Kim

Kim


Capítulo 11

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La despedida fue larga y ceremoniosa, tres veces acabada y tres veces recomenzada. El buscador —que había invitado al lama desde el lejano Tíbet a ese puerto, un asceta de cara plateada y sin pelo— no tomó parte en ella, sino que meditaba, como siempre, solo entre las imágenes. Los otros eran muy humanos; insistieron en que el anciano aceptara pequeños regalos —una caja de betel, un fino plumier nuevo de hierro, una bolsa con provisiones y cosas parecidas— advirtiéndole sobre los peligros del mundo y profetizando un final feliz para la búsqueda. Entretanto Kim, más solo que nunca, se agachó en los escalones y juró para sí en el lenguaje de San Javier.

—Es culpa mía —concluyó—. Con Mahbub, comía el pan de Mahbub, o el del

sahib Lurgan. En San Javier tres comidas al día. Aquí tengo que apañármelas por mí mismo. Encima no estoy bien entrenado. ¡Qué plato de carne me comería ahora!… ¿Se ha terminado, santo?

El lama, con ambas manos levantadas, entonó una bendición final en un chino florido.

—Debo apoyarme en tu hombro —dijo al cerrarse las puertas del templo—. Creo que nos vamos anquilosando.

El peso de un hombre de seis pies no es fácil de soportar durante millas de calles llenas de gente y Kim, cargado con los bultos y paquetes para el camino, se alegró de alcanzar la sombra del puente del ferrocarril.

—Aquí comeremos —dijo resuelto, mientras el kamboh, vestido de azul y sonriente, apareció a la vista llevando una cesta en una mano y al niño en la otra.

—¡Tomad, santos! —gritó a cincuenta yardas de distancia. (Estaban en el bancal de arena bajo el primer arco del puente, a resguardo de sacerdotes hambrientos)—. Arroz y buen curry, tortas bien calientes y perfumadas con

hing (asafétida), cuajada y azúcar. Rey de mis campos —esto a su hijo pequeño—, mostrémosles a estos santos que los jats de Jullundur pueden recompensar un servicio… He oído que los jaines no comerían nada que no hubieran cocinado, pero ciertamente —por educación miró a lo lejos, más allá del ancho río— donde no hay ojo, no hay casta.

—Y nosotros —dijo Kim, dando la espalda y llenando un plato hecho de hojas para el lama—, estamos por encima de toda casta.

En silencio saciaron el hambre con la buena comida. Hasta que Kim no hubo lamido de su dedo pequeño el último resto de los pegajosos dulces, no se dio cuenta de que el kamboh también estaba equipado para un viaje.

—Si nuestro camino es el mismo —dijo el hombre con brusquedad—, yo voy contigo. Uno no encuentra a menudo un hacedor de milagros y el niño todavía está débil. Pero yo no soy en absoluto un junco débil. —Cogió su

lathi, una caña de bambú-macho de cinco pies con anillos de hierro pulido enroscados en ella y lo blandió en el aire—. A los jats se les considera pendencieros, pero no es cierto. Si no se nos enfada, somos como nuestros propios búfalos.

—Que así sea —dijo Kim—. Un buen palo es una buena razón.

El lama observaba con tranquilidad corriente arriba hacia donde ascendían sin pausa, en una perspectiva amplia y emborronada, las incesantes columnas de humo de las piras de los

ghats[135] a la orilla del río. De vez en cuando, a pesar de todas las regulaciones municipales, una parte de un cuerpo medio quemado pasaba flotando zarandeado por la corriente.

—Si no fuera por ti —le dijo el kamboh a Kim, apretando al niño contra su pecho peludo—, quizás hubiera tenido que ir hoy allí, con este pequeño. Los sacerdotes nos dicen que Benarés es santa, lo cual nadie pone en duda, y un lugar deseable para morir. Pero no conozco sus dioses y piden dinero; y cuando uno ha cumplido un ritual, un cabeza rapada asegura que todo eso no tiene efecto a no ser que se haga otro. ¡Lávate aquí! ¡Lávate allá! Echa agua, bebe, báñate y arroja flores, pero paga siempre a los sacerdotes. No; para mí, el Punyab es la mejor tierra y el mejor terruño el del

doab[136] de Jullundur.

—He dicho muchas veces, en el templo, creo… que si fuera necesario, el río surgirá a nuestros pies. Por ello, iremos hacia el norte —dijo el lama levantándose—. Recuerdo un lugar agradable, con muchos árboles frutales, donde uno puede pasear meditando y el aire está más fresco que aquí. Viene de las montañas y de la nieve de las montañas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Kim.

—¿Cómo podría saberlo? ¿No te acuerdas?… No, fue después de que el ejército saliera de la tierra y te llevara consigo. Me alojé allí meditando en una habitación frente a un palomar, excepto cuando ella se ponía a hablar sin pausa.

—¡Oho! La mujer de Kulu. Eso es por Saharunpore —rio Kim.

—¿Cómo impulsa el espíritu a tu maestro? ¿Va a pie por pecados pasados? —preguntó el jat con cautela—. Hay un buen trecho desde aquí hasta Delhi.

—No —dijo Kim—. Mendigaré un

tikkut para el

te-ren. —En la India uno nunca admite poseer dinero.

—Entonces, en el nombre de los dioses, tomemos el carruaje de fuego. Mi hijo está mejor en los brazos de su madre. El Gobierno nos ha cargado con muchos impuestos, pero nos da una cosa buena, el

te-ren que reúne a los amigos y junta a los ansiosos. Una maravilla es ese

te-ren.

Un par de horas más tarde estaban los cuatro amontonados en uno y durmieron durante todo el calor del día. El kamboh acosó a Kim con diez mil preguntas sobre la peregrinación del lama y su misión en la vida y recibió algunas respuestas curiosas. Kim estaba contento de estar donde estaba, de contemplar el paisaje llano del noroeste y de charlar con la masa cambiante de compañeros de viaje. Incluso hoy en día, los billetes y la revisión de los mismos constituyen una oscura opresión para los campesinos indios. Ellos no entienden por qué, cuando han pagado por un trozo mágico de papel, unos extraños deben perforar un gran trozo del talismán. Por ello, los debates entre pasajeros y revisores euroasiáticos son largos y acalorados. Kim ayudó en dos o tres peleas dando serios consejos, a fin de oscurecer aún más la cuestión y presumir de su sabiduría ante el lama y el admirativo kamboh. Pero en la calle Somna, el destino le envió un problema con el que romperse la cabeza. Allí, cuando el tren se puso en marcha, entró tambaleante en el compartimento un hombre bajo, flaco y pobre, un mahratta[137], por lo que Kim dedujo a partir de la inclinación del apretado turbante. Su cara estaba llena de cortes, la ropa de muselina estaba desgarrada por completo y tenía una pierna vendada. Les contó que un carro de campo había volcado y casi le mata: ahora iba de camino a Delhi, donde vivía su hijo. Kim le estudiaba con atención. Si, como él aseguraba, había caído y rodado por tierra, debiera haber arañazos en su piel por el roce de la grava. Pero todas sus heridas parecían cortes limpios y una mera caída de un carro no aterrorizaría a un hombre de forma tan extrema. Cuando desabotonó la tela desgarrada con dedos temblorosos, quedó al descubierto alrededor de su cuello un amuleto del tipo llamado «Infunde Valor». Ahora bien, aunque los amuletos son bastante comunes, por lo general no están engarzados en un hilo de cobre trenzado de forma cuadrada, y todavía menos común es que lleven un esmalte negro sobre la plata. Excepto el kamboh y el lama, no había nadie en el compartimento, que era del viejo estilo con paredes sólidas. Kim fingió que se rascaba el pecho y levantó su propio amuleto. La cara del mahratta cambió completamente al verlo y colocó su amuleto sobre el pecho, bien a la vista.

—Sí —prosiguió el hombre dirigiéndose al kamboh—, iba con prisa y el carro, guiado por un bastardo, metió la rueda en un foso de agua y además del daño que me hizo, se perdió un cuenco entero de

tarkeean. Hoy no he sido un Hijo del Encantamiento (un hombre con suerte).

—Una gran pérdida —dijo el kamboh, con poco interés. Su experiencia en Benarés le había vuelto suspicaz.

—¿Quién lo cocinó? —preguntó Kim.

—Una mujer. —El mahratta levantó los ojos.

—Pero todas las mujeres pueden cocinar

tarkeean —dijo el kamboh—. Es un buen curry, lo sé.

—Oh, sí, es un buen curry —dijo el mahratta.

—Y barato —dijo Kim—. Pero ¿y la casta de la mujer?

—Oh, no hay castas cuando los hombres van a… buscar

tarkeean —repuso el mahratta con la cadencia prescrita—. ¿Al servicio de quién estás tú?

—Estoy al servicio de este santo. —Kim señaló al feliz y adormilado lama, que se despertó con un respingo al oír el apelativo bien amado.

—Ah, él me fue enviado por el Cielo para ayudarme. Le llaman el Amigo de todo el Mundo. También el Amigo de las Estrellas. Va en calidad de médico porque llegó su hora. Su sabiduría es grande.

—Y también me llaman Hijo del Encantamiento —dijo Kim muy bajo, mientras el kamboh se apresuraba a prepararse una pipa por miedo a que el mahratta le pidiera limosna.

—¿Y quién este

ese? —preguntó el mahratta, mirando nervioso de reojo.

—Uno a cuyo hijo he… hemos curado y que tiene una gran deuda con nosotros, siéntate junto a la ventana, hombre de Jullundur. Aquí hay un enfermo.

—¡Humph! No

tengo ganas mezclarme con tunantes conocidos por casualidad. No tengo orejas largas. No

soy una mujer que desea espiar secretos. —El jat se movió pesadamente hacia una esquina alejada.

—¿Eres alguna especie de sanador? Yo estoy metido a diez leguas de profundidad en calamidades —dijo el mahratta, siguiendo el hilo.

—Este hombre está cortado y magullado por todo el cuerpo. Voy a intentar curarle —le replicó Kim al kamboh—. Nadie se interpone entre tu niño y yo.

—Me está bien empleado ser reprendido —dijo el kamboh con humildad—. Te debo la vida de mi hijo. Tú eres un hacedor de milagros… lo sé.

—Enséñame las heridas. —Kim se inclinó sobre el cuello del mahratta, los latidos de su corazón casi le ahogaban porque ese era el Gran Juego de verdad—. Ahora cuéntame tu historia rápido, hermano, mientras recito el encantamiento.

—Vengo del sur, donde está mi trabajo. A uno de los nuestros lo mataron en el camino. ¿Lo sabes? —Kim negó con la cabeza. Él, por supuesto, no sabía nada del predecesor de E.23, asesinado en el Sur bajo el disfraz de comerciante árabe—. Después de haber encontrado una carta que me enviaron a buscar, me marché. Escapé de la ciudad y me fugué a Mhow. Estaba tan seguro de que nadie lo sabía que no cambié mi cara. En Mhow una mujer presentó cargos en mi contra por robar joyas en la ciudad que había abandonado. Luego vi que había una revuelta contra mí. Huí de Mhow de noche, sobornando a la policía, que había sido sobornada a su vez para entregarme sin preguntas a mis enemigos en el Sur. Luego me quedé en la ciudad de Chitor una semana, como penitente en un templo, pero no pude deshacerme de la carta que estaba a mi cargo. La enterré bajo la Piedra de la Reina, en Chitor, en el sitio que todos conocemos.

Kim no lo conocía, pero por nada del mundo habría interrumpido el relato.

—En Chitor, fíjate, estaba en territorio de reyes[138], porque Kotah al este no está bajo la ley de la reina y más al este están Jaipur y Gwalior. A ninguno de ellos le gustan los espías y no hay justicia. Me dieron caza como a un chacal mojado; pero me escabullí en Bandakui, donde oí que había una acusación contra mí por asesinato, de un chico, en la ciudad que había abandonado. Tienen el cuerpo y los testigos esperando.

—¿Pero no te puede proteger el Gobierno?

—Nosotros los del Juego estamos más allá de toda protección. Si morimos, morimos. Nuestros nombres son borrados del libro. Eso es todo. En Bandakui, donde vive uno de Nosotros, pensé que cambiando mi aspecto, me perderían el rastro así que me convertí en un mahratta. Luego llegué a Agra y hubiera regresado a Chitor para recobrar la carta. Tan seguro estaba de que los había despistado. Por eso no envié un

tar (telegrama) a nadie diciendo donde estaba. Quería todo el mérito para mí. —Kim asintió. Comprendía bien ese sentimiento—. Pero en Agra, mientras caminaba por las calles, un hombre gritó que yo tenía una deuda con él y acercándose con muchos testigos, quería llevarme a juicio allí sin más. ¡Oh, son listos en el Sur! Me reconoció como su agente para el comercio de algodón. ¡Que arda en el Infierno por ello!

—¿Y lo eras?

—¡Oh tonto! ¡Yo era el hombre que buscaban por el asunto de la carta! Me metí corriendo en el barrio de los carniceros y salí por la casa del judío, el cual temiendo un tumulto me expulsó de allí. Llegué a pie a la calle Somna, sólo tenía dinero para mi

tikkut a Delhi, y allí, mientras estaba tumbado en una zanja con fiebre, alguien saltó de entre los arbustos y me dio una paliza, me hizo cortes y me registró de pies a cabeza. ¡Tan cerca del

te-ren que incluso podían oírnos!

—¿Por qué no te mató allí mismo?

—No son tan estúpidos. Si me detienen en Delhi a petición de los abogados por un cargo probado de asesinato, seré entregado al Estado que lo desee. Regresaré custodiado y luego, moriré lentamente como ejemplo para el resto de Nosotros. El Sur no es mi país. Me muevo en círculos, como una cabra tuerta. No he comido desde hace dos días. Estoy marcado —tocó el sucio vendaje de su pierna— para que me reconozcan en Delhi.

—Al menos en el

te-ren estás seguro.

—¡Quédate un año en el Gran Juego y ya me contarás después! ¡Los telegramas ya habrán llegado a Delhi describiendo cada desgarrón y cada andrajo que llevo encima! Veinte, cien, si es necesario, me habrán visto matar al chico. ¡Y no puedes hacer nada!

Kim conocía lo suficiente los métodos nativos de ataque para no dudar de que estaría todo apañado, hasta el cadáver. De tanto en tanto el mahratta retorcía los dedos de dolor. En su esquina, el kamboh le miraba sombrío; el lama estaba ocupado con su rosario; y Kim, palpando a la manera de un médico el cuello del hombre, tejía su plan entre invocaciones.

—¿Tienes un hechizo para cambiar mi forma? Si no, soy hombre muerto. Cinco, diez minutos a solas, si no hubiera estado tan apurado, hubiera podido…

—¿Ya está curado, hacedor de milagros? —dijo el kamboh celoso—. Ya has invocado lo suficiente.

—Nay. No hay cura para sus heridas por lo que veo, excepto que se siente tres días con el atuendo de un

bairagi. —Esta es una penitencia muy corriente que un maestro espiritual impone a menudo a un obeso comerciante.

—Un sacerdote siempre intenta convertir a otro en sacerdote —fue la réplica. Como mucha de la gente extremadamente supersticiosa, el kamboh no pudo morderse la lengua y evitar mofarse de su Iglesia.

—¿Se convertirá entonces tu hijo en sacerdote? Es hora de que tome más de mi quinina.

—Nosotros los jats somos todos como búfalos —dijo el kamboh suavizándose de nuevo.

Kim frotó una pizca de la sustancia amarga sobre los labios pequeños y confiados del niño.

—No he pedido nada —le dijo al padre con dureza—, excepto comida. ¿Me reprochas eso? Voy a curar a otro hombre. ¿Tengo tu permiso, príncipe?

El hombre levantó las grandes manos en una súplica.

—Nay… nay. No te burles así de mí.

—Me complace curar a este enfermo. Tú tienes que adquirir mérito ayudándome. ¿De qué color es la ceniza ahí, en la cazoleta de tu pipa? Blanco. Es de buen augurio. ¿Hay cúrcuma cruda entre tus vituallas?

—Yo… yo…

—¡Abre tu hatillo!

Era la colección habitual de pequeñas menudencias: trozos de tela, remedios de curandero, mercaderías baratas compradas en ferias, un envoltorio de

atta, la harina nativa, grisácea y molida gorda, rollos de tabaco de la llanura, cañas de pipa chillonas y un paquete de ingredientes para el curry, todo envuelto en una colcha. Kim revolvió con el aire de un sabio hechicero, murmurando un invocación musulmana.

—Esta es sabiduría que aprendí de los

sahibs —susurró al lama; y, si uno piensa en su entrenamiento en casa de Lurgan, sobre este punto no decía más que la verdad—. Como muestran las estrellas, hay un gran mal en la suerte de este hombre, que… que le oprime. ¿Lo hago desaparecer?

—Amigo de las Estrellas, has hecho bien en todo. Que sea como desees. ¿Es otra curación?

—¡Rápido! ¡Rápido! —dijo el mahratta con voz entrecortada—. El tren puede pararse.

—Una curación contra la sombra de la muerte —dijo Kim, añadiendo a la harina del kamboh la mezcla de carbón y ceniza de tabaco en la cazoleta de la pipa de tierra roja. E.23, sin una palabra, se quitó el turbante y dejó suelto su largo pelo negro.

—Esa es mi comida, sacerdote —refunfuñó el jat.

—¡Búfalo en el templo! ¿Te has atrevido a mirar incluso hasta ahora? —exclamó Kim—. Debo realizar curaciones milagrosas ante tontos; pero ten cuidado con tus ojos. ¿Hay ya un velo ante ellos? Salvo a tu niño y como recompensa tú… ¡oh, desvergonzado! —El hombre se estremeció ante la mirada directa de Kim porque este hablaba muy en serio—. Tendré que maldecirte, o te… —Levantó la colcha que envolvía el bulto y la arrojó sobre la cabeza inclinada—. Atrévete a pensar en desear ver, y… y… incluso yo no podré salvarte. ¡Siéntate! ¡No digas ni pío!

—Soy ciego, mudo. ¡No me maldigas! …ven, niño; jugaremos a un juego de escondite. Por mi bien, no mires por debajo de la tela.

—Veo una esperanza —dijo E.23—. ¿Cuál es tu plan?

—Eso viene después —dijo Kim, quitándole la fina camisa del cuerpo. E.23 vacilaba con toda la reticencia de un hombre del Noroeste a desnudar su cuerpo.

—¿Qué significa la casta para una garganta cortada? —preguntó Kim, desgarrando la camisa hasta la cintura—. Tenemos que convertirte en un

saddhu[139] amarillo de pies a cabeza. Desnúdate… desnúdate con rapidez y agita el pelo sobre los ojos mientras yo extiendo las cenizas. Ahora, una marca de casta sobre tu frente. Sacó de su pecho la pequeña caja de pintura del Departamento y un pedazo de esmalte carmesí.

—¿Eres sólo un principiante? —dijo E.23, afanándose literalmente por su vida, cuando se quitó los trapos y se quedó únicamente con un paño por la cadera, mientras Kim le ponía con cenizas una noble marca de casta sobre las cejas.

—Hace sólo dos días que entré en el Juego, hermano —replicó Kim—. Extiende más cenizas sobre el pecho.

—¿Has conocido… a un médico de perlas enfermas? —Desenvolvió la larga tela del turbante, fuertemente enrollada y con manos ligeras la volvió a enrollar alrededor de los riñones y por los muslos a la manera enrevesada de un

saddhu.

—¡Hah! ¿Conoces su toque entonces? Fue mi profesor por un tiempo. Tenemos que camuflar tus piernas. Las cenizas curan las heridas. Échate más.

—Yo fui una vez su orgullo, pero tú eres casi mejor. ¡Los dioses son clementes con nosotros! Dame

eso.

Entre las bagatelas del hatillo del jat, había una cajita de latón con pastillas de opio. E.23 se tragó medio puñado de ellas.

—Son buenas contra el hambre, el miedo y el frío. Y también te ponen los ojos rojos —explicó—. Ahora tendré coraje para jugar al Juego. Nos faltan sólo las tenazas de un

saddhu. ¿Qué hacemos con las ropas viejas?

Kim las enrolló con fuerza y las introdujo entre los anchos pliegues de su túnica. Con un trozo de pintura amarillo-ocre le pintó las piernas y el pecho, trazando grandes rayas sobre el fondo de harina, cenizas y cúrcuma.

—La sangre sobre las ropas es suficiente para colgarte, hermano.

—Quizás; pero no es necesario tirarlas por la ventana… He terminado. —Su voz vibraba con el puro placer de un chico por el juego—. Vuélvete y mira, ¡oh jat!

—Los dioses nos protejan —dijo el encapuchado kamboh, emergiendo de debajo de la colcha como un búfalo de entre los juncales—. Pero ¿adónde se fue el mahratta? ¿Qué has hecho?

Kim había sido entrenado por el

sahib Lurgan; y E.23, en virtud de sus actividades, no era mal actor. En lugar del tembloroso comerciante encogido, había ahora, repantigado en una esquina del compartimento, un

saddhu casi desnudo, cubierto con cenizas y rayas ocre, el pelo lleno de polvo, los ojos hinchados —el opio hace un efecto rápido en un estómago vacío— encendidos con insolencia y deseo bestial, las piernas cruzadas debajo del cuerpo, el rosario marrón de Kim alrededor del cuello y sobre los hombros, una yarda escasa de cretona estampada de flores y desgastada. El niño escondió su cara entre los brazos del asombrado padre.

—¡Mira, principito! Viajamos con brujos, pero no te harán daño. Oh, no llores… ¿Qué sentido tiene curar a un niño un día y matarle a sustos al siguiente?

—El niño será afortunado toda su vida. Ha visto una gran curación. Cuando yo era niño fabricaba figuritas de hombres y caballos con arcilla.

—Yo también las he hecho. El señor Banás, viene por la noche y les da vida a todas detrás del basurero de nuestra cocina —chilló el niño.

—Y así no te asustas por nada. ¿Eh, príncipe?

—Estaba asustado porque mi padre estaba asustado. Sentía sus brazos temblar.

—¡Oh, gallina de hombre! —dijo Kim, e incluso el avergonzado jat se rio—. He hecho una curación con este pobre comerciante. Debe renunciar a sus ganancias y a sus libros de contabilidad y sentarse al lado del camino tres noches para vencer la malignidad de sus enemigos. Las estrellas están contra él.

—Cuantos menos prestamistas, mejor, digo yo; pero,

saddhu o no

saddhu, debe pagarme por la tela que lleva sobre sus hombros.

—¿Ah sí? Pero ahí sobre tus hombros está tu hijo, destinado, no hace ni dos días, a las piras de los

ghats. Aún queda una cosa más. Hice este hechizo en tu presencia porque la necesidad era grande. Cambié su apariencia y su alma. Sin embargo, si por casualidad, oh hombre de Jullundur, recordaras lo que has visto, sea entre tus convecinos sentado bajo el árbol del pueblo, o en tu propia casa, o en compañía de tu sacerdote al bendecir tu ganado, una plaga caerá sobre tus búfalos y un fuego prenderá en tu tejado, entrarán ratas en tu arca de grano y la maldición de nuestros dioses caerá sobre tus campos que serán estériles ante tu pie y detrás de la reja de tu arado. —Todo eso era parte de una vieja maldición que Kim copió de un faquir junto a la Puerta de Taksali en los días de su inocencia. No perdió nada con la repetición.

—¡Para, santo! ¡Por piedad, para! —gritó el jat—. No maldigas a la casa. ¡No he visto nada! ¡No he oído nada! ¡Soy tu vaca! —e intentó coger el pie desnudo de Kim que golpeaba rítmicamente el suelo del carruaje.

—Pero, como te ha sido permitido ayudarme en el problema con una pizca de harina y un poco de opio y tonterías por el estilo que he honorado al usarlas en mi arte, quieran los dioses devolverte una bendición —y se la otorgó con generosidad, para gran alivio del hombre. Era una que había aprendido del

sahib Lurgan.

El lama observaba a través de sus lentes como no lo había hecho antes con el asunto del disfraz.

—Amigo de las Estrellas —dijo al fin—, has adquirido una gran sabiduría. Ten cuidado de que no dé lugar al orgullo. Ningún hombre que tenga la Ley ante sus ojos habla con ligereza de un asunto que ha visto o encontrado.

—No… no… no, de verdad —gritó el campesino, por miedo a que el maestro sintiera la inclinación de superar al discípulo. E.23, con la boca relajada, se entregó al sopor del opio que era carne, tabaco y medicina para el agotado asiático.

Así, en un silencio de admiración y total incomprensión, llegaron a Delhi en el momento en que las farolas se estaban encendiendo.

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