Kim

Kim


Capítulo 6

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sahib ya lo hemos olvidado. Envío tantas cartas y mensajes a gente que quiere saber sobre caballos que no puedo acordarme bien de todos. ¿Era el asunto de una yegua zaina sobre la que el

sahib Peter quería saber su pedigrí?

Kim vio la trampa al momento. Si hubiera dicho «yegua zaina», Mahbub hubiera sabido por esa prontitud a aceptar la corrección que el chico sospechaba algo. Por ello, Kim replicó:

—No, no una yegua zaina.

Yo no olvido mis mensajes tan rápido. Era un semental blanco.

—Sí, eso era. Un semental blanco árabe. Pero tú me escribiste «yegua zaina».

—¿Quién se molesta en contarle la verdad a un escribiente? —contestó Kim, sintiendo la mano de Mahbub sobre su corazón.

—¡Hi! Mahbub, viejo truhán, ¡detente! —gritó una voz y un inglés galopó hasta ellos en un pequeño poni de polo—. Te he perseguido por medio país. Ese kabuli tuyo puede galopar. Está a la venta, supongo.

—Tengo un ejemplar joven que está al llegar, hecho en el cielo para el delicado y difícil juego de polo. No tiene igual. Él…

—Juega al polo y te sirve a la mesa. Sí. Ya lo conocemos. ¿Qué rayos tienes ahí?

—Un chico —dijo Mahbub con gravedad—. Estaba siendo golpeado por otro. Su padre fue una vez un soldado blanco en la gran guerra. Creció en la ciudad de Lahore. Jugaba con mis caballos cuando era pequeño. Ahora creo que van a hacer de él un soldado. Ha sido atrapado hace poco por el regimiento de su padre que fue enviado a la guerra la semana pasada. Pero no creo que quiera ser soldado. Le estoy dando una vuelta. Dime dónde está tu barracón y te dejaré allí.

—Déjame ir. Puedo encontrar los barracones solo.

—¿Y si te escapas, quién dirá que no fue por mi culpa?

—Regresará para la comida. ¿A dónde podría escaparse? —preguntó el inglés.

—Nació en el campo. Tiene amigos. Va donde le apetece. Es un

chabuk sawai (un chico astuto). Sólo necesita cambiarse de ropa y en un abrir y cerrar de ojos se convertirá en un chico hindú de casta baja.

—¡Vaya si lo haría! —El inglés miró al chico con ojo crítico mientras Mahbub se encaminaba hacia las barracas. Kim apretó los dientes. Mahbub, ese afgano desleal, se estaba burlando de él, porque prosiguió:

—Le enviarán a una escuela y le calzarán botas pesadas y le embutirán en esos ropajes. Luego olvidará todo lo que sabe. Ahora a ver, ¿cuál de los barracones es el tuyo?

Kim señaló, pues no le salían las palabras, hacia el ala del padre Víctor, un barracón de un blanco resplandeciente, allí cerca.

—Quizás sea un buen soldado —dijo Mahbub reflexionando—. Será un buen ordenanza, por lo menos. Una vez le envié a entregar un mensaje desde Lahore. Un mensaje concerniente al pedigrí de un semental blanco.

Era un insulto mortal sobre una afrenta aún más mortal y el

sahib a quien él había dado con tanta astucia la carta que provocó la guerra lo oyó todo. En su imaginación Kim veía a Mahbub Ali abrasándose en las llamas por su traición, pero con los ojos todo lo que vio fue una serie larga y gris de barracones, escuelas y más barracones. Miró implorante a la cara de rasgos bien definidos en la que no había signos de reconocimiento, pero incluso en ese momento de apuro, a Kim nunca se le ocurrió solicitar la piedad del hombre blanco o denunciar al afgano. Y Mahbub miraba deliberadamente al inglés, quien miraba igual de deliberadamente a Kim, que temblaba y sentía la lengua paralizada.

—Mi caballo está bien entrenado —dijo el tratante—. Otros hubieran coceado,

sahib.

—Ah —dijo el inglés al fin, frotando la cruz húmeda del poni con el puño del látigo—. ¿Quién va a hacer del chico un soldado?

—Dice que el regimiento que le encontró y especialmente el padre

sahib del regimiento.

—¡Ahí está el padre! —dijo Kim con la garganta atenazada cuando el padre Víctor sin sombrero se encaminó hacia ellos por la veranda.

—¡Por los poderes de las tinieblas de abajo, O’Hara! ¿Cuántos amigos de toda especie tienes en Asia? —gritó, mientras Kim se deslizaba del caballo y se quedaba de pie impotente ante él.

—Buenos días, padre —dijo el inglés con alegría—. Le conozco bien por su reputación. Quería haber venido a visitarle antes. Soy Creighton.

—¿Del Departamento Etnológico? —preguntó el padre Víctor. El inglés asintió—. Por mi fe, me alegro de conocerle entonces y le doy las gracias por traer de nuevo al chico.

—No me dé las gracias a mí, padre. Además, el chico no se iba a escapar. Usted no conoce al viejo Mahbub Ali. —El tratante de caballos estaba sentado impasible al sol—. Le conocerá cuando haya estado un mes en el puesto. Él nos vende todos nuestros carcamales. Este chico es más bien una rareza. ¿Puede contarme algo sobre él?

—¿Contarle? —resopló el padre Víctor—. Quizás sea usted el único que pueda ayudarme en mi dilema. ¡Contarle! Poderes de las tinieblas, ¡estoy explotando por hablar con alguien que entienda algo sobre los nativos!

Un mozo de cuadras apareció por la esquina. El coronel Creighton alzó la voz, hablando en urdu.

—Muy bien, Mahbub Ali, ¿pero qué sentido tiene contarme a mí todas esas historias sobre el poni? No voy a dar ni una paisa más allá de trescientas cincuenta rupias.

—El

sahib está un poco acalorado y está enfadado después de cabalgar —replicó el tratante de caballos, con la sonrisa irónica de un bufón privilegiado—. Enseguida verá las cualidades de mi caballo más claramente. Aguardaré hasta que haya acabado su charla con el padre. Le esperaré bajo ese árbol.

—¡Que el diablo te confunda! —rio el coronel—. Eso me pasa por mirar a uno de los caballos de Mahbub. Es una vieja sanguijuela, padre. Espera entonces, si tienes tanto tiempo libre, Mahbub. Ahora estoy a su servicio, padre. ¿Dónde está el chico? Oh, se ha ido a conferenciar con Mahbub. Un muchacho de una clase poco común. ¿Podría mandar que pongan mi yegua a cubierto?

El coronel se dejó caer en una silla desde la cual podía observar con claridad a Kim y a Mahbub Ali debatiendo bajo el árbol. El padre entró a buscar unos cigarros.

Creighton oyó decir a Kim con amargura:

—Confía en un brahmán antes que en una serpiente y en una serpiente antes que en una ramera y en una ramera antes que en un pastún[89], Mahbub Ali.

—Todo uno —respondió el grandullón de barba roja moviéndose con empaque—. Los niños no deberían ver una alfombra en el tejedor hasta que el diseño no esté claro. Créeme, Amigo de todo el Mundo, te hago un gran servicio. No harán un soldado de ti.

—¡Viejo pecador astuto! —pensó Creighton—. Pero no vas descaminado. Este chico no debe desperdiciarse si es como cuentan.

—Discúlpeme medio minuto —gritó el padre desde dentro—, pero estoy cogiendo los documentos del caso.

—Si a través de mí llegas al favor de ese audaz y sabio coronel

sahib y eres elevado a honores, ¿qué gracias le darás a Mahbub Ali cuando seas un hombre?

—¡Nay, nay! Te pedí por favor que me dejaras coger el camino de nuevo, donde estaría seguro, y me has vendido de vuelta al inglés. ¿Cuánto dinero maldito te pagarán?

—¡Un diablete joven y simpático! —El coronel mordió su cigarro y se giró educadamente hacia el padre Víctor.

—¿Qué son esas cartas que el sacerdote gordo agita ante el coronel? ¡Quédate detrás del semental como si miraras a mi brida! —dijo Mahbub Ali.

—Una carta de mi lama que escribió desde la carretera de Jagadhir, diciendo que pagará trescientas rupias al año por mi colegio.

—¡Oho! ¿Es el viejo Gorro Rojo de esa clase? ¿Qué colegio?

—Dios sabe. Creo que en Nucklao.

—Sí. Allí hay un gran colegio para los hijos de los

sahibs… y medio

sahibs. Lo vi cuando vendí allí caballos. ¿Así que el lama quiere también al Amigo de todo el Mundo?

—Sí, y

él no cuenta mentiras o me devuelve a la prisión.

—No me extraña que el sacerdote no sepa cómo deshacer la madeja. ¡Qué rápido habla con el coronel

sahib! —Mahbub Ali se rio para sí—. ¡Por Alá! —sus ojos penetrantes se pasearon un instante por la veranda— tu lama ha enviado lo que me parece un pagaré. He hecho algunos tratos con

hoondis. El coronel

sahib está examinándolo.

—¿Qué me importa? —dijo Kim con cansancio—. Tú te irás y a mí me mandarán de vuelta a esas habitaciones vacías donde no hay ningún sitio bueno para dormir y donde los chicos me pegan.

—No lo creo. Ten paciencia, chico. Los pastunes son desleales sólo cuando se trata de caballos.

Pasaron cinco, diez, quince minutos, el padre Víctor hablaba con decisión o bien hacía preguntas a las que el coronel contestaba.

—Ahora le he contado todo lo que sé sobre el chico, de principio a fin; y es un bendito desahogo para mí. ¿Ha oído alguna vez algo parecido?

—De cualquier manera, el viejo ha enviado el dinero. Los pagarés del Gobind Sahai son válidos de aquí a China —dijo el coronel—. Cuanto más se conoce a los nativos menos se puede decir lo que harán o no harán.

—Es consolador saberlo de la parte del jefe del Departamento Etnológico. Es esta mezcla de toros rojos y ríos de curación (pobre pagano, ¡Dios le ayude!) y pagarés y certificados masónicos. ¿Es usted masón por casualidad?

—Por Júpiter que lo soy, ahora que lo pienso. Esa es otra razón más —dijo el coronel distraído.

—Me alegra que vea una razón en ello. Pero como le decía, es la mezcla de circunstancias lo que me supera. Y su profecía a nuestro coronel, sentado en mi catre, con la camisa abierta mostrando su piel blanca; ¡y la profecía que se cumple! En San Javier curarán todo este sinsentido, ¿eh?

—Rocíele con agua bendita —rio el coronel.

—Palabra de honor que a veces pienso que debería hacerlo. Pero espero que sea educado como un buen católico. Lo que me preocupa es qué sucederá si el viejo mendigo…

—Lama, lama, querido señor; algunos de ellos son caballeros en su tierra.

—El lama, entonces, deja de pagar el año próximo. Tiene una buena cabeza de negocios para planificar en el momento, pero algún día se morirá. Y coger dinero de un pagano para darle al chico una educación cristiana…

—Pero él dijo explícitamente lo que quería. Tan pronto como había sabido que el chico era blanco, parece haber tomado sus disposiciones de acuerdo con ello. Daría la paga de un mes por oír cómo explicó todo esto en el templo de los Tirthankaras en Benarés. Mire, padre, no pretendo saber mucho sobre nativos, pero si dice que pagará, pagará, vivo o muerto. Quiero decir, sus herederos asumirán la deuda. El consejo que le doy es: Envíe al chico a Lucknow. Si su capellán anglicano piensa que le ha hecho una jugarreta…

—¡Mala suerte para Bennett! Fue enviado al frente en mi lugar. Doughty certificó mi incapacidad médica. ¡Excomulgaré a Doughty si regresa sano y salvo! Seguramente Bennett debería contentarse con…

—La fama, y la religión que se la deje a usted. ¡Exacto! De hecho, no creo que a Bennett le importe. Écheme a mí la culpa. Yo… er… recomiendo encarecidamente enviar al chico a San Javier. Puede ir allí en calidad de huérfano de soldado, así se ahorra el importe del tren. Puede comprarle alguna ropa con la suscripción del regimiento. La Logia se ahorrará los gastos de su educación y esto les pondrá de buen humor. Es muy fácil. Iré a Lucknow la próxima semana. Cuidaré del chico por el camino… le pondré al cuidado de mis sirvientes y demás.

—Es usted un buen hombre.

—En absoluto. No cometa ese error. El lama nos ha enviado dinero para un fin concreto. No sería decente devolverlo. Tendremos que hacer como él dice. Bien, queda pues solucionado ¿no? ¿Digamos que el próximo martes me entregará al chico cuando salga el tren nocturno para el sur? No puede hacer muchas trastadas en tres días.

—Me quita un peso de encima, pero ¿esto de aquí? —agitó el pagaré—. No conozco a Gobind Sahai ni a su banco, que puede ser un simple agujero en la pared.

—Se ve que

usted nunca ha sido un subalterno con deudas. Lo haré efectivo si quiere y le enviaré los comprobantes, todo en el debido orden.

—¡Pero encima de todo el trabajo que tiene! Sería pedir…

—No es ningún problema, de veras. Mire, como etnólogo el asunto me resulta muy interesante. Me gustaría escribir algunas observaciones sobre ello para un trabajo gubernamental que estoy elaborando. La transformación de una insignia de regimiento, como su toro rojo, en una especie de fetiche al que el chico sigue es muy interesante.

—Nunca podré agradecérselo lo suficiente.

—Hay una cosa que puede hacer. Todos nosotros, los etnólogos, somos tan celosos como las urracas en lo que respecta a los descubrimientos del otro. No son de interés para nadie excepto para nosotros, por supuesto, pero ya sabe cómo son los coleccionistas de libros. Bien, no diga una palabra, directa o indirectamente, sobre la parte asiática de la personalidad del chico, sus aventuras, su profecía y lo demás. Se lo sonsacaré al muchacho más tarde y… ¿entiende?

—Entiendo. Escribirá un estupendo informe con ello. No diré una palabra a nadie hasta que no lo vea impreso.

—Gracias. Eso va directo al corazón de un etnólogo. Bien, debo volver para mi desayuno. ¡Cielos! ¿El viejo Mahbub aún está ahí? —Creighton alzó la voz y el tratante de caballos salió de la sombra bajo el árbol—. Bien ¿qué pasa ahora?

—En lo que concierne a ese joven caballo —dijo Mahbub—, digo que cuando un potro nace para ser un poni de polo y sigue la pelota de cerca sin entrenamiento alguno, cuando un potro así conoce el juego por instinto, ¡entonces digo que es una gran equivocación hacerle tirar de un carro pesado,

sahib!

—Eso digo yo también Mahbub. El potro será usado sólo para el polo. (Estos tipos no piensan en otra cosa en el mundo más que en caballos, padre). Te veré mañana, Mahbub, si tienes algo que se pueda vender.

El tratante saludó a la manera de un jinete, con un amplio movimiento de la mano derecha.

—Ten un poco de paciencia, Amigo de todo el Mundo —murmuró a un Kim desesperado—. Tu fortuna está echada. En poco tiempo irás a Nucklao y… aquí tienes algo para pagar al escribiente. Te veré otra vez, creo que muchas veces —y se fue carretera abajo a medio galope.

—Escúchame —dijo el coronel desde la veranda, hablando en la lengua nativa—. En tres días vendrás conmigo a Lucknow, y verás y oirás cosas nuevas todo el tiempo. Así que siéntate tranquilo durante tres días y no te escapes. Irás a la escuela en Lucknow.

—¿Veré allí a mi santo? —gimoteó Kim.

—Al menos Lucknow está más cerca de Benarés que Ambala. Puede ser que vayas bajo mi protección. Mahbub Ali lo sabe y se enfadará si vuelves al camino ahora. Recuerda, me han contado muchas cosas que no olvido.

—Esperaré —dijo Kim—, pero los chicos me pegarán.

En ese momento los clarines tocaron para el rancho.

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