Kim

Kim


Capítulo 13

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Los culis hicieron y rehicieron sus pequeños y simples planes durante una hora más, mientras Kim temblaba de frío y de orgullo. La ironía de la situación cosquilleaba al irlandés y al oriental en su alma. Aquí estaban los emisarios del temido poder del norte, muy posiblemente tan importantes en su país como Mahbub o el coronel Creighton, reducidos de repente a la impotencia. Uno de ellos, Kim lo sabía en su interior, estaría cojo durante un tiempo. Ambos habían hecho promesas a los reyes. Y esa noche yacían en algún sitio por ahí abajo, sin mapas, sin comida, sin tienda, sin armas, sin guía, excepto por el babu Hurree. Y este colapso del Gran Juego (Kim se preguntaba a quién tenían que informar), esa huida nocturna en medio del pánico, no había acaecido por las artes de Hurree o por la contribución de Kim, sino de forma simple, admirable e inevitable como la captura de los amigos faquires de Mahbub por el joven y expeditivo policía de Ambala.

«Están ahí, sin nada, ¡y por Júpiter, está frío! Yo estoy aquí con todas sus cosas. ¡Oh, qué rabiosos estarán! Lo siento por el babu Hurree».

Kim hubiera podido ahorrarse su compasión porque en ese momento aunque el bengalí sufría agudamente en sus carnes, su alma estaba henchida de orgullo. Una milla más abajo, al borde del bosque de pinos, dos hombres medio congelados —uno con náuseas a intervalos— oscilaban entre recriminaciones mutuas y los insultos más vejatorios dirigidos al babu, que parecía fuera de sí por el terror. Exigieron un plan de acción. Hurree explicó que tenían mucha suerte de estar vivos; que sus culis, si no les estaban acechando en ese momento, se habían largado sin esperanza de echarles el guante; que el rajá, su señor, estaba a noventa millas, y, lejos de prestarles dinero y un séquito para el viaje a Simia, les arrojaría seguramente a un calabozo si oyera que habían golpeado a un sacerdote. Hurree se extendió sobre este pecado y sus consecuencias hasta que los hombres le ordenaron que cambiara de tema. Su única esperanza, dijo, era una huida discreta de pueblo en pueblo hasta que alcanzaran la civilización; y, deshecho en lágrimas por centésima vez, preguntó a las altas estrellas por qué los sahibs «habían golpeado a un hombre santo».

Habrían bastado diez pasos en la oscuridad llena de crujidos para poner a Hurree completamente fuera del alcance de los dos extranjeros y camino del refugio y la comida del pueblo más cercano, donde los doctores con buena labia eran raros. Pero prefería soportar el frío, pinchazos en el estómago, palabras hirientes y golpes ocasionales en compañía de sus honorables patrones. Agachado junto al tronco de un árbol, sorbía compungido por la nariz.

—¿Y has pensado —preguntó enfadado el hombre que salió ileso— qué clase de espectáculo vamos a dar errando por estas montañas entre estos aborígenes?

El babu Hurree no había pensado casi en otra cosa durante las últimas horas, pero el comentario no iba dirigido a él.

—¡No podemos caminar! Apenas puedo andar —gimió la víctima de Kim.

—Quizás el santo tendrá compasión en su bondad, sar, de lo contrario…

—Me prometo a mí mismo un placer especial vaciando mi cargador en ese joven bonzo, la próxima vez que nos encontremos —fue la poco cristiana respuesta.

—¡Revólveres! ¡Venganza! ¡Bonzos! —Hurree se encogió aún más. La guerra estaba empezando de nuevo—. ¿No tienes consideración por nuestras pérdidas? ¡El equipaje! ¡El equipaje! —Podía oír al hablante agitar los pies por la hierba—. ¡Todo lo que llevábamos! ¡Todo lo que habíamos conseguido! ¡Nuestras ganancias! ¡Ocho meses de trabajo! ¿Sabes lo que eso significa? «Desde luego ¡somos nosotros los que podemos tratar con orientales!». Oh, buena la has hecho.

Se pusieron a discutirlo en varias lenguas y Hurree sonrió. Kim estaba con los kiltas y en los kiltas había ocho meses de buena diplomacia. No había medio de comunicar con el chico, pero uno podía confiar en él. En cuanto al resto, Hurree pudo organizar las etapas del viaje por las montañas de tal modo que Hilás, Bunár y cuatrocientas millas de caminos de montaña contarían la historia durante una generación. Los hombres que no podían controlar a sus propios culis son poco respetados en las montañas y los montañeses tienen un agudo sentido del humor.

—Si lo hubiera hecho yo mismo —pensó Hurree—, no hubiera salido mejor; y, por Júpiter, ahora que pienso en ello, por supuesto que lo organicé yo. ¡Qué espabilado he sido! ¡Lo pensé justo cuando corría montaña abajo! La afrenta fue accidental, pero sólo yo podía haberla utilizado así, ah, valió la pena a pesar de todo. ¡Considérese el efecto moral sobre estas gentes ignorantes! Sin tratados, sin papeles, sin ningún documento escrito y conmigo como su intérprete. ¡Cómo me voy a reír con el coronel! Ojalá tuviera sus papeles también; pero no se pueden ocupar dos lugares en el espacio al mismo tiempo. Esoo es axiomático.

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