Kim

Kim


Capítulo 12

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¿Quién ha deseado el mar, la vista inabarcable del agua salada?

¿La subida y la parada y el descenso y el fragor del romper de la ola azuzada por el viento?

¿El oleaje suave y ondulado antes de la tormenta, gris, sin espuma, enorme y creciente?

¿La calma chicha a nivel del Ecuador, o el huracán soplando con ojos enloquecidos?

¿Su mar distinto en cada apariencia, su mar bajo todas las apariencias el mismo,

Su mar que llena a su ser?

¡Así y no de otra forma, así y no de otra manera, los montañeses desean sus montañas!

El mar y la montaña

—He recobrado de nuevo mi coraje —dijo E.23 a cubierto por el tumulto del andén—. El hambre y el miedo aturden a los hombres, de lo contrario se me hubiera ocurrido antes esta escapatoria. Tenía razón. Vienen a cazarme. Has salvado mi cabeza.

Una patrulla de policías del Punyab con pantalones amarillos, encabezados por un acalorado y sudoroso joven inglés, se abría camino entre la multitud junto a los vagones. Detrás de ellos, discreto como un gato, caminaba tranquilamente un personaje pequeño y gordo que parecía emisario de un abogado.

—Mira al joven

sahib leyendo algo en un papel. Lo que tiene en su mano es mi descripción —dijo E.23—. Van vagón por vagón, como pescadores pasando la red por un estanque.

Cuando la procesión llegó a su compartimento, E.23 estaba pasando las cuentas de su rosario con una sacudida regular de la muñeca, mientras Kim se mofaba de él por estar tan drogado como para haber perdido las tenazas anilladas para el fuego, que eran la marca distintiva del

saddhu. El lama, absorto en la meditación, miraba fijamente ante sí y el campesino, lanzando miradas furtivas, recogía sus pertenencias.

—Aquí no hay nada excepto un montón de santurrones —dijo el inglés en voz alta y pasó entre un murmullo de malestar, porque por toda la India la policía nativa se asocia con extorsión.

—El problema ahora —susurró E.23—, es enviar un telegrama con el lugar donde escondí la carta que me enviaron a buscar. No puedo ir a la oficina de

tar de esta guisa.

—¿No es suficiente con haberte salvado el cuello?

—No si el trabajo queda sin acabar. ¿Nunca te lo dijo el curador de perlas? ¡Viene otro

sahib! ¡Ah!

Este era un inspector de policía del distrito, más bien alto y de piel cetrina —cinturón, casquete, espuelas pulidas y toda la indumentaria correspondiente— que venía pavoneándose y atusándose el oscuro bigote.

—¡Qué zopencos son esos

sahibs de la policía! —dijo Kim con tono festivo.

E.23 miró con los párpados entrecerrados.

—Bien dicho —murmuró con una voz diferente—. Voy a beber agua. Ocupa mi lugar.

Al salir del compartimento tropezó cayendo casi en brazos del inglés y ganándose por ello algunos insultos en un urdu torpe.

¿Tum mut? ¿Tú borracho? No tienes que ir dando bandazos como si la estación de Delhi te perteneciera, amigo mío.

E.23, sin mover un músculo del rostro, le contestó con una sarta de vituperios a cual más grosero, que, naturalmente, entusiasmaron a Kim. Le recordó a los tambores y a los barrenderos de las barracas de Ambala en la terrible época de su primera escolarización.

—Mi pobre infeliz —dijo el inglés con calma—.

¡Nickle-jao[140]! Vuelve a tu vagón.

Despacio, a pequeños pasos, el

saddhu amarillo, retirándose con deferencia y bajando la voz, regresó al vagón maldiciendo al D.S.P.[141] hasta la posteridad más remota, y aquí Kim casi salta, por la Piedra de la Reina, por el escrito bajo la Piedra de la Reina y por una colección de dioses con nombres completamente nuevos.

—No sé lo que estás diciendo —se sonrojó el inglés encolerizado— pero es algún tipo de maldita impertinencia. ¡Fuera de ahí!

E.23, pretendiendo no comprender correctamente, enseñó con toda compostura su billete, que el inglés arrancó de su mano con furia.

—¡Oh,

zoolum[142]! ¡Qué agobio! —gruñó el jat desde su esquina—. Todo por una broma. —Había sonreído abiertamente ante la insolente lengua del

saddhu—. ¡Hoy tus hechizos no funcionan bien, santo!

El

saddhu siguió al policía con adulaciones y súplicas. La aglomeración de pasajeros, ocupados con sus niños y sus bultos, no se había enterado del incidente. Kim salió tras el

saddhu porque le vino a la cabeza que, hacía tres años, cerca de Ambala, había oído a ese enfadado y estúpido

sahib conversar en alto de temas personales con una vieja dama.

—Ya está todo arreglado —susurró el

saddhu, atascado entre la multitud gritona y ofuscada, con un galgo persa entre los pies y, sobre los riñones, una jaula llena de halcones chillando, a cargo de un halconero rajput—. Se ha ido para enviar aviso de la carta que escondí. Me dijeron que estaba en Peshawar. Debería haber supuesto que es como el cocodrilo, siempre en la otra orilla. Me ha salvado de la calamidad inminente, pero a ti te debo la vida.

—¿Es también uno de Nosotros? —preguntó Kim saliendo de bajo la axila grasienta de un camellero de Mewar para darse de bruces contra un pequeño grupo de matronas sijs charlando unas con otras.

—El más grande, ni más ni menos. ¡Tenemos suerte, los dos! Le informaré de lo que has hecho. Estoy a salvo bajo su protección.

Se abrió paso por el margen del gentío que asediaba los vagones y se agachó al lado del banco cerca de la oficina de telégrafos.

—¡Vuelve o te cogerán el sitio! No temas por el trabajo, hermano, ni por mi vida. Me has dado un soplo de aire y el

sahib Strickland me ha empujado a tierra firme. Puede que todavía trabajemos juntos en el Juego. ¡Hasta pronto!

Kim se apresuró a volver al vagón, eufórico, aturdido, pero un poco irritado por no tener la clave para los secretos de su entorno.

—Soy sólo un principiante en el Juego, está claro.

Yo no podría haberme puesto a salvo como hizo el

saddhu. Sabía que estaba más oscuro bajo la lámpara.

Yo no hubiera pensado en pasar las noticias bajo pretexto de echarle una maldición… ¡y qué listo fue el

sahib! No importa, salvé la vida de uno… ¿Dónde se ha ido el kamboh, santo? —susurró, mientras tomaba asiento en el vagón lleno a tope para entonces.

—Le atenazó el miedo —replicó el lama con un toque de tierna malicia—. Te vio transformar al mahratta en

saddhu en un abrir y cerrar de ojos para protegerle contra el mal. Eso le conmocionó. Luego vio al

saddhu caer de plano en manos de los

polis, todo a consecuencia de tus artes. Entonces cogió a su hijo en brazos y huyó porque dijo que tú transformaste a un comerciante tranquilo en un impertinente capaz de intercambiar groserías con

sahibs y temía un destino parecido. ¿Dónde está el

saddhu?

—Con los

polis —dijo Kim…— Sin embargo, salvé al niño del kamboh.

El lama aspiró rapé con suavidad.

—Ah,

chela, ¡mira como tu acción te ha sobrepasado! Tú curaste al niño del kamboh sólo por adquirir mérito. Pero le hiciste un hechizo al mahratta con propósitos soberbios, te estuve observando, y con miradas de reojo para impresionar a un hombre viejo, viejo y a un campesino tonto; de ahí vienen la calamidad y la sospecha.

Kim se controló con un esfuerzo superior a sus años. Le dolía tanto como a cualquier otro joven ser reprendido o mal juzgado, pero se vio entre la espada y la pared. El tren arrancó de Delhi y se adentró en la noche.

—Es verdad —murmuró—. Donde te he ofendido, he hecho mal.

—Es más,

chela. Tú has desencadenado un acto en el mundo y, como una piedra tirada a un estanque, así se extienden las consecuencias sin que sepas hasta dónde.

Esa ignorancia era buena tanto para la vanidad de Kim como para la tranquilidad de espíritu del lama, si pensamos que en ese momento estaba siendo entregado en Simia un telegrama codificado informando de la llegada de E.23 a Delhi y, lo más importante, del paradero de una carta que se le había encargado… sustraer.

Incidentalmente, un policía en un exceso de celo había arrestado, bajo cargo de asesinato cometido en un lejano Estado del sur, a un comerciante de algodón de Ajmer terriblemente indignado, que se estaba explicando a un señor Strickland en el andén de Delhi, mientras E.23 se escabullía por callejuelas hacia el cerrado corazón de la ciudad. En dos horas, le habían llegado varios telegramas al ministro de un Estado del sur informándole de que se había perdido toda pista de un mahratta algo magullado; y para cuando el tren, con toda tranquilidad, se paró en Saharunpore, la última reverberación de la piedra, que Kim había ayudado a lanzar, chocaba suavemente contra los escalones de la mezquita en la lejana Roum, interrumpiendo las oraciones de un hombre piadoso.

El lama hizo la suya propia con todo detalle junto al enrejado de buganvillas cubierto de rocío, cerca del andén, animado por los luminosos rayos del sol y la presencia de su discípulo.

—Dejaremos todo esto detrás de nosotros —dijo, señalando la máquina broncínea y los carriles brillantes—. Las sacudidas del

te-ren, aunque es una cosa estupenda, han convertido mis huesos en agua. Respiraremos aire limpio a partir de ahora.

—Vayamos a la casa de la mujer de Kulu —dijo Kim y partió alegre con los bultos a la espalda. Por la mañana temprano el camino de Saharunpore está limpio y huele bien. Kim pensó en las otras mañanas de San Javier, y el contraste aumentó de nuevo su ya tres veces crecido contento.

—¿De dónde viene esa prisa desconocida? Los hombres sabios no corren por ahí como gallinas al sol. Hemos hecho ya cientos y cientos de

koss y, hasta ahora, raramente he estado contigo a solas un instante. ¿Cómo puedes recibir enseñanza zarandeado por la muchedumbre? ¿Cómo puedo yo, ahogado por un torrente de charla, meditar sobre el camino?

—Entonces ¿la lengua de esa mujer no se vuelve más corta con los años? —Sonrió el discípulo.

—Ni su deseo de conjuros. Recuerdo una vez cuando le hablé de la Rueda de la Vida —el lama palpó su pecho buscando su última copia—, ella sólo sentía curiosidad por los demonios que asediaban a los niños. Adquirirá mérito acogiéndonos en su casa, dentro de poco, cuando se presente la ocasión, sin prisas, sin prisas. Ahora caminaremos con los pies libres, aguardando la Cadena de las Cosas. La búsqueda no fracasará.

De esta manera viajaron sin problemas atravesando los extensos jardines de frutas en pleno florecimiento —pasando por Aminabad, Sahaigunge, Akrola del Vado y la pequeña Phulesa— la línea de los Siwaliks siempre al norte y detrás de ellos las nieves de nuevo. Después de un sueño largo y dulce bajo las nítidas estrellas venía el cruce digno y pausado por un pueblo que se despertaba, Kim extendía la escudilla de mendicante en silencio, pero sus ojos erraban, desafiando la Ley, de un extremo al otro del cielo. Tras lo cual, Kim solía volver con paso ligero a través del polvo junto a su maestro para comer y beber a gusto a la sombra de un árbol de mangos o a la sombra más fina de un

siris[143] blanco del Doon. Al mediodía, tras la charla y una pequeña marcha, echaban una siesta, sintiéndose al despertar, en un mundo renovado con un aire más fresco. La noche los sorprendía aventurándose en un nuevo territorio, algún pueblo escogido, descubierto tres horas antes a través de los extensos campos y discutido en detalle por el camino.

Allí contaban su historia, una nueva cada noche por lo que respectaba a Kim, y el sacerdote o el jefe del pueblo les daba la bienvenida, de acuerdo con la tradición hospitalaria del amable Oriente.

Cuando las sombras se acortaban y el lama se apoyaba sobre Kim más pesadamente, siempre estaba la Rueda de la Vida para extender, sujeta bajo piedras previamente limpiadas, y explicar ciclo por ciclo con una rama larga. Aquí, en las alturas, se sentaban los dioses, que eran sueños de sueños. Aquí estaba nuestro Cielo y el mundo de los semidioses, jinetes luchando entre las montañas. Aquí los animales en agonía, almas ascendiendo o descendiendo la escalera y a las que había que dejar en paz. Aquí estaban los Infiernos, calientes y fríos, y las moradas de los espíritus atormentados. Que el

chela estudie los males que vienen del exceso de comer: un estómago hinchado de gases y ardor de intestinos. Luego, obediente, el

chela estudiaba con la cabeza inclinada y el dedo moreno listo para seguir el recorrido de la rama, pero tan pronto como llegaban al mundo humano, ajetreado sin provecho alguno, que está justo sobre los Infiernos, su mente se distraía porque a la vera del camino giraba la Rueda misma —comiendo, bebiendo, comerciando, casándose y peleándose— cálida y llena de vida. A menudo, el lama hacía de las vividas pinturas el tema de su discurso, señalando a Kim, bien predispuesto, cómo la carne adopta miles y miles de formas, deseables o detestables según lo consideren los hombres, pero que, en realidad, no tienen ningún valor; y cómo el estúpido espíritu, esclavizado al Cerdo, a la Paloma y a la Serpiente, deseando nuez de betel, un nuevo yugo de bueyes, mujeres, o el favor de los reyes, está obligado a seguir al cuerpo a través de todos los Cielos e Infiernos para recomenzar de nuevo el círculo. A veces una mujer o un hombre pobre observaban el ritual, no era más que eso, cuando el gran mapa amarillo se desplegaba, y arrojaban flores o un puñado de cauries sobre el margen. A esta gente humilde le bastaba haber conocido a un santo que podría sentirse inclinado a recordarles en sus plegarias.

—Cúralos si están enfermos —decía el lama, cuando se despertaba el instinto activo de Kim—. Cúralos si tienen fiebre, pero en ningún caso hagas hechizos. Recuerda lo que le ocurrió al mahratta.

—¿Entonces todo acto es malo? —replicó Kim, estirándose bajo un gran árbol en una bifurcación de la carretera del Doon, contemplando las pequeñas hormigas subir por su mano.

—Abstenerse de la acción está bien, excepto para adquirir mérito.

—En las Puertas de la Sabiduría nos enseñaron que abstenerse de la acción no era apropiado para un

sahib. Y yo soy un

sahib.

—Amigo de todo el Mundo —el lama miró a Kim directamente—, soy un hombre viejo, tan complacido con las apariencias como los niños. Para aquellos que siguen la Senda, no hay ni blanco ni negro, ni Indostán ni Bhotiyal. Somos todos almas buscando una salida. No importa lo que diga la sabiduría aprendida entre los

sahibs; cuando lleguemos a mi río serás liberado de toda ilusión, a mi lado.

¡Hai! Mis huesos gimen por ese río, como clamaban de dolor en el

te-ren; pero, por encima de mis huesos está mi espíritu esperando. ¡La búsqueda no fracasará!

—Tengo mi respuesta. ¿Se me permite hacer una pregunta?

El lama inclinó su majestuosa cabeza.

—Como bien sabes comí tu pan durante tres años… Santo, ¿de dónde vino…?

—Desde el punto de vista del hombre, hay mucha riqueza en Bhotiyal —replicó el lama tranquilo—. En mi propia tierra se me otorga la ilusión del honor. Pido lo que necesito. No me preocupo por la cuenta. Esa es para mi monasterio. ¡Ay! ¡Los altos asientos negros en el monasterio y los novicios todos en orden!

Y, trazando con el dedo en el polvo, le contó historias sobre el suntuoso y fabuloso ritual en las catedrales al abrigo de avalanchas; sobre procesiones y danzas demoníacas; sobre las metamorfosis de monjes y monjas en cerdos; sobre ciudades santas a quince mil pies en el aire; sobre intrigas entre un monasterio y otro; sobre voces por entre las montañas y sobre ese misterioso espejismo que baila sobre la nieve seca. Habló incluso de Lhasa y del Dalai Lama, a quién había visto y adorado.

Cada día, largo y perfecto, se acumulaba detrás de Kim construyendo como una barrera que le separaba de su raza y de su lengua materna. Empezó, sin darse cuenta, a pensar y soñar en la lengua nativa y, de forma mecánica, seguía los hábitos ceremoniosos del lama al comer, beber y demás. La mente del viejo hombre se volvía más y más hacia su monasterio a medida que sus ojos empezaban a vislumbrar las nieves eternas. Su río no le preocupaba. Cierto que, de vez en cuando, observaba largo rato una mata o una rama, esperando, decía, que la tierra se abriera y le concediera su bendición; pero estaba contento de estar con su discípulo y a gusto en el viento templado que bajaba del Doon. Esto no era Ceilán, ni Bodh Gaya, ni Bombay, ni alguna ruina recubierta de hierba con la que parecía haberse tropezado dos años antes. El lama hablaba de esos lugares como un erudito sin vanidad, como un buscador caminando con humildad, como un anciano, sabio y moderado, iluminando el conocimiento con una brillante percepción. Una a una, sin conexión, cada historia surgía a partir de algún detalle del camino, el lama hablaba de todos sus peregrinajes arriba y abajo del Indostán; hasta que Kim, que le había querido sin motivo, le quería ahora por cincuenta buenos motivos. De esta forma disfrutaban de una felicidad total, absteniéndose, como lo mandaba la Regla, de palabras malignas, y deseos desmesurados; no comiendo exageradamente, ni acostándose en camas altas, ni vistiendo ricas ropas. Sus estómagos marcaban la hora de comer y la gente les llevaba los alimentos, como dicen los escritos. Eran señores respetados en los pueblos de Aminabad, Sahaigunge, Akrola del Vado y en la pequeña Phulesa, donde Kim le dio una bendición a la mujer sin alma.

Pero, en la India, las noticias corren veloces y, demasiado pronto, apareció a través de los campos de cereales, un servidor de barba blanca, un urya escuchimizado y seco, cargando con una cesta de frutas que contenía una caja de uvas de Kabul y naranjas doradas y les rogó que llevaran el honor de su presencia a su señora, dolida porque el lama la había descuidado tanto tiempo.

—Ahora recuerdo —el lama habló como si fuera una propuesta completamente nueva—. Es virtuosa, pero una habladora inagotable.

Kim estaba sentado en el borde de un pesebre de vacas contando historias a los niños del herrero del pueblo.

—Sólo te pedirá otro hijo para su hija. No la he olvidado —dijo—. Dejémosla adquirir mérito. Avísala de que iremos.

En dos días recorrieron once millas a través de los campos y, una vez llegados, fueron abrumados con atenciones, ya que la vieja dama cultivaba una exquisita tradición hospitalaria, que imponía también a su yerno, el cual se hallaba bajo el zapato de las mujeres de la familia y compraba su tranquilidad tomando prestado del usurero. La edad no había debilitado ni su lengua, ni su memoria y desde una ventana superior discretamente enrejada, al alcance del oído de no menos de doce sirvientes, saludó a Kim con cumplidos que hubieran atentado contra la sensibilidad de cualquier audiencia europea.

—Pero sigues siendo todavía el pedigüeño descarado del

parao —chilló—. No te he olvidado. Lavaos y comed. El padre del hijo de mi hija se ha ido por un tiempo. Así que nosotras, pobres mujeres, nos hemos quedado mudas e inútiles.

Para probarlo, arengó con órdenes a la casa entera hasta que trajeron comida y bebida, y, a la caída de la noche —noche perfumada de humo que cubría los campos de un color cobre oscuro y turquesa—, tuvo a bien ordenar que se dispusiera el palanquín en el desordenado patio delantero, a la luz de antorchas humeantes; allí, detrás de unas cortinas medio entreabiertas, se puso a chismorrear.

—Si el santo hubiera venido solo, le hubiera recibido de otra manera; pero con este pillo, ¿quién podría pecar de demasiado precavido?

—Maharaní —dijo Kim, escogiendo como siempre el título más ampuloso—, ¿es culpa mía que un

sahib, ni más ni menos, un poli-

sahib, llamase a la maharaní cuya cara él…?

—¡Chutt! Eso fue durante el peregrinaje. Cuando se viaja… conoces el proverbio.

—¿Llamase a la maharaní Rompedora de Corazones y Dispensadora de Delicias?

—¡Mira que recordar eso! Es verdad. Lo hizo. Eso era en la época de la plenitud de mi belleza. —La anciana rio para sí como un loro satisfecho por un terrón de azúcar—. Ahora cuéntame de tus idas y venidas, tanto como sea posible sin tener que avergonzarse. ¿Cuántas chicas, y las esposas de quién, se colgaron de tus pestañas? ¿Venís de Benarés? Habría ido allí este año, pero mi hija… sólo tenemos dos hijos. ¡Phaiii! Ese es el efecto de estas llanuras bajas. Ahora que en Kulu, allí los hombres son auténticos elefantes. Pero querría pedirle a tu santo, ponte a un lado, pillastre, un conjuro contra esos tremendos cólicos de gases que en la época del mango le sobrevienen al hijo mayor de mi hija. Hace dos años me dio un conjuro muy poderoso.

—¡Pero santo! —exclamó Kim, a punto de reventar de risa ante la cara contrita del lama.

—Es verdad. Le di uno contra los gases.

—Los dientes… dientes… dientes —regañó la vieja dama.

—«Cúralos si están enfermos» —citó Kim regodeándose— «pero de ninguna manera hagas hechizos. Recuerda lo que le pasó al mahratta».

—Fue hace dos estaciones de lluvias; ella me fatigaba con su continuo importunar. —El lama gimió como el juez injusto había gemido antes[144]—. Así sucede, toma nota,

chela mío, que incluso aquellos que quieren seguir la Senda son apartados a un lado por mujeres ociosas. Durante los tres días que el niño estuvo enfermo no paró de hablarme.

—¡Arré! ¿Y con quién debía hablar? La madre del niño no sabía qué hacer y el padre dijo (fue en las noches de la estación fría): «Rezad a los dioses», como os lo cuento, luego ¡se dio la vuelta y se puso a roncar!

—Le di un conjuro. ¿Qué otra cosa podía hacer un viejo?

—«Es bueno abstenerse de la acción, excepto para adquirir mérito».

—Ah,

chela, si me dejas, me quedo completamente solo.

—En todo caso, los dientes de leche le salieron sin problema —dijo la vieja señora—. Pero todos los sacerdotes son parecidos.

Kim tosió con severidad. Siendo joven, no aprobaba la ligereza de la mujer.

—Importunar a los sabios a deshora es invitar a la calamidad —dijo.

—Sobre los establos hay un

mynah[145] que habla —el contragolpe retornó con el bien conocido golpeteo del dedo enjoyado— y ha copiado el mismísimo tono del sacerdote de la familia. Quizás olvido el debido respeto a mis invitados, pero si le hubierais visto a

él apretar los puños contra la barriga, tan grande como la mitad de una calabaza y llorar: «¡Aquí duele!» me perdonaríais. Estoy casi decidida a tomar la medicina del

hakim[146]. La vende barata y la verdad es que le vuelve tan gordo como el propio toro de Shiva.

Él no niega un remedio, pero dudé por el niño, por culpa del color poco recomendable de los frascos.

El lama, al abrigo del monólogo, se había esfumado en la oscuridad hacia la estancia que le habían preparado.

—Le has ofendido probablemente —dijo Kim.

—A él no. Está cansado y lo olvidé con mi preocupación de abuela. (Nadie excepto una abuela debe cuidar de un niño. Las madres sólo valen para traerles al mundo). Mañana, cuando vea cómo ha crecido el hijo de mi hija, escribirá el conjuro. Luego, puede juzgar también las nuevas medicinas del

hakim.

—¿Quién es el

hakim, maharaní?

—Un nómada como tú, pero un bengalí serio de Dacca, un maestro de medicina. Me alivió de una opresión, después de comer carne, gracias a una pequeña pastilla que actuó como un diablo desencadenado dentro de mí. Ahora está de viaje, vendiendo preparados de gran valor. Incluso tiene papeles, impresos en

angrezi, que explican lo que ha hecho por hombres de espalda débil y mujeres flojas. Ha estado aquí cuatro días, pero al oír que llegabais (los

hakims y los sacerdotes son como la serpiente y el tigre en todas partes), se ha puesto ha cubierto, me parece a mí.

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