Kim

Kim


Capítulo 12

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Mientras se tomaba un respiro después de esa retahíla, el viejo sirviente, sentado sin ser reprendido al borde de la luz de la antorcha, murmuró:

—En el fondo esta casa es un redil para todos los embaucadores y… sacerdotes. Con que el niño dejara de comer mangos… ¿pero quién puede discutir con una abuela? —Y alzó la voz con respeto—: Sahiba[147], el

hakim duerme después de su cena. Está en los aposentos detrás del palomar.

A Kim se le erizó el vello como si fuera un terrier expectante. Confrontar y superar dialécticamente a un bengalí educado en Calcuta, a un lenguaraz vendedor de medicinas de Dacca, podría ser un juego divertido. No convenía que el lama y, por ende, él mismo, fueran desbancados por semejante sujeto. Conocía esos extraños anuncios en falso inglés publicados en la última página de los periódicos nativos. Los chicos de San Javier los traían a veces a escondidas para carcajearse entre compañeros porque el lenguaje del agradecido paciente recitando sus síntomas era de lo más simple y revelador. El urya, ansioso de azuzar un parásito contra otro, se escabulló en dirección al palomar.

—Sí —dijo Kim con un desprecio calculado—. Sus mercancías son un poco de agua coloreada y una desvergüenza muy grande. Su presa son reyes venidos a menos y bengalíes sobrealimentados. Su beneficio está en los niños… que aún no han nacido.

La vieja señora rio para sí.

—No seas envidioso. Los conjuros son mejores ¿eh? No seré

yo quien diga lo contrario. Procura que tu santo me escriba un buen amuleto por la mañana.

—Nadie sino el ignorante lo niega —una voz gruesa y fuerte resonó a través de la oscuridad, mientras una figura se acercaba agachándose para descansar—. Nadie sino el ignorante niega el valor de los conjuros. Nadie sino el ignorante niega el valor de las medicinas.

—Una rata encontró un trozo de cúrcuma y dijo: «Abriré una verdulería» —replicó Kim.

Ahí se enzarzó la batalla, y ambos notaron como la anciana se estiraba atenta.

—El hijo del sacerdote conoce los nombres de su niñera y de tres dioses. Dice: «Oídme, u os maldeciré por los tres millones de Todopoderosos». —En verdad, el tipo invisible tenía una flecha o dos en su carcaj. Continuó—: No soy sino un maestro del alfabeto. He aprendido toda la sabiduría de los

sahibs.

—Los

sahibs nunca envejecen. Bailan y juegan como niños cuando son ya abuelos. Una raza de espaldas fuertes —gorjeó la voz dentro del palanquín.

—Yo también tengo nuestras medicinas que disuelven los humores en la cabeza de hombres acalorados y coléricos.

Sinà[148] bien elaborada cuando la luna está en la Casa conveniente; tengo tierras amarillas,

arplan[149] de China que le devuelve a un hombre su juventud, para asombro de su familia; azafrán de Cachemira y el mejor salep[150] de Kabul. Mucha gente ha muerto antes…

—Eso lo creo de veras —interrumpió Kim.

—… de que conocieran el valor de mis medicinas. No doy a

mis enfermos la simple tinta con la que se escriben los conjuros, sino medicinas fuertes y efectivas que actúan y atacan al enemigo.

—Y lo hacen a conciencia —suspiró la vieja dama.

La voz del hombre se embarcó en una historia inacabable de infortunios y bancarrota, acompañados de incontables peticiones al Gobierno.

—Si no fuera ese mi destino, que todo lo rige, estaría ahora al servicio del Gobierno. Tengo un diploma de la gran escuela de Calcuta, a la que quizás vaya el hijo de esta casa.

—Irá, sin duda. Si el mocoso de nuestro vecino puede convertirse en un par de años en un F.A. (First Arts[151], la mujer usó el término inglés que había oído muy a menudo), cuantos premios no ganarán en la rica Calcuta los niños listos que yo me sé.

—¡Nunca —dijo la voz— he visto un niño así! Nacido en una hora propicia y destinado a durar muchos años… (a no ser por ese cólico que, ¡vaya!, puede degenerar en cólera negra y llevárselo como a una paloma), es envidiable.

¡Hai mai! —dijo la vieja señora—. Alabar a los niños no es de buen augurio, si no, podría escuchar esta conversación. De todas formas, la parte trasera de la casa no está vigilada e incluso en estos aires tranquilos los hombres se creen que son hombres y las mujeres, ya sabemos… El padre del niño tampoco está aquí y tengo que hacer de

chowkedar (vigilante) a mi edad. ¡Arriba! ¡Arriba! Levantad el palanquín. Dejad que el

hakim y el joven sacerdote arreglen entre ellos si son más eficaces los sortilegios o las medicinas. ¡Ho! Holgazanes, ¡traed tabaco para los invitados y… me voy a dar una vuelta a la casa!

El palanquín se alejó tambaleándose, seguido de antorchas remolonas y de una horda de perros. Veinte pueblos conocían a la

sahiba, sus defectos, su lengua y su gran generosidad. Veinte pueblos la engañaban, según la costumbre inmemorial, pero ni por todo el oro del mundo, hubieran robado o atracado en su jurisdicción. A pesar de ello, la anciana hacía un gran teatro de sus inspecciones formales, el jaleo de las cuales podía oírse hasta a medio camino de Mussoorie.

Kim se relajó como un augur tiene que hacer cuando se encuentra con otro. El

hakim, todavía agachado, le pasó su narguile empujándolo con un pie amistoso y Kim aspiró el humo aromático. Los mirones esperaban un debate profesional serio, y quizás un poco de tratamiento gratuito.

—Discutir sobre medicina ante el ignorante es lo mismo que enseñar al pavo real a cantar —dijo el

hakim.

—La verdadera cortesía —corroboró Kim— es muy a menudo la indiferencia.

Esto, claro está, era un diálogo amañado, destinado a impresionar a la concurrencia.

—¡Hi! Tengo una úlcera en la pierna —gritó un sirviente—. ¡Échenle un vistazo un momento!

—¡Iros! ¡Largaos! —dijo el

hakim—. ¿Es la costumbre del lugar molestar a los huéspedes honorados? Os amontonáis aquí como búfalos.

—Si la

sahiba supiera… —comenzó Kim.

—¡Ay! ¡Ay! Vámonos. Están ahí sólo para la anfitriona. Cuando los cólicos de su pequeño demonio estén curados, quizás nos permitan a nosotros, la gente pobre…

—La señora alimentó a tu esposa mientras estuviste en la cárcel por romperle la cabeza al prestamista. ¿Quién habla mal de ella? —A la luz de la luna, el viejo servidor se retorció el bigote blanco con furia—. Soy responsable del honor de esta casa. ¡Andando! —y se llevó a los subordinados caminando delante él.

Moviendo apenas los labios, dijo el

hakim:

—¿Cómo está, señor O’Hara? Encantado de verle de nuevo.

La mano de Kim se contrajo alrededor de la caña de la pipa. En cualquier punto del ancho camino no se hubiera sorprendido; pero aquí, en este quieto remanso de vida, no estaba preparado para el babu Hurree. Además le molestó haber sido engañado.

—¡Ah ha! Se lo dije en Lucknow,

resurgam, resurgiré de nuevo y no me reconocerá. ¿Cuánto había apostado, eh?

Masticaba con parsimonia unas semillas de cardamomos, pero respiraba con dificultad.

—¿Pero, por qué venir aquí, babuji?

—¡Ah!

Eesa es la cuestión, como decía Shakespeare. Vengo a felicitarle por su actuación extraordinariamente

efeeciente en Delhi. ¡Oah! Se lo aseguro, estamos todos orgullosos de usted. Fue

muuy buena y oportuna. Nuestro común amigo es vieja amistad mía. Ha estado en algunas situaciones muy apuradas. Y se verá en alguna más. Él me lo contó; yo se lo conté al señor Lurgan; y este se alegró de que se haya graduado tan brillantemente. Todo el departamento se alegra.

Por primera vez en su vida, Kim se estremeció de orgullo legítimo (lo que, sin embargo, puede ser una trampa mortal) con los elogios del Departamento, elogios halagadores de un colega por un trabajo apreciado por los otros compañeros. No hay nada comparable en este mundo. Pero, gritó el oriental en él, los babus no viajan sólo para repartir cumplidos.

—Cuenta tu historia, babu —dijo con autoridad.

—¡Oah! No es nada.

Soloo que estaba en Simia cuando se recibió el telegrama sobre lo que nuestro mutuo amigo dijo haber escondido y el viejo Creighton… —Y miró a Kim para ver como se tomaba esa audacia.

—El

sahib coronel —corrigió el estudiante de San Javier.

Por supuesto. A él le pareció que yo no tenía nada mejor que hacer así que me cayó en suerte ir a Chitor para recuperar esa maldita cana. No me gusta el Sur, demasiado viaje en tren; pero me dieron una buena bolsa para gastos del viaje. ¡Ha! ¡Ha! Encontré a nuestro conocido en Delhi, en el camino de vuelta. Ahora mismo está reposando y dice que disfraz de

saddhu le sienta de maravilla. Bien, allí oí lo que usted había hecho tan bien, tan rápido, sin pensárselo dos veces. Le dije a nuestro mutuo que usted se llevó la palma, ¡por Júpiter! Fue magnífico. Vengo a decírselo.

—¡Umm!

Las ranas saltaban en las acequias y la luna se desplazó hacia su escondite. Algún sirviente feliz había salido para comulgar con la noche y tocar un tambor. La siguiente frase de Kim fue en lengua nativa.

—¿Cómo nos seguiste?

—Oah. No fue nada. Sé por nuestro amigo mutuo que se dirige a Saharunpore. Así que vengo. Los lamas rojos no son personas que pasen desapercibidas. Me compré yo mismo mi caja de medicinas y realmente soy buen doctor. Voy a Akrola del Vado y oigo todo sobre ustedes y hablo aquí y allá. Toda la gente corriente sabe lo que hacen. Me enteré cuando la vieja dama hospitalaria envió el

dooli[152]. Por aquí tienen grandes recuerdos de las visitas del viejo lama. Sé que las señoras viejas no pueden apartar las manos de las medicinas. Así que me convierto en doctor y… ¿oye como me expreso?

Creo que es

muuy convincente. Le doy mi palabra, señor O’Hara, en cincuenta millas a la redonda, la gente corriente sabe de usted y del lama. Así que he venido. ¿Le importa?

Babuji —dijo Kim mirando hacia la cara ancha y sonriente—, soy un

sahib.

—Mi querido señor O’Hara…

—Y espero jugar al Gran Juego.

—En este momento está subordinado a mí en lo que concierne al Departamento.

—Entonces ¿por qué hablar como un mono en el árbol? Nadie te sigue desde Simia y cambia de vestimenta sólo para decirte unas palabras agradables. No soy un niño. Hable hindi y vamos al grano. Tú estás aquí y no cuentas ni una sola verdad de cada diez palabras. ¿Por qué estás aquí? Dame una respuesta sincera.

—Eso es lo que me parece

taan chocante en los europeos, señor O’Hara. A su edad debería conocer mejor el estilo de aquí.

—Pero quiero saberlo —dijo Kim riéndose—. Si es el Juego, a lo mejor puedo ayudar. ¿Cómo puedo hacer algo si usted

bukh (parlotea) sin ir al meollo de la cuestión?

El babu Hurree se estiró para coger la pipa y chupó hasta que burbujeó de nuevo.

—Ahora hablaré en la lengua nativa. Siéntese quieto señor O’Hara… se trata del pedigrí del semental blanco.

—¿Todavía? Eso se resolvió hace tiempo.

—El Gran Juego se habrá acabado sólo cuando todos estén muertos. No antes. Escúchame hasta el final. Hace tres años, cuando Mahbub Ali te dio el pedigrí del semental, cinco reyes preparaban una guerra sorpresa. Gracias a aquella noticia, nuestro ejército cayó sobre ellos antes de que estuvieran preparados.

—Sí, ocho mil hombres con cañones. Recuerdo esa noche.

—Pero la guerra no se continuó hasta el final. Es la costumbre del Gobierno. Las tropas fueron retiradas porque el Gobierno creyó que los cinco reyes ya estaban lo suficiente intimidados y no es barato alimentar a los hombres entre los grandes pasos de montaña. Hilás y Bunár, rajás con cañones, asumieron, a cambio de una cantidad de dinero, la protección de los pasos contra toda incursión del Norte. Alegaron miedo y amistad. —Se interrumpió con una risita pasando al inglés—: Por supuesto, se lo cuento

extraofeecialmente para elucidar situación política, señor O’Hara.

Ofeecialmente, me está prohibido criticar cualquier acción de los superiores. Prosigo ahora. Esto complació al Gobierno, ansioso de evitar gastos, e hicieron un trato: Por tantas rupias al mes Hilás y Bunár protegerían los pasos tan pronto como las tropas del Estado se retiraran. Por esa época, después de nuestro encuentro, yo, que había estado vendiendo té en Leh, me hice contable en el Ejército. Cuando las tropas se retiraron, me dejaron atrás para pagar a los culis encargados de abrir nuevas carreteras en las montañas. Esa construcción vial era parte del trato entre Bunár, Hilás y el Gobierno.

—¿Ah sí? ¿Y luego?

—Le aseguro que allí también hacía un frío brutal después del verano —dijo el babu Hurree en tono confidencial—. Todas las noches tenía miedo de que los hombres de Bunár me cortaran el pescuezo para apoderarse del cofre con las pagas. ¡Mis guardias, nativos cipayos, se reían de mí! ¡Por Júpiter! Tema tanto miedo… Da lo mismo. Sigo en nuestra lengua. Avisé varias veces de que esos dos reyes estaban vendidos al Norte, y Mahbub Ali, que estaba aún más al norte, lo confirmó ampliamente. No tomaron ninguna medida. Tan sólo se me congelaron los pies y se me cayó un dedo. Envié un mensaje informando de que las carreteras por las que yo estaba pagando un sueldo a los excavadores estaban siendo construidas para los pies de extranjeros y enemigos.

—¿Para?

—Para los rusos. El asunto, conocido entre los culis, era objeto de mofa general. Entonces me llamaron para que contara de viva voz lo que sabía. Mahbub vino también al sur. ¡Escucha el final! Este año, después del deshielo, por entre los pasos —tembló de nuevo— vienen dos extranjeros con el pretexto de cazar cabras salvajes. Llevan armas, pero también cadenas, niveles y brújulas.

—¡Oho! La cosa se aclara.

—Son bien recibidos por Hilás y Bunár. Hacen grandes promesas; hablan como emisarios de un

kaiser[153] y les ofrecen regalos. Van por los valles arriba y abajo, diciendo: «Este es un sitio para construir un parapeto; aquí podéis instalar un fuerte. Desde aquí podéis salvaguardar la carretera contra un ejército», las mismas carreteras por las que yo había pagado mensualmente. El Gobierno está al corriente, pero no hace nada. Los otros tres reyes, que

no eran pagados por proteger los pasos, denunciaron, a través de un mensajero, la mala fe de Bunár e Hilás. Cuando todo el mal está hecho, ves, cuando esos dos extranjeros con los niveles y las brújulas han hecho creer a los cinco reyes que un gran ejército invadirá los pasos al día siguiente o al próximo —toda esa gente de montaña es tonta—, me llega la orden a mí, el babu Hurree: «Ve al norte y mira a ver que hacen esos extranjeros». Le digo al

sahib Creighton: «Esto no es un proceso judicial para ir juntando evidencias». Hurree volvió al inglés con un bote: «Por Júpiter», dije, «¿por qué demonios no da órdenes

semiofeeciales a algún hombre de temple para que los envenene, por ejemplo? Es, si se me permite la observación, una indolencia de su parte muy reprensible». ¡Y el coronel Creighton, se rio de mí! Es ese desmedido orgullo inglés. ¡Creéis que nadie se atreve a conspirar contra vosotros! Todo eso no es más que pura estupidez del Tommy[154].

Kim fumaba despacio, dándole vueltas al asunto en su mente rápida hasta donde podía entenderlo.

—Entonces ¿te vas para seguir a los extranjeros?

—No. Para ir a su encuentro. Vienen a Simia para enviar los cuernos y las cabezas a fin de que las preparen en Calcuta. Son caballeros exclusivamente deportistas y el Gobierno les otorga facilidades especiales. Como no, siempre hacemos así. Es nuestro orgullo inglés.

—Entonces, ¿qué hay que temer de ellos?

—Por Júpiter, no son gente negra. Con los negros puedo hacer todo tipo de cosas, naturalmente. Pero estos son rusos, gente desprovista de todo escrúpulo. Yo… yo no quiero codearme con ellos sin testigos.

—¿Te matarán?

—Oah, eso no es nada. Soy lo bastante buen Herbert Spenceriano, espero, como para confrontarme con pequeña cosa como la muerte, la cual depende por completo de mi destino, sabe. Pero… pero pueden golpearme.

—¿Porqué?

Hurree Babu chascó los dedos con irritación.

Por supuesto me

afiiliaré a su campamento en capacidad supernumeraria, como intérprete quizás, o persona mentalmente incapaz y hambrienta, o algo parecido. Y luego tendré que recoger lo que pueda, supongo. Para mí es tan fácil como jugar al señor doctor con la vieja señora.

Soloo que…

soloo que… ve, señor O’Hara, por desgracia soy asiático, lo que constituye serio impedimento en algunos aspectos. Y

además soy bengalí… un hombre miedoso.

—Dios hizo a la liebre y al bengalí. ¿De qué avergonzarse? —dijo Kim, citando el proverbio.

—Fue proceso de evolución, pienso, a partir de necesidad primordial, pero el hecho se reduce, en resumen, al

cui bono[155]. Soy, oh, ¡horriblemente miedoso!, recuerdo que una vez, en el camino a Lhasa, querían cortarme la cabeza. (No, nunca llegué a Lhasa). Me senté y lloré, señor O’Hara, anticipando torturas chinas. No espero que esos dos caballeros vayan a torturarme, pero prefiero contar ante posible contingencia con asistencia europea en caso de emergencia. —Tosió y escupió los cardamomos—. Es una simple proposición

extraofeecial a la que puede decir «No, babu». Si no tiene ningún compromiso urgente con su anciano, quizás usted pueda desviarle; quizás yo pueda seducir sus fantasías, me gustaría que quedara en contacto departamental conmigo hasta que encuentre a esos personajes deportistas. Tengo gran

opeenión de usted desde que me encontré en Delhi con mi amigo. Y también yo incorporaré su nombre en mi informe

ofeecial cuando asunto sea finalmente juzgado. Será una gran pluma en su sombrero. Por esa razón he venido realmente.

—¡Humph! El final de la historia creo que es verdad; pero ¿la primera parte?

—¿Sobre los cinco reyes? ¡Oah! Hay muchísima verdad en ello. Mucha más de lo que puede suponer —dijo Hurree con sinceridad—. Vendrá, ¿eh? Me voy de aquí directamente al Doon. El paisaje es

muuy verde y lleno de colorido. Iré a Mussoorie, al buen y viejo Mussoorie Pahar, como dicen las damas y los caballeros. Luego a Chini pasando por Rampur. Es el único camino por el que pueden venir. No me gusta esperar al frío, pero tendré que aguardarles. Quiero ir a pie con ellos hasta Simia. Sabe, uno de los rusos es un francés, y mi francés es bastante bueno. Tengo amigos en Chandernagore.

—Seguro que

él se alegraría de ver las montañas de nuevo —dijo Kim pensativo—. Toda su conversación en estos últimos diez días no ha sido de otra cosa. Si vamos juntos…

—¡Oah! En el camino podemos hacer como si fuéramos desconocidos, si su lama lo prefiere. Estaré tan sólo a cuatro o cinco millas por delante. No hay prisa para Hurree[156], ese es un chiste europeo, ¡ha!, ¡ha!, y ustedes vienen detrás. Hay tiempo de sobra; conspirarán, medirán y harán mapas, como es lógico. Me iré mañana y ustedes al día siguiente, si quiere. ¿Eh? Piénselo hasta mañana. Por Júpiter, es casi por la mañana ya. —Bostezó abiertamente y, sin despedirse, se fue con paso pesado hacia su aposento. Pero Kim durmió poco y sus pensamientos discurrieron en indostaní:

—¡Con razón llaman al Juego, Grande! Fui durante cuatro días sirviente en Quetta, atendiendo a la esposa del hombre cuyo libro robé. ¡Y eso fue parte del Gran Juego! El mahratta vino desde el sur, Dios sabe a qué distancia y, a riesgo de su vida, jugó al Gran Juego. Ahora me alejaré más y más hacia el norte para jugar al Gran Juego. Es verdad que atraviesa como una lanzadera todo el Indostán. Y mi parte en él, y mi diversión —sonrió a la oscuridad—, se las debo a este lama. También a Mahbub Ali, también al

sahib Creighton, pero sobre todo al santo. Tiene razón, es un mundo grande y maravilloso y yo soy Kim… Kim… Kim… solo… una persona… en medio de todo ello. Pero veré a esos extranjeros con sus niveles y cadenas…

—¿Cuál fue el resultado de la charla de la noche pasada? —dijo el lama después de sus plegarias.

—Vino un vendedor ambulante de medicamentos, uno de los gorrones que dependen de la

sahiba. Le derroté probando con argumentos y oraciones que nuestros conjuros son más valiosos que sus aguas coloreadas.

—¡Alas, mis conjuros! ¿La virtuosa señora está todavía empeñada en uno nuevo?

—Por completo.

—Entonces hay que escribirlo, o me ensordecerá con su griterío. —El lama buscó tanteando su plumier.

—En las llanuras —dijo Kim— hay siempre demasiada gente. En las montañas, tal como yo lo veo, hay menos.

—¡Oh! Las montañas y las nieves de las montañas. —El lama partió un pequeño trozo de papel para encajarlo en un amuleto—. ¿Pero qué sabes tú de las montañas?

—Están muy cerca. —Kim abrió la puerta y miró a la larga y serena línea de los Himalayas, bañada en el oro de la mañana—. Excepto en las ropas de

sahib, nunca he puesto el pie en ellas. —El lama aspiró el viento con nostalgia—. Si vamos al norte —Kim hizo la pregunta al sol que se elevaba—, ¿no se evitaría al menos mucho del calor del mediodía, caminando entre las montañas bajas?… ¿Está listo el conjuro, santo?

—He escrito los nombres de siete demonios tontos, ninguno de los cuales vale un grano de polvo en el ojo. ¡Así nos apartan las mujeres tontas de la Senda!

El babu Hurree salió de detrás del palomar, lavándose los dientes con un ostentoso ritual. Metido en carnes, caderas anchas, cuello de toro y voz profunda, no parecía un «hombre miedoso». Kim le hizo una señal imperceptible de que el asunto iba por buen camino y cuando finalizó el aseo matinal, el babu Hurree vino a honrar al lama en un florido lenguaje. Comieron, naturalmente por separado, y después, la vieja dama, más o menos velada tras una ventana, volvió al asunto vital de los cólicos de mango verde del niño. El conocimiento médico del lama era, como es lógico, únicamente simbólico. Él creía que el excremento de un caballo negro mezclado con sulfuro y llevado en una piel de serpiente, era un remedio eficaz contra el cólera; sin embargo, el simbolismo le interesaba mucho más que la ciencia. El babu Hurree aceptó esas opiniones con una encantadora educación, a tal punto que el lama lo consideró un médico cortés. El babu replicó que no era más que un aficionado inexperto en esos misterios; pero, al menos, daba gracias a los dioses por ello, sabía cuándo estaba en presencia de un maestro. Él mismo había sido enseñado por los

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