Kiki

Kiki


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Octubre, lunes

 

 

Tres meses habían transcurrido desde la última vez que estuvo en un avión con ese mismo destino: su hogar. Y ese viaje era nada menos que para asistir a la boda de su mejor amiga.

Angie tenía su boda soñada, en otoño.

Como dama de honor había participado, desde la distancia, en todas las elecciones; gracias a las videoconferencias estuvo presente en las pruebas de vestido, escogiendo los detalles… La boda se celebraría en una exclusiva casa de campo del siglo XVIII, restaurada y que era propiedad de unos conocidos de Marta. El lugar ya era espectacular en esa época del año, con una entrada presidida por dos hayedos, y con la hiedra en tonos rojizos cubriendo casi la totalidad de las paredes; con la decoración expresa para la ceremonia como cestos repletos de maravillas, esas flores naranjas pequeñitas, las calabazas, farolillos… parecía sacado de un cuento.

Y el novio tenía a la prometida con la que soñaba desde que era un crío.

Para Miguel, Angie fue su primer amor, según él desde los siete años y tenía claro que también sería el único. Tenía dieciséis años la primera vez que le pidió que saliera con él. La respuesta de mi mejor amiga fue un: “ni lo sueñes”. Con esa frase le dio largas durante casi nueve años. Miguel no perdió nunca la esperanza y siempre que tenía la oportunidad no la desperdiciaba para confesarle su amor incondicional y pedirle que fuera su chica.

Kiki recordó la noche en la que Miguelín celebró su mayoría de edad, serían sobre las tres de la mañana cuando, según él, “de forma casual” se encontraron a la salida de una discoteca. A pesar de ir algo ebrio, no perdió la costumbre y se acercó a Angie, la cogió por la cintura y le susurró:

—Ahora ya no me puedes rechazar por ser un niñato, sé mi chica.

—Ni lo sueñes.

—En mis sueños ya estamos casados, tenemos dos niños, un perro, una cacatúa, tres peces y una hipoteca.

Hacía apenas un mes que Angie les confesó a las chicas que aquella declaración le llegó al corazón y fue la primera vez que se planteó algo serio con él, “aunque fuera durante una fracción de segundo”.

Pero Miguel se fue a la universidad de Salamanca y volvió con un diploma de veterinario bajo el brazo; según Angélica, aquellos años lejos de casa le habían dado el grado de maduración óptimo.

La Navidad pasada se encontraron por casualidad en una librería del centro de Palma y fueron a tomar un café, que se alargó hasta la hora de la cena y luego hasta el desayuno. Miguel consiguió romper una a una las barreras y llegar a enamorar a Angie.

En agosto, como Victoria estaba en Roma para la exposición, sus amigas se escaparon hasta la ciudad del Vaticano donde pasaron el fin de semana celebrando la despedida de soltera de Angie, la de verdad. Lo pasaron genial, a pesar de que no hubo paseo en yate, ni un hotel con piscina en la terraza, ni clase de pole dance, como tampoco estríper… El estríper… Rai… Seguía teniendo el mismo efecto en ella, era pensar en él y sus latidos se le escurrían hacia la entrepierna convirtiéndose en contracciones.

 

La pareja que tenía sentados a su lado en el avión no paraban de hablar. Aunque no quería escuchar, no le dejaron más opción; no discutían, pero rozaban ese punto impertinente de quien ha vivido muchas primaveras al lado de otra persona y ya se conocen incluso mejor que ellos mismos.

—¿Su primera vez en la isla? —les preguntó en ruso, sonriendo.

—Sí —le contestó él. Vicky estaba sentada al lado de la ventana, la mujer en el del medio y el hombre en el asiento del pasillo—. ¿Y usted?

—No. Mi madre era rusa, pero nací en Mallorca.

—Ah, entonces es como una matrioska flamenca. —Sonrió, afable.

Solo de nombrar a las muñecas rusas, Rai apareció en la mente de Kiki. Se había auto prohibido pensar en él. Tenía controlada la parte consciente, a veces como en ese momento, una palabra lograba romper aquella veda y se colaba; pero la parte que no controlaba, para nada, era la del subconsciente, ahí no había prohibición que valiera. Soñaba con él, muchas noches. Casi todas. A pesar de que ella nunca lo admitiría, yo os puedo contar que cuando eso ocurría se despertaba con una sonrisa en los labios.

La pareja aprovechó que ella conocía la isla para pedirle algunos consejos y recomendaciones, cuando se enfrascaron de nuevo en aquella charla matrimonial, Kiki desconectó.

 

Aquel lunes de vuelta a Moscú en un jet privado acompañada de su jefe, se dio cuenta que sus días en el Fondo de diamantes serían contados. Victoria no se sentía cómoda y Popov se mostró de lo más colaborador cuando dos semanas después le habló de su proyecto y acordaron que se quedaría hasta terminar la exposición itinerante.

Y de nuevo volvía a tomar una decisión que se salía de su zona de confort, se arriesgaba a dejar un trabajo estable y seguro para aventurarse en abrir un negocio propio. Se había pasado todo el verano trabajando en ese proyecto dedicándole todas las horas libres y algunas que había robado al sueño. Sería una especie de cool hunter. Se había hecho un nombre en el mundo de la orfebrería y lo aprovecharía para encontrar diseñadores de joyas que tuvieran talento y un toque especial. Había pensado hasta en crear una tienda online donde venderlas. Utilizaría su reputación como una marca de distinción. No podía estar más contenta con la reacción de los orfebres cuando se había puesto en contacto con ellos y les había hablado de su proyecto. Una de las primeras con quien firmó un contrato fue con la marca Edelweiss, una chica que trabajaba desde los Alpes; sus joyas inspiradas en la naturaleza eran extraordinarias.

Dos días después de volver a Moscú, cuando aquella noche se tumbó en su cama, se puso a recordar. Se recreó repitiendo los momentos compartidos, la conversación y el coqueteo descarado en el Shunga, Rai el amante salvaje de la suite, Rai el policía que se preocupaba por ella. Su voz, sus besos… Fue al despertar cuando se auto impuso aquella prohibición.

 

El resto del vuelo lo pasó charlando con la pareja, mejor dicho, con Sergei, porque su mujer sacó una revista de cotilleos y se puso a leerla ignorándolos, y eso que estaba sentada entre los dos. Sergei le contó que habían tenido una tienda de barrio, pero que hacía poco se habían jubilado y ahora querían aprovechar para viajar y disfrutar de todas esas vacaciones que siempre habían aplazado. Le habló de sus dos hijas y de sus tres nietos; era un hombre charlatán que se notaba que echaba de menos el día a día en una tienda y el contacto con los clientes.

 

*

 

Kiki fue a recoger las maletas, mientras imaginaba qué cara podrían las chicas al verla allí, ya que no la esperaban hasta el viernes. ¡Como si fuera capaz de perderse todos los detalles y los últimos preparativos de la boda!

Estaba pasando el control policial cuando dos agentes se le acercaron por detrás y le pidieron que la acompañara. Asintió con la cabeza sorprendida por aquello y agarró fuerte el asa de la maleta mientras los seguía. No le dijeron nada, le cogieron su equipaje para dejarlo al lado de la puerta, la abrieron cediéndole el paso:

—Espere aquí, ahora vendrán.

—Pero, ¿qué pasa?

—Ahora se lo explican.

Cerraron la puerta y a Victoria le subió la bilis al verse en una habitación que parecía la típica sala de interrogatorios. No había ni una sola ventana, ni el típico espejo, nada. Cuatro paredes pintadas de gris, una mesa y dos sillas, una frente a la otra. La luz era un foco industrial y demasiado grande para el tamaño del cuarto. Era claustrofóbico e intimidante.

Los minutos fueron pasando y se fue impacientando. No quería sentarse, prefería estar de pie. A decir verdad, no podía estar quieta, caminaba de un lado a otro.

 

Estaba de espaldas cuando oyó la puerta abrirse. Se giró nerviosa y el aire se le atragantó en la garganta cuando vio quien entraba. Rai cerró sin despegar los ojos de la carpeta que tenía en las manos, caminó hasta la mesa, apartó una silla y se sentó. Victoria seguía petrificada.

—Siéntese, por favor —le pidió tajante tratándola de usted, pero aquella voz le resultó al mismo tiempo familiar y cercana.

Él, a conciencia tardó aún unos instantes, que para ella se hicieron eternos, en levantar la vista, hostil. Sus ojos, de nuevo la atraparon. Victoria se puso en alerta, y sacó su coraza, hizo repicar con fuerza sus tacones hasta apartar la silla y sentarse.

—Señorita Llyin —dijo él, llamándola por el apellido al que su madre había renunciado cuando sus padres la echaron de casa.

Victoria no se movió, ni hizo nada al ser descubierta.

—Lo sabía. Aquel lunes por la mañana frente a la comisaría, supe que no dejarías el caso, que irías hasta el final. —Sus ojos brillaron de forma especial y curvó, durante una milésima de segundo, los labios hacia arriba.

—Me halaga que me conozcas —admitió Rai alzando las cejas.

Se había dejado crecer la barba y Vicky lo encontró mucho más atractivo, si eso era posible.

—¿Habéis descubierto algo más del gánster ruso, el porqué de la despedida de soltera? —contraatacó ella.

—Sí, hemos avanzado, pero no puedo contarte nada, el caso sigue abierto.

Vicky asintió; dudó, pero al final lanzó la pregunta que llevaba meses preocupándola.

—Solo dime si Angie está involucrada.

—Ella no —respondió conciso. Dejando claro que otras personas sí lo estaban. Y el nombre de Jaime, el padre de Angie, volvió a resonar en la mente de Kiki.

—¿Por qué estoy aquí?

—He descubierto algo y quería contártelo.

—Soy toda oídos. ¿Solo yo?

—Estamos solos, sin escuchas; nada.

—¿Por qué debería creerte?

—Deberás confiar en mí. —Le dedicó aquella mirada verde que tan bien conocía y que conseguía hacerle hervir la sangre—. ¿Puedo? —Rai alargó la mano hacia el medio de la mesa. Ella sabía que le estaba pidiendo, pero no se lo dio.

—¿Qué es lo que has descubierto?

—El robo y la despedida de soltera de la hija de un gánster no tenían nada que ver, salvo por ti. El talento que tienes para las joyas lo llevas en la sangre. La historia del anillo, la que cuentas como si fuera una anécdota, es real y el orfebre fue tu tatarabuelo. Toda tu familia, por parte de padre, se ha dedicado siempre a las joyas, el imperio de cadenas de joyerías Llyin que hay por todo el país es impresionante.

—Yo no tengo nada que ver con eso.

—Lo sé. Repudiaron a tu madre en cuanto les dijo que estaba embarazada. Pero imagino que la historia del anillo pasó de generación a generación. Trabajar para el Fondo te daba los medios para buscar y saber qué había pasado con él. Lo encontraste, y por alguna razón, seguiste adelante como si nada. Además, con eso de la subasta, te paseabas con una copia que siempre lucías en el dedo. Algo premeditado, me temo. Como encargada de la exposición tenías acceso a los planos y los puntos flacos de todos los museos donde se alojaría la exposición. Pero el anillo que robaron era solo la copia, aquel día, durante la visita guiada, diste el cambiazo. Todo el tiempo tuvimos delante al verdadero anillo. Hasta en el hotel dijiste: “han robado una copia de este anillo”.

—Parece que has estado ocupado estos meses.

—Tengo que felicitarte, fue un buen plan, pero tengo algunas preguntas. ¿Por qué esperaste? ¿Por qué no cogerlo cuando lo encontraste? Otra duda es quién entró aquella noche y qué pasó con el relicario.

—Siento decirte que no puedo ayudarte. —Pero los dos sabían que estaba mintiendo.

Esperó porque podía, porque no tenía prisa. Había hecho una promesa a su madre: encontrar aquel anillo que formaba parte de la historia de su familia. Hasta se imaginó yendo a buscar a su abuelo y decirle quién era ella, Victoria, la nieta que rechazó, quien había encontrado el anillo familiar y ponía fin a aquella leyenda con la que su madre la dormía muchas veces de pequeña. Pero la verdad era que su abuelo nunca creyó en la leyenda, decía que era una patraña, un drama que otorgaba a una familia de orfebres un toque especial.

Rai tenía razón, como directora de la exposición tenía acceso a todos los planos de los museos, conocía los puntos débiles, los puntos negros que las cámaras no veían y tuvo tiempo de estudiar cada uno de ellos. En una subasta conoció a alguien, que conocía a alguien… Tener contactos en ese mundo siempre era interesante. La despedida le puso al alcance la tapadera perfecta, la inquietó que hubiera sido todo tan precipitado, pero era la oportunidad que estaba esperando. Como habían acordado, solo tuvo que llamar a un número de teléfono y dar una clave.

Qué pasó realmente aquella noche y por qué no se llevó a cabo todo el plan nunca lo supo porque ella no se presentó a la siguiente cita. Se había acordado forzar otra vitrina para despistar y que pareciese que no les había dado tiempo, pero ya no importaba. Tenía el verdadero anillo, lo que hiciera ese alguien con las piezas robadas, no era de su incumbencia, a decir verdad, prefería no saberlo.

Y sí, Victoria aquella noche buscaba una coartada, fue una jugarreta del destino que él resultara ser un agente de la INTERPOL, como también lo fue todo lo relacionado con Milenka y su padre, el gánster ruso.

—¿Por qué se retiró la denuncia?

—Supongo que ya has averiguado que parte del dinero y de las joyas que pasan por el Fondo no tienen una procedencia muy clara; a Popov no le interesa que la policía meta las narices.

—No sé si fue casualidad o no, pero te rodeaste de gente tan manchada que pasaste completamente desapercibida.

—Menos para ti.

—No sirve de nada negarlo. Lo que tengo claro es que, si yo aquella noche buscaba información, tú buscaste una coartada y ¿qué mejor que un poli?

—Tú mismo lo dijiste en el Shunga, nada es lo que parece. —Se levantó y caminó hasta la pared, necesitaba darle un momento la espalda, para cerrar los ojos y serenarse—. ¿Y ahora?

Se dio la vuelta lentamente y se encontró con que Rai también se había levantado y estaba a solo un paso de ella.

—¿A qué te refieres? —susurró con la voz ronca y Victoria alzó la cabeza para enfrentarlo.

—¿Qué tiempo tengo?

—¿Tiempo para qué? —la interrumpió.

—Para chantajearte, ¿coaccionarte? —Sonrió, perversa.

—Me encantaría ver cómo me coaccionarías.

—¿Me vas a detener?

Rai se inclinó un poco más hacia delante y agachó la cabeza para estar a la misma altura; la fragancia Sauvage impregnó el aire que la rodeaba.

—Si supieras las veces que te he imaginado esposada —susurró—, completamente desnuda y entregada a mis deseos. —Se incorporó de nuevo y su voz perdió aquel deje sensual—. Pero respondiendo a tu pregunta ¿Por qué debería hacerlo? ¿Por una joya que nadie reclama y que es tuya por herencia? ¿Puedo? —preguntó de nuevo tendiendo la mano hacia delante y esa vez Victoria sí estiró la suya y le mostró el anillo.

El roce de su piel con la suya hizo que a Kiki le vibraran hasta las pestañas. Aquello era una muestra del significado de la “combustión espontánea”.

«Dios, esa sensación…», pensó ella ahogando un suspiro.

—Así, ¿tan fácil? —susurró Vicky.

—«Fácil» fue lo que me dije cuando empecé a investigar, «fácil» fue lo que pensé cuando me propuse olvidarte.

El policía le hizo un repaso en exclusiva. Desde las botas altas de cuero marrón, siguiendo por el vestido que le llegaba a medio muslo, era de color verde botella y de manga francesa; complementaba el conjunto un gran foulard en tonos tierra que le impedían ver aquellos pechos que él conocía perfectamente. Llevaba el pelo suelto, lo tenía más largo y sintió ganas de enterrar las manos en él para acariciarle la nuca como sabía que a ella le gustaba.

—¿Y lo conseguiste? —le pidió Kiki poniendo su mano sobre el pecho de él y lo provocó desabrochando el tercer botón de la camisa. Era a cuadros en tonos negros y rojos, llevaba las mangas arremangadas hasta el codo; además vestía unos vaqueros negros y botas.

—No —admitió sin reservas—. ¿Y tú?

Rai la abrazó pasando un brazo a la altura de los hombros y el otro al final de la columna.

—Yo sí. No me permito pensarte, pero te cuelas en los sueños.

El efecto afrodisiaco de Rai sobre ella seguía intacto, a decir verdad, parecía haber aumentado.

—Me gusta saber que hemos compartido muchas más noches juntos.

Aquello era química. Una energía brutal y eléctrica que se creaba siempre que estaban juntos empezó a rozar límites alarmantes y Victoria lo empujó para tomar distancia.

—Creo que aquí ya está todo dicho, me voy; tengo una boda que organizar.

Esperó a ver la reacción de él, pero sorprendiéndola de nuevo, Rai fue hasta la puerta, la abrió y antes de irse ladeó la cabeza y le guiñó el ojo. Cuando ella salió, no había más que un guardia que le entregó el equipaje y le dijo que la acompañaba a la salida.

 

*

 

En el taxi de camino a su casa, Kiki no podía quitarse la sensación, una especie de temblor y hormigueo bajo la piel. Por fin estaba liberada, no solo tenía el anillo con ella, sino que también era libre. Nada de fantasmas, nada la perseguía. Ni ahora, ni nunca. Una parte de ella, aquella que Rai hubiera dicho que pertenecía a Victoria, le decía que no podía confiar en él, que no dejaba de ser un policía, pero Vicky la emocional y Kiki la salvaje le decían que, si había alguien a quien confiar aquel secreto, ese era a Rai. Eran dos contra una y ganaron la batalla. Al menos de momento.

Al llegar a casa lo primero que hizo fue ir al banco a hablar con su madre. Necesitaba ir allí y desahogarse hablándole al viento. Aquella tarde, Kiki sintió que de alguna forma su madre estaba a su lado, y supo que se estaba despidiendo de verdad, como si ya hubiera acabado y ya nada la retuviera allí. Vicky dudó que fuera por el anillo y la promesa que le había hecho, y sintió que si de verdad se iba era porque ella había aprendido a dejar de ser tan prudente y precavida y había empezado a vivir. Lo había hecho con Rai y también lanzándose con el nuevo negocio. Algo impensable un año atrás.

 

Cuando volvió, cogió el equipaje de la entrada y subió hasta la habitación. Quería sacar el vestido para la boda, tendría que llevarlo a la tintorería igualmente, pero no quería que se le arrugara de más. Dejó la maleta sobre la cama y al abrirla un tubo de cartón duro —de los típicos donde guardar posters o planos— estaba encima de todo, uno que ella no había puesto allí. Con manos temblorosas sacó el tapón y extrajo su contenido. Tuvo que sentarse cuando vio lo que era. Se llevó la mano a la boca y ahogó un grito, uno que salió medio gallito porque la risa se le escurría por la comisura hasta que acabó brotando a boca abierta.

En las manos tenía una estampa de Shunga. Una hecha a medida porque era la imagen de un hombre demasiado parecido a Rai con una mujer clavada a ella. Estaban en la misma postura que lo habían hecho la última vez, en el salón de esa misma casa, con Rai de rodillas, sentado sobre sus talones, y ella encima con el cuerpo inclinado hacia atrás. La cara de deseo de Rai, la de Kiki consumida por el placer… era puro erotismo. Alrededor estaba dibujado el acantilado y el resto era un cielo nocturno y estrellado. Dos noches mezcladas en una sola imagen.

Miró dentro del tubo por si había alguna nota, pero no había nada, hasta que giró la litografía:

¿Inmortalizar un recuerdo o hacer que todas nuestras noches sean así?

Debajo había un teléfono móvil.

Justo en ese momento Kiki tuvo una revelación; una en la que vio los próximos tres años de su vida.

Se vio llamándole para pedirle que lo acompañara a la boda de Angie, pero él le colgaría el teléfono sin darle una respuesta porque prefería dársela en persona. Que Rai tocaría el timbre de casa al cabo de medio minuto y cómo ella abriría la puerta y se tiraría a sus brazos.

 

Se vio acudiendo sola a la boda cuando él rechazó acompañarla porque Jaime, el padre de Angie y Lulu, era uno de los investigados y era mejor no relacionarse.

 

Se vio instalándose en la isla de forma definitiva y poniendo su negocio en marcha.

 

Se vio empezando una relación con él, una a distancia cuando Rai empezó a trabajar de infiltrado. Una que conllevaba echarle mucho de menos y estar siempre pendiente del teléfono. Una que implicaba acudir a citas clandestinas y de lo más surrealistas como encontrarse en los baños de mujeres del aeropuerto de Marsella, a las once de la noche, y en los que apenas les daría tiempo para comerse a besos y disfrutar de un orgasmo rápido, pero apoteósico y cargado de la adrenalina por no ser descubiertos.

 

Se vio la noche que él le pidió que se casara con ella. En la que, en lugar de ofrecerle un anillo, le entregó una muñeca rusa muy especial.

—Dice la leyenda que un día un carpintero llamado Sergei, de un trozo de leña que encontró en el bosque una helada mañana de invierno, talló una preciosa muñeca para que le hiciera compañía y a la que llamó Matrioska. Cada día la saludaba y ella empezó a responderle; a Sergei, en lugar de asustarlo, le gustó porque así tenía a alguien con quien hablar. Un día ella le dijo que quería ser madre, que sabía que sería doloroso, pero que en esta vida las cosas importantes requieren pequeños sacrificios. Sergei la cortó por la mitad y talló una réplica más pequeña a la que llamó Trioska. El tiempo pasó y ésta también quiso ser madre, el carpintero volvió a hacerlo: cortó y sacó a una mucho más pequeña y a la que llamó Oska. Pero ésta también quería descendencia, así que quedando poca madera hizo una mucho más pequeña, le puso un bigote y le dijo: tú eres Ka, y eres un hombre, así que no puedes tener hijos. Yo soy un hombre, y te prometo a ti, mi matrioska, que no puedo tener hijos, pero sí deseo ser padre y que cuidaré de ti y de nuestra familia el resto de mi vida.

Esa fue la forma que tuvo Rai de decirle que aquel hijo que estaba a punto de nacer y que había llegado de forma inesperada, era deseado.

 

Se vio el fin de semana de su despedida de soltera, la de verdad, y en la que las chicas organizaron las mismas actividades.

Se vio en la misma suite, vistiéndose con el mismo vestido.

Se vio en el local viendo como un estríper, vestido de policía, bailaba y a pesar de ser muy guapo, ella solo podía pensar en Rai. Como cuando el estríper le tendería la mano y ella se negaría a levantarse y bailar con él, pero que no serviría de nada porque en un visto y no visto estaría de pie y atada a unas esposas en la barra vertical. Vio a Rai apareciendo por sorpresa diciéndole que no sería una despedida de verdad si él no estaba allí. Como se besarían sin importarles estar dando el espectáculo y que todo el local los aplaudiera y jaleara.

Se vio en la plaza sentada a horcajadas sobre él y como Rai le pediría en susurros que le confesara algo.

—No recuerdo en qué orgasmo me enamoré de ti —admitiría antes de besarlo—. Dicen que el amor es un temblor, que cuando conoces a esa persona especial al tocarla sientes chispas; que cada vez que la ves notas ese cosquilleo de nervios en el estómago, pero yo no experimenté nada de eso. Solo sentí paz, contigo sentía que gravitaba en el nirvana. Me sentía bien, esa sensación de armonía y bienestar al estar en tu hogar. A confiar ciegamente en ti a pesar de que casi ni te conocía.

—Yo me refería a que me dijeras que no llevabas ropa interior, pero tu respuesta ha sido mucho mejor.

Como él sacaría un rotulador del bolsillo trasero y sería Rai quien dejaría un mensaje en el banco: Siempre.

 

Se vio llegando a casa cansada y triste porque lo echaba de menos. Como de forma automática miraría hacia la repisa donde estaba la muñeca rusa que él le había regalado. Era una matrioska hecha a medida. Tenía dos caras, en una había pintada una mujer, de pelo moreno y ojos azules, con un vestido de flamenca en dorado y negro y por la otra era un hombre de piel tostada y ojos verdes.

Como su estado de ánimo cambiaría al ver que la matrioska estaba puesta con la cara de ella, detalle que quería decir que Rai había vuelto de su misión y estaría para el nacimiento de su primer hijo. Y como en aquel momento oiría los pasos de él bajar las escaleras.

 

Después de aquella sucesión de imágenes sus labios estaban curvados hacia arriba, mostrando una sonrisa radiante y en sus ojos brillaba el deseo de hacer realidad cada una de ellas. Así fue como Kiki supo qué hacer a continuación. No solo con aquel mensaje que Rai había dejado detrás de la estampa junto a su teléfono, sino también con aquella pregunta que llevaba meses en suspensión: ¿y ahora qué?

Cogió su móvil y sin siquiera pestañear marcó el número.

—¿Tienes un traje?

 

FIN

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