Kim

Kim


Capítulo 4

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sus oraciones, lo cual es un pequeño error que le aclararé en cuanto lleguemos al final del viaje. Y después me iré a Bodh Gaya para hacer un

shraddha[68] por el padre de mis hijos.

—Allí vamos nosotros también.

—Doblemente propicio —gorjeó alegremente la vieja dama—. ¡Un segundo hijo al menos!

—¡Oh Amigo de todo el Mundo! —El lama se había despertado e inocente como un niño asustado en una cama extraña llamaba a Kim.

—¡Voy! ¡Voy, santo! —Kim se precipitó junto a la hoguera, donde encontró al lama ya rodeado por platos de comida, los montañeses contemplándole con visible adoración y los sureños con gesto avinagrado.

—¡Atrás! ¡Retiraos! —gritó Kim—. ¿Es que debemos comer en público como los perros? —Acabaron la comida en silencio, dándose un poco la espalda el uno al otro y Kim la coronó con un cigarrillo liado al estilo de los nativos.

—¿No he dicho cientos de veces que el Sur es una buena tierra? He aquí una mujer virtuosa y de alta cuna, viuda de un rajá de montaña, de peregrinación, según dice, a Bodh Gaya. Ella es la que nos manda estos platos y, cuando hayas descansado bien, quisiera hablar contigo.

—¿Esto es también obra tuya? —El lama hundió los dedos en su tabaquera.

—¿Qué otro ha cuidado de ti desde que empezó nuestro maravilloso viaje? —A Kim le bailaban los ojos en la cara mientras soltaba el humo rancio por la nariz y se estiraba en el suelo polvoriento—. ¿He fallado en atender a tus necesidades, santo?

—Bendito seas. —El lama inclinó su solemne cabeza—. He conocido a muchos hombres en mi larga vida, y a no pocos discípulos. Pero ninguno de entre los hombres, en caso de que hayas nacido de mujer, me ha llegado al corazón como tú, cuidadoso, listo y cortés; aunque un poco diablillo.

—Y yo nunca he visto un sacerdote como tú. —Kim escrutó arruga por arruga la cara amarilla y benévola—. Hace menos de tres días que tomamos juntos el camino y parece como si fuera hace cien años.

—A lo mejor en una vida anterior se me permitió hacerte algún servicio. A lo mejor —sonrió— te liberé de una trampa; o, después de haberte atrapado con un anzuelo, en la época en la que aún no había alcanzado la Iluminación, te tiré de nuevo al río.

—Quizás —dijo Kim sin inmutarse. Una y otra vez había oído esa especie de especulación de la boca de muchos a quienes los ingleses no hubieran tildado de fantasiosos—. Ahora, en cuanto a esa mujer en el carro de bueyes,

yo creo que ella necesita un segundo hijo para su hija.

—Ella no es parte de la Senda —suspiró el lama—. Pero al menos es de las montañas. ¡Ah, las montañas y la nieve de las montañas!

Se levantó y se dirigió a grandes pasos hacia el carro. Kim hubiera dado las orejas por ir también, pero el lama no le invitó, y las pocas palabras que pilló eran en una lengua desconocida porque hablaban algún dialecto de las montañas. La mujer parecía hacer preguntas a las que el lama daba vueltas en su cabeza antes de contestar. De vez en cuando se oía la salmodia cadenciosa de una citación china. Era una escena extraña la que Kim contemplaba con los ojos entrecerrados. El lama, muy erguido y derecho, con los pliegues profundos de su ropaje amarillo marcados en negro a la luz de las hogueras del

parao, semejando a un tronco de un árbol nudoso estriado por las sombras del sol que se pone, dirigía la palabra a un

ruth lacado y con oropeles que brillaba como una joya multicolor en la luz indecisa que le rodeaba. Los estampados de las cortinas bordadas en oro ondulaban, deshaciéndose y recomponiéndose cuando el viento nocturno agitaba y sacudía los pliegues; al hacerse la conversación más seria, el índice enjoyado despedía pequeños destellos de luz de entre los bordados. Detrás del carro había una pared de oscuridad vacilante, salpicada con pequeñas llamas y animada con formas, caras y sombras medio difuminadas. Las voces del anochecer habían descendido hasta un murmullo sedante cuya nota más baja era el constante rumiar de los bueyes sobre la paja segada, y la más alta, el tañido del sitar[69] de una bailarina bengalí. La mayoría de los hombres habían cenado y chupaban con tal fuerza sus narguiles, que gorgoteaban y gruñían de tal modo que, cuando estaban a toda presión, sonaban como las ranas toro.

Al fin el lama regresó. Un montañés caminaba detrás con un edredón de algodón guateado que extendió con cuidado al lado del fuego.

—Ella se merece diez mil nietos —pensó Kim—. Sin embargo, si no es por mí, estos regalos no habrían venido.

—Una mujer virtuosa… y sabia. —El lama relajó articulación por articulación, como un camello lento—. El mundo está lleno de caridad para aquellos que siguen la Senda. —Y echó una buena mitad de la manta sobre Kim.

—¿Y qué dice ella? —dijo Kim enroscándose en su parte.

—Me preguntó muchas cosas y planteó varios problemas, muchos de ellos eran cuentos necios que había oído a sacerdotes que sirven al mal pretendiendo seguir la Senda. Contesté a algunas preguntas y a otras le dije que eran tonterías. Muchos visten el hábito, pero pocos se mantienen en la Senda.

—Verdad. Es verdad. —Kim usaba el tono reflexivo y conciliador de aquellos que desean sonsacar confidencias.

—Pero para los conocimientos que tiene, esa mujer posee sentido de la integridad. Desea ardientemente que vayamos con ella a Bodh Gaya; si lo he entendido bien, durante varias jornadas del viaje hacia el sur, su camino es el mismo que el nuestro.

—¿Y?

—Un poco de paciencia. A ello le respondí que mi búsqueda estaba ante todo. Ella había oído muchas leyendas estúpidas, pero la gran verdad sobre mi río no la había oído nunca. ¡Así son los sacerdotes de las montañas bajas! Conocía al abad de Lung-Cho, pero no conocía mi río, ni la historia de la flecha.

—¿Y?

—Le hablé entonces de la búsqueda, de la Senda y de cuestiones de provecho; ella deseaba solamente que la acompañara y que rogara por un segundo nieto.

—¡Aha! «Nosotras, las mujeres»

no pensamos en otra cosa que no sean niños —parodió Kim adormilado.

—Por eso, como nuestros caminos corren juntos durante un tiempo, no veo que nos apartemos de nuestra búsqueda si la acompañamos, al menos hasta… he olvidado el nombre de la ciudad.

¡Ohé! —dijo Kim, dándose la vuelta y hablando en un susurro claro a uno de los uryas que estaba a unas pocas yardas de distancia—. ¿Dónde está la casa de tu amo?

—Un poco más allá de Saharunpore, entre los huertos de frutas. —Y nombró el pueblo.

—Ese era el sitio —dijo el lama—. Hasta ahí, al menos, podemos ir con ella.

—Las moscas van a la carroña —dijo el urya como de pasada.

—Para la vaca enferma, un cuervo; para el hombre enfermo, un brahmán. —Kim recitó el proverbio en tono impersonal, dirigiéndolo hacia las copas en sombra de los árboles por encima de su cabeza.

El urya bufó y guardó silencio.

—¿Entonces nos vamos con ella, santo?

—¿Hay alguna razón en contra? Siempre puedo desviarme a un lado y comprobar todos los ríos por los que cruce la carretera. Ella desea que vaya. Lo desea con vehemencia.

Kim ahogó una risa bajo el edredón. Cuando esta imperiosa vieja dama se hubiera recuperado de su natural temor reverencial por un lama, pensó, a lo mejor el escucharla merecería la pena.

Estaba casi dormido cuando el lama de repente citó un proverbio:

—Los maridos de las charlatanas obtendrán una gran recompensa. —Luego, Kim le oyó aspirar rapé tres veces y se durmió riéndose todavía.

El alba, luminosa como un diamante, despertó a la vez a hombres, cuervos y bueyes. Kim se levantó y bostezó, luego se estiró y se estremeció de contento. Eso era ver el mundo de verdad; esa era la vida que a él le gustaba: animada y gritona, cinchas que abrochar, bueyes que arengar, el crujido de las ruedas, las hogueras encendidas y la preparación de la comida, y nuevas vistas a cada giro del ojo complacido. La bruma de la mañana se iba desgarrando en volutas de plata, los papagayos salieron volando hacia algún río lejano formando bandadas verdes y chillonas; todas las ruedas de los pozos al alcance del oído se pusieron a funcionar. La India estaba despierta y Kim estaba en medio de ella, más despierto y más excitado que nadie, masticando una rama que utilizaba ahora como cepillo de dientes porque él tomaba de aquí y de allá las costumbres de la tierra que conocía y amaba. No había necesidad de preocuparse por la comida… no se necesitaba gastar ni un cauri[70] en los puestos abarrotados de gente. Era el discípulo de un hombre santo anexionado por una dama anciana y voluntariosa. Todo sería preparado para ellos y cuando fueran invitados respetuosamente a ello, no tendrían más que sentarse y comer. En cuanto a lo demás —Kim se carcajeó en ese punto mientras se limpiaba los dientes— su anfitriona aumentaría aún más la diversión del camino. Inspeccionó los bueyes con ojo crítico cuando llegaron gruñendo y resoplando bajo los yugos. Si fueran muy rápidos, lo cual no era probable, habría un agradable asiento para él a lo largo de la lanza del carro; el lama se sentaría al lado del conductor. La escolta, por descontado, iría a pie. La vieja señora, igualmente por descontado, hablaría sin parar y, por lo que había oído hasta el momento, la conversación sería sabrosa. La mujer ya estaba ordenando, arengando, riñendo, y, todo hay que decirlo, maldiciendo a sus sirvientes por los retrasos.

—Dadle la pipa. En nombre de los dioses, dadle su pipa y parad esa boca maldiciente —gritó un urya, amarrando sus mantas en un montón deforme—. Los loros y ella son iguales. Gritan al alba.

—¡Los bueyes-guía!

¡Hai! ¡Cuidad de los bueyes-guía! —Estos estaban reculando y girando cuando quedaron atrapados por los cuernos en el eje de un carro de grano—. Hijo de búho, ¿adónde vas? —Eso iba dirigido al carretero que sonreía de oreja a oreja.

¡Ay! ¡Yai! ¡Yai! Esa de ahí dentro es la reina de Delhi que va a rogar por un hijo —replicó el hombre por encima de su gran cargamento—. ¡Sitio a la reina de Delhi y a su primer ministro, el mono gris subiéndose por su propia espada! —Otro carro, cargado con corteza de árbol para una curtiduría del sur, seguía de cerca y su conductor añadió algunos piropos mientras los bueyes del

ruth continuaban reculando.

Desde detrás de las agitadas cortinas salió una salva de insultos. No duró mucho, pero en tipo y calidad, en precisión corrosiva y en mordacidad, no tenían parangón con lo que Kim había escuchado hasta entonces. Podía notar el ancho pecho del carretero encogerse por el asombro cuando el hombre hizo un

salam reverente hacia la voz, saltó del carro y ayudó al escolta a subir aquel volcán a la carretera principal. En ese momento, la voz se puso a describir con detalle con qué tipo de esposa se había casado y lo que esta estaba haciendo en su ausencia.

—¡Oh,

shabash[71]! —murmuró Kim, incapaz de contenerse, mientras el carretero se escabullía.

—Bien hecho, ¿verdad? Es una vergüenza y un escándalo que una pobre mujer no pueda ir a rezar a los dioses sin tener que pechar con toda la basura del Indostán y ser insultada por ella, que tenga que tragar

gâli (ofensas) mientras los hombres comen

ghi. Pero aún me queda un meneo en la lengua, una o dos palabras bien dichas que vengan al caso. ¡Y todavía estoy sin mi tabaco! ¿Quién es el tuerto, infeliz, hijo de la vergüenza que todavía no ha preparado mi pipa?

Un montañés le pasó la pipa a toda prisa y un hilo de denso humo saliendo de cada esquina de las cortinas señalaba que la paz se había restablecido.

Si Kim había caminado con orgullo el día anterior como discípulo de un hombre santo, hoy caminaba diez veces más orgulloso en el cortejo de una procesión casi real, con un puesto reconocido bajo el patronazgo de una vieja dama de maneras encantadoras y recursos infinitos. Los hombres de la escolta, con las cabezas cubiertas a la manera nativa, se situaron a ambos lados del carro, arrastrando los pies y levantando enormes nubes de polvo.

El lama y Kim caminaban un poco a un lado; Kim mascando su palo de caña de azúcar y no cediendo el paso a nadie por debajo del estatus de un sacerdote. Podían oír la lengua de la vieja dama chasquear tan regularmente como una descascarilladora de arroz. La anciana pidió a su escolta que le contara lo que estaba sucediendo en la carretera y, tan pronto como estuvieron lejos del

parao, abrió las cortinas para atisbar con el velo cubriendo sólo un tercio de su rostro. Sus hombres no la miraban a los ojos directamente cuando ella les dirigía la palabra y así se respetaban más o menos las formas.

Un superintendente de policía del distrito, un inglés de piel cetrina e impecablemente uniformado, pasó al lado montando un caballo fatigado y, viendo por el séquito qué tipo de persona era, la provocó.

—Oh madre —gritó—, ¿se hace así en las zenanas[72]? Supón que un inglés pasara por aquí y viera que no tienes nariz.

—¿Qué? —respondió ella chillando—. ¿Que tu propia madre no tiene nariz? ¿Y entonces por qué pregonarlo a los cuatro vientos?

Fue una buena réplica. El inglés alzó la mano con el gesto de un contrincante tocado en un encuentro de espadas. Ella se rio y asintió.

—¿Es este un rostro para tentar a la virtud? —La anciana retiró el velo por completo y se le quedó mirando.

El rostro no tenía nada de bello, pero al recoger las riendas el hombre la llamó Luna del Paraíso, Molestadora de la Integridad y otros epítetos hiperbólicos que la hicieron retorcerse de risa.

—Este es un

nut-cut (granuja) —dijo—. Todos los alguaciles de policía son unos

nut-cuts, pero los policía

wallahs[73] son los peores.

Hai, hijo mío, no has podido aprender todo eso desde que viniste de

Belait (Europa). ¿Quién te amamantó?

—Una pahareen, una montañesa de Dalhousie, madre mía. Protege tu belleza bajo una sombra, oh Dispensadora de Delicias —y se alejó.

—Este es el tipo de gente —adoptó un tono de fina crítica y llenó su boca de

pan—. Este es del tipo de gente que debe velar por la justicia. Conocen la tierra y sus costumbres. Los otros, los recién llegados de Europa, amamantados por mujeres blancas y habiendo aprendido nuestras lenguas sólo con los libros, son peores que la peste. Perjudican a los reyes. —Luego contó a todo el que quisiera escucharla una larga larga historia sobre un policía joven e ignorante que había molestado a algún pequeño rajá de las montañas, primo suyo en noveno grado, a causa de un asunto trivial de tierras, concluyendo con una cita de un libro no catalogado como piadoso.

Luego cambió de humor y ordenó a uno de su escolta que le preguntara al lama si querría caminar a su lado y discutir asuntos de religión. Así que Kim se quedó en la retaguardia polvorienta y volvió a su caña de azúcar. Durante una hora o más el gorro del lama se divisaba como una luna a través de la bruma; y por lo que él podía oír, Kim comprendió que la vieja señora lloraba. Uno de los uryas se medio disculpó por su grosería de la noche anterior, diciendo que nunca había visto a su señora con un temperamento tan suave y lo achacaba a la presencia del extraño sacerdote. Personalmente, él creía en los brahmanes, a pesar de que, como todos los nativos, era muy consciente de su astucia y avaricia. Sin embargo, cuando los brahmanes irritaron con sus pesadas peticiones a la madre de la esposa de su amo y cuando ella les despidió con cajas destempladas, motivo por el cual ellos maldijeron a todo el séquito (lo que, a su vez, había sido la verdadera causa de que el segundo buey del frente izquierda quedara lisiado y de que la noche anterior una de las varas se rompiera), en ese momento, él estuvo dispuesto a aceptar cualquier sacerdote de cualquier otra secta de dentro o fuera de la India. Kim se mostró de acuerdo con sabios asentimientos de cabeza y pidió al urya que se fijara en que el lama no aceptaba dinero y que el coste de su comida y el de la de Kim sería devuelto cien veces con la buena suerte que aguardaba a la caravana de ahí en adelante. Le contó también historias de la ciudad de Lahore y cantó una canción o dos que hicieron reír a toda la escolta. Como un ratón de ciudad bien familiarizado con las últimas canciones de los compositores más conocidos, la mayoría mujeres, Kim tenía una singular ventaja sobre los hombres de un pequeño pueblo de frutales más allá de Saharunpore, pero dejó que fueran ellos los que lo dedujeran por sí mismos.

Al mediodía se desviaron a un lado del camino para comer y la comida fue buena, abundante y bien servida en platos de hojas limpias, como debía ser, lejos del torbellino de polvo. Dieron las sobras a algunos pedigüeños para que se cumplieran todos los requisitos y se sentaron para fumar cómoda y largamente. La vieja dama se había retirado detrás de las cortinas, pero tomaba parte libremente en la conversación; sus sirvientes discutían con ella y la contradecían, como todos los sirvientes hacen en Oriente. Comparaba el frío y los pinos de las montañas de Kangra y de Kulu con el polvo y los mangos del sur; contó una historia de algunos dioses locales en los confines de los territorios de su marido, maldijo categóricamente el tabaco que estaba fumando en ese momento, despellejó a todos los brahmanes y especuló sin reservas con la llegada de muchos nietos.

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