Kim

Kim


Capítulo 15

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No cedería el paso a un emperador,

Mantendría mi camino ante un rey.

Ante la triple corona, no me inclinaría,

¡Pero esto es algo diferente!

Yo no lucharé contra los poderes del Aire,

¡Centinela, déjale pasar!

Puente levadizo abajo, Él es el Señor de todos nosotros,

¡El soñador cuyo sueño se hizo realidad!

El asedio de las hadas

Doscientas millas al norte de Chini, sobre los esquistos azules de Ladakh, está el

sahib Yankling, el hombre alegre, inspeccionando indignado las cimas a través de los anteojos, en busca de alguna señal de su batidor favorito, un hombre de Ao-chung. Pero el renegado, con un nuevo rifle Männlicher y doscientos cartuchos, está en otra parte cazando almizclero para vender en el mercado y el

sahib Yankling se enterará la próxima temporada de lo muy enfermo que ha estado.

Valle de Bushahr arriba —las águilas de vista larga de los Himalayas se desvían ante su nueva sombrilla a rombos, azul y blanca— se apresura un bengalí, una vez gordo y bien parecido, ahora flaco y desmejorado por la intemperie. Ha recibido las gracias de los dos distinguidos extranjeros, a los que dirigió, no sin habilidad, hacia el túnel de Mashobra que conduce a la capital grande y bulliciosa de la India.

No fue culpa suya que, envueltos en neblinas húmedas, los condujera de largo por delante de la estación de telégrafos y de la colonia europea de Kotgarh. No fue culpa suya, sino de los dioses, sobre quienes soltaba discursos entretenidos, que les condujera a la frontera de Nahan, donde el rajá de ese Estado los tomó por desertores de la soldadesca británica. El babu Hurree le explicó la grandeza y gloria de sus compañeros en su propio país, hasta que el aletargado reyezuelo sonrió. Dio explicaciones a todo aquel que preguntó… muchas veces, en voz alta, de todas las formas posibles. Mendigó comida, se ocupó del alojamiento, demostró ser un médico hábil para un herida de ingle —un golpe como el que uno puede recibir rodando por una ladera rocosa en la oscuridad— y era indispensable en todos los aspectos. El motivo de su amistad le honraba. Como millones de otros siervos, había aprendido a considerar a Rusia como el gran liberador del norte. Era un hombre miedoso. Había temido no poder salvar a sus ilustres patrones de la ira de un campesinado revuelto. Él mismo no tendría nada que objetar a golpear a un santo, pero… Estaba profundamente agradecido y sinceramente contento por haber hecho «lo poco que había podido», llevando la aventura hacia —dejando a un lado el equipaje perdido— un final exitoso. Había olvidado los golpes; negado que los hubiera habido aquella indigna primera noche bajo los pinos. No pedía ni pensión ni avance de honorarios pero, si le consideraban digno de ello, ¿podrían escribirle una recomendación? Le podría resultar útil más tarde, si otros amigos suyos llegaban por los pasos. Les rogó que le recordaran en sus futuras grandezas, porque «opinaba sutilmente» que él, incluso él, Mohendro Lal Dutt, M.A. de Calcuta, le había «hecho un servicio al Estado».

Le dieron un certificado alabando su cortesía, disponibilidad y habilidad infalible como guía. Hurree lo metió en su cinto y lloró de emoción; se habían enfrentado juntos a tantos peligros. A plena luz del mediodía les guio a lo largo del Malí de Simia, lleno de gente, hasta el Banco Alianza, donde deseaban probar su identidad. Luego desapareció como una pequeña nube del alba sobre el Jakko.

Miradle, demasiado chupado para sudar, demasiado apurado para pregonar las medicinas de su pequeña caja chapada en latón, ascendiendo la pendiente de Shamlegh, un hombre justo convertido en perfecto. Observadle, dejando a un lado todas sus ínfulas de babu, fumando al mediodía sobre un catre, mientras una mujer con un tocado de turquesas señala al sureste a través de la hierba desnuda. Las camillas, dice ella, no viajan tan rápido como los hombres solos, pero sus pájaros deben estar ahora en la llanura. El santo no quería quedarse aunque Lispeth le insistió. El babu gime con amargura, se prepara mentalmente y se pone en camino otra vez. No le gusta viajar después del ocaso; pero sus marchas diarias —aunque no hay nadie que las haya anotado en un registro— asombrarían a la gente que ridiculiza su raza. Campesinos amables, recordando al vendedor de medicinas de Dacca de hacía dos meses, le dan cobijo contra los malos espíritus del bosque. Sueña con dioses bengalíes, libros de texto de la universidad y la Real Sociedad de Londres, Inglaterra. Al amanecer siguiente la sombrilla saltarina blanquiazul continúa su camino.

Al límite del Doon, con Mussoorie muy lejano ya a sus espaldas y enfrente las extensas llanuras de polvo dorado, descansaba una camilla desgastada en la cual, toda la montaña lo sabe, yace un lama enfermo que busca un río para su curación. Los pueblos casi llegan a las manos disputándose el honor de transportarle, no sólo porque el lama les ha dado bendiciones, sino también porque su discípulo les ha pagado buen dinero, un tercio entero de los precios de los

sahibs. Doce millas al día ha recorrido el

dooli, como muestran los extremos engrasados y rozados de los agarres, y por caminos que pocos

sahibs usan. Por el paso del Nilang, en una tormenta donde el polvo de nieve flotando rellenaba cada pliegue del ropaje del impasible lama; cruzando entre los negros picos de Raieng, donde oyeron el silbido de las cabras salvajes entre las nubes; dando bandazos y precipitándose hacia abajo sobre esquisto; sostenido con fuerza entre los hombros y con la mandíbula apretada cuando contornearon las terribles curvas de la Carretera Cortada por debajo de Bhagirati; balanceándose y crujiendo al ritmo del trote corto y regular en el descenso al Valle de las Aguas; apresurándose a lo largo de los húmedos terrenos de ese valle encerrado; subiendo más y más, y de nuevo en terreno abierto para encontrarse con las ráfagas rugientes que soplan de Kedarnath; dejado en el suelo al medio día bajo la sombra parda de agradables bosques de robles; pasando de pueblo en pueblo en la helada matinal, cuando incluso se les puede perdonar a los devotos por soltar juramentos a santos impacientes; a la luz de la antorcha, cuando incluso los menos temerosos piensan en fantasmas, el

dooli ha alcanzado su última etapa. Los montañeses de baja estatura sudan en el calor creciente de los bajos Siwaliks y se reúnen alrededor de los sacerdotes para recibir sus bendiciones y sus pagas.

—Habéis adquirido mérito —dice el lama—. Un mérito más grande de lo que os imagináis. Y volveréis a las montañas —suspira el anciano.

—Por descontado. A las altas montañas tan pronto como sea posible.

El porteador frota sus hombros, bebe agua, la escupe otra vez y reajusta sus sandalias de esparto. Kim, con cara demacrada y fatigada, les paga con pequeñas monedas de plata que saca de su cinto, levanta la bolsa de provisiones, mete un paquete de hule —los escritos sagrados— entre las ropas de su pecho y ayuda al lama a ponerse de pie. La paz ha vuelto de nuevo a los ojos del anciano y no espera que las montañas se derrumben y le aplasten como hizo aquella noche terrible cuando el río desbordado les demoró.

Los hombres izaron el

dooli y balanceándolo desaparecieron de la vista entre una fronda de matorrales.

El lama alzó una mano hacia la muralla del Himalaya.

—No cayó en ti, ¡oh bendita entre todas las montañas!, la flecha de Nuestro Señor. ¡Y nunca volveré a respirar tus aires otra vez!

—Pero tú eres diez veces más fuerte en este aire bueno —dijo Kim, porque su alma fatigada se sentía atraída por las llanuras bien cultivadas y amables—. Aquí o por aquí, cayó la flecha, sí. Iremos muy despacio, quizás un

koss por día, porque la búsqueda no fracasará. Pero la bolsa pesa mucho.

—Ay, nuestra búsqueda no fracasará. He evitado una gran tentación.

Ahora, nunca hacían más de un par de millas al día y los hombros de Kim soportaban el peso de todo, la carga de un hombre viejo, la carga de una bolsa de provisiones con los libros con cierre metálico dentro, el peso de los escritos sobre su corazón y los detalles de las faenas cotidianas. Mendigaba al alba, colocaba las mantas para la meditación del lama, le sostenía la cansada cabeza en su regazo durante los calores del mediodía, espantándole las moscas hasta que le dolían las muñecas, mendigaba de nuevo al anochecer y masajeaba los pies del lama, quien le recompensaba con la promesa de la liberación, ese día, al siguiente o, como muy tarde, al próximo.

—Nunca hubo un

chela así. Me pregunto a veces si Ananda cuidó más fielmente a Nuestro Señor. ¿Y tú eres un

sahib? Cuando era un hombre, hace mucho mucho tiempo, siempre lo olvidaba. Ahora te miro a veces y me acuerdo cada vez de que tú eres un

sahib. Es extraño.

—Tú has dicho que no hay ni blanco ni negro. ¿Por qué me fastidias con esta charla, santo? Déjame masajearte el otro pie. Me saca de quicio.

No soy un

sahib. Soy tu

chela, y mi cabeza me pesa sobre los hombros.

—¡Ten un poco de paciencia! Alcanzaremos la liberación juntos. Entonces tú y yo en la alejada orilla del río contemplaremos nuestras vidas como en las montañas veíamos nuestra marcha diaria marcada detrás de nosotros. Quizás una vez yo fuera un

sahib.

—Nunca hubo un

sahib como tú, te lo juro.

—Estoy seguro de que el Conservador de las Imágenes de la Casa de las Maravillas fue un abad muy sabio en una vida anterior. Pero incluso sus anteojos no permiten a mis ojos ver. Caen sombras cuando miro fijamente. No importa, conocemos los trucos del pobre y estúpido esqueleto, sombra que cambia a otra sombra. Estoy atado por la ilusión del tiempo y el espacio. ¿Cuánto hemos recorrido hoy en carne y hueso?

—Quizás medio

koss. (Tres cuartos de milla) —y fue una marcha muy ardua.

—Medio

koss. ¡Ha! He recorrido diez mil veces mil con el espíritu. Cuán envueltos, vendados y enrollados estamos todos en estas cosas sin sentido.

Miró su delgada mano de venas azules que encontraba las cuentas tan pesadas.

Chela, ¿nunca tienes deseos de dejarme?

Kim pensó en el paquete de hule y en los libros de la bolsa de provisiones. Si tan solo alguien debidamente autorizado se hiciera cargo de ellos, el Gran Juego podría jugarse por sí solo para todo lo que le importaba a él en ese momento. Estaba cansado, la cabeza le ardía y una tos que venía del estómago le preocupaba.

—No —dijo casi con severidad—. No soy un perro o una serpiente para morder cuando he aprendido a amar.

—Eres demasiado considerado conmigo.

—Eso tampoco. He arreglado un asunto sin consultarte. He enviado un mensaje a la mujer de Kulu, por esa mujer que esta mañana nos dio la leche de cabra, diciendo que tú estabas un poco débil y necesitarías una camilla. Me daría de cabezazos por no haberlo hecho cuando entramos en el Doon. Nos quedaremos en este sitio hasta que la camilla venga.

—Me alegro. Es una mujer con un corazón de oro, como dices, pero es parlanchina… un poco parlanchina.

—No te molestará. Ya me he encargado de eso también. Santo, mi corazón está muy pesaroso por mis muchos descuidos para contigo. —Un nudo de nervios le subió por la garganta—. Te he hecho caminar demasiado lejos; no siempre he conseguido buena comida para ti; no he tenido en cuenta el calor; he hablado con gente por el camino y te he dejado solo… He… He…

¡Hai mai! Pero te quiero… y es demasiado tarde… he sido un niño… Oh, ¿por qué no he sido un hombre?… —Sobrepasado por la tensión, la fatiga y el peso excesivo para su edad, Kim se derrumbó y lloró a los pies del lama.

—¿Qué cosas dices? —dijo el anciano amablemente—. Tú nunca te has alejado ni el ancho de un pelo del camino de la obediencia. ¿Descuidarme a mí? Niño, he vivido de tu fuerza como un viejo árbol vive de la cal de un nuevo muro. Día a día, desde que partimos de Sham-legh, te he robado fuerza.

Por eso, y no por un pecado tuyo, estás debilitado. Es el cuerpo, el tonto y estúpido cuerpo, el que habla ahora. No el Alma sólida. ¡Consuélate! Aprende a conocer al menos los demonios con los que luchas. Nacen de la tierra, hijos de la ilusión. Iremos a la mujer de Kulu. Ella adquirirá mérito albergándonos y, especialmente, atendiéndome. Tú tienes que corretear libre hasta que te vuelvan las fuerzas. Había olvidado al estúpido cuerpo. Si hay alguna culpa, yo la tengo. Pero estamos demasiado cerca de las puertas de la liberación para sopesar las culpas. Puedo hacerte cumplidos ¿pero qué necesidad hay? En poco tiempo, en muy poco tiempo, estaremos sentados más allá de todas nuestras necesidades.

Y así, el lama acarició y consoló a Kim con sabios refranes y textos serios sobre ese animal poco comprendido, nuestro cuerpo, que no siendo sino ilusión, insiste en pretender ser el alma para oscurecernos el camino y multiplicar al infinito los demonios innecesarios.

—¡Hai!, ¡hai! Hablemos de la mujer de Kulu. ¿Crees que pedirá otro conjuro para sus nietos? Cuando yo era un hombre joven, hace mucho tiempo, estaba aquejado por esos vapores, y algunos otros, y recurrí a un abad, un hombre muy santo y un buscador de la verdad, aunque entonces no lo sabía. ¡Siéntate y escucha, niño de mi alma! Le conté mi historia. Y él me dijo: «

Chela, aprende esto. Hay muchas mentiras en el mundo, y no pocos mentirosos, pero no hay mayores mentirosos que nuestros cuerpos, excepto quizás las sensaciones de nuestros cuerpos». Considerando esto me consolé y por su gran bondad toleró que yo bebiera té en su presencia. Tolera ahora tú que beba té porque estoy sediento.

Con una sonrisa entre las lágrimas, Kim besó los pies del lama y se puso a preparar el té.

—Tú te apoyas en mí con el cuerpo, santo, pero yo me apoyo en ti para otras cosas. ¿Lo sabes?

—Lo he adivinado, quizás —y los ojos del lama lanzaron un destello—. Tenemos que cambiar eso.

Así que, cuando en medio de riñas y peleas, y con aires de importancia, surgió nada menos que el palanquín favorito de la

sahiba enviado desde una distancia de veinte millas, a cargo del mismo viejo sirviente urya de pelo canoso, y una vez llegados al desordenado orden de la de la casa blanca, larga y laberíntica, más allá de Saharunpore, el lama tomó sus medidas.

Después de los mutuos cumplidos, la

sahiba dijo con alegría desde una ventana superior:

—¿De qué valen los consejos de una mujer vieja a un hombre viejo? Te lo

dije… te lo dije, santo, que le echaras un ojo al

chela. ¿Y qué has hecho? ¡No me lo cuentes! Lo sé. Ha estado correteando con mujeres. Mira sus ojos, hundidos y ojerosos, ¡y la línea delatadora de nariz para abajo! ¡Le han pasado por el tamiz! ¡Fie! ¡Fie! ¡Y siendo como es sacerdote!

Kim levantó los ojos, demasiado agotado para sonreír y sacudió la cabeza para negarlo.

—No bromees —dijo el lama—. No hay tiempo para eso. Estamos aquí por razones de peso. Una enfermedad del alma me agarró en las montañas y a él una enfermedad del cuerpo. Desde entonces he vivido de su fuerza… consumiéndole.

—Niños, los dos juntos, el joven y el viejo —dijo la anciana con tono desdeñoso, pero se guardó de hacer más bromas—. ¡Que esta hospitalidad de ahora os permita restableceros! Espera un poco y vendré a charlar sobre las buenas y altas montañas.

Por la noche —su yerno había vuelto así que no necesitaba hacer la ronda de inspección de la hacienda—, la

sahiba se enteró de los detalles de la historia, explicados en voz baja por el lama. Las dos viejas cabezas asintieron al unísono con sabiduría. Kim se había retirado a una habitación con un catre y había caído en un sopor febril. El lama le había prohibido colocarle mantas o conseguirle comida.

—Lo sé… lo sé. ¿Quién mejor que yo? —dijo la anciana desternillándose de risa—. Nosotros, que bajamos a los ardientes

ghats, nos agarramos a las manos de los que suben del río de la vida con jarros llenos de agua, sí, jarros rebosantes de agua. No le hice justicia al chico. ¿Te prestó su fuerza? Es cierto que los viejos devoran a los jóvenes día a día. Ahora debemos conseguir que se reponga.

—Has adquirido mérito muchas veces,

sahiba

Mi mérito. ¿Qué es eso? Un viejo saco de huesos haciendo curries para hombres que no preguntan siquiera: «¿Quién cocinó esto?». Ahora que si quedara en reserva para mi nieto…

—¿El que tenía el dolor en la barriga?

—¡Pensar que el santo recuerda

eso! Tengo que contárselo a su madre. ¡Ese es un honor especial! «El que tenía dolor de barriga»… el santo lo recordó inmediatamente. No se pondrá orgullosa ni nada.

—Mi

chela es para mí como un hijo para los que no están iluminados.

—Di más bien «nieto». Las madres no tienen la sabiduría de nuestros años. Si un niño llora piensan que se les cae el cielo encima. Pero una abuela tiene la suficiente distancia del dolor del parto y del placer de dar el pecho para distinguir si un grito es pura maldad o gases. Y puesto que hablas de nuevo de gases, la última vez que el santo estuvo aquí, quizás le ofendí presionándole con los conjuros.

—Hermana —dijo el lama, usando la forma que un monje budista emplea a veces para dirigirse a una monja—, si los conjuros te consuelan…

—Son mejores que diez mil médicos.

—Digo que si te consuelan, yo, que fui abad de Such-zen, te haré tantos como puedas desear. Nunca he visto tu cara…

Eso incluso los monos que roban nuestros nísperos lo consideran una suerte. ¡Hee! ¡Hee!

—Pero como aquel que duerme allí dice —señaló con la cabeza hacia la puerta cerrada de la habitación de invitados, al fondo del patio delantero— tienes un corazón de oro… Y en mi espíritu, él es para mí como mi propio «nieto».

—¡Bien! Soy la vaca del santo. —Este comentario era totalmente hinduista, pero el lama no le prestó atención—. Soy vieja. He llevado hijos en mi vientre. ¡Oh, hubo un tiempo en el que podía gustar a los hombres! Ahora puedo curarles. —El lama oyó sus brazaletes tintinear como si se remangara para entrar en acción—. Me encargaré del chico, le medicaré, le cebaré y le pondré sano.

¡Hai!, ¡hai! Nosotros, la gente vieja, todavía entendemos algo.

Por ello, cuando Kim, al que le dolía cada hueso del cuerpo, abrió los ojos y se dispuso a ir a la zona de la cocina para recoger la comida de su maestro, se encontró con una fuerte coerción a su alrededor y con una figura vieja con velo en la puerta, flanqueada por el sirviente canoso, que le enumeró con toda precisión las cosas que de ninguna manera podría hacer.

—¿Tú tienes que qué? Tú no tienes que nada. ¿Qué? ¿Un cofre con cerradura en el que guardar libros santos? Oh, eso es otra cosa. ¡El Cielo no permita que me interponga entre un sacerdote y sus oraciones! Te lo traerán y tú guardarás la llave.

Empujaron el cofre bajo su catre y Kim, con un gemido de alivio, guardó allí la pistola de Mahbub, el paquete de hule con las cartas, los libros con cierre y los diarios. Por alguna absurda razón su peso sobre sus hombros no era nada comparado con el peso sobre su pobre mente. Por las noches le dolía el cuello por ello.

—La tuya es una enfermedad poco común en la juventud de hoy; desde que la gente joven ha dejado de cuidar a sus mayores. El remedio es dormir y ciertas pociones —dijo la

sahiba; y Kim se alegró de entregarse al vacío que lo amenazaba y lo tranquilizaba a un tiempo.

La

sahiba elaboró pócimas en una misteriosa habitación asiática equivalente a una destilería, unos brebajes pestilentes y de peor sabor. Se inclinaba sobre Kim hasta que bajaban y preguntaba exhaustivamente después de que habían subido. Impuso una prohibición de pasar por el patio delantero y la puso en práctica por medio de un hombre armado. Es verdad que este pasaba de los setenta, que su espada envainada se acababa bajo la empuñadura, aún así representaba la autoridad de la

sahiba y carros cargados, sirvientes charlando, terneros, perros, gallinas y demás, daban un amplio rodeo por esa parte. Lo mejor de todo fue que, una vez depurado el cuerpo, la

sahiba separó de la masa de parientes pobres que llenaban la parte trasera del edificio —perros domésticos, les llamamos— a la viuda de un primo, hábil en lo que los europeos, que no entienden nada de ello, llaman masaje. Y las dos colocaron a Kim hacia el este y hacia el oeste, para que las misteriosas corrientes terrestres que activan el barro de nuestros cuerpos ayudaran y no obstaculizaran, le descompusieron por partes, durante toda una larga tarde, hueso por hueso, músculo por músculo, ligamento por ligamento y finalmente, nervio por nervio. Le masajearon hasta convertirle en una pulpa indolente, medio hipnotizada por el continuo caer y sujetar de los incómodos chadores[165] que cubrían los ojos de las mujeres. Kim se deslizó a diez mil millas de profundidad en un marasmo de treinta y seis horas, que le empapó como la lluvia empapa la tierra agrietada tras una sequía.

Luego le alimentó y la casa entera giró alrededor de sus órdenes. Hizo que mataran aves; envió a buscar verduras, sacándole con ello sudores al jardinero, serio, lento de pensamiento y casi tan viejo como ella; la

sahiba cogió especies, leche, cebolla, pescado pequeño de los arroyos, luego limas para sorbetes, codornices engordadas en los fosos, después hígados de pollo en brocheta con jengibre en rodajas entremedio.

—He visto un poco de este mundo —dijo sobre las bandejas llenas—, y en él no hay más que dos tipos de mujeres: Las que absorben la fuerza de un hombre y las que se la devuelven. Una vez fui la primera, ahora soy la segunda. Nay, no juegues al sacerdotito conmigo. No era más que una broma. Si ahora no hace al caso, ya lo hará cuando tomes de nuevo el camino. Prima —esto a la pariente pobre que nunca se cansaba de exaltar la caridad de su benefactora—, su piel está cogiendo brillo como la de un caballo recién cepillado. Nuestro trabajo es como pulir joyas para ser arrojadas a una bailarina, ¿eh?

Kim se sentó en su lecho y sonrió. La terrible debilidad se le había ido como una vieja piel. Su lengua le picaba por poder hablar otra vez sin cortapisas; aunque no hiciera ni una semana, la más simple palabra se le atascaba como si fuera ceniza. El dolor en su cuello (lo debió coger del lama) se había ido junto con los fuertes dolores de dengue[166] y el mal sabor de boca. Las dos viejas mujeres, ahora un poco más cuidadosas con sus velos, aunque no mucho más, cloqueaban tan alegres como las gallinas que habían entrado picoteando por la puerta abierta.

—¿Dónde está mi santo? —preguntó Kim.

—¡Óyele! Tú santo está bien —replicó la

sahiba con malicia—. Aunque no sea por mérito

suyo. Si supiera un conjuro para hacerle más sensato, vendería todas mis joyas y lo compraría. Rechazar la buena comida que cociné yo misma… e irse dos noches vagando por los campos con el estómago vacío… y al final ir a caerse en un arroyo… ¿llamas a

eso santidad? Y entonces, después de haberme roto casi de ansiedad lo que tú has dejado de mi corazón, va y me dice que ha adquirido mérito. ¡Oh qué parecidos son todos los hombres! No, no fue así… me dijo que estaba libre de todo pecado.

Yo podría haberle dicho eso, antes de que se mojara entero. Ahora está bien, eso sucedió hace una semana, ¡pero líbrame de tal santidad! Un niño de tres años sabe cuidarse mejor. No te inquietes por el santo. Él tiene los dos ojos puestos en ti, cuando no anda vadeando nuestros arroyos.

—No recuerdo haberle visto. Recuerdo que los días y las noches pasaron como líneas en blanco y negro, abriéndose y cerrándose. No estaba enfermo; sólo estaba cansado.

—Un letargo que viene por sí mismo unos cuantos años más tarde. Pero ahora ya ha pasado.

—Maharaní —empezó a decir Kim, pero alertado por la mirada en los ojos de la anciana, cambió al título de simple cariño—. Madre, te debo mi vida. ¿Cómo te puedo dar las gracias? Diez mil bendiciones sobre tu casa y…

—¡Que la casa sea desbendecida! (Imposible repetir con exactitud las palabras de la vieja dama). Agradéceselo a los dioses como sacerdote si quieres, pero agradécemelo, si te apetece, como un hijo. ¡Cielos! ¿Te he cambiado de posición y levantado y palmeado y retorcido tus diez dedos para que me lances sermones a la cabeza? En algún sitio una madre debió de darte a luz para que le partieras el corazón. ¿Cómo se lo agradeciste a ella…, hijo?

—No tengo madre, madre mía —contestó Kim—. Me dijeron que murió cuando era pequeño.

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