Kim

Kim


Capítulo 13

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¿Quién ha deseado el mar, las inmensas y desdeñosas olas?

¿El temblor, la caída, el desvío antes de que emerja el bauprés que apuñala las estrellas,

Las nubes pacíficas de los vientos alisios y debajo el céfiro irritado rugiendo,

Los escollos sin anunciar acechando en los acantilados y el sordo retumbar de las velas de trinquete?

¿Su mar diferente en cada maravilla, su mar el mismo en cada maravilla,

Su mar que llena su ser?

¡Así y no de otra forma, así y no de otra manera los montañeses desean sus montañas!

El mar y la montaña

«Quién va a las montañas va a su madre». El lama y Kim habían cruzado los Siwaliks y el Doon semitropical, habían dejado Mussoorie detrás de ellos y se dirigían al norte a lo largo de los angostos caminos de montaña. Día tras día se adentraban más profundamente en las densas cadenas montañosas y día tras día Kim veía al lama recuperar la fuerza de un hombre. Entre las terrazas del Doon se había apoyado en los hombros del chico, siempre presto para aprovechar cada descanso del camino. A los pies de la gran rampa hacia Mussoorie el lama reunió sus fuerzas, como un viejo cazador que fuera a confrontarse a una loma que recuerda bien, y donde debiera haberse hundido exhausto, agitó sus largos ropajes en torno a él, aspiró una doble y profunda bocanada de aire diamantino, y comenzó a ascender como sólo un hombre de montaña puede hacerlo. Kim, nacido y criado en la llanura, sudaba y jadeaba asombrado.

—Esta es

mi tierra —dijo el lama—. Pero comparado con Such-zen, esto es más llano que un campo de arroz —y subió montaña arriba con un vaivén de cadera regular y enérgico. Pero fue en la bajada, una pendiente con un desnivel de tres mil pies en tres horas, donde se distanció por completo de Kim, cuya espalda le dolía por descender intentando mantenerse derecho y cuyo dedo gordo del pie estaba casi cortado por la tira de esparto de la sandalia. El lama caminaba con un balanceo incansable a través de la sombra moteada de los grandes bosques de deodares; entre robles coronados y emplumados de helechos, abedules, encinas, rododendros y pinos, hasta salir a desnudas laderas de montaña, de hierba resbaladiza y quemada por el sol y vuelta de nuevo al frescor de los bosques, hasta que el roble cedió el sitio al bambú y a la palma del valle.

A la luz crepuscular, echándole una mirada a las grandes cimas detrás de él y a la línea tenue y estrecha del camino por donde habían venido, el lama se ponía a planear, con la amplia y generosa visión de un montañés, las nuevas marchas del día siguiente, o, parándose en el punto más alto de algún paso elevado desde el que se divisaba Spiti y Kulu, extendía los brazos con añoranza hacia las altas nieves del horizonte. Estas resplandecían al amanecer con un rojo etéreo contra el azul más intenso, cuando Kedarnath y Badrinath, reyes de esas tierras vírgenes, captaban los primeros rayos del sol. Las cumbres permanecían todo el día bajo el sol como si fueran plata fundida y al atardecer se enjoyaban de nuevo. Al principio, sobre los viajeros soplaban con moderación brisas agradables de encontrar cuando se asciende por alguna vertiente gigantesca; pero pocos días después, a una altura de nueve o diez mil pies, esas brisas cortaban; y Kim, benévolo, permitió a las gentes de un pueblo montañés adquirir mérito dándole un tosco abrigo de tela de manta. El lama estaba un poco sorprendido de que alguien pudiera objetar a las brisas afiladas como un cuchillo que le habían arrancado años de los hombros.

—Esto no es más que la baja montaña,

chela. No hará frío hasta que no lleguemos a las montañas verdaderas.

—El aire y el agua son buenos y la gente es lo bastante devota, pero la comida es muy mala —refunfuñó Kim—; y andamos como si estuviéramos locos… o fuéramos ingleses. Y encima hiela por la noche.

—Un poco quizás; pero sólo lo justo para hacer que los viejos huesos se alegren con el sol. No siempre tenemos que regalarnos con camas suaves y buena comida.

—Podríamos al menos seguir el camino.

Kim sentía todo el amor de alguien de la llanura por el camino bien pateado, de apenas seis pies de ancho, que serpenteaba entre las montañas; pero el lama, como buen tibetano, no podía resistirse a los atajos por las estribaciones ni a los rebordes de las laderas de guijarros. Como le explicó a su cojeante discípulo, un hombre criado entre montañas puede profetizar el curso de un camino de montaña y aunque las nubes bajas pueden ser un obstáculo para un extranjero que quiera atajar, no son ningún impedimento para un hombre prevenido. Por eso, tras largas horas de lo que, en los países civilizados, podría ser considerado montañismo de alto nivel, jadeaban en una ensillada, esquivaban algunos deslizamientos y descendían, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, a través del bosques, hacia el camino de nuevo.

A lo largo de su ruta se encontraban pueblos de montañeses: cabañas de tierra y barro y, de vez en cuando, de madera tallada de forma rudimentaria con un hacha, pegadas como nidos de golondrinas a las escarpaduras; amontonadas en terrazas minúsculas a mitad de un despeñadero de tres mil pies de profundidad; o encajadas en un rincón entre precipicios que canalizaban y concentraban cada ráfaga errante; o bien, debido a los pastos de verano, encogidas en una garganta que en invierno estaría cubierta por diez pies de nieve. Y los habitantes —gente de piel cetrina, obesa, vestida con gruesa lana, de piernas cortas y desnudas y rostros casi como de esquimal— se congregaban para venerarles. La gente de la llanura, amable y bondadosa, había tratado al lama como un santo entre otros santos. Pero la de la montaña lo reverenciaba como a alguien que conocía todos sus demonios. Los montañeses practicaban un budismo casi extinguido, recubierto por un culto a la naturaleza tan fantástico como sus propios paisajes y tan intrincado como la disposición en terrazas de sus diminutos campos; pero reconocían como máxima autoridad al gran gorro, al tintineo del rosario y a los extraños textos chinos; y respetaban al hombre bajo el gorro.

—Te hemos visto bajar por la pendiente de los Pechos Negros de Eua —dijo un betah que una noche les dio queso, lecha amarga y pan duro como una piedra—. No vamos muy a menudo allí, excepto cuando alguna vaca preñada se extravía en verano. Hay un viento repentino entre esos riscos que derriba a los hombres en los días más calmados. ¡Pero qué os puede importar a vosotros el demonio de Eua!

Entonces Kim, al que le dolía cada fibra del cuerpo, mareado de mirar hacia abajo, con los pies lastimados y los dedos acalambrados de agarrarse a hendiduras demasiado pequeñas, se alegraba de la marcha del día, como un chico de San Javier se hubiera alegrado de las alabanzas de sus amigos tras ganar el cuarto de milla en pista. Las montañas le hicieron sudar el sebo de

ghi y azúcar de sus huesos; el aire seco, aspirado entre sollozos en la cima de los crueles pasos, afirmaba y desarrollaba sus pectorales; y las laderas en pendiente le dieron nuevos y fuertes músculos en muslos y pantorrillas.

A menudo meditaban sobre la Rueda de la Vida, tanto más cuanto que, como dijo el lama, estaban liberados de sus tentaciones visibles. Si no fuera porque divisaban el águila gris, o porque veían de vez en cuando un oso a lo lejos escarbando y hurgando en la ladera, o por un furioso leopardo moteado encontrado al alba en un tranquilo valle devorando una cabra, o por un pájaro de colores brillantes aquí y allí, estaban solos con los vientos y las hierbas silbando bajo su soplo. Las mujeres de las cabañas humeantes, por encima de cuyos tejados caminaban según bajaban la montaña, eran poco agraciadas y sucias, esposas de muchos maridos y padecían de bocio. Los hombres eran leñadores, cuando no campesinos, pusilánimes y de una ingenuidad increíble. Pero para que no les faltara conversación acorde a su nivel, el destino les envió al cortés doctor de Dacca —unas veces adelantándoles por el camino, otras siendo adelantado— el cual pagaba por su comida con pócimas buenas contra el bocio y consejos para restablecer la armonía entre hombres y mujeres. Parecía conocer las montañas tan bien como conocía los dialectos montañeses y le explicó al lama la situación de la región con respecto a Ladakh y al Tíbet. El doctor les dijo que podrían volver a la llanura en cualquier momento. Entre tanto, para los aficionados a las montañas, aquel camino de allí podría interesarles. Todo esto no fue expuesto de golpe, sino en los encuentros al atardecer en la era empedrada, cuando, una vez despachados los pacientes, el doctor fumaba y el lama aspiraba rapé, mientras Kim miraba las pequeñas vacas pastando sobre los tejados de las casas, o su alma vagaba detrás de sus ojos por los abismos de azul profundo entre cordillera y cordillera. Mantenían conversaciones aparte en los bosques oscuros, cuando el doctor buscaba hierbas, y Kim, como doctor en ciernes, tenía que acompañarle.

—Ve, señor O’Hara, no sé qué demonios haré cuando encuentre a nuestros amigos deportistas, pero si amablemente no pierde de vista mi sombrilla, que es buen punto fijo para medición catastral, me sentiré mucho mejor.

Kim miró a través de la jungla de picos.

—Esta no es mi tierra,

hakim. Creo que es más fácil encontrar una pulga en la piel de un oso.

—Oah,

eese es mi punto fuerte. No hay prisa para Hurree. No hace mucho estaban en Leh. Dijeron que habían bajado del Kara Korum con sus cabezas, cuernos y demás.

Soolo temo que hayan enviado desde Leh a

territorioo ruso todas las cartas y documentos comprometedores. Por supuesto, se alejarán hacia el este tanto como les sea posible, simplemente para que parezca que nunca estuvieron en los Estados del oeste. ¿No conoce las montañas? —Garabateó por tierra con una rama—. ¡Mire! Deberían haber venido por Srinagar o Abbottabad.

Eese es el atajo para ellos, bajando el río por Bunji y Astor. Pero han hecho trastada en el Oeste. Así que —trazó un surco de izquierda a derecha— caminan y caminan hacia el este hasta Leh (¡ah allí sí que hace frío!), después Indus abajo hasta Han-lé (conozco ese camino), y luego más abajo, ve, hasta Bushahr y el valle de Chini. Está confirmado por proceso de eliminación y también mediante preguntas a la gente a la que curo tan bien. Nuestros amigos han estado mucho tiempo jugando y atrayendo la atención. Así que son bien conocidos desde lejos. Me verá dar con ellos en alguna parte del valle de Chini. Por favor, no pierda de vista la sombrilla.

Esta ondulaba como una campánula zarandeada por el viento descendiendo los valles y por los flancos de montaña, y el lama y Kim, que se guiaban por la brújula, siempre la adelantaban al anochecer cuando su portador se ponía a vender ungüentos y polvos.

—¡Vinimos por tal y tal camino! —El lama señalaba con dedo despreocupado las cumbres, y la sombrilla se deshacía en elogios.

Cruzaron un paso con nieve a la fría luz de la luna y el lama, burlándose ligeramente de Kim, atravesó con nieve hasta las rodillas, como un camello de Bactria, la raza peluda, criada en la nieve, que va por el caravasar de Cachemira. Avanzaron entre capas de nieve ligera y guijarros de esquisto salpicados de nieve en polvo, y se refugiaron de una tormenta en un campamento de tibetanos que bajaban deprisa sus pequeñas ovejas, cargadas cada una con un saco de bórax. Llegaron a cerros con hierba, jaspeados todavía de nieve, cruzaron bosques y desembocaron de nuevo en terrenos de hierba. A pesar de todas sus marchas, Kerdarnath y Badrinath no se mostraban impresionados; y sólo tras días de viaje, Kim, subido a un insignificante montículo de diez mil pies de altura, pudo ver que una joroba o cuerno de los dos grandes señores había, cambiado de contorno, de manera casi imperceptible.

Al fin entraron en un mundo dentro de otro mundo, un valle de muchas leguas donde las altas colinas estaban formadas por simples escombros y desechos caídos del regazo de la montaña. Aquí un día de marcha no les llevaba muy lejos, como una pesadilla en la que uno caminara con pies de plomo. Durante horas contornearon penosamente un saliente de montaña, pero he aquí que no era sino una protuberancia de un contrafuerte que sobresalía de la mole principal. Una pradera redondeada se revelaba, en cuanto habían llegado a ella, como una vasta meseta que se extendía hacia el valle a lo lejos. Tres días más tarde, no era sino un pliegue en el terreno hacia el sur.

—¡Seguro que los dioses viven aquí! —dijo Kim, vencido por el silencio y el impresionante movimiento y dispersión de las nubes tras la lluvia—. Este no es un sitio para hombres.

—Hace mucho mucho tiempo —dijo el lama, como para sí mismo—, le preguntaron al Señor si el mundo existiría siempre. A esto el Excelso no contestó… Cuando estuve en Ceilán, un sabio buscador lo confirmó a partir del evangelio escrito en pali. En realidad, puesto que conocemos la Senda hacia la libertad, la pregunta no tenía sentido, pero ¡mira y reconoce la ilusión,

chela! ¡Estas son las montañas verdaderas! Son como mis montañas de Such-zen. ¡Nunca hubo montañas así!

Por encima de ellos, todavía muy por encima, la tierra ascendía hasta la línea de nieve, trazada como con una regla, de Este a Oeste, a través de cientos de millas, donde se detenían los últimos abedules audaces. Por encima, emergiendo en escarpas y bloques, las rocas se afanaban en estirar sus cabezas por encima de la blanca capa de vaho. Más arriba aún, se extendían las nieves eternas, inmutables desde el comienzo de los tiempos, pero transformándose con cada variación del sol y de las nubes. Sobre su superficie se podían ver manchas y borrones, allí donde danzaban las tormentas y el repentino

wullie-wa[157]. Debajo de ellos, allí donde se pararon, el bosque descendía milla tras milla en una alfombra verdeazul; bajo el bosque había un pueblo con sus campos en terraza y sus inclinados pastos esparcidos aquí y allá. Bajo el pueblo sabían que, aunque en ese momento retumbaba y rugía allí una tormenta de truenos, un declive de mil doscientos o mil quinientos pies iba a dar al húmedo valle donde las corrientes, que engendraban al joven Sutlej, se juntaban.

Como de costumbre, el lama guio a Kim por senderos de ganado y caminos secundarios, lejos de la ruta principal a lo largo de la cual, el babu Hurree, ese «hombre miedoso», tres días antes había bregado con una tormenta ante la que nueve de cada diez ingleses hubiera cedido el paso gustoso. Hurree no era ni por asomo un cazador —el clic de un gatillo le demudaba el color— pero, como él mismo habría dicho, era un «perseguidor bastante

efeeciente», y había rastreado a fondo el gran valle con un par de binoculares baratos con un objetivo claro. Además, el blanco de las telas desgastadas de las tiendas destacaba desde lejos contra el fondo verde. Cuando se sentó en la era de Ziglaur, el babu Hurree había visto todo lo que quería ver a veinte millas a vuelo de águila y a cuarenta por carretera, es decir, dos pequeños puntos que un día estaban justo bajo la línea de nieve y al siguiente habían descendido quizás seis pulgadas por la ladera de la colina. Una vez limpias y listas para entrar en acción, sus piernas gordas y desnudas podían cubrir una sorprendente cantidad de terreno, y esa era la razón por la cual, mientras Kim y el lama se quedaban en Ziglaur, en una cabaña con goteras, hasta que la tormenta hubiera pasado, un bengalí zalamero, empapado, pero siempre sonriente, hablando el inglés más refinado con los giros más atroces, estaba ganándose el favor de dos extranjeros calados hasta los huesos y bastante reumáticos. Hurree entró en escena, dándole vueltas a varias estrategias, justo después de una tormenta de truenos que había partido un pino encima del campamento, y enseguida persuadió a una docena o dos de atemorizados culis de que el día no era favorable para seguir viaje, de modo que estos, por unanimidad, arrojaron sus cargas y se negaron a continuar. Eran súbditos de un rajá de las montañas el cual, como era la costumbre, arrendaba sus servicios a terceros para su ganancia personal; y, para colmo de sus desdichas, los

sahibs extranjeros ya los habían amenazado con rifles. La mayoría de ellos conocían desde hacía tiempo a los

sahibs y los rifles: eran batidores y

shikarris[158] de los valles del norte, hábiles rastreadores de osos y de cabras salvajes; pero nunca en su vida habían sido tratados de esa manera. Así que el bosque los acogió en su regazo y, a pesar de los juramentos y protestas, se negaba a devolverlos. No había necesidad de fingir locura o… el babu había pensado en otra manera de asegurarse una bienvenida. Escurrió sus ropas mojadas, se puso sus zapatos de charol, abrió su sombrilla azul y blanca, y con paso afectado y el corazón latiéndole en las amígdalas, se presentó como un «agente de su Alteza Real, el rajá de Rampur, caballeros. Por favor, ¿qué puedo hacer por ustedes?».

Los caballeros estaban encantados. Uno era obviamente francés, el otro ruso, pero hablaban un inglés no muy inferior al del babu. Ambos le rogaron que les prestara sus amables oficios. Sus sirvientes nativos se habían puesto enfermos en Leh.

Ellos se habían adelantado porque estaban ansiosos por llevar los trofeos de caza a Simia antes de que las pieles fueran carcomidas por las polillas. Traían consigo una carta de presentación (el babu le dedicó un

salam a la manera oriental) para los oficiales del Gobierno. No, no se habían encontrado con otras partidas de caza

en route. Iban por su cuenta. Tenían abundantes provisiones. Sólo querían avanzar tan pronto como fuera posible. En esto el babu descubrió entre los árboles a un montañés acobardado y tras tres minutos de charla y un poco de plata (uno no puede hacer economías al servicio del Estado, aunque el corazón de Hurree sangrara ante el gasto) los once culis y los tres acompañantes reaparecieron. Al menos el babu sería testigo de su opresión.

—Mi real señor se enfadará mucho, pero esta es sólo gente vulgar y muy ignorante. Me alegraría mucho si vuestras señorías cierran los ojos ante incidente desafortunado. En un momento cesará la lluvia y entonces podremos continuar. Han estado cazando ¿eh? ¡Buena proeza!

Hurree brincaba con agilidad de un

kilta a otro, pretendiendo ajustar cada uno de los cestos cónicos. Por lo general, el inglés no confía mucho en el asiático, pero nunca golpearía la mano de un babu servicial que, por accidente, hubiera volcado un

kilta con un hule rojo por encima. Por otra parte, nunca animaría a un babu a beber por muy afable que este fuera, ni le invitaría a comer carne. Los extranjeros hicieron todo eso y formularon muchas preguntas, sobre mujeres la mayoría, a las cuales Hurree respondió de forma desenfadada e improvisada.

Le dieron un vaso de un fluido blanco parecido a la ginebra, luego más, y al rato su seriedad se había esfumado. Hurree se volvió groseramente traicionero y habló en términos absolutamente indecorosos contra un Gobierno que le había obligado a recibir la educación de un blanco, pero había descuidado proveerle con el salario de un blanco. Farfulló historias de opresión y de agravios hasta que las lágrimas por las miserias de su país corrieron por sus mejillas. Luego, se alejó tambaleante, cantando canciones de amor de la baja Bengala y se derrumbó sobre un tronco húmedo. Nunca un desdichado producto del Gobierno inglés en la India se ofreció tan patéticamente a unos extranjeros.

—Son todos iguales —dijo en francés uno de los deportistas al otro—. Cuando lleguemos a la India propiamente dicha ya verás. Me gustaría visitar a su rajá. Uno podría dejar caer allí la palabra adecuada. Es posible que ya haya oído de nosotros y quiera mostrarnos su buena voluntad.

—No tenemos tiempo. Debemos llegar a Simia tan rápido como sea posible —replicó su compañero—. Por lo que a mí respecta, desearía que nuestros informes hubieran sido enviados desde Hilás, o incluso de Leh.

—El correo inglés es mejor y más seguro. Recuerda que gozamos de todas las facilidades, y ¡en nombre de Dios!, ¡las gentes se nos ofrecen por sí mismas! ¿No es de una estupidez increíble?

—Es orgullo, orgullo que merece y recibirá castigo.

—¡Sí! En nuestro Juego, enfrentarse a un colega continental es otra cosa. Hay un riesgo añadido, pero esta gente… ¡bah! Es demasiado fácil.

—Orgullo… sólo orgullo, amigo mío.

—Y ahora ¿de qué demonios sirve que Chandernagore esté tan cerca de Calcuta y todo eso —se dijo Hurree, roncando con la boca abierta sobre el musgo empapado—, si no puedo entender su francés? ¡Hablan tan

terriiblemente rápido! Habría sido mucho más fácil cortarles el cuello a estas malas bestias.

Cuando se presentó de nuevo, un dolor de cabeza le martirizaba; arrepentido, expresó con locuacidad su temor de que en su borrachera hubiera podido ser indiscreto. Quería al Gobierno inglés, fuente de toda prosperidad y honor, y su amo en Rampur era de la misma opinión. En ese momento, los hombres empezaron a burlarse de él y a citar sus palabras anteriores, hasta que poco a poco, con muecas desaprobadoras, sonrisas empalagosas y miradas maliciosas de astucia infinita, las defensas del pobre babu fueron derrotadas y le forzaron a contar… la verdad. Cuando más tarde le narraron la historia a Lurgan, lamentó en voz alta no haber podido estar en el lugar de los culis, testarudos y descuidados, que con felpudos de esparto sobre sus cabezas y las gotas de lluvia rellenando sus huellas y formando charcos, esperaban a que el tiempo cambiara. Todos los

sahibs que los culis conocían —hombres vestidos de cualquier manera que volvían alegremente año tras año a sus barrancos predilectos— tenían sirvientes, cocineros y ordenanzas, muy a menudo montañeses. Estos

sahibs de aquí viajaban sin séquito. Por eso debían de ser

sahibs pobres e ignorantes porque ningún

sahib en sus cabales seguiría el consejo de un bengalí. Pero el bengalí, surgido de algún sitio, les había dado dinero y podía desenvolverse en su dialecto. Acostumbrados al maltrato general entre los de su propio color, barruntaban una trampa en alguna parte y estaban preparados para escapar en cuanto la ocasión se presentara.

A través del aire recién lavado y humeante con los agradables olores de la tierra, el babu abrió camino pendiente abajo, caminando con orgullo delante de los culis y con humildad detrás de los extranjeros. Sus pensamientos eran muchos y varios. El menor de ellos les hubiera interesado muchísimo a sus compañeros. Pero era un guía agradable, siempre pendiente de señalar las bellezas de los dominios de su real señor. Poblaba las montañas con todo lo que a los caballeros les pudiera interesar abatir —antílopes, íbices o muflones y tantos osos como tuviera a bien el profeta Eliseo[159]—. Echaba parrafadas sobre botánica y etnología con una imprecisión inapelable, y su repertorio de leyendas locales, recordemos que era agente del Estado desde hacía quince años, era inagotable.

—Decididamente este tipo es un original —dijo el más alto de los dos extranjeros—. Es como la pesadilla de un correo vienes.

—Representa en pequeño la India en transición, la monstruosa hibridación entre Oriente y Occidente —replicó el ruso—. Somos

nosotros los que podemos tratar con los orientales.

—Ha perdido su propio país y no ha adoptado otro. Pero siente el odio más profundo hacia sus conquistadores. Escucha. Él me confió la noche pasada… —dijo el otro.

Bajo la sombrilla a rayas, el babu Hurree estaba aguzando el oído y el cerebro para seguir la rápida cascada de francés, manteniendo al mismo tiempo ambos ojos en un

kilta lleno de mapas y documentos, uno especialmente grande con una cubierta de doble hule. No deseaba robar nada. Sólo quería saber lo que había para robar y, llegado el caso, cómo escapar cuando lo hubiera robado. Agradeció a todos los dioses del Indostán y a Herbert Spencer el que todavía quedaran cosas valiosas que sustraer.

Al segundo día, la carretera subía en cuesta hacia un espolón con hierba, por encima del bosque, y fue en ese momento, hacia la puesta de sol, cuando se cruzaron con un anciano lama —aunque le llamaron bonzo— sentado con las piernas cruzadas ante un misterioso mapa, sujetado con piedras, que estaba explicando a un muchacho, un neófito a todas luces, de belleza singular aunque desaliñado. Ambos habían divisado la sombrilla a rayas a medio día de marcha y Kim había sugerido hacer una parada hasta que llegara a ellos.

—¡Ha! —exclamó el babu Hurree, tan lleno de recursos como el gato con botas—. Este es eminente hombre santo local. Probablemente súbdito de mi real señor.

—¿Qué está haciendo? Es muy interesante.

—Está explicando una pintura sagrada,

toda hecha a mano.

Los dos hombres se quedaron de pie con la cabeza descubierta bañados por la luz del atardecer descendiendo entre la hierba dorada. Los culis malhumorados, agradecidos por la parada, se detuvieron y dejaron sus cargas en el suelo.

—¡Mire! —dijo el francés—. Es como una pintura del nacimiento de una religión, el primer profesor y el primer discípulo. ¿Es budista?

—De alguna variante degradada —contestó el otro—. En las montañas no hay verdaderos budistas. Pero fíjate en los pliegues de sus ropajes. Fíjate en sus ojos, ¡qué insolencia! ¿Por qué nos hace sentir como si fuéramos un pueblo joven? —El hablante golpeó con pasión una hierba alta—. Aún no hemos dejado nuestra marca en ningún sitio. ¡En ningún sitio! Eso, me comprendes, es lo que me inquieta. —Y frunció el ceño ante la placidez del rostro y la calma monumental de la pose.

—Paciencia. Imprimiremos juntos vuestra marca, nosotros y vosotros, pueblo joven. Entre tanto, pinta su retrato.

El babu avanzó altanero; la pose de su espalda desentonaba con su habla deferencial o con su guiño a Kim.

—Santo, estos son

sahibs. Mis medicinas curaron a uno de una diarrea y voy a Simia para supervisar su recuperación. Desean ver tu pintura…

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