Kim

Kim


Capítulo 14

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si-nen (címbalos), para los fines de la Ley. Me alejé de ese mandato. La armonía se rompió; siguió el castigo. En mis propias montañas, al borde de mi propia tierra, en el mismo sitio de mi deseo maligno, viene la bofetada, ¡aquí! (Se tocó la frente). Como un novicio es golpeado cuando coloca mal las tazas, así fui golpeado yo, que fui abad de Such-zen. Ni una palabra, fíjate, sino un golpe,

chela.

—Pero los

sahibs no te conocían, santo.

—Estábamos bien acoplados. Ignorancia y Deseo se encuentran en el camino con Ignorancia y Deseo y producen Ira. El golpe fue una señal para mí de que no soy mejor que un yak[162] perdido, de que mi sitio no está aquí. ¡Quien puede leer la Causa de un Acto está a mitad de camino de la libertad! «De vuelta a la Senda», dice el golpe. «Estas montañas no son para ti. No puedes elegir la libertad y estar esclavizado al goce de la vida».

—¡Si no hubiéramos encontrado a ese maldito ruso!

—Nuestro Señor mismo no puede hacer que la Rueda gire hacia atrás. Y, por el mérito que he adquirido, obtuve aún otra señal. —Puso su mano sobre el pecho y sacó de entre las ropas la Rueda de la Vida—. ¡Mira! Reflexioné sobre esto después de haber meditado. Lo que el idólatra dejó intacto no es más grande que el ancho de mi uña.

—Ya veo.

—Así de grande es entonces el lapso que me queda de vida en este cuerpo. He servido a la Rueda todos mis días. Ahora la Rueda me sirve a mí. Si no fuera por el mérito que he conseguido guiándote en la Senda, me hubiera sido añadida aún otra vida antes de que hubiera encontrado mi río. ¿Está claro,

chela?

Kim miró el mapa completamente destrozado. El desgarrón corría en diagonal de izquierda a derecha, desde la Onceava Casa donde el Deseo alumbra al Niño (como los tibetanos lo dibujan), a través el mundo humano y animal, hasta la Quinta Casa, la Casa vacía de los Sentidos. La lógica era incontestable.

—Antes de que nuestro Señor ganara la Iluminación —el lama lo plegó con reverencia— fue tentado. Yo también fui tentado, pero se acabó. La flecha cae en las llanuras, no en las montañas. Así que ¿qué hacemos aquí?

—¿Esperamos al menos por el

hakim?

—Sé cuánto tiempo viviré en este cuerpo. ¿Qué puede hacer un

hakim?

—Pero estás bastante enfermo y débil. No puedes andar.

—¿Cómo puedo estar enfermo si veo la libertad? Se puso en pie tambaleante.

—Entonces tengo que conseguir comida del pueblo. ¡Oh el camino agotador! —Kim sintió que también necesitaba descansar.

—Así debe ser. Comamos y marchémonos. La flecha cayó en las llanuras… pero yo cedí al deseo. Prepárate,

chela.

Kim se volvió hacia la mujer con el tocado de turquesas que había estado lanzando perezosamente guijarros al precipicio. Esta le sonrió con mucha amabilidad.

—Le encontré como un búfalo perdido en un campo de maíz, el babu; resoplando y estornudando de frío. Estaba tan hambriento que olvidó su dignidad y me dijo dulces palabras. Los

sahibs no tienen nada. Estiró la palma de la mano vacía. Uno está muy enfermo por donde el estómago. ¿Culpa tuya?

Kim asintió con los ojos brillantes.

—Hablé con el bengalí primero y después con la gente de un pueblo cercano. Los

sahibs recibirán la comida que necesiten y la gente no les pedirá dinero. El botín ya está distribuido. El babu no cuenta más que falsedades a los

sahibs. ¿Por qué no les abandona?

—Por la grandeza de su corazón.

—Todavía no hubo bengalí que tuviera uno más grande que una nuez seca. Pero no importa… Volviendo ahora a las nueces. Después del servicio viene la recompensa. He dicho que el pueblo es tuyo.

—Yo me lo pierdo —comenzó Kim—. Incluso ahora había planeado en mi corazón cosas deseables que… —no hay necesidad de repetir los cumplidos propios de estas ocasiones. Kim suspiró profundamente…—. Pero mi maestro, guiado por una visión…

—¡Huh! ¿Qué pueden ver los viejos ojos excepto una escudilla de mendicante llena?

—… se va de este pueblo a la llanura de nuevo.

—Pídele que se quede.

Kim negó con la cabeza.

—Conozco a mi santo y su furia si le contrarían —replicó con énfasis—. Sus maldiciones hacen temblar las montañas.

—¡Una pena que no le salvaran de una cabeza rota! He oído que tú fuiste el que tuvo un corazón de tigre para golpear al

sahib. Déjale soñar un poco más. ¡Quédate!

—Mujer de la montaña —dijo Kim con una seriedad que no lograba endurecer los rasgos de su joven rostro ovalado—, estos asuntos son demasiado elevados para ti.

—¡Los Dioses nos asistan! ¿Desde cuándo los hombres y las mujeres han sido otra cosa que hombres y mujeres?

—Un sacerdote es un sacerdote. Dice que se marchará en este momento. Yo soy su

chela y me voy con él. Necesitamos comida para el camino. Es un huésped honorado en todos los pueblos, pero —y esbozó una picara sonrisa— la comida aquí es buena. Dame algo.

—¿Qué pasa si no te lo doy?

Yo soy la mujer de este pueblo.

—Entonces te maldeciré… un poco… no mucho, pero suficiente para recordarlo. —Kim no pudo evitar una sonrisa.

—Tú me has maldecido ya con esa bajada de pestañas y el mentón levantado. ¿Maldiciones? ¿Qué me preocupan a mí las simples palabras? —Cerró las manos sobre el pecho—… Pero no permitiré que te vayas enfadado, pensando mal de mí, una recogedora de boñiga de vaca y de hierba en Shamlegh, pero a pesar de ello una mujer de carácter.

—No pienso nada —dijo Kim—, excepto que siento marcharme porque estoy muy cansado y que necesitamos comida. Aquí está la bolsa.

La mujer se la arrancó enfadada.

—Fui una tonta —dijo ella—. ¿Quién es tu mujer en las llanuras? ¿De piel clara o oscura? Una vez tuve la piel clara. ¿Te ríes? Una vez, hace mucho tiempo, si te lo puedes creer, un

sahib me miró con buenos ojos. Una vez, hace mucho tiempo llevé vestidos europeos allá, en la casa de la misión. —Señaló hacia Kotgarh—. Una vez, hace mucho tiempo, fui

ker-lis-ti-ana[163] y hablé inglés, como los

sahibs lo hablan. Sí. Mi

sahib dijo que volvería y se casaría conmigo, sí, casarse conmigo. Se fue, le había cuidado cuando estuvo enfermo, pero nunca regresó.

Luego vi que los dioses de los

kerlistianos mienten y regresé con mi gente… Desde entonces nunca volví a poner los ojos en un

sahib. (No te rías de mi. La crisis ya pertenece al pasado, pequeño sacerdote). Tu cara, tu caminar y tu manera de hablar me recordaron al

sahib, aunque seas sólo un mendigo errante a quien le doy un donativo. ¿Maldecirme? ¡Tú no puedes ni maldecir ni bendecir! —Puso sus manos en sus caderas y rio con amargura—. Tus dioses son mentiras; tus actos mentiras; tus palabras mentiras. No hay dioses bajo los cielos. Lo sé… Pero por un instante pensé que tú eras mi

sahib que había regresado y él era mi Dios. Sí, una vez toqué música en un

pianno en la casa de la misión en Kotgarh. Ahora doy limosnas a sacerdotes que son

heathens[164]. —Concluyó con la palabra inglesa y ató el extremo de la bolsa que desbordaba.

—Te estoy esperando,

chela —dijo el lama, reclinándose contra el marco de la puerta.

La mujer miró de arriba abajo la alta figura.

—¡Caminar él! No puede cubrir media milla. ¿Adónde van los viejos huesos?

En ese momento, Kim, desconcertado ya ante el colapso del lama y previendo el peso de la bolsa, perdió los estribos.

—¿Qué te importa, mujer de mal agüero, adónde va?

—A mí nada, pero a ti algo, sacerdote con cara de

sahib. ¿Le vas a llevar en hombros?

—Voy a las llanuras. Nadie tiene que impedir mi vuelta. He luchado con mi alma hasta quedar extenuado. El cuerpo estúpido está agotado y estamos lejos de las llanuras.

—¡Mira! —dijo ella simplemente, y se puso a un lado para dejarle ver su propia y total impotencia—. Maldíceme. Quizás le dé fuerzas a él. ¡Lanza un sortilegio! Llama a tu gran Dios. Eres un sacerdote. —La mujer se alejó.

El lama, desfallecido, se había agachado y agarrado al marco de la puerta. Uno no puede golpear a un hombre viejo y este recuperarse en una noche como si fuera un chico. La debilidad le postraba a tierra, pero sus ojos, clavados en Kim, eran vivos y suplicantes.

—Todo va bien —dijo Kim—. Es el aire fino el que te debilita. ¡En un rato nos vamos! Es el mal de montaña. Yo también estoy un poco enfermo del estómago… —y se arrodilló y le animó con las pobres palabras que primero le vinieron a los labios. Entonces, la mujer reapareció más estirada que nunca.

—Tus dioses son inútiles ¿eh? Prueba los míos.

Yo soy la Mujer de Shamlegh. —Pegó un grito desabrido y de un establo salieron sus dos maridos y otros tres hombres con un

dooli, la tosca camilla, típica de las montañas, que usan para transportar a los enfermos y para visitas de Estado—. Este ganado —no se dignó a mirarles— es tuyo tanto tiempo como los necesites.

—Pero no iremos hacia la parte de Simia. No nos acercaremos a donde están los

sahibs —gritó el primer marido.

—No huirán como hicieron los otros, ni robarán el equipaje. Hay dos que sé que son enclenques. Poneros en las varas de atrás, Sonoo y Taree. Estos obedecieron de inmediato. Bajadla ahora y subid encima al santo. Cuidaré del pueblo y de vuestras virtuosas mujeres hasta que volváis.

—¿Cuándo será eso?

—Pregunta a los sacerdotes. A mí no me molestéis. Colocad la bolsa de las provisiones a los pies, tiene más estabilidad así.

—¡Oh, santo, tus montañas son más amables que nuestras llanuras! —exclamó Kim, aliviado, mientras el lama se acercaba vacilante a la camilla—. Es una cama real… un lugar de honor y tranquilidad. Y se lo debemos a…

—Una mujer de mal agüero. Necesito tus bendiciones tanto como tus maldiciones. Es una orden

mía y no tuya. ¡Arriba y en marcha! ¡Eh! ¿Tienes dinero para el camino?

La mujer le hizo una seña a Kim para que la siguiera a su cabaña y se inclinó sobre una baqueteada caja inglesa de dinero que guardaba debajo de su catre.

—No necesito nada —dijo Kim, enfadado cuando debiera estar agradecido—. Ya estoy agobiado con tantos favores.

Ella alzó los ojos con una sonrisa curiosa y puso la mano sobre su hombro.

—Al menos, agradécemelo. No soy hermosa y soy de montaña, pero, como dices tú, he adquirido mérito. ¿Debo mostrarte cómo dan las gracias los

sahibs? —y sus duros ojos se ablandaron.

—No soy más que un sacerdote errante —dijo Kim, sus ojos brillaron en respuesta—. No necesitas ni mis bendiciones ni mis maldiciones.

—Nay. Pero, sólo un momento; a el

dooli puedes adelantarla en dos pasos…

si tú fueras un

sahib, ¿debo mostrarte lo que harías?

—¿Y qué si lo adivino? —dijo Kim y colocando el brazo alrededor de la cintura de ella, la besó en la mejilla, añadiendo en inglés—:

Muuchas gracias, querida mía.

El beso es prácticamente desconocido entre asiáticos, tal vez fuera esa la razón por la que ella retrocedió con los ojos abiertos y cara de pánico.

—La próxima vez —prosiguió Kim—, no debes estar tan segura de tus sacerdotes paganos. Ahora te digo adiós. —Alargó su mano a la manera inglesa. Ella la tomó mecánicamente—. Adiós querida mía.

—Adiós, y… y… —la mujer estaba recordando su inglés palabra por palabra—, ¿volverás de nuevo? Adiós, y… Dios te bendiga.

Media hora después, mientras la camilla crujiendo traqueteaba por el camino que conduce, montaña arriba, desde Shamlegh al sureste, Kim vio una diminuta figura en la puerta de la cabaña agitando un trapo blanco.

—Ella ha adquirido más mérito que todos los otros —dijo el lama—. Porque poner a un hombre en la Senda de la Liberación es la mitad de grande que si ella misma la hubiera encontrado.

—Umm… —dijo Kim pensativo, considerando el pasado—. Puede ser que yo haya adquirido mérito también… Al menos no me trató como a un niño. —Ató sus ropas por delante, donde estaba el bulto de los documentos y mapas, guardó de nuevo la preciosa bolsa de provisiones a los pies del lama, puso su mano en el borde de la litera y ajustó su paso al paso lento de los maridos gruñones.

—Estos también adquieren mérito —dijo el lama, después de tres millas.

—Más que eso, serán pagados en plata —replicó Kim. La Mujer de Shamlegh se la había dado a él y era de justicia, argumentó Kim, que sus hombres la recuperaran de nuevo.

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