Kim

Kim


Capítulo 10

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Vuestro halcón pasa demasiado tiempo sin volar, señor. No es un halcón niego

Voló y cazó durante mucho tiempo antes de que le atrapáramos

En el aire, peligrosamente libre. ¡A fe mía! Si fuera mío

(Como mío es el guante sobre el que descansa)

Le haría volar con un halcón experto. Está listo para la caza.

Bien plumado, acostumbrado a la gente y bien fogueado

Dadle el firmamento para el que Dios le creó,

¿Y quién podrá alcanzarle por el aire?

El

sahib Lurgan no usaba un lenguaje tan directo, pero su consejo coincidía con el de Mahbub; y el resultado fue provechoso para Kim. A partir de ese momento, este se guardó de dejar la ciudad de Lucknow disfrazado de nativo y si Mahbub estaba en algún punto al alcance de un correo, se dirigía al campamento de Mahbub y realizaba la transformación bajo los ojos atentos del pastún. Si la pequeña caja de pinturas para la topografía, que usaba para colorear los mapas durante el curso, tuviera lengua para contar las andanzas de las vacaciones, Kim habría sido expulsado de San Javier. Una vez, Mahbub y él fueron juntos hasta la bella ciudad de Bombay, con tres furgones llenos de caballos para el tranvía, y Mahbub casi se ablanda cuando Kim le propuso navegar en un

dhow[117] a través del océano índico para comprar caballos árabes en el golfo Pérsico, los cuales, según había oído de un gorrón que acompañaba al tratante Abdul Rahman, lograban mejores precios que los simples kabulis.

Mojó su mano en la misma fuente que ese gran tratante cuando Mahbub y unos pocos correligionarios fueron invitados a una gran cena

haj[118]. Volvieron a Karachi por mar, ahí, en la escotilla de proa de un vapor costero, Kim vivió su primera experiencia de un mareo, persuadido por completo de que había sido envenenado. La famosa caja de medicinas del babu resultó inútil, aunque Kim la había rellenado en Bombay. Mahbub tenía negocios en Quetta, y allí, como él mismo reconoció, Kim se ganó su sustento, y quizás un poco más, al pasar cuatro extraños días como pinche de cocina en casa de un sargento gordo del comisariado, de cuyo armario de oficina sacó, en un momento apropiado, un pequeño cuaderno de contabilidad, encuadernado en vitela, que copió —parecía tratar enteramente de las ventas de ganado y camellos— a la luz de la luna, echado detrás de un cobertizo durante toda una calurosa noche. Luego devolvió el libro a su sitio y, siguiendo las instrucciones de Mahbub, abandonó el trabajo sin cobrar, reuniéndose con él en el camino, a seis millas de distancia, llevando la copia limpia en su pecho.

—Ese soldado es un pez pequeño —explicó Mahbub Ali—, pero a su tiempo cogeremos al más grande. Este sólo vende bueyes a dos precios, uno para sí mismo y el otro para el Gobierno, lo cual no considero un pecado.

—¿Por qué no podía quitarle el pequeño cuaderno y asunto resuelto?

—Porque entonces él se hubiera asustado y se lo hubiera dicho a su patrón. De esa forma hubiéramos perdido, quizás, una gran cantidad de rifles nuevos que se mueven de Quetta al norte. El Juego es tan grande que uno sólo ve un poco de cada vez.

—¡Oho! —dijo Kim, pero se contuvo. Eso fue durante las vacaciones de los monzones, después de que ganara el premio de matemáticas. Las fiestas de Navidad las pasó, exceptuando diez días para diversiones privadas, con el

sahib Lurgan, donde se sentó la mayor parte del tiempo delante de un fuego crepitante —ese año, el camino del Jakko estaba cubierto por cuatro pies de nieve—; y, como el pequeño hindú se había ido para casarse, Kim ayudó a Lurgan a ensartar las perlas. Este le enseñó de memoria capítulos enteros del Corán hasta que pudo decirlos con la vibración y la cadencia de un mulá. Además, le dijo a Kim los nombres y propiedades de muchas medicinas nativas, así como las runas[119] adecuadas para recitar cuando son administradas. Y por las noches escribió encantamientos en un pergamino, elaborados pentagramas coronados con nombres de demonios, Murra y Awan el Compañero de los Reyes, todos escritos con intrincados caracteres en las esquinas. Muy prácticos fueron los consejos que le dio a Kim sobre cómo cuidar de su propio cuerpo, cómo curar los ataques de fiebre y algunos remedios sencillos para el camino. Una semana antes de regresar, el

sahib coronel Creighton —menuda injusticia— le envió a Kim un examen escrito que trataba íntegramente de varas de longitud, cadenas, limbos y ángulos.

Durante las vacaciones siguientes se fue de viaje con Mahbub y ahí, dicho sea de paso, poco le faltó para morirse de sed, montado en un camello y cabalgando penosamente a través de las dunas hacia la misteriosa ciudad de Bikaner, donde los pozos están a cuatrocientos pies de profundidad y ribeteados con huesos de camello.

Desde el punto de vista de Kim, no fue un viaje de placer porque, a pesar del contrato, el coronel le había encargado hacer un mapa de esa ciudad amurallada y salvaje y puesto que no se supone que los mozos de cuadra musulmanes y encargados de las pipas, carguen con cadenas de medición por la capital de un Estado nativo independiente, Kim estaba obligado a medir a pasos todas las distancias con la ayuda de las cuentas de un rosario. Usaba la brújula para orientarse cuando se presentaba la ocasión —sobre todo cuando la noche ya había caído y los camellos habían sido alimentados— y, con la ayuda de su pequeña caja de pintura con seis colores y tres pinceles, consiguió dibujar algo no demasiado diferente de la ciudad de Jaisalmer. Mahbub se rio con ganas y le aconsejó escribir también un informe; y, en las páginas de atrás de un gran libro de contabilidad que estaba bajo la tapa de la silla de montar favorita de Mahbub, Kim se puso manos a la obra.

—Tiene que reflejar todo lo que has visto, tocado o considerado. Escribe como si el

sahib Jang-i-Lat mismo hubiera venido en secreto con un vasto ejército preparado para iniciar una guerra.

—¿De qué tamaño el ejército?

—Oh, medio

lakh[120] de hombres.

—¡Qué locura! Recuerda qué pocos y qué malos eran los pozos en las arenas. Ni mil hombres sedientos podrían acercarse por aquí.

—Pues escríbelo, y también sobre todas las viejas brechas en las murallas, y dónde se corta la leña, y cuál es el temperamento y la disposición del rey. Yo me quedo aquí hasta que venda todos mis caballos. Alquilaré una habitación al lado de la puerta de la ciudad y tú serás mi contable. Hay un buen cerrojo en la puerta.

El informe en la inconfundible caligrafía cursiva de San Javier y el mapa pintarrajeado de marrón, amarillo y púrpura estaba disponible hasta hace unos pocos años (un oficinista descuidado lo archivó junto con un borrador de las anotaciones de E.23 sobre su segunda misión en Sistán), pero entretanto los caracteres a pincel tienen que ser ya casi ilegibles. Al segundo día en su viaje de regreso, Kim se lo tradujo a Mahbub sudando bajo la luz de una lámpara de aceite. El pastún se levantó y se inclinó sobre sus alforjas salpicadas de manchas.

—Sabía que valdría la pena un traje de honor, así que encargué uno —dijo sonriendo—. Si yo fuera el emir de Afganistán (y algún día puede ser que le veamos), llenaría tu boca de oro. —Mahbub colocó las prendas con ceremonia a los pies de Kim. Había un casquete para un turbante al estilo de Peshawar, en forma de cono, bordado en oro y una gran tela de turbante que acababa en flecos de oro. Había un chaleco bordado de Delhi para poner encima de una camisa blanca como la leche, que se abrochaba a la derecha, amplia y ligera; un pantalón tipo pijama, de color verde, que se ataba con un cordón de seda trenzada; y para que nada faltara, babuchas de cuero ruso que olían divinamente, con las puntas rizadas con arrogancia.

—Ponerse ropa nueva un miércoles por la mañana es de buen agüero —dijo Mahbub con solemnidad—. Pero no debemos olvidar a la gente malvada de este mundo. ¡Por eso!

Coronó toda esa magnificencia, que estaba dejando a Kim sin aliento, con un revólver calibre .450, con incrustaciones de madreperla, chapado en níquel y con extractor automático.

—Tenía en mente un calibre más pequeño, pero después pensé que este usaba balas del Gobierno. Se pueden conseguir con facilidad, especialmente al otro lado de la Frontera. Ponte de pie y déjame ver. —Le dio una palmada a Kim en el hombro—. ¡Que nunca te canses, pastún! ¡Oh, los corazones que se van a romper! ¡Oh, los ojos que mirarán de reojo bajo las pestañas!

Kim se giró, alzó las puntas de los pies, se estiró y se tocó instintivamente el bigote que comenzaba a crecer. Luego se inclinó a los pies de Mahbub para mostrar el debido agradecimiento palmoteando con manos temblorosas; su corazón estaba demasiado rebosante para decir una palabra. Mahbub se anticipó y le dio un abrazo.

—Hijo mío —dijo—, ¿qué necesidad hay de palabras entre nosotros? ¿No es una maravilla esta pequeña arma? Los seis cartuchos se disparan de un giro. Se lleva sobre el pecho, cerca de la piel, lo que, al parecer, la mantiene engrasada. Nunca la guardes en otro sitio, y si Dios lo quiere, algún día matarás a un hombre con ella.

¡Hai mai! —exclamó Kim con pesar—. Si un

sahib mata a un hombre le cuelgan en prisión.

—Cierto, pero un paso más allá de la Frontera, los hombres son más sabios. Guárdala, pero cárgala primero. ¿De qué sirve un arma vacía?

—Cuando vuelva a la madraza, te la devolveré. No permiten armas pequeñas. ¿La guardarás por mí?

—Hijo, estoy preocupado con esa madraza donde cogen los mejores años de un hombre para enseñarle lo que sólo puede aprender en el camino. La necedad de los

sahibs no tiene fondo ni límite. No importa. Quizás tu informe escrito te libre de un largo cautiverio; y Dios sabe que necesitamos más y más hombres en el Juego.

Con las mandíbulas apretadas contra la arena del viento, siguieron la marcha a través del desierto de sal hacia Jodhpur, donde Mahbub y su guapo sobrino Habib Ullah hacían muchas transacciones; y entonces, triste y vestido con las ropas europeas que le quedaban ya casi pequeñas, Kim se fue en un tren de segunda clase a San Javier. Tres semanas más tarde, el coronel Creighton, que estaba valorando unas dagas ceremoniales tibetanas en la tienda de Lurgan, se confrontó con un Mahbub Ali abiertamente amotinado. El

sahib Lurgan actuó como un apoyo en reserva.

—El poni está formado, adiestrado, con brida y paso,

¡sahib! Desde ahora, día a día perderá sus maneras si se le ocupa con tonterías. Suelte las riendas y déjele ir —dijo el tratante de caballos—. Le necesitamos.

—Pero es tan joven, Mahbub, no tiene más de dieciséis años, ¿verdad?

—Cuando yo tenía quince, había matado de un tiro a un hombre y engendrado a otro,

sahib.

—Tú, viejo ateo impenitente —Creighton se volvió hacia Lurgan. La barba negra asintió ante la sabiduría de la barba teñida de escarlata del afgano.

Yo le hubiera utilizado ya hace tiempo —dijo Lurgan—. Cuanto más jóvenes, mejor. Por esa razón siempre tengo mis joyas de verdadero valor vigiladas por un chico. Me lo envió para probarle. Le probé de todas las maneras: Es el único chico al que no conseguí hacerle ver cosas.

—¿En el cristal, en las manchas de tinta? —preguntó Mahbub.

—No. Bajo mi mano, como le dije. Nunca me había ocurrido antes. Quiere decir que es lo suficientemente fuerte, aunque usted crea que es un disparate, coronel Creighton, para obligar a cualquiera a hacer lo que él quiera. Y de esto hace tres años. Desde entonces le he enseñado gran cantidad de cosas, coronel Creighton. Creo que le desperdicia ahora.

—¡Hmm! Tal vez tenga razón. Pero, como sabe, en este momento no hay trabajo para él en el Departamento.

—Déjele salir, déjele marchar —interrumpió Mahbub—. ¿Quién espera que un potro acarree peso fuerte al principio? Déjele que vaya con las caravanas, como nuestros camellos blancos jóvenes, por gusto. Le llevaría yo mismo, pero…

—Hay un pequeño asunto donde sería de gran utilidad, en el Sur —dijo Lurgan, con una suavidad peculiar, cerrando sus párpados de azul intenso.

—E.23 lo tiene controlado —dijo Creighton con rapidez—. No debe ir allí. Además, no sabe turco.

—Dígale tan solo la forma y el olor de las cartas que queremos y las traerá de vuelta —insistió Lurgan.

—No. Es un trabajo de hombres —dijo Creighton.

Se trataba de un arriesgado asunto de correspondencia desautorizada e incendiaria entre una persona que pretendía ser la autoridad suprema en todos los asuntos de religión musulmana del mundo entero y el vástago más joven de una casa real que había sido llamado a capítulo por secuestrar mujeres en territorio británico. El arzobispo musulmán había sido enfático y sobremanera arrogante; el joven príncipe estaba sólo contrariado por el recorte de sus privilegios, pero no había necesidad de que continuara una correspondencia que algún día podría comprometerle. Se había recuperado ya una carta, pero, más tarde, la persona que la obtuvo fue hallada muerta en la cuneta del camino con ropas de comerciante árabe, según E.23, que le había sustituido en la misión, informó en su momento.

Estos hechos, y algunos otros que no eran para publicar, les hacía sacudir la cabeza a Creighton y a Mahbub.

—Déjele marchar con su lama rojo —dijo el tratante de caballos con visible esfuerzo—. Él quiere al viejo. Por lo menos así puede aprender sus mediciones con el rosario.

—He tenido algún trato con el anciano por carta —dijo el coronel Creighton sonriendo para sí—. ¿Por dónde anda?

—Arriba y abajo por el territorio, como ha hecho estos tres años. Busca un río de curación. Dios les maldiga a todos —Mahbub se controló—. Cuando regresa de la peregrinación, se aloja en el templo de los Tirthankaras o en Bodh Gaya. Entonces va a ver al muchacho a la madraza, como sabemos porque el chico fue castigado por ello dos o tres veces. Está bastante loco, pero es un hombre de paz. Le he conocido. El babu también ha tenido tratos con él. Le hemos vigilado durante estos tres años. Los lamas rojos no son tan comunes en Indostán como para que uno les pierda la pista.

—Los babus son muy curiosos —dijo Lurgan pensativo—. ¿Saben lo que el babu Hurree quiere realmente? Quiere que le hagan miembro de la Real Sociedad por sus anotaciones etnológicas. Como se lo digo, le conté sobre el lama todo lo que Mahbub y el chico me habían contado. El babu Hurree se va a Benarés, por cuenta propia, creo.

—No me parece —dijo Creighton brevemente. Había pagado los gastos de viaje de Hurree por una tremenda curiosidad de saber quién podía ser el lama.

—Varias veces estos años, Hurree ha solicitado del lama información sobre el lamaísmo, danzas demoníacas, conjuros y encantamientos. ¡Virgen santa! Yo podría haberle contado todo eso hace tres años. Creo que el babu Hurree se está haciendo viejo para el camino. Le gusta más recolectar información sobre usos y costumbres. Sí, él quiere ser un F.R.S.[121]

—Hurree tiene una buena opinión del chico, ¿verdad?

—Oh, muy buena, hemos pasado todos juntos unas cuantas veladas agradables en mi pequeña casa, pero pienso que sería un desperdicio ponerle con Hurree en la parte etnológica.

—No para una primera experiencia. ¿Qué le parece esto Mahbub? Permitir al chico irse con el lama seis meses. Después, ya veremos. Cogerá experiencia.

—Experiencia de la vida ya la tiene,

sahib, conoce su entorno como la palma de su mano. Pero, de todas formas estará bien liberarle del colegio.

—Entonces, muy bien —dijo Creighton, medio para sí—. Puede ir con el lama y si el babu Hurree se ocupa de echarles un ojo tanto mejor. Él no pondrá en peligro al chico como haría Mahbub. Es raro, su deseo de ser un F.R.S. Y también muy humano. Mejor

está en la parte etnológica, Hurree.

Ni el dinero ni un ascenso habrían apartado a Creighton de su trabajo en el Departamento Topográfico indio, pero en el fondo de su corazón también latía la ambición de escribir F.R.S. tras su nombre. Algunos honores podían conseguirse con habilidad y con la ayuda de amigos, pero, según él, nada excepto el trabajo —escritos que representaban una vida entera de dedicación— podía llevar a un hombre a entrar en la Real Sociedad, a la que él había bombardeado durante años con monografías de extraños cultos asiáticos y costumbres desconocidas. Nueve hombres de cada diez huirían muertos de aburrimiento de una velada de la Real Sociedad; pero Creighton era ese décimo y a veces su alma sentía nostalgia de los salones animados en el placentero Londres, donde caballeros de pelo plateado o calvos, que no sabían nada del Ejército, dedicaban su atención a experimentos espectroscópicos, a las plantas más pequeñas de las heladas tundras, a máquinas eléctricas para medir vuelos y a aparatos para descomponer en fracciones milimétricas el ojo izquierdo del mosquito hembra. Por derecho y por razón, era la Sociedad Geográfica la que debiera haberle atraído, pero los hombres son tan imprevisibles como niños a la hora de escoger sus juguetes. Así que Creighton sonrió y pensó en el babu Hurree con simpatía por moverle un deseo similar.

Dejó caer la daga ceremonial y miró a Mahbub.

—¿Cuándo podemos sacar al potro del establo? —dijo el tratante de caballos, leyéndole la mirada.

—¡Hmm! Si ordeno ahora su salida, ¿qué cree usted que hará él? Nunca he dirigido la educación de alguien así.

—Vendrá a mí —dijo Mahbub con presteza—. El

sahib Lurgan y yo le prepararemos para el camino.

—Que así sea entonces. Durante seis meses podrá correr libre a su gusto. ¿Pero quién va a responder de él?

Lurgan inclinó su cabeza levemente.

—No dirá nada, si es lo que teme, coronel Creighton.

—No es más que un chico, después de todo.

—Sí, pero primero, no tiene nada que contar, y segundo, sabe lo que ocurriría. También le tiene cariño a Mahbub y un poco a mí.

—¿Recibirá una paga? —preguntó el pragmático tratante de caballos.

—Sólo para comida y agua. Veinte rupias al mes.

Una ventaja del Servicio Secreto es que no había ninguna auditoria inoportuna. El Servicio contaba con una financiación ridícula, desde luego, pero los fondos eran administrados por unos pocos que no exigían comprobantes ni la presentación de cuentas detalladas. Al oír eso los ojos de Mahbub se iluminaron casi con el mismo amor por el dinero que podría sentir un sij. Incluso la cara inexpresiva de Lurgan cambió. Consideró los años venideros, cuando Kim hubiera entrado y estuviera jugando en el Gran Juego, que nunca cesa ni de día ni de noche por toda la India. Presagió el respeto y el reconocimiento que recibiría gracias a su pupilo, por boca de unos pocos escogidos. El

sahib Lurgan había hecho a E.23 lo que E.23 era, a partir de un pequeño hombre de la provincia noroeste, aturdido, impertinente y mentiroso.

Pero la alegría de esos maestros palidecía y se difuminaba al lado de la alegría de Kim cuando el director de San Javier lo llamó aparte con el aviso de que el coronel Creighton le había enviado a buscar.

—Deduzco, O’Hara, que le ha encontrado un puesto como asistente de agrimensor en el Departamento de Canales: eso viene por ser aplicado en matemáticas. Es una gran suerte para usted porque sólo tiene dieciséis años; pero, claro, como sabe no llegará a ser

pukka (empleado fijo) hasta que no haya pasado el examen de otoño. Así que no piense que va a salir al mundo para divertirse, o que su fortuna ya está hecha. Tiene mucho trabajo ante sí. Únicamente si consigue convertirse en

pukka, puede subir, ya sabe, a cuatrocientas cincuenta al mes.

El director le dio un montón de consejos sobre su conducta, sus modales y su moral; y otros, los estudiantes mayores que aún no habían conseguido una colocación, hablaban, como sólo pueden hablar los muchachos angloindios, de favoritismo y de corrupción. El joven Cazalet, cuyo padre era un pensionista de Chunar, señaló sin rodeos que el interés del coronel Creighton en Kim era claramente paternal; Kim, en vez de contraatacar, no dijo palabra. Pensaba en la inmensa diversión que le esperaba, en la carta de Mahbub del día anterior, correctamente escrita en inglés, concertando una cita para esa tarde en una casa cuyo nombre le hubiera puesto los pelos de punta al director…

Aquella noche en la estación de Lucknow, Kim le dijo a Mahbub por encima de la báscula de los equipajes:

—Tenía miedo de que, al final, el techo me cayera encima y me jugara una mala pasada. ¿Se acabó de verdad, oh padre mío?

Mahbub chasqueó los dedos para mostrar lo definitivo del final y sus ojos resplandecieron como carbones rojos.

—Entonces, ¿dónde está la pistola para que pueda llevarla?

—¡Despacio! Medio año para correr sin cadenas en los pies. Eso le rogué al

sahib coronel Creighton. Por veinte rupias al mes. El viejo Gorro Rojo sabe que vas a llegar.

—Te pagaré un

dustoorie (una comisión) de mi paga durante tres meses —dijo Kim con gravedad—. Sí, dos rupias al mes. Pero primero debemos deshacernos de esto. —Se quitó sus finos pantalones de lino y tiró del cuello de su camisa—. He traído conmigo todo lo que necesito para el camino. Mi baúl ha sido enviado al

sahib Lurgan.

—Quién a su vez te envía sus

salaams… sahib.

—El

sahib Lurgan es un hombre muy listo. ¿Pero qué harás tú?

—Vuelvo al norte de nuevo, al Gran Juego. ¿Qué si no? ¿Sigues decidido a seguir al viejo Gorro Rojo?

—No olvides que él me ha hecho lo que soy, aunque no lo supiera. Año tras año envió el dinero para mi enseñanza.

—Yo hubiera hecho otro tanto… si se me hubiera pasado por la cabezota —refunfuñó Mahbub—. Ven. Ahora las lámparas están encendidas y nadie se fijará en ti en el bazar. Vamos a casa de Huneefa.

Por el camino, Mahbub le dio más o menos la misma clase de consejos que la madre de Lemuel[122] le dio a este y, curiosamente, Mahbub fue muy claro al precisar cómo Huneefa y las de su clase destruyeron a reyes.

—Y recuerdo —citó con malicia—, uno que dijo: «Confía en una serpiente antes que en una ramera, y en una ramera antes que en un pastún, Mahbub Ali». Ahora bien, a excepción de la parte que toca a los pastunes a los que pertenezco, el dicho es cierto. Aún más cierto en el Gran Juego, porque los planes se arruinan siempre a causa de las mujeres y nosotros aparecemos al amanecer tirados y con la garganta cortada. Así le sucedió a aquel tipo. —Y relató el incidente con pelos y señales.

—Entonces, ¿por qué…? —Kim se paró ante la sucia escalera que subía hacia la sofocante oscuridad de una estancia superior, en el barrio situado detrás de la tienda de tabaco de Azim Ullah. Aquellos que lo conocían, lo llamaban La Jaula del Pájaro, por estar tan lleno de murmullos, silbidos y gorjeos.

La habitación, con sus sucios cojines y narguiles a medio fumar, olía de forma repugnante a tabaco rancio. En una esquina había una enorme mujer amorfa, vestida con muselinas de un color verduzco y adornada toda ella —cejas, nariz, oreja, cuello, muñecas, brazos, caderas y tobillos— con pesada joyería nativa. Cuando se giró, se oyó como el entrechocar de cacharros de cobre. Un gato flaco maullaba hambriento en el balcón ante la ventana. Kim se detuvo desconcertado delante de la cortina de la puerta.

—¿Es esta la nueva mercancía Mahbub? —dijo Huneefa con apatía, sin apenas molestarse en apartar la boquilla de los labios—. ¡Oh Buktanoos! —como muchas de su clase, solía jurar por los Djinns[123]— ¡Oh Buktanoos! Está de muy buen ver.

—Eso forma parte de la venta del caballo —explicó Mahbub a Kim, el cual se echó a reír.

—Llevo oyendo ese discurso desde que tenía seis días —replicó, agachándose junto a la luz. ¿Adónde nos lleva todo esto?

—A la protección. Esta noche cambiaremos tu color. El dormir bajo techo te ha blanqueado como a una almendra. Pero Huneefa tiene el secreto del tinte que perdura. Nada de pintura de un día o dos. Así te fortalecemos contra los contratiempos del camino. Ese es

mi regalo para ti, hijo mío. Quítate todo lo metálico que lleves encima y ponlo aquí. Prepárate, Huneefa.

Kim depositó su brújula, la caja de pinturas del Departamento y la de medicinas recién rellenada. Todo ello le había acompañado durante sus viajes y, como todo chico, lo valoraba inmensamente.

La mujer se levantó despacio y se movió con las manos ligeramente extendidas ante sí. Entonces Kim se dio cuenta de que era ciega.

—No, no —murmuró—, el pastún dice la verdad, mi coloración no se quita en una semana ni en un mes y aquellos a los que protejo están bajo una guarda poderosa.

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