Kim

Kim


Capítulo 7

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La escuela estaba vacía; casi todos los profesores se habían ido; tenía en la mano el billete de tren del coronel Creighton y Kim se hinchó de orgullo por no haber gastado el dinero del coronel ni el de Mahbub en una vida desenfrenada. Era todavía dueño de dos rupias y siete annas. Su nuevo baúl de cuero, marcado con sus iniciales «K. O’H» y el rollo de ropa de cama estaban en el dormitorio vacío.

—Los

sahibs están siempre atados a sus equipajes —dijo Kim, haciendo una indicación con la cabeza hacia sus cosas—. Os quedaréis aquí.

Salió bajo la lluvia cálida, sonriendo con decisión y buscó una cierta casa en cuya fachada se había fijado hacía algún tiempo…

—¡Arré! ¿No conoces qué tipo de mujeres viven en este barrio? ¡Oh, qué vergüenza!

—¿Crees que nací ayer? —Kim se acuclilló a la manera nativa sobre los cojines de la habitación del piso superior—. Un poco de tinte y tres yardas de tela para ayudar en una broma. ¿Es mucho pedir?

—¿Quién es

ella? Siendo un

sahib, eres muy joven para tal diablura.

—¡Oh! ¿Ella? Es la hija de un maestro de un regimiento del acantonamiento. El padre me golpeó dos veces porque salté sobre su muro con estas ropas. Ahora iré como el chico del jardinero. Los viejos son muy celosos.

—Eso es cierto. Quédate con la cara quieta mientras te unto el jugo.

—No demasiado negro,

Naikan[96]. No quiero aparecer ante de ella como un

hubshi (negro).

—Oh, al amor no le importan estas cosas. ¿Y qué edad tiene?

—Doce años, creo —replicó con descaro—. Extiéndelo por el pecho. Puede ser que su padre me arranque las ropas y si resulto de otro color… —se rio.

La chica trabajó con afán, empapando un trozo de paño en un pequeño plato de tinte marrón que duraba más que cualquier jugo de nuez.

—Ahora ve y consígueme una tela para el turbante. Pobre de mí, ¡mi cabeza está sin rapar! Y, seguramente, él me tirará el turbante.

—No soy un barbero, pero te haré un apaño. ¡Has nacido para ser un Rompedor de Corazones! ¿Todo este disfraz para una noche? Recuérdalo, este tinte no se quita con agua. —Se retorció de risa haciendo tintinear sus brazaletes y las pulseras del tobillo—. ¿Pero quién me va a pagar por esto? Huneefa misma no podría haberte dado un tinte mejor.

—Confía en los dioses, hermana —dijo Kim con seriedad, haciendo toda clase de muecas mientras el color secaba—. Además, ¿has ayudado alguna vez a pintar así a un

sahib?

—Nunca en verdad. Pero una broma no es dinero.

—Es más valiosa.

—Jovencito, eres, sin discusión, el más desvergonzado hijo de

shaitan[97] que he conocido, hacerle perder el tiempo a una pobre chica con este juego, y luego decir: «¿No basta con la broma?». Llegarás muy lejos en esta vida. —Y, burlándose, le hizo el saludo de las bailarinas.

—Todo uno. Apúrate y córtame el pelo de cualquier manera. —Kim se balanceaba sobre los pies, con los ojos brillantes de regocijo mientras pensaba en los maravillosos días que le esperaban. Le dio a la chica cuatro annas y corrió escaleras abajo con la apariencia de un chico hindú de casta baja, perfecto en cada detalle. Su siguiente parada fue un puesto de comida donde se dio un extravagante atracón de delicias grasientas.

En el andén de la estación de Lucknow, observó al joven De Castro, cubierto de granos a causa del calor, entrar en un compartimento de segunda. Kim agració con su presencia uno de tercera, convirtiéndose en alma y vida del compartimento. Explicó a la compañía que era el ayudante de un juglar, este le había abandonado enfermo con fiebre y ahora iba a reunirse con su maestro en Ambala. Cuando los ocupantes del compartimento cambiaban, Kim variaba esa historia o la adornaba con todos los brotes de una imaginación floreciente, tanto más desenfrenada por haber estado privada largo tiempo de la lengua nativa. Esa noche no había en toda la India ser humano más feliz que Kim. En Ambala se bajó del tren y se dirigió hacia el este, chapoteando sobre los campos encharcados en dirección al pueblo donde el viejo soldado vivía.

En esos momentos avisaban desde Lucknow al coronel Creighton en Simia de que el joven O’Hara había desaparecido. Mahbub Ali estaba en la ciudad vendiendo caballos y el coronel le confió el asunto una mañana galopando suavemente alrededor de la pista de carreras de Annandale.

—Oh, eso no es nada —dijo el tratante—. Los hombres son como caballos. En ciertos momentos necesitan sal y si esa sal no está en los pesebres, la lamerán de la tierra. Kim ha regresado de nuevo al camino por un tiempo. La madraza le aburría. Sabía que lo haría. La próxima vez, le llevaré yo mismo al camino. No se preocupe

sahib Creighton. Es como si un poni de polo se libera y corre a aprender el juego solo.

—Entonces ¿no crees que esté muerto?

—La fiebre puede matarlo. De lo contrario, no temo por el chico. Un mono no se cae de los árboles.

A la mañana siguiente, en la misma carrera, el semental de Mahbub se situó al mismo nivel que el del coronel.

—Tal como creía —dijo el tratante—. Al menos ha pasado por Ambala y desde allí me ha escrito una carta después de oír en el bazar que yo estaba aquí.

—Léemela —dijo el coronel con un suspiro de alivio. Era absurdo que un hombre de su posición se interesara por un pequeño vagabundo de esa tierra; pero el coronel recordaba la conversación en el tren y en los últimos meses se había sorprendido a sí mismo pensando a menudo en ese chico raro, silencioso y aplomado. Desde luego su evasión era el colmo de la insolencia, pero requería tener recursos y temple.

Los ojos de Mahbub chispeaban mientras, tirando de las riendas, se dirigía al centro de la pequeña y estrecha planicie donde nadie podía acercarse sin ser visto.

«El Amigo de las Estrellas, que es el Amigo de todo el Mundo».

—¿Qué es eso?

—Un nombre que le damos en la ciudad de Lahore.

«El Amigo de todo el Mundo se toma un permiso para coger su propio camino. Volverá el día acordado. Haz recoger el baúl y la ropa de cama y si hace falta, que la Mano de la Amistad aparte el Látigo de la Calamidad». Hay todavía un poco más, pero…

—Sin peros, lee.

«Algunas cosas son desconocidas para aquellos que comen con tenedores. Es mejor comer con las dos manos por un tiempo. Diles palabras suaves a aquellos que no entiendan esto, para que la vuelta sea en paz». Veamos, la manera en la que esto está expresado es, naturalmente, obra del escribiente, pero ¡fíjese con qué sabiduría el chico ha presentado el asunto para no dar ninguna pista excepto a aquellos que están en el secreto!

—¿Es esta la mano de la Amistad que evitará el Látigo de la Calamidad? —rio el coronel.

—Mire qué listo es el chico. Volvió de nuevo al camino, como dije. Sin saber aún su cometido…

—No estoy muy seguro de ello —murmuró el coronel.

—Se dirigió a mí para que arregle las cosas. ¿No es inteligente? Dice que volverá. Sólo está perfeccionando sus conocimientos. ¡Piénselo,

sahib! Ha estado tres meses en la escuela. Y su boca no está acostumbrada a esa brida. Por mi parte, me alegro. El poni aprende el juego.

—Sí, pero la próxima vez no debe ir solo.

—¿Por qué? Iba solo antes de que pasara bajo la protección del

sahib coronel. Cuando entre en el Gran Juego[98], tendrá que ir solo, solo y con peligro de su cabeza. Si

entonces escupe, o estornuda, o se sienta de forma diferente a la gente a la que está vigilando, puede ser asesinado. ¿Por qué impedírselo ahora? Recuerde lo que dicen los persas: el chacal que vive en la espesura de Mazanderan sólo puede ser atrapado por los perros de Mazanderan.

—Cierto. Es verdad, Mahbub Ali. Y si no le sucede nada malo, no deseo cosa mejor. Pero es una gran insolencia de su parte.

—Incluso a mí no me dice hacia dónde va —dijo Mahbub—. No tiene un pelo de tonto. Cuando su tiempo se agote, vendrá a mí. Es hora de que el curador de perlas se ocupe de él. Kim madura demasiado deprisa, a juicio de los

sahibs.

Un mes más tarde esta predicción se cumplió al pie de la letra. Mahbub había ido a Ambala para subir una partida nueva de caballos y cuando cabalgaba por el camino de Kalka al anochecer, Kim le salió al encuentro y le pidió una limosna, recibió un juramento y replicó en inglés. No había nadie cerca que oyera la exclamación de sorpresa de Mahbub.

—¡Oho! ¿Y dónde has estado?

—Arriba y abajo, abajo y arriba.

—Ven bajo un árbol, lejos de la humedad y cuenta.

—Estuve un tiempo con un viejo hombre cerca de Ambala; después con una familia de conocidos en Ambala. Con uno de ellos viajé hacia el sur hasta Delhi. Esa es una ciudad maravillosa. Luego conduje un buey para un

teli (un comerciante de aceite) que iba al norte; pero oí hablar de una gran fiesta en Patiala y allí me fui en compañía de un fabricante de fuegos artificiales. Fue una gran fiesta (Kim se frotó el estómago). Vi a rajás y a elefantes con adornos de oro y plata; y encendieron todos los fuegos al mismo tiempo, por culpa de eso murieron once hombres, entre ellos mi fabricante, yo volé por los aires a través de una tienda, pero no fui herido. Luego volví al

rêl con un jinete sij, a quien hice de mozo de cuadra para ganarme el pan; y así llegué aquí.

¡Shabash! —dijo Mahbub Ali.

—¿Pero qué dijo el

sahib coronel? No quiero que me peguen.

—La Mano de la Amistad ha evitado el Látigo de la Calamidad; pero, otra vez, cuando te eches al camino, será conmigo. Es demasiado pronto.

—Para mí, bastante tarde. En la madraza he aprendido un poco a leer y a escribir en inglés. Pronto seré un

sahib.

—¡Oídle! —rio Mahbub, mirando a la pequeña figura mojada bailando en la lluvia—.

Salaam, sahib —y saludó con ironía—. Bien, ¿estás cansado del camino, o vendrás a Ambala conmigo y trabajarás de nuevo con los caballos?

—Iré contigo, Mahbub Ali.

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