Kim

Kim


Capítulo 5

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Capítulo 5

Vuelvo aquí de nuevo con los míos…

Alimentado, perdonado, y reconocido de nuevo…

¡Aceptado de nuevo por la carne de mi carne,

Y hermanado de nuevo con la sangre de mi sangre!

El ternero engordado se adereza para mí,

Pero las cascaras tienen más gusto para mí…

Creo que mis cerdos serán lo mejor para mí,

Así que me voy a las porquerizas de nuevo.

El hijo pródigo

Una vez más la cansina comitiva, en hilera y arrastrando los pies, se puso en marcha y la anciana durmió hasta que llegaron al siguiente punto de descanso. Era un recorrido muy corto y faltaba una hora para la puesta del sol, así que Kim se dispuso a buscar algún entretenimiento.

—Pero ¿por qué no te sientas y descansas? —le dijo uno de la escolta—• Sólo los demonios y los ingleses van de aquí para allá sin razón.

—Nunca hagas amistad con el demonio, un mono o un chico. Nadie sabe lo que harán a continuación —dijo su compañero.

Kim les dio la espalda con desdén, no quería oír la vieja historia de cómo el demonio jugó con los chicos y se arrepintió de ello, y paseó ociosamente por el campo.

El lama le siguió. A lo largo de la jornada, siempre que pasaban por una corriente, se había desviado para echarle un vistazo, pero en ninguna ocasión había recibido una señal de que hubiera encontrado su río. Además, de forma imperceptible, el gusto de hablar con alguien en una lengua razonable, y de ser debidamente honrado y respetado como consejero espiritual por una mujer de alta cuna, había desviado un poco sus pensamientos de su búsqueda. Y lo que es más, estaba preparado para dedicar años a su búsqueda con toda tranquilidad; no teniendo la impaciencia del hombre blanco, sino una gran fe.

—¿Adónde vas? —le dijo a Kim.

—A ningún sitio, fue una marcha corta, y todo esto —Kim extendió las manos hacia el horizonte— es nuevo para mí.

—Ella es sin duda una mujer sabia y con discernimiento. Pero es difícil meditar cuando…

—Todas las mujeres son así. —Kim habló como lo hubiera hecho Salomón.

—Delante de la lamasería había una amplia plataforma —murmuró el lama enroscando el desgastado rosario— de piedra. En ella dejé las marcas de mis pies, andando arriba y abajo con estas.

Chasqueó las cuentas y empezó el Om mane pudme hum de su devoción, agradecido por el frescor, la tranquilidad y la ausencia de polvo.

Una cosa tras otra atraía el ojo ocioso de Kim a través de la llanura. No había ningún propósito en su vagabundeo, excepto que la construcción de las chozas cercanas parecía nueva y quería investigar.

Salieron a un ancho tramo del terreno de pasto, cobrizo y púrpura a la luz de la tarde, con una tupida arboleda de mangos en el centro. A Kim le pareció curioso que no hubiera un altar en un sitio tan apropiado: el chico estaba atento a esas cosas como lo estaría cualquier sacerdote. En la lejanía, empequeñecidos por la distancia, caminaban al mismo paso por la llanura cuatro hombres. Dándose sombra con las palmas de la manos, Kim observó con atención y percibió el brillo del latón.

—¡Soldados! ¡Soldados blancos! —dijo—. Comprobémoslo.

—Siempre hay soldados cuando tú y yo salimos juntos solos. Pero nunca he visto soldados blancos.

No hacen daño excepto cuando están borrachos. Quédate detrás de este árbol.

Se colocaron detrás de los gruesos troncos en la fresca sombra de los mangos. Dos pequeñas figuras se detuvieron; las otras dos avanzaron con inseguridad. Eran la avanzadilla de un regimiento en marcha, enviados, como de costumbre, para marcar el campamento. Llevaban palos de cinco pies de largo con banderas ondeando y se daban voces unos a otros mientras se diseminaban por el terreno.

Al final entraron en la arboleda de mangos, caminando pesadamente.

—Aquí o en los alrededores, las tiendas de los oficiales bajo los árboles, supongo, y el resto de nosotros fuera. ¿Han marcado allí el sitio para los carros del equipaje?

Gritaron algo de nuevo a sus camaradas en la distancia y la brusca respuesta retornó débil y apenas audible.

—Entonces planta aquí la banderola —dijo uno.

—¿Qué están preparando? —dijo el lama maravillado—. Este es un mundo grande y terrible. ¿Qué es esa figura sobre la bandera?

Un soldado clavó una estaca en el suelo a pocos pies de ellos, refunfuñó descontento, la arrancó de nuevo, conferenció con su compañero, que con la mirada recorría la umbrosa bóveda verde y la volvió a colocar en el primer lugar.

Kim, con los ojos dilatados, no perdía detalle y su respiración era profunda y entrecortada. Los soldados salieron al sol moviéndose con lentitud.

—¡Oh santo! —dijo Kim sofocando un grito—. ¡Mi horóscopo! ¡Los signos en el polvo del sacerdote de Ambala! Recuerda lo que dijo. Primero llegan dos… ferashes[74]… para prepararlo todo, en un sitio oscuro, como sucede siempre al comienzo de una visión.

—Pero esto no es una visión —dijo el lama—. Es la ilusión del mundo y nada más.

—Y tras ellos viene el toro, el toro rojo sobre campo verde. ¡Mira! ¡Es él!

Kim señaló a la banderola que flameaba en la brisa nocturna a menos de diez pies de distancia.

No era más que una vulgar banderola de marcar el campamento; pero el regimiento, siempre puntilloso en temas de accesorios, la había adornado con el propio escudo del regimiento, el toro rojo, el emblema de los Mavericks, el gran toro rojo sobre un fondo de verde irlandés.

—Ya veo y ahora recuerdo —dijo el lama—. Seguro que este es tu toro. Entonces, seguro que los dos vinieron a prepararlo todo.

—Son soldados, soldados blancos. ¿Qué dijo el sacerdote? «El signo sobre el toro es el signo de guerra y de hombres armados», santo, esto tiene que ver con mi búsqueda.

—Verdad. Es verdad. —El lama miró fijamente al escudo llameante como un rubí en el crepúsculo—. El sacerdote de Ambala dijo que el tuyo es el signo de la guerra.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar. Esperemos.

—Incluso ahora la oscuridad se aclara —dijo Kim. Era natural que los rayos del sol al ponerse se filtraran finalmente a través de los troncos, llenando la arboleda por unos instantes de una luz polvorienta y dorada, pero para Kim suponía la coronación de la profecía del brahmán de Ambala.

—¡Escucha! —dijo el lama—. ¡Alguien toca el tambor allá a lo lejos!

Al principio, el sonido, diluido a través del aire en calma, parecía el latido de una arteria en la cabeza. Pronto adquirió intensidad.

—¡Ah! La música —explicó Kim. Él ya conocía el sonido de una banda de regimiento, pero el lama estaba aturdido.

En el punto más lejano de la llanura, una columna pesada y polvorienta serpenteaba a la vista. Luego el viento trajo una melodía:

¡Rogamos vuestro permiso

Para deciros lo que sabemos

Sobre la marcha con la Guardia de los Mulligan

Al puerto de Sligo allí más abajo!

Aquí interrumpieron los pífanos estridentes:

Con el fusil al hombro,

Marchamos, marchamos lejos.

Desde el parque Phoenix

Hasta la bahía de Dublín.

Los tambores y las gaitas,

¡Oh, tocaron, dulcemente

Mientras marchábamos, marchábamos, marchábamos con la Guardia de los Mulligan!

Era la banda de los Mavericks acompañando al regimiento hasta el campamento puesto que se encontraban realizando una marcha de instrucción con sus equipajes. La columna ondulada avanzó por el terreno llano, con los carros a la cola, se dividió a izquierda y a derecha, se extendió como un hormiguero y…

—¡Pero esto es brujería! —exclamó el lama.

La llanura quedó salpicada de tiendas que parecían salir ya montadas de los carros. Otra oleada de hombres invadió la arboleda, clavaron una gran tienda en silencio, e instalaron todavía ocho o nueve más alrededor, desempaquetaron ollas, sartenes y fardos de los que tomó posesión un grupo de sirvientes nativos; ¡y en un abrir y cerrar de ojos, el bosquecillo se convirtió ante ellos en una ciudad organizada!

—Vamos —dijo el lama, retrocediendo asustado, mientras las hogueras empezaban a crepitar y los oficiales blancos con sus espadas tintineando se juntaban en la tienda de la cantina.

—Quédate en la oscuridad. Nadie puede ver más allá de la claridad del fuego —dijo Kim, con los ojos todavía fijos en la banderola. Hasta ese momento, nunca había presenciado con qué rutina un regimiento experimentado planta un campamento en treinta minutos.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! —exclamó el lama—. Allí viene un sacerdote.

Era Bennett, el capellán anglicano del regimiento, cojeando, vestido de negro y lleno de polvo. Uno de su rebaño había hecho algunos comentarios hirientes sobre el temple del capellán y para dejarle en evidencia, ese día Bennett había marchado codo a codo con los hombres. La vestimenta negra, la cruz de oro en la cadena del reloj, la cara sin barba y el sombrero de ala ancha, flexible y negro le habrían señalado como un hombre santo en cualquier lugar de la India. Bennett se dejó caer en una silla de campaña al lado de la puerta de la cantina y se sacó las botas. Tres o cuatro oficiales se juntaron a su alrededor, riéndose y bromeando sobre su logro.

—La charla del hombre blanco carece de dignidad —dijo el lama, quien juzgaba sólo por el tono de voz—. Pero he observado el semblante de ese sacerdote y creo que es un hombre culto. ¿Comprenderá nuestra lengua? Me gustaría hablar con él de mi búsqueda.

—Nunca hables con un hombre blanco hasta que no haya comido —dijo Kim, citando un conocido proverbio—. Cenarán ahora y… y no creo que sean buenos para mendigarles algo. Volvamos al lugar de descanso. Después de haber cenado, vendremos de nuevo. Es cierto que era un toro rojo, mi toro rojo.

Era evidente que ambos tenían la mente en otra parte cuando el séquito de la vieja dama les colocó la comida delante, así que nadie rompió su reserva, ya que no trae buena suerte importunar a los invitados.

—Ahora —dijo Kim, escarbándose los dientes— volveremos a ese sitio; pero tú, oh santo, tienes que esperar un poco alejado, porque tus pies son más pesados que los míos y yo estoy ansioso por saber más sobre el rojo.

—¿Pero cómo puedes comprender la conversación? Ve despacio. El camino está oscuro —replicó el lama con inquietud.

Kim pasó por alto la pregunta.

—Me fijé en un sitio junto a los árboles —dijo— donde puedes sentarte hasta que te llame. Nay —dijo cuando el lama intentó oponerse—, recuerda que esta es mi búsqueda, la búsqueda de mi toro rojo. El signo de las estrellas no era para ti. Conozco un poco las costumbres de los soldados blancos y siempre me apetece ver cosas nuevas.

—¿Qué no conoces aún de este mundo? —El lama se agachó obediente en un pequeño desnivel del terreno, a menos de cien yardas de la arboleda de mangos, oscura en contraste con el cielo cubierto de estrellas.

—Quédate hasta que te llame. —Kim se deslizó furtivamente en la penumbra. Sabía que con toda probabilidad habría centinelas alrededor del campamento y sonrió para sí al oír las botas pesadas de uno de ellos. Un chico que, en una noche de luna, puede escabullirse por los tejados de Lahore sirviéndose de cada pequeña sombra y cada esquina oscura para desorientar a su seguidor, no es probable que se deje detener por una línea de soldados bien entrenados. Kim les hizo el cumplido de tomarse la molestia de arrastrarse entre una pareja de centinelas y corriendo, parándose, agachándose y tirándose al suelo, se acercó a la tienda iluminada de la cantina donde se agazapó detrás del mango más próximo, esperando que alguna palabra ocasional le diera alguna pista a seguir.

Lo único que tenía ahora en mente era obtener más información sobre el toro rojo. Suponía —y las limitaciones de Kim eran tan curiosas y repentinas como sus capacidades— que los hombres, los novecientos demonios de la profecía de su padre, adorarían al animal al caer la noche, como los hindúes adoran a la Vaca Sagrada. Eso, por lo menos, resultaría totalmente correcto y lógico y, en ese caso, el padre con la cruz de oro sería el hombre a consultar sobre el asunto. Por otra parte, recordando a los padres de caras serias a quienes había eludido en la ciudad de Lahore, el sacerdote podría convertirse en un molesto entrometido que le obligaría a estudiar. Pero ¿no se había demostrado en Ambala que su signo en los altos cielos anunciaba guerra y hombres armados? ¿No era él, el Amigo de las Estrellas y también de todo el Mundo, cargado hasta los dientes con terribles secretos? Por último —pero en primer lugar, en el fondo de sus rápidos pensamientos— esa aventura, aunque no conocía la palabra inglesa, era una diversión estupenda, una extraordinaria continuación de sus antiguas huidas a través de los terrados de las casas, así como el cumplimiento de la profecía sublime. Se tumbó boca abajo y serpenteó hacia la entrada de la cantina con una mano en el amuleto alrededor de su cuello.

Fue tal como suponía. Los sahibs estaban adorando a su dios porque en el centro de la mesa de la cantina había un toro dorado, único ornamento cuando estaban en marcha, fabricado con el viejo botín del Palacio de Verano de Pekín[75], un toro dorado y rojo con la cabeza gacha, rampante sobre un campo de verde irlandés. Los sahibs levantaron sus copas hacía él y gritaron confusamente.

Ahora bien, el reverendo Arthur Bennett siempre dejaba la cantina tras el brindis y como se sentía bastante cansado por la marcha, sus movimientos eran más bruscos que de costumbre. Kim, con la cabeza ligeramente levantada, estaba todavía observando el tótem sobre la mesa, cuando el capellán le pisó el hombro derecho. El chico soltó un quejido bajo el cuero de la bota y, al rodar a un lado, derribó al capellán, quien, hombre de acción en todo momento, le cogió por la garganta y casi le ahoga. En ese momento, Kim, desesperado, le dio una patada en el estómago. El señor Bennett quedó sin aliento y se retorció de dolor, pero sin soltar su presa, rodó de nuevo sobre sí mismo y en silencio arrastró a Kim hacia su propia tienda. Los Mavericks eran bromistas incurables y al inglés se le ocurrió que lo mejor era callarse hasta haber investigado a fondo.

—¡Qué! ¡Es un chico! —exclamó al colocar su presa bajo la luz de la linterna que colgaba del poste de la tienda. Luego zarandeándole con severidad gritó—: ¿Qué estabas haciendo? Eres un ladrón: ¿Choor? ¿Mallum?[76] —Su indostaní era muy limitado y Kim, alterado y ofendido, se propuso actuar de acuerdo con el papel que se le había asignado. Mientras recobraba la respiración, Kim inventaba una patraña eficaz y plausible sobre sus relaciones con algún ayudante de cocina y, al mismo tiempo, no quitaba ojo de la axila izquierda del capellán. La oportunidad llegó; Kim se escabulló hacia la puerta, pero un brazo largo se estiró y le atrapó por el cuello, le arrancó el cordel del amuleto y lo apretó en el puño.

—Dámelo. Oh, dámelo. ¿Lo tienes? Dame los papeles.

Las palabras eran en inglés, el inglés escaso y entrecortado de los nativos, y el capellán se sobresaltó.

—Un escapulario —dijo, abriendo la mano—. No, algún tipo de talismán pagano. ¿Por qué, por qué hablas inglés? A los chicos que roban se les da una paliza. ¿Lo sabes?

—No, no he robado —Kim se agitaba agonizante como un terrier ante un bastón levantado—. Oh, dámelo. Es mi amuleto. No me lo robes.

El capellán no le hizo caso, pero, encaminándose a la puerta de la tienda, gritó con fuerza. Apareció un hombre regordete y bien afeitado.

—Quiero su consejo, padre Víctor —dijo Bennett—. Encontré a este chico en la oscuridad, fuera de la cantina. Normalmente, le hubiera castigado y dejado ir porque creo que es un ladrón. Pero parece que habla inglés y le da un cierto valor a un talismán alrededor de su cuello. Pensé que quizás usted pudiera ayudarme.

Entre él y el capellán católico del contingente irlandés había, como creía Bennett, un abismo insalvable, pero era curioso que cuando la Iglesia de Inglaterra trataba con problemas humanos, tendía a involucrar a la Iglesia de Roma. El horror oficial de Bennett ante la Mujer Escarlata[77] y sus maneras, sólo era igualado por su respeto personal por el padre Víctor.

—Un ladrón hablando en inglés, ¿de verdad? Veamos su talismán. No, no es un escapulario, Bennett —dijo extendiendo la mano.

—¿Pero tenemos derecho a abrirlo? Una buena azotaina…

No he robado —protestó Kim—. Tú me has dado patadas por todo el cuerpo. Ahora dame mi amuleto y me iré.

—No tan rápido. Primero le echaremos un vistazo —dijo el padre Víctor, desenrollando despacio el pergamino ne varietur del pobre Kimball O’Hara, su certificado de exención y el certificado bautismal de Kim. Al llegar a este, O’Hara, con alguna confusa noción de estar haciendo maravillas por su hijo, había garabateado repetidamente: «Cuiden del chico. Por favor, cuiden del chico», firmando con su nombre completo y el número del regimiento.

—¡Por los poderes de las tinieblas de abajo! —dijo el padre Víctor, pasándoselo todo al señor Bennett—. ¿Sabes lo que es todo esto?

—Sí —dijo Kim—. Son míos y quiero irme.

—No lo acabo de entender —dijo el señor Bennett—. Probablemente los trajo a propósito. Puede que sea alguna clase de truco de mendigos.

—En ese caso, nunca he visto un mendigo menos ansioso de estar en su compañía. Esto tiene toda la traza de algún buen misterio. ¿Cree en la Providencia, Bennett?

—Espero que sí.

—Bien, yo creo en los milagros, así que viene a ser lo mismo. ¡Poderes de las tinieblas! ¡Kimball O’Hara! ¡Y su hijo! Pero entonces, este es un nativo, y yo mismo vi a Kimball casado con Annie Shott ¿Desde cuándo has llevado estas cosas chico?

—Desde que era pequeño.

El padre Víctor dio un paso rápido hacia Kim y le abrió la pechera de la camisa.

—Ve usted, Bennett, no es muy moreno. ¿Cómo te llamas?

—Kim.

—¿O Kimball?

—Quizás. ¿Me dejaréis marchar?

—¿Qué más?

—Me llaman Kim Rishti ke. Quiere decir, Kim del Rishti.

—¿Qué es eso de… «Rishti»?

Eye-rishti… era el regimiento… el de mi padre.

Irish (irlandés)… oh, ahora entiendo.

—Sí. Así me lo contó mi padre. Mi padre, él ha vivido.

—¿Ha vivido dónde?

—Ha vivido. Pero por supuesto está muerto… se ha marchado.

—¡Oh! Esa es tu manera brusca de decirlo ¿verdad?

Bennett le interrumpió.

—Es posible que no le haya hecho justicia al chico. Es cierto que es blanco, aunque evidentemente está desaseado. Estoy seguro de que le he lastimado. No creo que el alcohol…

Dele un vaso de jerez entonces y déjele sentarse en el catre. A ver, Kim —continuó el padre Víctor—, nadie va a hacerte daño. Bébete esto y cuéntanos de ti. La verdad, si no te importa.

Kim tosió un poco al dejar el vaso vacío y reflexionó. En su opinión la situación requería precaución e inventiva. Los chicos que merodean por los campamentos son generalmente expulsados después de una paliza. Pero él no había recibido ningún coscorrón; evidentemente, el amuleto jugaba a su favor y era como si el horóscopo de Ambala y las pocas palabras que podía recordar de los desvaríos de su padre encajaran milagrosamente. Si no, ¿por qué parecía el sacerdote gordo tan impresionado y por qué el flaco le dio un vaso con ese líquido amarillo que quemaba?

—Mi padre, él está muerto en la ciudad de Lahore desde que yo era pequeño. La mujer, ella tenía una tienda kabarri[78], cerca de donde están los coches de alquiler —soltó Kim, no muy seguro de hasta qué punto le serviría la verdad.

—¿Tu madre?

—¡No! —con un gesto de horror—. Ella se fue cuando yo nací. Mi padre consiguió esos papeles del Jadoo-Gher… ¿cómo decís? (Bennett asintió) porque él tema allí una buena posición. ¿Cómo decís? (Bennett asintió de nuevo). Mi padre me lo dijo. Me dijo también, y el brahmán que hizo un dibujo en el polvo en Ambala hace dos días también lo dijo, que yo encontraría un toro sobre campo verde y que ese toro me ayudaría.

—Un pequeño mentiroso formidable —farfulló Bennett.

—Por los poderes de las tinieblas de abajo, ¡qué país este! —murmuró el padre Víctor—. Continúa, Kim.

—Yo no he robado. Además, justo ahora soy discípulo de un hombre muy santo. Está sentado fuera. Vimos venir a dos hombres con banderas, preparando el sitio. Es siempre así en un sueño o cuando es una… una… profecía. Así que sabía que se iba a cumplir. Vi el toro rojo sobre campo verde, y mi padre dijo: «¡Novecientos demonios pukka[79] y el coronel montando a caballo cuidarán de ti, cuando encuentres al toro rojo!». No sabía qué hacer cuando vi al toro, pero me fui y volví cuando era de noche. Quería ver al toro otra vez, y vi al toro otra vez, con los sahibs rezándole. Creo que el toro me ayudará. El santo lo dijo también. Está sentado fuera. ¿Le haréis daño si le llamo ahora? Él es muy santo. Puede dar fe de todo lo que he dicho y sabe que no soy un ladrón.

—«¡Sahibs que rezan a un toro!». ¿Qué diablos le parece esto? —dijo Bennett—. «¡Discípulo de un santo!». ¿Esta loco el chico?

—Es el hijo de O’Hara, está claro. El chico de O’Hara aliado con todos los poderes de las tinieblas. Es exactamente lo mismo que su padre habría hecho… si estuviera borracho. Mejor invitamos al santo. Quizás sepa algo.

—Él no sabe nada —dijo Kim—. Te lo enseñaré si vienes. Él es mi maestro. Después nos podemos ir.

—¡Poderes de las tinieblas! —fue todo lo que acertó a decir el padre Víctor cuando Bennett acompañó a Kim con una mano bien firme sobre el hombro del chico.

Encontraron al lama donde se había quedado.

—La búsqueda se ha acabado para mí —gritó Kim en la lengua nativa—. He encontrado al toro, pero Dios sabe qué pasará después. No te harán daño. Ven a la tienda del sacerdote gordo con este hombre flaco y mira en qué acaba todo. Todo esto es nuevo y no pueden hablar hindi. No son más que burros sin cepillar.

—Entonces no está bien burlarse de su ignorancia —replicó el lama—. Me alegro si tú estás contento, chela.

Con dignidad y sin recelo, entró en la pequeña tienda, saludó a las Iglesias como un hombre de Iglesia y se sentó al lado del brasero abierto de carbón. El reflejo de la luz sobre la tela amarilla de la tienda confería a su rostro un tono rojo dorado.

Bennett lo miró con el desinterés triplemente acorazado de un ere-Jo que agrupa al noventa por ciento del mundo bajo la categoría de «pagano».

—¿Y cuál era el final de la búsqueda? ¿Qué don te ha traído el toro rojo? —El lama se dirigió a Kim.

—Él dice, «¿Qué vais a hacer?» —Bennett miraba con desasosiego al padre Víctor, y Kim se atribuyó el oficio de intérprete para sus propios fines.

—No veo qué relación tiene este faquir con el chico, probablemente o es un inocentón víctima del muchacho, o bien es su cómplice —comenzó a decir Bennett—. No podemos permitir que un chico inglés… Aceptando que es de veras el hijo de un masón, cuanto antes vaya al orfanato masónico mejor.

—¡Ah! Esa es su opinión como secretario de la Logia del regimiento —dijo el padre Víctor—; pero también podemos decirle al anciano lo que vamos a hacer. No parece un rufián.

—Mi experiencia es que uno nunca puede sondear la mente oriental. A ver, Kimball, quiero que le repitas a este hombre lo que digo, palabra por palabra.

Kim resumió el significado de las frases que siguieron y comenzó así:

—Santo, el tonto flaco que parece un camello dice que soy el hijo de un sahib.

—¿Pero cómo?

—Oh, es verdad. Lo supe desde mi nacimiento, pero él sólo ha podido descubrirlo arrancándome el amuleto del cuello y leyendo todos los papeles. Él piensa que una vez sahib, siempre se es sahib y los dos están pensando mantenerme en este regimiento o mandarme a una madraza (una escuela). Ya me ha pasado antes, pero siempre lo he evitado. El tonto gordo es de una opinión y el que parece un camello de otra. Pero da lo mismo. Puedo pasar una noche aquí y quizás la siguiente. Ya ha pasado antes. Luego me escaparé y me reuniré contigo.

—Pero cuéntales que eres mi chela. Diles cómo viniste a mí cuando estaba desfallecido y desconcertado. Háblales de nuestra búsqueda y seguro que te dejarán marchar.

—Ya se lo he contado. Se ríen y hablan de la policía.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el señor Bennett.

—Oah. Dice sólo que si no me dejáis ir, eso va a fastidiar sus planes… sus ur… gentes ne… gocios privados. —Esto último era un recuerdo de una charla con un empleado euroasiático del Departamento de Canales, pero únicamente consiguió provocar una sonrisa que le irritó—. Y si supierais cuáles son sus asuntos, no estaríais tan tremendamente ansiosos de meter las narices.

—¿De qué se trata pues? —dijo el padre Víctor, no sin cierta simpatía, mientras observaba la cara del lama.

—Hay un río en esta región que él desea muchísimo encontrar. Fue hecho por una flecha que… —Kim golpeteaba con el pie, impaciente, mientras traducía en su cabeza de la lengua nativa a un inglés torpe—. Oah, fue hecho por nuestro Señor Dios Buda, sabéis, y si te lavas allí, quedas lavado de todos tus pecados y quedas tan blanco como el algodón. (En una época Kim había escuchado charlas de misión). Soy su discípulo y tenemos que encontrar ese río. Es muy muy valioso para nosotros.

—Repítelo de nuevo —dijo Bennett. Kim así lo hizo, exagerándolo.

—¡Pero eso es una burda blasfemia! —gritó la Iglesia de Inglaterra.

—¡Tck! ¡Tck! —dijo el padre Víctor interesado—. Daría algo por poder hablar la lengua nativa. ¡Un río que lava los pecados! Y ¿desde cuándo habéis estado buscándolo?

—Oh, desde hace muchos días. Ahora deseamos irnos y buscarlo otra vez. No está por aquí, ya me entendéis.

—Ya veo —dijo el padre Víctor con gravedad—. Pero el chico no puede seguir en la compañía de este anciano. Kim, sería diferente si no fueras el hijo de un soldado. Dile que el regimiento cuidará de ti y te hará un hombre de bien como tu… tan bueno como un hombre pueda serlo. Dile que si cree en milagros, tiene que creer esto…

—No hay necesidad de jugar con su credulidad —interrumpió Bennett.

—No lo hago. Tiene que creer que la venida del chico aquí, a su propio regimiento, en busca de su toro rojo es una especie de milagro. Considere las posibilidades de que no sucediera, Bennett. De entre todos los chicos de la India, este, de entre todos los regimientos en marcha, es el nuestro con el que se encuentra. Está predestinado. Sí, dile que es kismet[80]. ¿Kismet, mallum? (¿Lo entiendes?).

Se volvió hacia el lama, a quien lo mismo le hubiera podido hablar de Mesopotamia.

—Dicen —los ojos del anciano se iluminaron con el discurso de Kim—, dicen que el significado de mi horóscopo se ha cumplido ahora y que como fui guiado a ellos y a su toro rojo, aunque como sabes vine por curiosidad, tengo que ir ahora a una madraza y ser convertido en un sahib. Ahora voy a hacer como que estoy de acuerdo, a lo peor significa unas pocas comidas lejos de ti. Luego me largo y sigo la carretera de Saharunpore. Por eso, santo, quédate con la mujer de Kulu, no te alejes para nada de su carro hasta que vuelva. Está claro que mi signo es de guerra y de hombres armados. ¡Fíjate cómo me han dado vino para beber y me han sentado en una cama de honor! Mi padre debió de haber sido alguien importante. Así que, si me dan honores, bien. Si no, pues bien también. Pase lo que pase, correré a ti de vuelta cuando me harte. Pero quédate con la rajputni[81]; si no, te perderé la pista… Oah sí —dijo el chico—, le he dicho todo lo que me dijisteis que dijera.

—Y no veo ninguna necesidad de hacerle esperar —dijo Bennett, revolviendo en los bolsillos del pantalón—. Podemos indagar los detalles más tarde… y le daré una ru…

—Mejor dele tiempo. Quizás le tenga cariño al muchacho —le interrumpió el padre Víctor, deteniendo el movimiento de la mano de Bennett.

El lama sacó su rosario y se caló el ala del gran gorro sobre los ojos.

—¿Qué puede querer ahora?

—Dice —Kim levantó una mano—. Dice: «Callaos». Quiere hablar conmigo a solas. Veis, no sabéis una palabra de lo que dice y creo que si habláis, a lo mejor os echa maldiciones muy malas. Cuando él coge así el rosario, veis, siempre quiere estar callado.

Los dos ingleses se sentaron abrumados, pero había una mirada en los ojos de Bennett que no prometía nada bueno para Kim en cuanto cayera en manos de la religión.

—Un sahib y el hijo de un sahib —El tono del lama era tenso por la angustia—. Pero ningún hombre blanco conoce la tierra y sus costumbres como tú. ¿Cómo puede ser verdad?

—¿Qué importa, santo?, pero recuerda que es sólo por una noche o dos. Recuérdalo, puedo transformarme rápidamente. Todo será como cuando te hablé la primera vez bajo el Zam-Zammah, el gran cañón…

—Como un chico con la vestimenta de un hombre blanco, cuando fui por primera vez a la Casa de las Maravillas. Y la segunda vez eras un hindú. ¿Cuál será la tercera reencarnación? —El lama soltó una risita melancólica—. Ah, chela, has hecho un mal a un viejo porque te di mi corazón.

—Y yo el mío. Pero ¿cómo podía saber que el toro rojo me metería en esta historia?

El lama se cubrió la cara de nuevo e hizo sonar el rosario con nerviosismo. Kim se agachó a su lado y agarró uno de los pliegues de su ropaje.

—¿Quiere esto decir que el chico es ahora un sahib? —continuó con voz apagada—. Un sahib tal como el que cuidaba de las imágenes en la Casa de las Maravillas. —La experiencia del lama con el hombre blanco era limitada. Parecía repetir una lección—. Entonces no parece lógico que haga otra cosa que lo que hacen los sahibs. Debe volver con su propia gente.

—Por un día y una noche y un día más —suplicó Kim.

—¡No, no te vas a ir! —El padre Víctor vio a Kim acercándose a la puerta e interpuso una robusta pierna.

—No entiendo las costumbres del hombre blanco. El sacerdote de las imágenes en la Casa de las Maravillas de Lahore era más cortés que este hombre delgado. Van a apartar al chico de mí. ¿Harán un sahib de mi discípulo? ¡Pobre de mí! ¿Cómo encontraré mi río? ¿No tienen ellos discípulos? Pregúntales.

—Él dice que está muy disgustado por no poder ya encontrar el río. Dice, ¿por qué no tenéis discípulos y dejáis de fastidiarle? Él quiere ser lavado de sus pecados.

Ni Bennett ni el padre Víctor encontraron una respuesta pronta.

Afligido ante la angustia del lama, Kim dijo en inglés:

—Creo que, si me dejáis ir ahora, nos marcharemos en silencio y no robaremos. Buscaremos ese río como antes de que me atraparais. Ojalá no hubiera venido aquí para encontrar al toro rojo y todas esas cosas. No lo quiero.

—Es el mayor favor que hayas podido hacerte, jovenzuelo —replicó Bennett.

—Dios bendito, no sé cómo consolarle —dijo el padre Víctor, observando al lama con toda atención—. No puede llevarse al chico y, sin embargo, es un buen hombre. Bennett, si le da una rupia, ¡le maldecirá de pies a cabeza!

Escucharon la respiración los unos de los otros, tres, cinco minutos completos. Luego el lama levantó la cabeza y miró más allá de ellos, al espacio y al vacío.

—Y yo soy un seguidor de la Senda —dijo con amargura—. El pecado es mío y el castigo es mío. Quise creer, porque ahora comprendo que era pura ilusión, que tú me fuiste enviado para ayudarme en la búsqueda. Así que te di mi corazón por tu compasión, tu cortesía y la sabiduría de tus pocos años. Pero aquellos que siguen la Senda no deben permitir el fuego de ningún deseo ni de ninguna atadura porque eso es todo ilusión. Como dice… —El lama citó un texto chino viejo, muy viejo y lo reafirmó con otro, y reforzó ambos con un tercero—. Me aparté de la Senda, chela mío. La falta no fue tuya. Disfruté con la vista de la vida, de la nueva gente en los caminos y de tu alegría viendo esas cosas. Estaba contento por ti, pero hubiera debido concentrarme en mi búsqueda y sólo en mi búsqueda. Ahora me entristece que te aparten de mí y mi río está lejos. ¡Yo he roto la Ley!

—¡Por los poderes de las tinieblas de abajo! —dijo el padre Víctor, quien, con la experiencia del confesionario, percibía el dolor en cada frase.

—Ahora veo que el signo del toro rojo era un signo tanto para mí como para ti. Todo deseo es rojo y malo. Haré penitencia y encontraré mi río solo.

—Al menos vuelve con la mujer de Kulu —dijo Kim—, de lo contrario te perderás en los caminos. Ella te alimentará hasta que yo vuelva a ti.

El lama hizo un gesto con la mano para indicar que, para él, el problema estaba finalmente resuelto.

—Ahora —su tono cambió mientras se giraba hacia Kim—, ¿qué harán contigo? Al menos puedo, adquiriendo méritos, borrar los males pasados.

—Creen que me harán un sahib. Pasado mañana regresaré. No te pongas triste.

—¿Un sahib de qué tipo? ¿Uno como este hombre o como ese? —El lama señaló al padre Víctor—. ¿Uno como los que he visto esta noche, hombres que llevaban espadas y pisaban con fuerza?

—Quizás.

—Eso no es bueno. Esos hombres siguen al deseo y acaban en el vacío. Tú no debes ser uno de esa clase.

—El sacerdote de Ambala dijo que mi estrella era la guerra —repuso Kim—. Les preguntaré a estos tontos, pero no es necesario, de verdad. Me escaparé esta noche, a pesar de que quisiera ver todas las cosas nuevas.

Kim hizo dos o tres preguntas en inglés al padre Víctor, traduciendo al lama las contestaciones.

Luego:

—El santo dice: «Le separáis de mí y no podéis decir lo que haréis con él». Dice: «Decídmelo antes de que me vaya, porque no es una tarea cualquiera educar a un chico».

—Serás enviado a un colegio. Más urde, ya veremos. Kimball, supongo que te gustaría ser un soldado.

Gorah-log (gente blanca). ¡Nooo! ¡Nooo-ah! —Kim negó vio lentamente con la cabeza. Tal y como era no podía encontrar ningún atractivo en el entrenamiento y la rutina—. Yo no seré un soldado.

—Serás lo que te digan que seas —dijo Bennett—; y deberías estar agradecido de que vayamos a ayudarte.

Kim sonrió con compasión. Si esos hombres se hacían la ilusión de que él haría algo en contra de su voluntad, tanto mejor. A ello siguió otro largo silencio. Bennett se revolvía impaciente y sugirió llamar a un centinela para echar al faquir.

—¿Entre los sahibs las enseñanzas se dan o se venden? Pregúntales —dijo el lama y Kim se lo tradujo.

—Dicen que se paga dinero al profesor, pero que el dinero lo dará el regimiento… ¿Qué necesidad hay? Es sólo por una noche.

—Y… ¿cuanto más dinero se paga, mejor enseñanza se recibe? —El lama no prestó atención a los planes de fuga inmediata de Kim—. No es malo pagar por la enseñanza. Ayudar al ignorante en el camino hacia la sabiduría es siempre un mérito. —El rosario chasqueaba con la furia de las bolas de un ábaco. Entonces el lama se dirigió a sus opresores.

—Pregúntales por cuánto dinero dan una educación sabia y conveniente y en qué ciudad se imparte esta enseñanza.

—Bueno —dijo el padre Víctor en inglés, cuando Kim se lo tradujo—, eso depende. El regimiento pagará por ti todo el tiempo que estés en el orfanato militar; o se te puede inscribir en la lista del orfanato masónico del Punyab (aunque ni tú ni él entendáis qué significa); pero la mejor educación que un chico puede conseguir en la India es, por supuesto, la de San Javier en Partibus, en Lucknow. —Traducir esto llevó algún tiempo porque Bennett quería abreviar.

—El santo quiere saber cuánto —dijo Kim con calma.

—Doscientas o trescientas rupias al año. —El padre Víctor ya estaba más allá de todo asombro. Bennett, inquieto, no comprendía nada.

—Él dice: «Escribe ese nombre y el dinero en un papel y dáselo». Y dice que debéis escribir vuestros nombres debajo porque él os va a escribir una carta dentro de unos días. Dice que tú eres un hombre bueno. Dice que el otro hombre es un tonto. Él va a marcharse.

Sin más, el lama se levantó.

—Sigo mi búsqueda —dijo y se fue.

—Se va a topar de cara con los centinelas —exclamó el padre Víctor, levantándose de un salto cuando el lama salió—; pero no puedo dejar al niño. —Kim tuvo el impulso de seguirle, pero se contuvo. Fuera no se oía ningún ruido de conflicto. El lama había desaparecido.

Kim se sentó con compostura en el catre del capellán. Al menos, el lama había prometido que se quedaría con la mujer rajput de Kulu, y el resto no tenía mucha importancia. Le complacía que los dos padres estuvieran tan visiblemente excitados. Hablaron entre sí largo rato en un tono bajo, el padre Víctor imponiendo algún plan al señor Bennett, que parecía incrédulo. Todo esto era totalmente nuevo y fascinante, pero Kim se sentía fatigado. Convocaron a algunos hombres en la tienda, uno de ellos era ciertamente el coronel, como su padre había profetizado, y ellos le hicieron una infinidad de preguntas, principalmente sobre la mujer que le cuidó, a todo lo cual Kim respondió con sinceridad. Parecían no considerar a la mujer como una buena tutora.

Después de todo, esta era su experiencia más novedosa. Tarde o temprano, si quería, se escaparía a la gran India, verde e informe, lejos de tiendas, padres y coroneles. Entretanto, si los sahibs querían ser impresionados, haría todo lo que estuviera en su poder para impresionarles. Él también era un hombre blanco.

Después de mucha charla que no pudo comprender, Kim fue entregado a un sargento con instrucciones estrictas de no dejarle escapar. El regimiento continuaría hacia Ambala y Kim sería enviado al norte, a un sitio llamado Sanawar; la Logia correría con una parte de los costes y la otra parte iría a cuenta de una suscripción.

—Es un milagro más allá de toda lógica, coronel —dijo el padre Víctor, tras haber hablado sin interrupción durante diez minutos—. Su amigo budista se ha esfumado después de coger nombre y dirección. No acabo de entender si él va a pagar por la educación del chico, o si va a preparar algún hechizo por su cuenta. —Luego, dirigiéndose a Kim—: Vivirás todavía para agradecérselo a tu amigo, el toro rojo. Haremos un hombre de ti en Sanawar, incluso al precio de convertirte en un protestante.

—Cierto, muy cierto —dijo Bennett.

—Pero vosotros no vais a Sanawar —dijo Kim.

—Pero por supuesto que vamos a Sanawar, hombrecillo. Es la orden del comandante en jefe, que es un poco más importante que el hijo de O’Hara.

—No iréis a Sanawar. Iréis a la guerra.

La tienda entera prorrumpió en un coro de risas.

—Kim, cuando conozcas un poco mejor tu propio regimiento, no confundirás la línea de marcha con la línea de batalla. Esperamos ir a «la guerra» alguna vez.

—Oah, yo sé bien lo que digo. —Kim tiró otra vez una flecha al azar. Si ellos no iban a ir a la guerra, al menos no sabían lo que él sabía por la conversación en la veranda de Ambala—. Ya sé que no estáis en vuestra guerra ahora; pero os digo que tan pronto como lleguéis a Ambala seréis enviados a la guerra, la nueva guerra. Es una guerra de ocho mil hombres, además de artillería.

—Eso es muy explícito. ¿Se suma el don de la profecía a tus otros dones? Acompáñele, sargento. Coja un uniforme de tambor para él y cuide de que no se le escape de las manos. ¿Quién dijo que había pasado la época de los milagros? Creo que me voy a la cama. Mi pobre cerebro ya se está reblandeciendo.

Una hora más tarde, Kim estaba sentado, silencioso como un animal salvaje, en el extremo más alejado del campamento, recién lavado de pies a cabeza y enfundado en un uniforme de una tela horrible que le raspaba los brazos y las piernas.

—Un pájaro joven fuera de lo corriente —dijo el sargento—. Aparece bajo el ala de un sacerdote brahmán enorme, de cabeza amarilla, con los certificados de la Logia de su padre alrededor del cuello, contando dios sabe qué de un toro rojo. El brahmán se evapora sin explicaciones y el chico se sienta de piernas cruzadas en el catre del capellán profetizando una guerra sangrienta a todo el mundo. India es una tierra salvaje para todo hombre temeroso de Dios. Ataré su pierna al poste de la tienda no sea que se largue por el techo. ¿Qué dijiste de la guerra?

—Ocho mil hombres, además de cañones —dijo Kim—. ¡Lo verás muy pronto!

—Eres un diablete divertido. Acuéstate entre los tambores y vete al limbo. Estos dos chicos vigilarán tus sueños.

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