Kim

Kim


Capítulo 14

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Mi hermano se arrodilla (dice Kabir)

Ante piedra y bronce como un infiel,

Pero en la voz de mi hermano oigo

Mis propias agonías sin respuesta.

Su Dios es el que su Destino le asigna,

Su oración es todas las del mundo y la mía también.

La oración

A la salida de la luna los precavidos culis se pusieron en camino. El lama, refrescado por el sueño y el alcohol, no necesitaba más que apoyarse en el hombro de Kim para continuar, en silencio, con zancada ligera. Durante una hora se mantuvieron sobre la hierba salpicada de esquistos, bordearon el flanco de un precipicio inmortal y ascendieron hacia una nueva tierra completamente cerrada a toda vista del valle de Chini. Un enorme terreno de pastos se extendía en forma de abanico hacia la nieve viviente. En su base había quizás medio acre de terreno llano, sobre el cual se erigían unas pocas cabañas de barro y madera. Tras ellas —pues, como es típico de las montañas, estaban colgadas al borde del mundo— el terreno caía en picado dos mil pies hasta la base de la sima de Shamlegh, donde un hombre nunca había dejado la huella.

Los hombres no hicieron ningún movimiento para repartir el botín hasta que no vieron al lama acostado en la mejor habitación del lugar, con Kim lavándole y masajeándole los pies a la manera musulmana.

—Enviaremos comida —dijo el hombre de Ao-chung— y el

kilta de tapa roja. Al alba no quedará nadie de nosotros que pueda dar una pista, de una manera u otra. Si algo del

kilta no se necesita… ¡mira aquí!

Señaló por la ventana que daba al espacio bañado por la luz de la luna reflejada en la nieve y arrojó una botella de whisky vacía.

—No hace falta esperar a escuchar el golpe de la caída. Esto es el fin del mundo —dijo, y salió. El lama miró al espacio, ambas manos en el alféizar, con ojos que brillaban como ópalos amarillos. Desde el inconmensurable abismo ante él se elevaban cumbres blancas anhelando la luna. El resto era como la oscuridad del espacio interestelar.

—Estas —dijo lentamente— son en verdad mis montañas. Así debe vivir un hombre, colgado sobre el mundo, alejado de los placeres, reflexionando sobre asuntos de trascendencia.

—Sí; si tiene un

chela que prepare té para él, y doble una manta para su cabeza, y espante a las vacas preñadas.

Una lámpara humeante ardía en un nicho, pero la intensa luz de la luna la eclipsaba y en la combinación de luces, Kim, inclinado sobre las bolsas y los cuencos de comida, se movía como un alto fantasma.

—¡Ay! Aunque mi sangre se ha enfriado, la cabeza todavía me bate y martillea y tengo como una cuerda alrededor de la nuca.

—No me extraña. Fue un golpe fuerte. Que el que lo dio…

—Si no hubiera sido por mis pasiones no hubiera ocurrido ningún mal.

—¿Qué mal? Tú has salvado a los

sahibs de una muerte que merecían cien veces.

—No has aprendido bien la lección,

chela. —El lama se fue a descansar sobre una manta doblada, mientras Kim proseguía con sus quehaceres nocturnos—. El golpe no fue sino una sombra sobre otra sombra. El mal en sí, ¡mis piernas se fatigan rápido estos últimos días!, encontró el mal en mí, furia, ira y el deseo de devolver el mal. Todo esto bulló en mi sangre, despertó un tumulto en mi estómago y ensordeció mis oídos. —En ese momento, tomando la taza caliente de manos de Kim, bebió el té ardiente con ceremonia—. Si no hubiera tenido pasiones, el golpe maligno hubiera producido sólo un mal corporal, una cicatriz o un moratón, que son ilusiones. Pero mi espíritu

no estaba por encima de todo ello porque me invadió el deseo de dejar a los hombres de Spiti que los matasen. Al luchar contra ese deseo, mi alma se desgarró como si hubiera recibido más de mil golpes. Hasta que no repetí las Bendiciones (quería decir las Beatitudes budistas) no conseguí la calma. Pero el mal plantado en mí por la negligencia de un momento de descuido hace su efecto hasta el final. ¡Justa es la Rueda que no se desvía ni un pelo! Aprende la lección,

chela.

—Es demasiado elevada para mí —murmuró Kim—. Todavía estoy alterado. Me alegro de haber herido al hombre.

—Lo percibí cuando dormía sobre tus rodillas en el bosque. Me intranquilizó en sueños, el mal en tu alma filtrándose en la mía. Sin embargo, por otra parte —aflojó su rosario— he adquirido mérito salvando dos vidas, las vidas de los que me ofendieron. Ahora debo analizar la Causa de las Cosas. La barca de mi alma se ladea.

—Duerme y ponte fuerte. Es lo más sabio.

—Quiero meditar. Hay una necesidad más grande de lo que piensas.

El lama continuó mirando fijamente la pared hora tras hora hasta el alba, mientras la luz de la luna palidecía sobre los grandes picos y lo que había sido un cinturón de negrura entorno a las lejanas montañas se revelaba como un bosque de suave verde. De vez en cuando lanzaba un gemido. Tras la puerta cerrada, hacia la que el ganado desorientado se dirigía reclamando entrar en su viejo establo, Shamlegh y los culis se daban al saqueo y a la vida desenfrenada. El hombre de Ao-chung era su líder, y una vez abiertas las latas de conserva de los

sahibs, y encontrando que eran muy sabrosas, ya no pudieron volverse atrás. El muladar de Shamlegh se tragó los restos.

Cuando Kim, tras una noche de pesadillas, salió a la helada de la mañana para lavarse los dientes, una mujer de piel clara luciendo en la cabeza un tocado con incrustaciones de turquesas quiso hablarle en privado.

—Los otros se han ido. Te dejaron este

kilta como prometieron. No me gustan los

sahibs, pero nos harás un sortilegio como pago por ello. No deseamos que el pequeño Shamlegh coja mala reputación a causa del… incidente. Soy la Mujer de Shamlegh. Le miró de arriba a bajo con ojos insolentes y claros, muy diferente de la típica mirada furtiva de las mujeres de montaña.

—Desde luego. Pero debe hacerse en secreto.

La mujer levantó la pesada

kilta como un juguete y la arrojó en su propia cabaña.

—¡Sal fuera y cierra con cerrojo la puerta! No dejes que nadie se acerque hasta que haya terminado —dijo Kim.

—Pero después… ¿podemos hablar?

Kim volcó el

kilta en el suelo, una cascada de instrumentos de agrimensura, libros, diarios, cartas, mapas y correspondencia nativa con un extraño perfume. En el fondo del todo había una bolsa bordada cubriendo un documento sellado, dorado y con brillos tal como el que un rey envía a otro. Kim respiró hondo con placer y reconsideró la situación desde el punto de vista de un

sahib.

—Los libros no los quiero. Además, son logaritmos para agrimensura, supongo. —Los puso a un lado—. Las cartas no las entiendo, pero las entenderá el coronel Creighton. Hay que conservarlas todas. Los mapas, dibujaron mapas mejores que los míos, por supuesto. Todas las cartas de nativos, ¡oho! Y sobre todo la

murasla. —Olfateó la bolsa bordada—. Esto debe ser de Hilás o de Bunár y el babu Hurree dijo la verdad. ¡Por Júpiter! Es un botín refinado. Ojalá Hurree pudiera enterarse… El resto tiene que ir por la ventana. —Kim pasó los dedos por una magnífica brújula prismática y la punta brillante de un teodolito. Pero después de todo, un

sahib no puede robar y, más tarde, esos objetos podrían convertirse en evidencias comprometedoras. Clasificó cada manuscrito, cada mapa y las cartas de nativos. Formaban un paquete blando. Puso a un lado los tres libros de tapas metálicas y con cierre, junto con cinco librillos de anotaciones desgastados.

—Las cartas y la murasla tengo que llevarlas entre la ropa y bajo mi cinto y los libros escritos a mano los tengo que poner en la bolsa de las provisiones. Será muy pesada. No. No creo que haya nada más. Si lo hay, los culis lo habrán arrojado ya por el

khud[161] abajo, así está bien. Ahora, os toca a vosotros. —Volvió a empaquetar la

kilta con todo lo que quería tirar y la alzó hasta el alféizar de la ventana.

Mil pies por debajo, había un banco de niebla largo, perezoso, ondulado, todavía sin tocar por el sol matinal. Mil pies más abajo aún había un bosque de pinos centenarios. Podía ver las copas verdes que parecían como un lecho de musgo cuando algún remolino de viento diluía las nubes.

—¡No! No creo que nadie

os persiga hasta ahí.

El cesto vomitó su contenido al caer dando vueltas. El teodolito golpeó un saliente puntiagudo del precipicio y explotó como una bomba; por unos segundos los libros, tinteros, cajas de pinturas, brújulas y reglas se asemejaron a un enjambre de abejas. Luego desaparecieron; y, aunque Kim, con medio cuerpo fuera de la ventana, aguzó sus jóvenes oídos, no llegó ningún sonido del abismo.

—Ni con quinientas, ni con mil rupias se podría comprar todo eso —pensó con tristeza—. Ha sido un

graan derroche, pero tengo todas sus otras cosas, todo lo que hicieron, espero. Y ahora, ¿cómo demonios voy a contárselo al babu Hurree, y qué diablos voy a hacer? Y mi viejo está enfermo. Debo envolver las cartas en el hule. Es lo primero que hay que hacer, si no, se humedecerán todas con el sudor… ¡Y estoy solo por completo! —Ató las canas en un ordenado paquete, doblando bien el hule rígido y pegajoso en las esquinas, porque su vida itinerante le había hecho tan metódico en asuntos del camino, como un viejo cazador. Luego, con enorme cuidado, colocó los libros en el fondo de la bolsa de provisiones.

La mujer picó a la puerta.

—Pero no has hecho ningún sortilegio —dijo, mirando a su alrededor.

—No hace falta. —Kim había descuidado por completo la necesidad de un poco de palique. La mujer se rio con irreverencia ante su confusión.

—Ninguna… para ti. Puedes lanzar un conjuro con un simple guiño. ¡Pero piensa en nosotros, pobre gente, cuando te hayas ido! La noche pasada estaban todos demasiado borrachos para escuchar a una mujer. ¿No estarás borracho?

—Soy un sacerdote. —Kim había recobrado la compostura y, puesto que la mujer no carecía de atractivo, consideró más prudente representar su función.

—Les avisé de que los

sahibs se enfadarán y harán una investigación y un informe para el rajá. El babu está también con ellos. Los escribientes tienen lenguas largas.

—¿Es esa toda tu preocupación? —El plan surgió completo en la cabeza de Kim y esbozó una sonrisa encantadora.

—No del todo —replicó la mujer, tendiendo una mano encallecida y muy bronceada, toda cubierta de turquesas engastadas en plata.

—Puedo arreglarlo en un suspiro —continuó Kim con rapidez—. El babu es el mismo

hakim (¿has oído hablar de él?) que vagabundeaba entre las montañas de Ziglaur. Le conozco.

—Lo contará para conseguir una recompensa. Los

sahibs no puede distinguir a un montañés de otro, pero los babus tienen ojo para los hombres… y para las mujeres.

—Llévale un mensaje de mi parte.

—Por ti haría cualquier cosa.

Aceptó el cumplido con calma, como tienen que hacer los hombres en tierras donde son las mujeres las que hacen la corte, arrancó una hoja de un cuaderno y escribió con un lápiz de tinta en vulgar shikast, la escritura que los niños pequeños y traviesos usan cuando escriben cosas feas en las paredes:

«Tengo todo lo que han escrito: sus dibujos del terreno y muchas cartas. Especialmente la murasla. Dime lo que debo hacer. Estoy en Shamlegh-bajo-la-nieve. El viejo está enfermo».

—Llévaselo. Sellará su boca. No puede haber ido lejos.

—Desde luego que no. Están todavía en el bosque, del otro lado de la estribación. Nuestros niños fueron a vigilarles en cuanto se hizo de día y cuando se han movido, han gritado las noticias.

Kim dejó traslucir su asombro; pero desde el borde de los pastos de ovejas flotó un chillido agudo, como el de un milano. Un niño cuidando del ganado lo había recibido de un hermano o hermana en un punto alejado de la ladera que dominaba el valle del Chini.

—Mis maridos están también por allí recogiendo leña. —Sacó de su pecho un puñado de nueces, cascó una limpiamente y empezó a comer. Kim fingió una total ignorancia.

—¿No conoces el significado de la nuez… sacerdote? —dijo ella con timidez y le alargó las mitades de las cascaras.

—Pensándolo bien. —Deslizó con rapidez el trozo de papel entre dos cascaras—. ¿Tienes un poco de cera para sellar alrededor?

La mujer suspiró alto y Kim se ablandó.

—No hay pago hasta que el servicio no se haya hecho. Llévale esto al babu y dile que fue enviado por el Hijo del Encantamiento.

¡Ay! ¡Claro! ¡Claro! Por un mago… que parece un

sahib.

—Nay, un Hijo del Encantamiento, y pregunta si hay respuesta.

—Pero ¿y si suelta alguna grosería? Tengo… tengo miedo.

Kim se echó a reír.

—Estoy seguro de que está muy cansado y muy hambriento. Las montañas son malas compañeras de cama.

Hai, mi —tenía en la punta de la lengua decir madre, pero lo convirtió en un hermana— tú eres una mujer sabia e ingeniosa. En este momento todos los pueblos saben ya lo que les ha sucedido a los

sahibs, ¿eh?

—Así es. Las noticias llegaron a Ziglaur a medianoche y mañana llegarán a Kotgarh. Los pueblos están a la vez asustados y enfadados.

—No hay motivo. Di por los pueblos que alimenten a los

sahibs y que los dejen pasar en paz. Tenemos que alejarlos de nuestros valles sin llamar la atención. Robar es una cosa, matar otra. El babu lo entenderá y no habrá quejas después. Apúrate. Tengo que atender a mi maestro cuando se despierte.

—Que así sea. Después del servicio… ¿dijiste?… viene la recompensa. Yo soy la Mujer de Shamlegh y nombrada por un rajá. No soy una vulgar portadora de bebés. Shamlegh es tuyo: pezuñas, cuernos, pieles, la leche y la mantequilla. Tómalo o déjalo.

Se volvió con determinación colina arriba, con sus collares de plata tintineando sobre su gran pecho, para encontrarse con el sol matinal de cara, a mil quinientos pies sobre ellos. Esta vez Kim pensó en lengua nativa mientras pegaba con cera los bordes del hule que envolvía los paquetes.

—¿Cómo puede un hombre seguir la Senda o el Gran Juego cuando es incordiado todo el tiempo por una mujer? Había esa chica en Akrola del Vado y la mujer del sirviente detrás del palomar, sin contar las otras, ¡y ahora viene esta! Cuando era niño estaba muy bien, pero ahora soy un hombre y no quieren verme como un hombre. ¡Nueces, nada menos! ¡Ho! ¡Ho! ¡En las llanuras son almendras!

Salió para conseguir comida del pueblo, no con una escudilla de mendicante, que puede estar bien para la llanura, sino a la manera de un príncipe. La población de verano de Shamlegh se reduce a tres familias, cuatro mujeres y ocho o nueve hombres. Estaban bien aprovisionados de carne enlatada y bebidas variadas, desde quinina tratada con amoniaco hasta vodka blanco, puesto que la noche anterior habían recibido una generosa parte del botín. Las estupendas tiendas continentales habían sido cortadas y repartidas hacía tiempo y había por allí varias sartenes de aluminio patentado.

Pero consideraban la presencia del lama como una protección perfecta contra todas las consecuencias del saqueo y sin el menor remordimiento le dieron a Kim lo mejor que tenían, incluso un trago de

chang, la cerveza de cebada que viene de la parte de Ladakh. Luego se relajaron al sol y se sentaron con las piernas colgando sobre abismos infinitos, charlando, riendo y fumando. Juzgaban a la India y a su Gobierno sólo a partir de su experiencia con los

sahibs itinerantes que les habían empleado a ellos o a sus amigos como

shikarris. Kim escuchó historias de tiros errados sobre íbices, cabras serow, o muflones, disparados por

sahibs que reposaban en la tumba desde hacía ya veinte años, cada detalle iluminado desde atrás como ramas en las copas de los árboles vistas al contraluz de un rayo. Le contaron sus pequeños males y, lo más importante, las enfermedades de su pequeño ganado de pezuñas firmes; le hablaron de viajes tan lejos como Kotgarh, donde vivían los extraños misioneros y más allá incluso hasta la maravillosa Simia, donde las calles están pavimentadas con plata y todo el mundo, atención, puede conseguir un empleo con los

sahibs que viajan en carruajes de dos ruedas y gastan dinero a paladas. En ese momento, digno y replegado en sí, caminando con fatiga, el lama se unió a la charla bajo los aleros y los hombres le dejaron mucho sitio. El fino aire le refrescó y se sentó al borde de los precipicios con los mejores de entre ellos, y, cuando la charla languidecía, arrojaba guijarros al vacío. A treinta millas, a vuelo de águila, estaba la siguiente cadena montañosa, arrugada, estriada y salpicada con parches de maleza: bosques, cuya travesía implicaba un día de marcha en la oscuridad. Tras el pueblo, la montaña de Shamlegh cortaba toda vista al sur. Era como sentarse en un nido de golondrina bajo los aleros del techo del mundo.

De tanto en tanto, el lama estiraba la mano y cuando alguien le animaba a ello en voz baja y suave, señalaba por donde pasaba la carretera hacia Spiti que continuaba hacia el norte a través de Parungla.

—Más allá, donde las montañas se vuelven más densas, está Dech’en (quería decir Han-lé), el gran monasterio. Lo construyó s’Tag-stan-ras-ch’en y de él viene esta historia. —Y se puso a contarla: una narrativa fantástica, saturada de hechizos y milagros que dejaron a Shamlegh con la respiración cortada. Luego se volvió un poco hacia el oeste y oteó las montañas verdes de Kulu y buscó bajo los glaciares Kailung—. Porque de allí vine un lejano, lejano día. Vine de Leh, cruzando el Baralachi.

—Sí, sí; lo conocemos —dijeron las gentes de Shamlegh, viajeros avezados en tierras lejanas.

—Y dormí dos noches con los sacerdotes de Kailung. ¡Esas son las montañas de mi contento! ¡Sombras benditas entre todas las otras sombras! Allí se abrieron mis ojos en este mundo; allí fueron abiertos mis ojos a este mundo; allí encontré la iluminación; y allí me preparé para mi búsqueda. Vine de las montañas, de las grandes montañas y de los poderosos vientos. ¡Oh, justa es la Rueda!

Los bendijo uno a uno: los grandes glaciares, las rocas desnudas, las morenas apiladas y los esquistos desprendidos; las secas tierras altas, el escondido lago de sal, los bosques centenarios y el valle fructífero y rebosante de agua, uno tras otro, como un hombre moribundo que bendijera a su pueblo, y Kim se maravilló de su pasión.

—Sí, sí. No hay lugar como nuestras montañas —dijo la gente de Shamlegh. Y dieron en preguntarse cómo podría vivir un hombre en las llanuras terribles con ese calor, donde corre ganado tan grande como los elefantes, inapropiado para arar en una ladera de montaña; donde, según habían oído, un pueblo sigue al otro durante cientos de millas; donde la gente va por ahí en bandas robando y lo que dejan los ladrones lo limpia sin pudor la policía.

Así transcurrió la tranquila mañana y al final de ella la mensajera de Kim bajó de los empinados pastos respirando tan tranquila como cuando había partido.

—Envié un mensaje al

hakim —explicó Kim, mientras ella hacía una reverencia.

—¿Se unió a los idólatras? Nay, recuerdo que hizo una curación con uno de ellos. Ha adquirido mérito, aunque el curado empleó su energía para el mal. ¡Justa es la Rueda! ¿Qué sucede con el

hakim?

—Temía que estuvieras herido y… y sabía que él es sabio. —Kim cogió la cascara de nuez pegada con cera y leyó en inglés por detrás de su nota—:

«Recibida su apreciada carta. No puedo dejar ahora actual compañía, que llevaré a Simia. Después espero reunirme con usted. Inoportuno seguir caballeros furibundos. Vuelva por mismo camino que vino y alcanzaré. Muy complacido por correspondencia debida a mi previsión».

—Dice, santo, que escapará de los idólatras y regresará con nosotros. ¿Esperamos un poco entonces en Shamlegh?

El lama miró largo tiempo y con cariño a las montañas y sacudió la cabeza.

—No puede ser

chela. Lo deseo por mis huesos, pero está prohibido. He visto la Causa de las Cosas.

—¿Por qué? Si las montañas te devuelven la fuerza día a día. Recuerda lo débiles y desmayados que estábamos abajo en el Doon.

—Me volví fuerte para hacer el mal y para olvidar. Un pendenciero y un bravucón en las montañas, eso era yo. —Kim reprimió una sonrisa—. Justa y perfecta es la Rueda, no se desvía un pelo. Cuando era un hombre, hace mucho tiempo, hice una peregrinación al Gurú Ch’wan entre los álamos —señaló en dirección a Bután—, donde guardan el caballo sagrado.

—¡Silencio, silencio! —exclamó todo Shamlegh excitado—. Habla de Jam-lin-nin-k’or, el Caballo que Puede Ir alrededor del Mundo en un Día.

—Le hablo sólo a mi

chela —dijo el lama con suave reproche y desaparecieron como la escarcha en los aleros del sur bajo el sol de la mañana—. En aquella época, no buscaba la verdad, sino la charla sobre la doctrina. ¡Todo ilusión! Bebí la cerveza y comí el pan del Gurú Ch’wan. Al día siguiente uno dijo: «Salimos para luchar contra Sangor Gutok valle abajo y aclarar» (¡fíjate de nuevo como el Deseo está unido a la Ira!) «qué abad debe sentar las reglas en el valle y recoger el beneficio de las oraciones que se imprimen en Sangor Gutok». Yo fui y luché un día entero.

—¿Pero cómo, santo?

—Con nuestros largos plumieres, como te hubiera podido mostrar… Digo, luchamos bajo los álamos, ambos abades y todos los monjes, y uno me abrió la frente hasta el hueso. ¡Mira! —Echó hacia atrás su gorro y le mostró una cicatriz arrugada y plateada—. ¡Justa y perfecta es la Rueda! Ayer, la cicatriz me picaba y después de cincuenta años recordé cómo me fue hecha y la cara de aquel que me la hizo; aunque estaba aún entretenido con la ilusión. Siguió lo que viste, lucha y estupidez. ¡Justa es la Rueda! El golpe del idólatra cayó sobre la cicatriz. Entonces sentí una sacudida en mi alma; esta se oscureció y el bote de mi alma se zarandeó en aguas de la ilusión. Hasta que no llegué a Shamlegh, no pude meditar sobre la Causa de las Cosas, o retrazar las raíces profundas del mal. Luché por ello toda la larga noche.

—Pero, santo, tú eres inocente de todo mal. ¡Yo soy tu garante!

Kim estaba acongojado de veras ante la pena del anciano y se le escapó sin querer esa frase de Mahbub Ali.

—Al amanecer —continuó el lama más gravemente, el rosario chasqueando entre las lentas frases—, llegó la iluminación. Aquí está… soy un hombre viejo… crecido y alimentado en la montaña, y no volveré a sentarme entre mis montañas. He viajado tres años a través del Indostán, pero ¿puede ser la tierra más fuerte que la Madre Tierra? Desde allí abajo, mi estúpido cuerpo añora las montañas y las nieves de las montañas. Dije, y es cierto, que mi búsqueda no fracasará. Así que, desde la casa de la mujer de Kulu me volví hacia la montaña, persuadido enteramente por mí mismo. No hay que culpar al

hakim. Él, que sigue al Deseo, predijo que las montañas me pondrían fuerte. Me fortalecieron para cometer un mal, para olvidar mi búsqueda. Le tomé gusto a la vida y al placer de vivir. Deseaba escalar grandes pendientes. Fui a buscarlas. Medí la fuerza de mi cuerpo, que es el mal, contra las grandes montañas. Me mofé de ti cuando te quedaste sin resuello bajo el Jamnotri. Me burlé cuando tú vacilabas ante la nieve del paso.

—Pero ¿qué mal hubo?

Estaba asustado. Fue justo. No soy un montañés y te quise por tu nueva fuerza.

—Más de una vez, recuerdo —reposó su mejilla en la mano con gesto triste—, busqué tu alabanza y la del

hakim por la simple fuerza de mis piernas. Así un mal siguió a otro hasta que la copa estuvo llena. ¡Justa es la Rueda! Durante tres años todo el Indostán me honró. Desde la Fuente de Sabiduría en la Casa de las Maravillas hasta —sonrió— un muchacho pequeño jugando con un gran cañón, todo el mundo me allanó el camino. ¿Y por qué?

—Porque te queríamos. Es sólo la fiebre del golpe. Yo mismo todavía estoy enfermo y débil.

—¡No! Fue porque estaba en el camino, tan afinado como lo están los

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