Vico. Hace mucho que no se corta el pelo. Tiene ojos de Gran Danés.

Hace nueve meses, cuando Vico y yo llegamos a Saint Valéry, Jack no pensaba dejar que nos instaláramos. No sé cómo Vico supo del sitio. Posteriormente le dijo a Vica que se había enterado por un moribundo, que era una especie de herencia. En cualquier caso, cuando llegamos aquí, Jack nos miró y dijo, Ni hablar, esto está lleno, no quedan huecos.

Estoy dispuesto a pagar, dijo Vico.

No se trata de dinero, viejo, es una cuestión de elección.

¿Y cómo llevas a cabo la elección, si permites que te lo pregunte?

Por lo que veo, y tú tienes pinta de estar chalado. Admito al perro, pero no a ti. ¡Largo de aquí!

Lo siento, pero tengo que esperar a mi mujer; hemos quedado en reunirnos aquí, dijo Vico.

¿Tienes mujer?, creí que sólo tenías al perro.

Sí, tengo una mujer.

¿Por qué no lo has dicho antes, tío? ¿Está enferma?

No.

Si tienes mujer, puedes quedarte.

Llevamos treinta años casados.

¿Sabes cuánto es la entrada, viejo?

Me dijeron que mil quinientos.

¿Quién te lo dijo?

Un conocido que se murió. Se llamaba Han.

Ha subido desde entonces, hoy es dos mil quinientos. ¿Los tienes? No tienes pinta de tenerlos.

Dame dos días y te pagaré, dijo Vico. Y cuando te pague, ¿dónde podemos ponernos?

Aquí.

¿Aquí?

Aquí, al lado del saúco. Tengo una puerta y una ventana que te doy por el mismo precio. Creí que sólo tenías un perro. No sabía que tenías mujer. Eso lo cambia todo.

Vico pagó a Jack los dos mil quinientos que le pedía vendiendo su cámara fotográfica. La había guardado. La había envuelto en un calcetín de lana y la llevaba en una bolsa.

Así la escondía para que no se la robaran en la calle y la protegía de los golpes y arañazos. Fui con él a venderla. Fue al final de otoño.

Vico tenía el aspecto de esos hombres que entran a calentarse a las bibliotecas públicas cuando nieva. Es analfabeto y ha rescatado unas gafas de la basura para dar la impresión de que es un lector regular, y las bibliotecarias lo dejan en paz. Él observa a las chicas del instituto que van a consultar las enciclopedias. Vico no es este hombre. Ha leído miles de libros en su vida, pero ha llegado a tener el mismo aspecto que él.

Entramos en la tienda. Lleva las gafas en la nariz.

¿Cuánto puede ofrecerme por esta Canon 42?, pregunta.

¿De bayoneta o de rosca?

De rosca.

Eso significa que es antigua. Enséñemela.

Está en perfectas condiciones, dice Vico, dándosela, y tiene un zoom de 35-80.

¿Conserva la factura de compra o la garantía?

¡Por Dios!, dice Vico.

Llegados a este punto, el de la tienda empieza a sospechar que la cámara es robada. Me echa un vistazo, y su sospecha pasa a ser una certeza.

¿Dónde la compró?

En Roma.

¿En Roma? Roma está muy lejos. Este modelo se ha quedado anticuado y no me resultará fácil venderla. Lo siento, pero no me interesa.

Sí, la compré en Roma.

¿Pero no tiene ningún papel que lo certifique?

Ninguno. Tiene un mecanismo en el flash para que no salgan los ojos rojos en los retratos.

Ahora ya nunca salen.

El de la tienda empieza a odiarnos. Quiere decirle a Vico, ¡A ti no te hace falta flash para tener los ojos rojos! ¡Siempre los tienes! ¡Fuera de mi tienda! Eso es lo que está pensando decirnos.

¿Quiere ver las fotos que he tomado con la cámara que tiene en las manos?, le pregunta Vico con su vocecita aterciopelada.

No nos interesa, dice el de la tienda.

La cámara que tiene en las manos ha tomado fotos de la pirámide de Gizeh, en Egipto, del Estadio de Aphrodisias, de la guarnición romana de Timgad, en Argelia, que tenía un teatro con capacidad para tres mil quinientos espectadores, de la Chertosa di San Martini de Nápoles, de la torre de Chimarron de Naxos, del Templo de Hera, en Paestum.

Veo que ha viajado mucho, pero no nos interesa. Se ha quedado anticuada.

Está en perfectas condiciones, y el temporizador no tiene un fallo.

Hoy nuestros clientes prefieren las cámaras automáticas.

Con esta Canon 42 proyectaba tomar fotos en el norte de Europa: la Estación Central de Helsinki, la Casa Rietveld-Schröder de Utrecht, la ciudad jardín de Darmstadt, que fue financiada por la archiduquesa de Hesse. Hoy una Canon 42 vale diez mil, y yo se la dejo en cinco porque tengo prisa.

¿Por qué le corre tanta prisa venderla?, le pregunta el de la tienda.

Porque es primavera, responde Vico en un susurro.

El de la tienda se cuelga la cámara del hombro, abre la caja registradora, saca tres billetes de mil y los deja encima del mostrador.

Esto es lo máximo que doy. O lo toma o lo deja.

Vico agarra el dinero.

No tenía elección, me dijo cuando salimos a la calle.

Ahora entiendo por qué Jack el Barón dijo al principio que tener mujer cambiaba las cosas. Pocas parejas sobreviven a las calamidades sin dejar de ser pareja. La visión del otro empeora las cosas para ambas partes. Una pareja es una rareza, sobre todo una pareja ya entrada en años. Para la mente militar de Jack, una pareja mayor era algo semejante a la nobleza.

Esta mañana Jack se ha afeitado y se ha peinado con agua.

Tengo que ir al centro, dice. ¿Te importaría quedarte por una vez? No podemos dejar el sitio solo. Es demasiado peligroso.

No me gusta decepcionar a la gente, contesta ella, pero tengo que reunirme con Vico.

Entonces deja que King nos guarde.

King se quedará, asiente Vica.

Cuando a Vica le agrada algo, no sólo le sonríe la boca, sino también el cogote. Y por un momento le agrada la idea de dárselas con queso a Jack. Se lo veo en el cuello, y este placer se transforma en una especie de benevolencia.

Me gusta tu chaqueta, le dice.

Jack finge que no la ha oído; prefiere que se fijen en su chaqueta y que no hagan comentarios.

Tengo una reunión a las diez, dice, así que si me vas a invitar a un café, tienes que darte prisa.

Sin leche, dice ella.

Está bien, dice él.

Como decía, Jack se hace él mismo las chaquetas. Las hace de papel; las corta y las cose como si fueran de tela. La que lleva esta mañana está hecha con las páginas del catálogo de un vivero. La llama la chaqueta floral. Tiene otra hecha con mapas. Todas tienen muy buen corte y botones dorados, como si fueran blazers.

Tengo que ir al Ayuntamiento, dice. He oído algo que no me gusta nada.

Vica abre el armarito para ver si hay azúcar. Jack espera en el umbral; a la luz que se filtra por la ventana, las flores de su chaqueta son blancas violáceas y rosadas.

No tomo azúcar.

Nosotros tampoco —aunque no es cierto; lo dice porque no les queda.

Voy a averiguar qué hay y a avisarles, dice Jack. Tiene un cuello de carnero.

¿En el Ayuntamiento?, pregunta ella.

Parece que corre prisa. Luego luce su sonrisa de militar, destinada a tranquilizar a Vica y a recordarle todos los peligros de los que él va a salvarla.

Vica se pone un pañuelo a la cabeza. Nunca va a la ciudad sin pañuelo. Tiene dos: uno de tonos dorados y otro negro. Yo prefiero que se ponga el negro. Es más seguro.

King se quedará, dice.

Desde la puerta los veo dirigirse hacia Ardeatina Street. Debido a la chaqueta de Jack, parece que Vica va caminando por el descampado en compañía de un arbusto florecido. Siempre que se pone una de sus chaquetas —tiene cuatro y sólo se las pone los domingos o cuando va a la ciudad—, Jack se mira de lado en el espejo que tiene en la chabola y se dice:

En una ocasión conocí a una buena mujer.

En una mujer conocí una buena ocasión.

Invariablemente, esta broma le hace erguirse y adoptar el porte del sargento que fue en tiempos.

Veo a Vica tropezar con algo y la mano inmensa de Jack sujetándola por el codo para impedir que se caiga. Luego ella lo toma por el brazo y los veo caminar como una pareja, hasta que desaparecen.

Me he quedado solo guardando Saint Valéry. Salgo de la chabola y me subo a la montaña de escombros. Desde aquí puedo vigilar todo el abrigo. Nuestra Cabaña, la casa de Jack, la furgoneta de Corina, el contenedor de Danny, la caseta de Anna, la tienda de Joachim, el Rancho de Saul, el sitio de Alfonso y el de Liberto.

Mientras estoy allí sin hacer nada, veo que se acercan dos hombres desde Ardeatina Street. Desconocidos. Nadie se deja caer nunca por aquí. Esto no son las Ramblas. Nadie viene aquí a nada. Me enfrento a un dilema. Soy más rápido, mucho más rápido que ellos. ¿Los asaltaré desde atrás sin ser visto? Quien persigue suele llevar ventaja. ¿O vuelvo al camino y les salgo al encuentro? Son grandes, jóvenes y no tienen pinta de inocentes. Cualquier general los alistaría de soldados en su ejército mercenario. Escojo el camino, por donde se abrocha el abrigo.

Mi ventaja es que ellos son dos. Me han visto. Con que lograra mantenerlos frente a mí. Si se separan estoy perdido. Uno de ellos ha empezado a coger piedras. Avanzo despacio, parándome antes de cada paso, como si comprobara el terreno antes de descargar mi peso sobre él. Lanza la primera piedra. Falla.

En cuanto son más de uno, los hombres se distraen. Ésa es mi única esperanza. Ya estoy lo bastante cerca para recordarles la posibilidad de huir. Se han parado. El hombre lanza torpemente una segunda piedra, que me pasa rozando la cabeza. Me oyen aullar y observan mis ojos.

Pásame una de tus piedras, dice el segundo hombre, yo le daré. Y se miran, como yo esperaba, durante una fracción de segundo.

Una fracción de segundo basta para que el perro pueda aprovechar el factor sorpresa. No dura más que el instante en el que la golondrina supo —antes mismo de que la cola hubiera traspasado el marco de la ventana— que estaba de vuelta en el cielo. En esa fracción de segundo en la que miran a otro lado, salto contra el hombre de las piedras, lanzándome con todo mi peso contra su pecho. Cae de espaldas.

Aquí demuestro que soy listo. Me retiro para darle tiempo a escapar. Y los dos hombres salen corriendo en distintas direcciones. El general ha decidido no llevar a cabo la invasión. Si no hubiera resistido, me habrían matado. Se tarda lo suyo en aprender a medir el tiempo como los perros.

Recorro al trote el abrigo y me acerco hasta el Boeing. Luego termino en el sitio donde le gusta tomar el sol a Marcello. Me tumbo y cierro los ojos. No duermo. Oigo a cualquiera que se acerque. Veo una playa. Sólo yo la conozco. Mi playa está a cuatro kilómetros al sureste de Saint Valéry, al otro lado de la desembocadura del río. Sobre el río hay tres puentes, cada uno con un arco romano. Ya no se utilizan. Dos de ellos están más o menos en ruinas, y la hierba crece entre las piedras del tercero. No sé por qué los construyeron tan juntos. El río aquí parece un dedo con tres anillos. Golondrinas de mar y cormoranes y gaviotas sobrevuelan el agua. Lo que me gusta es que cuando estoy sobre el arco del puente, trotando sobre la hierba que crece entre las piedras, todo parece ir cuesta abajo, alejándose de mí, hacia las olas. ¿No suele ser el placer algo parecido a esta suave inclinación? ¿No lo son casi todos los placeres?

El mar ha retrocedido más de lo normal y llego al lindero del bosque de algas. Las algas son tan verdes como los helechos y por dentro está oscuro, con una oscuridad húmeda que huele a piel pálida y dientes brillantes. Se me arruga la nariz. Por todos lados, los vívidos y húmedos colores de los órganos del cuerpo.

Entre la maraña acaba de cerrarse una concha de vieira. Oigo el clic. Bajo una roca hay un coral amarillo con la forma de la ubre de una vaca, y en lugar de manar leche, gotea una telaraña gris. Separo las sebas marinas, me llegan a las orejas. No hay nada en la orilla tan verde y sinuoso como estas algas. Huelen a nacimiento.

Al otro lado de las sebas descubro a mi amigo, el cangrejo ermitaño. Llámame Torgny, me dijo. Lo encuentro en casa. Le llamo Tor. Vive en una concha de buccino. Está siempre sentado en su casa, pues sus cuartos traseros no tienen caparazón y están por lo tanto desprotegidos. Sin su concha no duraría más de una hora. Cuando algún hijo de puta intenta jugarle una mala pasada, se repliega completamente en el interior de la concha y tapa la entrada con su tenaza derecha. Ésta es más grande que la izquierda para que pueda usarla de puerta. Vive con varias anémonas que llevan el pelo suelto, azul y dorado. Están pegadas en el exterior de la concha de buccino.

¿Qué hay de nuevo?, me pregunta.

Nada, respondo.

Les va bien vivir juntos. Las anémonas no se pueden mover solas y con Torgny tienen asegurado el transporte. Caminando sobre sus potentes patas delanteras, mueve la concha de un lado a otro, y así a las anémonas les es más fácil encontrar alimento. Salen a cenar fuera todas las noches. A cambio, ellas lo protegen, pues sus ondulantes mechones contienen un veneno que disuade de cualquier ataque, sobre todo de los pulpos.

Los problemas nunca vienen solos, dice Tor. Tengo que trasladarme. Esta concha es demasiado pequeña. He encontrado otro buccino que es bastante más grande. En cuanto me traslade me desharé de este caparazón. Me aprieta increíblemente en el pecho. El problema, como siempre, son las anémonas. No quieren dejar la antigua vivienda. Habla con ellas, King, si puedes.

Cariño, le digo a la más joven, ven la primera y tendrás el mejor sitio en la nueva concha.

Mueve la cabeza y pasa de mí.

¡Él es el propietario!, le digo gruñendo, ¿me oyes? Es el propietario y os está echando, a todas. Ya podéis ir empezando a moveros.

Dejan sus mechones dorados y azules flotando a su aire y se hacen las sordas.

Recemos juntos en la oscuridad, les dice Torgny, recemos juntos en nuestra aflicción y yo os llevaré a todas a mis espaldas hasta nuestro nuevo hogar y nuestra salvación.

Las putas aprietan sus ventosas y se agarran con más furia que nunca al viejo buccino.

Me acerco a ellas y les pregunto con toda la tranquilidad del mundo, ¿Queréis morir una a una? ¿Solas, queréis morir solas? ¿Es eso lo que queréis?

Esto funciona. Una a una se van yendo sin alboroto. Retraen sus tentáculos y se repliegan como capullos de rosa. Luego dejan que el cangrejo ermitaño las lleve a la espalda, una a una, a su nueva casa, donde vivirán un tiempo, hasta que un día tengan que volver a trasladarse.

¡Mira, King!, dice Tor antes de unirse a ellas. ¡Mira!

Apoya sus masivos hombros —tiene los hombros de Jack— y la concha se resquebraja y cae en pedazos al fondo del mar. Por dentro es blanca como la cal y por fuera tiene el color de las raposas.

Entra rápido, Tor, le digo.

Y en ese mismo momento oigo otra cascada de guijarros o algo parecido y abro un ojo. Jack ha vuelto y está rodeando el Pilón. Me levanto y, aunque está lejos, veo que tiene la chaqueta rota. Mala señal.

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