Kim

Kim


Capítulo 1

Página 5 de 27

—Nadie lo va a apartar de ti. Ve, siéntate entre mis baltis —dijo Mahbub Ali, y el lama se retiró, confortado por la promesa.

—¿Verdad que está un poco loco? —dijo Kim, saliendo a la luz—. ¿Por qué habría de mentirte, hajji[30]?

Mahbub echó una calada al narguile en silencio. Luego comenzó, casi en un susurro:

—Ambala está de camino a Benarés… si es cierto que vais allí.

—¡Tck! ¡Tck! Te juro que él no sabe mentir… como nosotros sabemos.

—Y si tú llevas un mensaje de mi parte hasta Ambala, te daré el dinero. Tiene que ver con un caballo, un semental blanco que vendí a un oficial la última vez que volví de los pasos. Pero entonces… acércate y levanta las manos como para pedir… el pedigrí del semental blanco no estaba del todo claro y el oficial, que está ahora en Ambala, me solicitó que lo aclarara. —En este punto, Mahbub describió la casa y la apariencia del oficial—. Así que el mensaje para ese oficial será: «El pedigrí del semental blanco está plenamente confirmado». Con esto sabrá que vienes de mi parte. Te preguntará entonces: «¿Qué prueba tienes?», y tú contestarás: «Mahbub Ali me ha dado la prueba».

—Y todo por culpa de un semental blanco —comentó Kim con una risita sarcástica y ojos chispeantes.

—El pedigrí te lo daré ahora, a mi manera, junto con una reprimenda.

Una sombra y un camello rumiando pasaron detrás de Kim. Mahbub Ali alzó la voz.

—¡Alá! ¿Eres el único mendigo en la ciudad? Tu madre está muerta. Tu padre está muerto. Eso dicen todos. Bueno, bueno… —Se giró como palpando por el suelo a su lado y lanzó al niño una torta de pan musulmán blando y graso—. Ve y acuéstate entre mis hombres por esta noche, tú y el lama. Mañana puede que te dé una tarea.

Kim se escabulló, hincando el diente en el pan, y, tal como esperaba, encontró una pequeña bola de papel de seda, envuelta en hule, con tres rupias de plata, una gran generosidad. Sonrió e introdujo el dinero y el papel en su amuleto de cuero. El lama, alimentado con suntuosidad por los baltis de Mahbub, estaba ya dormido en la esquina de uno de los establos. Kim se acostó a su lado y sonrió. Sabía que le había hecho un servicio a Mahbub Ali, y ni por un segundo se había tragado la historia del pedigrí del semental.

Sin embargo, Kim no sospechaba que Mahbub Ali, conocido en el Punyab como uno de los mejores tratantes de caballos, un comerciante rico y emprendedor, cuyas caravanas se adentraban profundamente en regiones remotas, estaba registrado en uno de los libros del Departamento de Topografía indio[31] como C.25.IB. Dos o tres veces al año C.25 enviaba una pequeña historia, mal contada, pero muy interesante y generalmente —era contrastada con las declaraciones de R.17 y M.4— cierta en gran medida. Trataba sobre toda suerte de remotos principados de montaña, sobre exploradores que no eran ingleses y sobre el tráfico de armas; era, en resumen, una mínima parte de la vasta cantidad de «información» recibida, en base a la cual el Gobierno indio actúa. Pero, recientemente, cinco reyes confederados, que no tenían por qué confederarse, habían sido informados por una amable potencia del norte de que había una filtración de noticias desde sus territorios hacia la India inglesa. Por ello, los primeros ministros de estos reyes estaban muy molestos y habían tomado medidas a la manera oriental. Sospechaban, entre otros, del prepotente tratante de caballos de barba roja, cuyas caravanas se adentraban en sus posesiones fortificadas con nieve hasta la barriga. Y es verdad que esa temporada, en el camino de regreso, su caravana había sufrido dos emboscadas donde fue tiroteada y en la refriega los hombres de Mahbub dieron cuenta de tres extraños rufianes, quienes pudieron o no haber sido contratados para el trabajo. Por ello, Mahbub había evitado detenerse en la insalubre ciudad de Peshawar y había hecho sin pararse la travesía hasta Lahore, donde, conociendo a sus conciudadanos, anticipaba curiosos acontecimientos.

Y tenía algo Mahbub Ali que no deseaba llevar un minuto más de lo que fuera necesario —una bola de papel de seda bien plegado, envuelto en hule—, una declaración anónima, sin dirección, con cinco microscópicos pinchazos de aguja en una esquina, que delataba de forma escandalosa a los cinco reyes confederados, a la simpática potencia del norte, a un banquero hindú de Peshawar, a una firma belga de fabricantes de armas y a un importante gobernante musulmán semiindependiente del sur. Esto último fue tarea de R.17; Mahbub la había recogido más allá del paso de Dora y la estaba transportando en lugar de R.17, quien, debido a circunstancias fuera de su control, no podía abandonar su puesto de observación. La dinamita era suave e inofensiva comparada con el informe de C.25; e incluso un oriental, con su percepción del valor del tiempo, podía darse cuenta de que cuanto más rápido llegara a las manos adecuadas, mejor. Mahbub no tenía un deseo especial de morir de forma violenta, porque, del otro lado de la Frontera, tenía entre manos dos o tres sangrientas querellas familiares pendientes de resolver y, cuando estas cuentas estuvieran ajustadas, se proponía asentarse como un ciudadano más o menos respetable. Desde su llegada hacía dos días, no había traspasado la entrada del caravasar, pero había enviado con ostentación telegramas a Bombay, donde depositaba parte de su dinero; a Delhi, donde un subsocio de su propio clan estaba vendiendo caballos al agente de un estado de Rajputana; y a Ambala, donde un inglés preguntaba con nerviosismo por el pedigrí de un semental blanco. El escribiente público, que sabía inglés, redactó telegramas estupendos, tales como: «Creighton, Banco Laurel, Ambala. Caballo es árabe como ya anunciado. Lamentable pedigrí retrasado que estoy traduciendo». Y más tarde, a la misma dirección: «Muy lamentable retraso. Enviaré pedigrí». A su subasociado en Delhi, le telegrafió: «Lutuf Ullah. Transferidas por correo dos mil rupias a tu cuenta en banco Luchman Narain». Todo ello correspondía al estilo del oficio, pero cada uno de estos telegramas fue discutido y rediscutido por las partes que se consideraban a sí mismas implicadas antes de que fueran llevados a la estación por un balti simplón, que permitió a todo tipo de gente leerlos por el camino.

Cuando Mahbub, usando su propio lenguaje pintoresco, había enturbiado los pozos de las indagaciones con el palo de la precaución, Kim le cayó encima enviado por el Cielo; siendo tan rápido como poco escrupuloso y acostumbrado a aprovechar toda suerte de oportunidades inesperadas, Mahbub Ali le tomó al momento a su servicio.

Un lama errante con un sirviente de casta baja podrían atraer por un instante el interés mientras vagaban por la India, la tierra de los peregrinos; pero nadie sospecharía de ellos, ni, lo que interesaba más aún, les robaría.

Ordenó otro rescoldo para su narguile y consideró el asunto. Si sucedía lo peor de lo peor y causaban daño al chico, el papel no incriminaría a nadie. Y él subiría hacia Ambala con tranquilidad y, a riesgo de generar nuevas sospechas, repetiría su historia de viva voz a las personas interesadas.

Pero el informe de R.17 era el meollo de todo el asunto y sería un gran inconveniente si no llegaba a buenas manos. Sin embargo, Dios era grande, y Mahbub Ali sentía que, por el momento, él había hecho todo lo que había podido. Kim era la única alma en el mundo que nunca le había contado una mentira. Ello hubiera sido una lacra fatal en el carácter del chico si Mahbub no supiera que, fuese para sus propios propósitos o para los negocios de Mahbub, a los otros Kim podía mentirles como un oriental.

Mahbub Ali atravesó bamboleándose el caravasar hasta llegar a la Puerta de las Arpías, las cuales se pintaban los ojos para atrapar a los extranjeros, y tuvo alguna dificultad para localizar a aquella chica que, tenía razones para pensarlo, era amiga especial del pandit[32] de Cachemira de rostro lampiño que había interceptado al necio de su balti por el asunto de los telegramas. Visitarla fue una gran estupidez porque, contraviniendo la Ley del Profeta, comenzaron a beber un brandy oloroso y Mahbub, borracho como una cuba, aflojó las compuertas de su boca y persiguió a la Flor del Deleite con los pies de la intoxicación hasta que cayó cuan largo era sobre los cojines, donde la Flor del Deleite, ayudada por un pandit de Cachemira, de rostro lampiño, le registró en profundidad de pies a cabeza.

En ese mismo instante, Kim había escuchado unos pies silenciosos en el establo vacío de Mahbub. El tratante de caballos, curiosamente, había dejado la puerta sin candar y sus hombres estaban ocupados celebrando su regreso a la India con un rebaño entero que Mahbub les había cedido con generosidad. Un caballero de Delhi, delgado y elegante, armado con un manojo de llaves que la Flor había desenganchado del cinto del inconsciente, registraba minuciosamente cada caja, bulto, estera y alforja propiedad de Mahbub de forma aún más sistemática de lo que la Flor y el pandit registraban al propietario.

—Y creo —dijo la Flor con desdén una hora más tarde, con su codo redondeado sobre el cadáver que roncaba—, que no es más que un cerdo afgano tratante de caballos, sin nada en la cabeza excepto mujeres y animales. Además, puede que ya lo haya enviado lejos, si es que existió ese algo.

—Nay, en un asunto que atañe a los cinco reyes eso tiene que estar cerca de su negro corazón —dijo el pandit—. ¿No había ahí nada?

El hombre de Delhi rio y se recolocó el turbante al entrar.

—Busqué entre las suelas de sus babuchas como la Flor buscó entre sus ropajes. Este no es el hombre, sino otro. No dejé casi nada sin revisar.

—No dijeron que fuera el hombre exacto —dijo el pandit pensativo—. Dijeron: «Mirad si es el hombre, pues nuestros consejeros están preocupados».

—El país del norte está tan lleno de tratantes de caballos como piojos hay en un abrigo viejo. Están Sikandar Khan, Nur Ali Beg y Farrukh Shah, todos cabezas de kafilas (caravanas) que negocian por aquí —dijo la Flor.

—Todavía no han llegado —dijo el pandit—. Tienes que engatusarlos más tarde.

—¡Phew! —dijo la Flor con una repugnancia profunda apartando la cabeza de Mahbub de su regazo—. Me gano de veras mi dinero. Farrukh Shah es un oso, Ali Beg un bocazas y el viejo Sikandar Khan… ¡yaie! ¡Vete! Voy a dormir ahora. Este cerdo no se va a mover hasta el alba.

Cuando Mahbub se despertó, la Flor le sermoneó con severidad sobre el pecado de las borracheras. Los asiáticos no pestañean cuando han sido más hábiles que un enemigo, pero cuando Mahbub Ali aclaró la garganta, ajustó su cinto y marchó tambaleándose bajo las estrellas de la madrugada, a punto estuvo de perder su impasibilidad.

—¡Qué truco de principiante! —se dijo a sí mismo—. ¡Como si no lo usara toda chica de Peshawar! Pero lo hizo con fineza. Ahora, Dios sabe cuántos más habrá en la ruta con órdenes de registrarme, quizás con el cuchillo. Así que, según están las cosas, el chico debe ir a Ambala, y por tren, el escrito es algo urgente. Yo me quedo aquí, siguiendo a la Flor y bebiendo vino, como corresponde a un tratante afgano de caballos.

Se paró en el establo situado dos antes del suyo. Sus hombres yacían allí en un sueño profundo. No había rastro de Kim ni del lama.

—¡Arriba! —gritó despertando a un durmiente—. ¿Adónde se fueron aquellos que se acostaron aquí ayer por la noche, el lama y el chico? ¿Ha sucedido algo?

—Nay —gruño el hombre—, el viejo se levantó con el segundo canto del gallo, diciendo que iría a Benarés, y el joven le guio.

—¡La maldición de Alá para todos los infieles! —dijo Mahbub con vehemencia y subió a su propio establo, refunfuñando entre sus barbas.

Pero fue Kim quien despertó al lama, fue Kim, quien, con un ojo contra un agujero de las tablas, había visto al hombre de Delhi registrar las cajas. No era un ladrón vulgar el que revolvía cartas, facturas y sillas de montar. No era un simple maleante el que pasó un cuchillo diminuto por un lado de las suelas de las babuchas de Mahbub y abrió las costuras de las alforjas con tanta habilidad. Al principio, Kim tuvo el impulso de dar la alarma, el profundo ¡choor, choor! (¡ladrón!, ¡ladrón!) que alarma al caravasar por las noches; pero miró con más atención y, poniendo la mano sobre el amuleto, sacó sus propias conclusiones.

—Debe de tratarse del pedigrí del caballo inventado del cuento —se dijo—, eso que llevo a Ambala. Mejor nos vamos ahora. Aquellos que registran las bolsas con cuchillos pueden en cualquier momento registrar los estómagos con cuchillos. Seguramente hay una mujer detrás. ¡Hai! ¡Hai! —dijo en un suspiro al viejo ligeramente dormido—. Ven. Es ya hora, hora de ir a Benarés.

El lama se levantó obediente y salieron del caravasar como sombras.

Ir a la siguiente página

Report Page