Kim

Kim


Capítulo 2

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Dado que los bungalós indios están abiertos por los cuatro costados, Kim vio al inglés regresar a un pequeño vestidor, en una esquina de la veranda, que hacía en parte las veces de oficina, atestado de papeles esparcidos y paquetes de envíos, y sentarse a estudiar el mensaje de Mahbub Ali. A la luz de la lámpara de keroseno, su cara cambió y se ensombreció, y Kim, acostumbrado, como todo mendigo tiene que estarlo, a escrutar los rostros, tomó buena nota.

—¡Will! ¡Will, querido! —llamó una voz de mujer—. Deberías estar en el salón. Estarán aquí en unos minutos.

El hombre siguió leyendo con atención.

—¡Will! —llamó la voz cinco minutos más tarde—,

Él ha llegado. Oigo a los soldados a caballo en la entrada.

El hombre se precipitó fuera con la cabeza descubierta justo en el momento en el que un gran lando, con cuatro jinetes nativos detrás, se detenía en la veranda y un hombre alto, de pelo negro, tieso como una palo, se inclinaba para bajar precedido de un oficial joven que reía de forma agradable.

Kim estaba tumbado boca abajo, tocando casi las grandes ruedas. Su hombre y el extranjero de pelo negro intercambiaron dos frases.

—Ciertamente, señor —dijo el joven oficial de inmediato—. Cuando se trata de un caballo, todo lo demás debe esperar.

—No nos llevará más de veinte minutos —dijo el hombre de Kim—. Puede hacer los honores. Manténgalos entretenidos y todo eso.

—Dígale a uno de los jinetes que espere —dijo el hombre alto, y ambos pasaron al vestidor mientras el landó se alejaba. Kim vio sus cabezas inclinarse sobre el mensaje de Mahbub Ali y oyó las voces, una baja y respetuosa, la otra cortante y decidida.

—No es una cuestión de semanas. Es una cuestión de días… horas casi —dijo el hombre más viejo—. Lo estaba esperando desde hacía algún tiempo, pero esto —y golpeó ligeramente con la mano el papel de Mahbub Ali lo zanja definitivamente. Grogan cena esta noche aquí, ¿verdad?

—Sí, señor, y Macklin también.

—Muy bien. Hablaré con ellos personalmente. El Consejo será informado de este asunto, por supuesto, pero este es un caso en el que uno está totalmente justificado para adoptar medidas inmediatamente. Avise a las brigadas de Pindi y de Peshawar. Va a trastocar todos los relevos de verano, pero no podemos evitarlo. Esto nos pasa por no haberlos aplastado completamente la primera vez. Ocho mil serán suficientes.

—¿Qué hacemos con la artillería, señor?

—Tengo que consultarlo con Macklin.

—¿Entonces significa la guerra?

—No. Un castigo. Cuando un hombre se ve obligado por la actuación de su predecesor…

—Pero C.25 puede haber mentido.

—Él confirma la información del otro. En realidad ya mostraron sus cartas hace seis meses. Pero Devenish insistió en que había una posibilidad de paz. Por supuesto, lo aprovecharon para fortalecerse. Envíe estos telegramas inmediatamente en el código nuevo, no en el viejo, el mío y el de Warton. No creo que necesitemos hacer esperar más tiempo a las damas. Podemos arreglar el resto a la hora del cigarro. Lo veía venir. Es un castigo… no la guerra.

Mientras los soldados se iban a medio galope, Kim gateó hasta la parte trasera de la casa, donde, según su experiencia de Lahore, supuso que habría comida… e información. La cocina estaba llena de pinches nerviosos, uno de los cuales le dio una patada.

—Ay —dijo Kim, fingiendo lágrimas—. Vengo sólo a lavar platos a cambio de llenar el estómago.

—Toda Ambala viene con el mismo cuento. Lárgate. Van a llevar la sopa a la mesa. ¿Crees que nosotros, que servimos al

sahib Creighton, necesitamos ayudantes de fuera para ayudarnos en una gran cena?

—Es una cena muy grande —dijo Kim, mirando las bandejas.

—No es de extrañar. El invitado de honor es ni más ni menos el

sahib Jang-i-Lat (el comandante en jefe).

—¡Ho! —dijo Kim con la nota gutural correcta para indicar admiración. Había oído ya lo que quería saber, y cuando el criado volvió, Kim ya se había largado.

—¡Y todo este lío —se dijo a sí mismo pensando, como de costumbre, en indostaní[45]—, por el pedigrí de un caballo! Mahbub Ali debería venir a que le enseñe un poco a mentir. Antes siempre llevaba mensajes que tenían que ver con una mujer. Ahora se trata de hombres. Mejor así. El hombre alto dijo que van a enviar un gran ejército para castigar a alguien en algún sitio, la noticia va a Pindi y a Peshawar. Hay cañones también. Lástima no haberme acercado más. ¡Esto son noticias!

A su regreso se encontró al hermano pequeño del primo del agricultor discutiendo detalladamente con este, su mujer y unos pocos amigos todas las consecuencias del pleito familiar, mientras el lama dormitaba. Tras la cena se le ofreció a Kim una pipa de agua y se sintió casi un hombre mientras chupaba de la cascara de coco pulida, con las piernas estiradas bajo la luz de la luna; de vez en cuando, lanzaba algún comentario chasqueando la lengua. Sus anfitriones eran sumamente educados porque la mujer del agricultor les había contado la visión del toro rojo y su probable procedencia de otro mundo. Además el lama era toda una curiosidad, grande y venerable. Más tarde pasó por allí el sacerdote de la familia, un brahmán sarsut[46], viejo y tolerante y, naturalmente, empezó una discusión teológica para impresionar a la familia. Como es lógico, de acuerdo con sus creencias estaban todos de parte del brahmán, pero el lama era su invitado y la novedad. Su gentileza y sus impresionantes citaciones chinas que parecían encantamientos, les fascinaban; y en este entorno sencillo y simpático, el lama se abrió como el propio loto del Bodhisattva y les contó de su vida en las grandes montañas de Such-zen antes de que, como él decía, «me elevara para buscar la Iluminación».

Luego, durante la conversación, salió a relucir que, en aquellos días mundanos, el lama había sido un maestro en formular horóscopos y natalicios, y el sacerdote de la familia le persuadió para que explicara sus métodos; cada uno daba a los planetas nombres que los otros no podían entender y señalaban hacia arriba mientras las grandes estrellas surcaban el firmamento. Los niños de la casa tiraban del rosario del lama sin ser reprendidos y este olvidó por completo la regla que prohíbe mirar a las mujeres mientras hablaba de nieves eternas, de deslizamientos de terreno, de pasos cortados, de precipicios remotos donde los hombres encontraban zafiros y turquesas, y de aquella maravillosa ruta de alta montaña que llevaba finalmente hasta la misma China.

—¿Qué piensas de él? —preguntó el agricultor en un aparte al sacerdote.

—Un hombre santo, un hombre santo, sin duda. Sus dioses, no son los Dioses, pero sus pies van por el buen camino —fue su respuesta—. Y sus métodos para establecer natalicios, aunque no lo puedas entender, son sabios y seguros.

—Dime —le pidió Kim con pereza— si encontraré a mi toro rojo sobre campo verde, como se me prometió.

—¿Qué sabes sobre la hora de tu nacimiento? —preguntó el sacerdote, henchido de importancia.

—Entre el primer y el segundo canto del gallo de la primera noche de mayo.

—¿De qué año?

—No lo sé; pero sobre la hora en la que di mi primer grito ocurrió el gran terremoto en Srinagar, que está en Cachemira. —Esto lo supo Kim por la mujer que le cuidaba y esta a su vez por Kimball O’Hara. El terremoto se había sentido en la India y durante mucho tiempo fue una fecha de referencia en el Punyab.

—¡Ay! —exclamó una mujer con excitación. Aquello pareció dar más verosimilitud al origen sobrenatural de Kim—. ¿No fue entonces cuando nació la hija de aquel…?

—Y su madre le dio a su marido cuatro hijos en cuatro años, todos varones —añadió la mujer del agricultor, sentada en la sombra, fuera del círculo.

—Nadie que sea instruido —dijo el sacerdote de la familia—, olvida cómo estaban los planetas en sus Casas aquella noche. —Empezó a dibujar en el polvo del patio—. Al menos tú tienes derecho a la mitad de la Casa del Toro. ¿Cómo es la profecía?

—Un día —dijo Kim, encantado con la sensación que estaba creando— seré grande gracias a un toro rojo sobre campo verde, pero primero aparecerán dos hombres para prepararlo todo.

—Sí, pasa siempre al comienzo de una visión. Una oscuridad densa que se aclara poco a poco; luego aparece alguien con una escoba para preparar el sitio. Entonces empieza la visión. ¿Dos hombres dijiste? Sí, sí. El Sol, abandonando la Casa del Toro, entra en la de los Gemelos. De ahí los dos hombres de la profecía. Veamos ahora. Tráeme una rama, pequeño.

Enarcó las cejas, hizo un garabato, lo borró y garabateó de nuevo signos misteriosos en el polvo para maravilla de todos, excepto del lama, quien, por delicadeza, se abstuvo de interferir.

Al cabo de media hora arrojó la rama con un gruñido.

—¡Hm! Esto dicen las estrellas. Dentro de tres días vendrán los dos hombres para prepararlo todo. Tras ellos vendrá el toro; pero el signo bajo el que está, es el signo de la guerra y de hombres armados.

—Es verdad que había un hombre de los sijs de Ludhiana en el compartimento de Lahore —dijo la mujer del agricultor esperanzada.

—¡Tck! Hombres armados, muchos cientos. ¿Qué tienes tú que ver con una guerra? —dijo el sacerdote a Kim—. El tuyo es un signo rojo y furioso de una guerra que se desencadenará pronto.

—Nada, nada —dijo el lama con seriedad—. Nosotros sólo buscamos la paz y nuestro río.

Kim sonrió recordando lo que había escuchado en el vestidor. Decididamente era un favorito de las estrellas.

El sacerdote restregó los pies sobre el primitivo horóscopo.

—No puedo ver más que eso. En tres días el toro vendrá a ti, muchacho.

—Y mi río, mi río —rogaba el lama—. Esperaba que el toro nos condujera al río.

—Lástima por ese río maravilloso, hermano —replicó el sacerdote—. Tales hechos no son frecuentes.

A la mañana siguiente, aunque les insistieron para que se quedaran, el lama quiso partir. La familia le dio a Kim un gran fardo con buena comida y casi tres annas en monedas de cobre para las necesidades del camino, y con muchas bendiciones vieron a ambos partir de madrugada hacia el sur.

—Es una pena que estas personas y otras iguales no puedan ser liberadas de la Rueda de las Cosas —dijo el lama.

—Nay, entonces sólo quedaría gente mala sobre la tierra, ¿y quién nos daría comida y refugio? —replicó Kim, que caminaba alegremente con el peso a la espalda.

—Allí a lo lejos hay una pequeña corriente. Vamos a ver —dijo el lama y se desvió del camino blanco a través de los campos, al encuentro de un verdadero enjambre de perros vagabundos.

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