Kim

Kim


Capítulo 12

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—¡Con razón llaman al Juego, Grande! Fui durante cuatro días sirviente en Quetta, atendiendo a la esposa del hombre cuyo libro robé. ¡Y eso fue parte del Gran Juego! El mahratta vino desde el sur, Dios sabe a qué distancia y, a riesgo de su vida, jugó al Gran Juego. Ahora me alejaré más y más hacia el norte para jugar al Gran Juego. Es verdad que atraviesa como una lanzadera todo el Indostán.

Y mi parte en él, y mi diversión —sonrió a la oscuridad—, se las debo a este lama. También a Mahbub Ali, también al sahib Creighton, pero sobre todo al santo. Tiene razón, es un mundo grande y maravilloso y yo soy Kim… Kim… Kim… solo… una persona… en medio de todo ello. Pero veré a esos extranjeros con sus niveles y cadenas…

—¿Cuál fue el resultado de la charla de la noche pasada? —dijo el lama después de sus plegarias.

—Vino un vendedor ambulante de medicamentos, uno de los gorrones que dependen de la sahiba. Le derroté probando con argumentos y oraciones que nuestros conjuros son más valiosos que sus aguas coloreadas.

—¡Alas, mis conjuros! ¿La virtuosa señora está todavía empeñada en uno nuevo?

—Por completo.

—Entonces hay que escribirlo, o me ensordecerá con su griterío. —El lama buscó tanteando su plumier.

—En las llanuras —dijo Kim— hay siempre demasiada gente. En las montañas, tal como yo lo veo, hay menos.

—¡Oh! Las montañas y las nieves de las montañas. —El lama partió un pequeño trozo de papel para encajarlo en un amuleto—. ¿Pero qué sabes tú de las montañas?

—Están muy cerca. —Kim abrió la puerta y miró a la larga y serena línea de los Himalayas, bañada en el oro de la mañana—. Excepto en las ropas de sahib, nunca he puesto el pie en ellas. —El lama aspiró el viento con nostalgia—. Si vamos al norte —Kim hizo la pregunta al sol que se elevaba—, ¿no se evitaría al menos mucho del calor del mediodía, caminando entre las montañas bajas?… ¿Está listo el conjuro, santo?

—He escrito los nombres de siete demonios tontos, ninguno de los cuales vale un grano de polvo en el ojo. ¡Así nos apartan las mujeres tontas de la Senda!

El babu Hurree salió de detrás del palomar, lavándose los dientes con un ostentoso ritual. Metido en carnes, caderas anchas, cuello de toro y voz profunda, no parecía un «hombre miedoso». Kim le hizo una señal imperceptible de que el asunto iba por buen camino y cuando finalizó el aseo matinal, el babu Hurree vino a honrar al lama en un florido lenguaje. Comieron, naturalmente por separado, y después, la vieja dama, más o menos velada tras una ventana, volvió al asunto vital de los cólicos de mango verde del niño. El conocimiento médico del lama era, como es lógico, únicamente simbólico. Él creía que el excremento de un caballo negro mezclado con sulfuro y llevado en una piel de serpiente, era un remedio eficaz contra el cólera; sin embargo, el simbolismo le interesaba mucho más que la ciencia. El babu Hurree aceptó esas opiniones con una encantadora educación, a tal punto que el lama lo consideró un médico cortés. El babu replicó que no era más que un aficionado inexperto en esos misterios; pero, al menos, daba gracias a los dioses por ello, sabía cuándo estaba en presencia de un maestro. Él mismo había sido enseñado por los sahibs, que no tienen en cuenta los gastos, en los salones señoriales de Calcuta; pero, como siempre estaba dispuesto a reconocer, detrás de la sabiduría terrena, hay otra sabiduría, la noble y solitaria ciencia de la meditación. Kim lo observaba con envidia. El babu Hurree que él conocía —empalagoso, efusivo y nervioso— se había evaporado; también había desaparecido el descarado vendedor de medicinas de la noche anterior. Allí quedaba —pulido, educado y atento— un sobrio e instruido hijo de la experiencia y la adversidad, recabando sabiduría de los labios del lama. La vieja dama le confesó a Kim que esas alturas intelectuales escapaban a su entendimiento. Lo que ella quería eran conjuros con mucha tinta que uno pudiera lavar en agua, tragar y así resolver de una vez. Si no ¿para qué servían los dioses? A ella le gustaba la gente y hablaba de pequeños reyes que había conocido en el pasado; de su propia juventud y sabiduría; de los estragos causados por los leopardos y de las excentricidades de amor asiáticas; del efecto de los impuestos, de rentas por las nubes, de las ceremonias funerarias, de su yerno (esto por alusión fácil de captar), del cuidado de los niños y de la falta de decencia de la época. Y Kim, tan interesado en la vida de este mundo como ella en dejarlo pronto, se sentaba con los pies bajo el dobladillo de su ropaje, absorbiéndolo todo, mientras el lama demolía una tras otra cada una de las teorías sobre la cura del cuerpo propuestas por el babu Hurree.

Al mediodía el babu se colgó su caja de medicinas chapada en latón, cogió sus zapatos de ceremonias de charol en una mano, en la otra una alegre sombrilla azul y blanca y partió hacia el norte, al Doon, donde, según dijo, estaba muy solicitado entre los pequeños reyes de esas partes.

—Nos iremos con el fresco del atardecer, chela —dijo el lama—. Ese doctor, instruido en temas del cuerpo y de la cortesía, afirma que la gente de esas montañas bajas son devotos, generosos y muy necesitados de un maestro. En poco tiempo, eso dice el hakim, llegaremos al aire fresco y al perfume de pinos.

—¿Vais a las montañas? ¿Y por la carretera de Kulu? ¡Oh, triplemente feliz! —chilló la vieja dama—. Si no estuviera un poco apurada con el cuidado de la hacienda, tomaría un palanquín…, pero sería una desvergüenza y mi reputación se resentiría. ¡Ho! ¡Ho! Conozco el camino, cada paso del camino, me conozco yo. Encontraréis caridad por todas partes, no se niega a aquellos de buen parecer. Daré órdenes para las provisiones. ¿Un sirviente para acompañaros al camino? No… Entonces, al menos voy a cocinaros algo bueno.

—¡Qué mujer, la sahiba! —dijo el urya de barba blanca, cuando se produjo un tumulto en la zona de la cocina—. En todos estos años nunca ha olvidado a un amigo; nunca ha olvidado a un enemigo. Y su forma de cocinar, ¡wah! —Y se frotó su delgada barriga.

Había tortas, había dulces, había carne de ave fría cocinada en trozos con arroz y ciruelas; suficiente para cargar a Kim como una mula.

—Soy vieja e inútil —dijo—. Ahora nadie me quiere ni me respeta, pero hay pocos que se comparen conmigo cuando invoco a los dioses y me agacho ante mis cazuelas de cocinar. Volved de nuevo, oh gente de buena voluntad. Santo y discípulo, volved. La habitación está siempre preparada; la bienvenida siempre a punto… Cuídate de que las mujeres no sigan al chela demasiado abiertamente. Yo conozco a las mujeres de Kulu. Chela, ten cuidado de que él no se escape en cuanto huela sus montañas de nuevo… ¡Hai! No volquéis la bolsa de arroz… Bendice esta casa, santo, y perdona a tu servidora sus estupideces.

Se secó sus viejos ojos rojos con una esquina del velo y cloqueó con la garganta.

—Las mujeres hablan —dijo el lama al fin—, pero esa es una enfermedad de mujer. Le di un conjuro. Ella está en la Rueda y entregada por completo a las apariencias de esta vida, pero de todas formas, chela, es virtuosa, amable, hospitalaria, de corazón entero y diligente. ¿Quién dirá que no ha adquirido mérito?

—Yo no, santo —dijo Kim, reacomodando las abundantes provisiones sobre los hombros—. En mi mente, tras mis ojos, he intentado imaginarme alguien así liberado de la Rueda, sin desear nada, sin causar nada, una monja, por así decir.

—¿Y, oh, diablete? —dijo el lama a punto de soltar una carcajada.

—No consigo formar la imagen.

—Yo tampoco. Pero hay muchos, muchos millones de vidas ante ella. Puede ser que consiga un poco de sabiduría en cada una de ellas, tal vez.

—¿Y olvidará en ese camino cómo hacer guisos con azafrán?

—Tu mente se apega a cosas sin valor. Pero ella tiene habilidad. Estoy recuperado por completo. Cuando lleguemos a la baja montaña seré aún más fuerte. El hakim me dijo la verdad esta mañana cuando comentó que un soplo de las nieves le quita a un hombre veinte años de encima. Subiremos por un tiempo a las montañas, a las altas montañas, hasta donde se oye el sonido del agua de las nieves y de los árboles. El hakim dijo que podremos regresar a los llanos en cualquier momento porque no haremos más que rozar los sitios agradables. El hakim está lleno de sabiduría, pero no es en modo alguno orgulloso. Hablé con él, cuando tú estabas hablando con la sahiba, de un cierto mareo que me coge la parte de atrás del cuello por la noche, y dijo que venía por exceso de calor, que tenía que ser curado con aire fresco. Considerándolo, me maravillo de no haber pensado en un remedio tan simple.

—¿Le hablaste de tu búsqueda? —dijo Kim, un poco celoso. Prefería persuadir al lama con su propia elocuencia, no a través de las artimañas de El babu Hurree.

—Ciertamente. Le conté mi sueño y la manera en la que había adquirido mérito haciendo que te enseñaran la sabiduría.

—¿No le dijiste que yo era un sahib?

—¿Qué necesidad había? Te he dicho muchas veces que no somos más que dos almas buscando la salida. Dijo, y ahí tenía razón, que el río de la curación surgirá justo como yo soñé, a mis pies, si es necesario. Ves, después de haber encontrado la Senda que me liberará de la Rueda, ¿necesito preocuparme por encontrar un camino por los campos de la tierra que no son sino ilusión? Sería insensato. Tengo mis sueños, que se repiten noche tras noche; tengo el Jâtaka; y te tengo a ti, Amigo de todo el Mundo. Estaba escrito en tu horóscopo que un toro rojo sobre campo verde, no lo he olvidado, te traería honores. ¿Quién sino yo vio cumplirse la profecía? Cierto, fui el instrumento. Tú me encontrarás el río, tú serás esta vez el instrumento. ¡La búsqueda no fracasará!

Giró su rostro de amarillo marfil, sereno y apacible, hacia las montañas que parecían hacerles guiños; su sombra se alargaba ante él en el polvo.

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