Kepler

Kepler


II. Astronomia Nova

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II
Astronomia Nova

Estaba hasta la coronilla. Bajó como una tromba la empinada escalera, se detuvo y, dominado por una colérica confusión, miró en derredor. Un mozo cojo que empujaba una carretilla carraspeó y escupió; dos fregonas volcaron una tina con jabonaduras. ¡Por todos los santos, lo nombrarían dependiente, ayudante de un ayudante!

Herr Kepler, Herr Kepler, le ruego que espere un momento… —El barón Hoffmann jadeó pesaroso y corrió a su lado.

Tycho Brahe continuó en lo alto de la escalera, profundamente indiferente, evaluando una remota posibilidad.

—¿Qué quiere? —preguntó Kepler.

El barón, hombrecillo gris y legañoso, le mostró las manos vacías.

—Concédale un poco de tiempo, dele un respiro para que analice sus peticiones.

Él ya ha tenido más de un mes —alzó la voz ante el súbito clamor de los cascos—. He expuesto mis condiciones y sólo pretendo un mínimo de consideración. Él nunca hace nada. —Elevó aún más el tono de voz y la arrojó escaleras arriba con ánimo estentóreo—: ¡Nada!

Con la mirada perdida, Tycho Brahe enarcó ligeramente las cejas y suspiró. Con un aullido ululante, la jauría atravesó la puerta baja de las perreras y corrió por el patio: bestias ávidas, de patas canijas, sonrisa de orate y diminutos y apretados escrotos de color pardo rojizo. Kepler se lanzó atemorizado hacia la escalera pero se arredró a mitad de camino, paralizado por Tycho el Terrible. El danés lo contempló con maliciosa satisfacción y se calzó los guantes. El barón Hoffmann dirigió una última mirada inquisitiva al amo de Schloss Benatek y por último, encogiéndose de hombros, preguntó a Kepler:

—Señor, ¿no se queda?

—No me quedo. —Su voz sonó insegura.

Aparecieron Tengnagel y el joven Tyge, que entrecerraron los ojos a causa del resplandor, embotados por la resaca de la cogorza de la noche anterior. Se alegraron de ver tan nervioso a Kepler. Los mozos acercaron los caballos. Calmados, los perros se pasaban la lengua por las partes o se apoyaban meditabundos en las paredes, pero volvieron a entrar en frenesí al oír la ronca llamada de un cuerno. La bruma de polvo plateado desplegó sus velas al viento y se movió perezosamente hacia la puerta. Una mujer se asomó sonriente al balcón y en el cielo se abrió un panel que derramó sobre Benatek el generoso sol de abril, dorando el polvo arremolinado.

El barón fue en busca de su carruaje. Kepler se puso a pensar. ¿Qué le quedaba si renunciaba al mecenazgo a regañadientes de Tycho? El pasado había desaparecido… Tubinga, Graz, todo se había esfumado. Con los pulgares encajados en el cinturón y tamborileando los dedos sobre la tensa ladera de la tripa, el danés se lanzó escaleras abajo. El barón Hoffmann descendió del carruaje y Kepler le tironeó de la manga al tiempo que mascullaba:

—Quisiera… quisiera…

El barón aguzó el oído.

—Hay tanto ruido que no…

—Quisiera… —chilló—, quisiera disculparme. —Cerró los ojos un instante—. Perdóneme, yo…

—Vamos, le aseguro que no es necesario.

—¿Cómo?

El viejo sonrió de oreja a oreja.

Herr profesor, me encanta ayudarlo.

—No, no, me refiero a él, a él.

¡Por todos los santos, estaba en Bohemia, depósito de sus más grandes esperanzas! Tycho montaba dificultosamente con la ayuda de dos esforzados lacayos. El barón Hoffmann y el astrónomo lo miraron asombrados cuando con un gruñido se inclinó sobre el lomo tenso del equino y esgrimió ante sus caras un culo grande cubierto de cuero. El barón suspiró y se acercó a hablar con él. Sentado y jadeante, Tycho lo escuchó con impaciencia. Mientras bebían la del estribo, Tengnagel y el joven danés miraban la escena muy divertidos. La disputa entre Tycho y su último colaborador había sido la principal distracción del castillo desde la llegada de Kepler, hacía un mes. Sonó el bugle y, cual una enorme máquina ruidosa, Tycho avanzó rodeado de cazadores, dejando tras de sí el moreno regusto de la polvareda. El barón Hoffmann fue incapaz de afrontar la desesperada mirada de Kepler.

—Lo llevaré a Praga —murmuró y se metió deprisa en el santuario del carruaje.

Kepler asintió atontado y un pálido horror se abrió a su alrededor, en el aire arremolinado. ¿Qué he hecho?

Traquetearon por el estrecho sendero de la colina. El cielo sobre Benatek lucía una lívida mancha nublada y los cazadores, que se dispersaron por los campos, seguían iluminados por la luz del sol. Kepler les deseó para sus adentros una mala jornada y que, con un poco de suerte, el danés se partiera la crisma. Encajada a su lado en el estrecho asiento, Barbara temblaba con muda cólera y acusación (¿Qué has hecho?). Aunque no quería mirarla, tampoco podía contemplar demasiado rato el espectáculo traqueteante que se divisaba desde la ventanilla del carruaje. Ese rodeo campestre de lagunas infinitas y marismas eternamente anegadas (¡al que en sus cartas Tycho había bautizado como la Venecia de Bohemia!) afectaba su mala vista con esas perspectivas fracturadas de brillo azogado y las tremolosas distancias gris azulado.

—… desde luego —decía el barón— aceptará las disculpas pero… bueno, sugiere que las presente por escrito.

Kepler lo miró fijamente.

—¿Quiere…? —Su ojo y su codo organizaron una demoníaca danza de contorsiones—. ¿Quiere que le presente una disculpa por escrito?

—Ni más ni menos, sí, es lo que dijo. —El barón tragó saliva y desvió la mirada con sonrisa enfermiza.

Regina, que viajaba a su lado, lo observaba atentamente, como miraba siempre a los adultos, como si de repente el barón pudiera hacer algo maravilloso e inexplicable: echarse a llorar o inclinar la cabeza hacia atrás y aullar como un mono. Kepler también lo contemplaba y pensaba apenado que ese hombre era un vínculo directo con Copérnico: en sus años mozos el barón había contratado a Valentine Otho, discípulo de Von Lauchen, para que le diera clase de matemáticas.

—También exige una declaración de discreción, es decir, que se comprometa bajo juramento a no revelar a… a otros los datos astronómicos que pueda proporcionarle en el transcurso del trabajo. Por lo que tengo entendido, cuida celosamente sus observaciones sobre Marte. A cambio garantiza alojamiento para usted y su familia y se ocupará de presionar al emperador para que confirme la continuación de su salario estirio o, de lo contrario, le concederá personalmente una subvención. Herr Kepler, éstas son las condiciones. Yo le aconsejo…

—¿Que acepte? Sí, sí, acepto, por supuesto.

¿Y por qué no? Estaba harto de conceder tanta importancia a su dignidad. El barón lo miró fijo y Kepler parpadeó: ¿percibió desdén en esos ojos acuosos? Maldita sea, Hoffmann nada sabía de lo que significaba ser pobre y proscrito, tenía tierras, título y un lugar en la corte. En ocasiones esos patricios reblandecidos lo asqueaban.

—¿Y qué pasa con nuestras condiciones, nuestras demandas? —preguntó Barbara, a punto de atragantarse.

Nadie respondió. Con cierta culpa, Kepler se preguntó por qué casi siempre los estallidos más apasionados de su mujer obtenían como respuesta el mismo silencio carraspeante y de ojos vidriosos. El carruaje se sacudió a causa de un bache y oyeron que el cochero lanzaba una sarta de improperios al caballo. Kepler suspiró. Su mundo se componía de las ruinas de una morada inmemorial e infinitamente más sutil; las piezas eran preciosas y bellas, tanto como para partirle el corazón, pero no encajaban.

La casa del barón se alzaba en la colina de Hradschin, junto al palacio imperial y, por encima de Kleinseit, daba al río, al barrio judío y, algo más distante, a los suburbios de la ciudad vieja. Había un jardín con álamos, veredas a la sombra y un estanque pletórico de carpas. Hacia el norte, el lado del palacio, las ventanas miraban ajardines iridiscentes y un muro de color gamuza, cielos repentinos atravesados por una aguja y pendones morados que ondulaban en la intimidada inmensidad. Desde esas ventanas, en una ocasión a Kepler se le concedió el vistazo inolvidable de un caballo encabritado y un podenco rampante, armiño y esmeralda, barbinegro, mano pálida y ojos oscuros y desconsolados. Fue lo más cerca que estuvo del emperador durante muchísimo tiempo.

La baronesa estaba sentada ante el escritorio de la biblioteca y, con ayuda de un cuerno de marfil, espolvoreaba tiza sobre un trozo de pergamino. Se incorporó cuando entraron, lanzó un suspiro sobre el papel y los observó con un gesto lejanamente parecido a una sonrisa.

—Vaya, doctor… y Frau Kepler… han vuelto a nuestro seno.

Era un águila descolorida, alta como su marido y tan demacrada como él, con un vestido de raso de color azul metálico, dividida la atención entre los visitantes y la carta que esgrimía en la mano.

—Querida —murmuró el barón e hizo una ahíta reverencia.

Hubo un breve silencio y la baronesa volvió a sonreír.

—¿El doctor Brahe no los acompaña?

—Señora, he sido cruelmente utilizado por ese hombre —estalló Kepler—. Me apremió, me suplicó que viniera a Bohemia. ¡Pues aquí estoy y me ha tratado como si fuera un vulgar aprendiz!

—¿Ha tenido un desacuerdo con nuestro buen danés? —preguntó la baronesa y súbitamente concentró toda su atención en los Kepler.

Regina captó el susurro de ese tono sedosamente agorero y asomó por detrás de su madre para echar un buen vistazo a la impresionante y alta dama vestida de azul.

—Le presenté —dijo Kepler—, le presenté una lista con las pocas condiciones que debe satisfacer si quiere que me quede y trabaje con él. Por ejemplo, exi… mejor dicho, le pedí alojamiento separado para mi familia y para mí. Le aseguro que esa morada es una casa de locos. También solicité determinada cantidad de alimentos…

—¡Y leña! —espetó Barbara.

—Y leña, expresamente apartada…

—Para nuestro uso, eso es.

—Sí… para nuestro uso. —Kepler bufó furioso. Imaginó que le pegaba, sintió en las raíces de los dientes los dulces golpes de la palma de su mano en el antebrazo regordete—. También le pedí, déjeme pensar, sí, también le pedí que me procurara un salario imperial…

—Su majestad… su majestad es… difícil —se apresuró a intercalar el barón.

—Fíjese, mi señora —barbotó Barbara—, mire a lo que nos vemos obligados, a mendigar alimentos. Y ustedes fueron tan amables cuando llegamos, nos proporcionaron cobijo…

—Así es —comentó pensativa la baronesa.

—Señor, señora, yo me pregunto si nuestras demandas son excesivas —chilló Kepler.

El barón Hoffmann se sentó lentamente.

—Ayer el doctor Brahe, el doctor Kepler y yo abordamos la cuestión —dijo el barón con la mirada fija en el dobladillo del vestido de su esposa.

—¿De verdad? —preguntó la baronesa, que a cada instante que pasaba se semejaba más a un águila.

—¿Y qué pasó?

—¡Esto! —gritó Barbara, como si graznara—. ¡Fíjese, nos han arrojado a la vera del camino!

El barón apretó los labios.

—No es así, gnädige Frau, no es así. Sin embargo, es verdad que el danés está enfadado.

—Ah —suspiró la baronesa—. ¿Por qué?

Las gotas de lluvia tamborilearon en la ventana tocada por el sol. Kepler se encogió de hombros.

Yo no lo sé. —Barbara lo miró—. ¡Aunque me acusa de ello, jamás dije que el sistema ticónico partiera de un concepto erróneo! Me… me limité a observar uno o dos puntos débiles debido, según mi modesto entender, a una aceptación apresurada de premisas dudosas, del mismo modo que una perra con prisas produce cachorros ciegos. —La baronesa se llevó rápidamente la mano a la boca para toser, ademán que, de no haber sabido Kepler que se trataba de una dama noble plenamente consciente de la gravedad del momento, podría haber confundido con una risilla—. Además, está mal concebido, es algo monstruoso engendrado por Tolomeo a partir del egipcio Herakleides. ¡Verá, señora, sitúa la tierra en el centro del mundo y hace que los cinco planetas restantes giren alrededor del sol! Funciona, desde luego, en lo que a las apariencias se refiere… pero daría lo mismo poner cualquier planeta en el centro y el fenómeno seguiría a salvo.

—¿A salvo? —La mujer se volvió hacia el barón para que se lo aclarara.

Hoffmann desvió la mirada y se rascó la barbilla.

—Sí, el fenómeno —insistió Kepler—. Pero sólo es un truco de nuestro danés, con el que pretende satisfacer a los escolásticos sin negar del todo a Copérnico… ¡lo sabe tan bien como yo y prefiero que me cuelguen a pedir disculpas por decir la verdad! —Se puso en pie y se atragantó con una súbita burbuja de cólera—. Discúlpenme, la cuestión es sencilla: está celoso de mí, de mi comprensión de nuestra ciencia… sí, sí… —Caminó atropelladamente alrededor de Barbara, pese a que no había hecho ademán de protestar—. Pues sí, está celoso. Y está envejeciendo, tiene más de cincuenta años… —La baronesa alzó la ceja izquierda trazando un arco de sorpresa—. Le preocupa su reputación futura y prefiere que ratifique su teoría sin valor obligándome a convertirla en la base de mi trabajo. Pero…

Kepler calló, se volvió y aguzó el oído. La música llegaba de lejos y la melodía se tomaba suave y extrañamente alegre por la distancia. Se acercó a la ventana sin prisa, como si acechara una pieza excepcional. El chubasco había pasado y el jardín resplandecía. Cruzó las manos a la espalda, se balanceó delicadamente y contempló los álamos y el estanque deslumbrante, las empapadas nubes de flores, el jardín que cual un rompecabezas intentaba colarse entre las barandillas de piedra de un balcón. ¡Cuán inocente, qué inanemente bella era la superficie del mundo! El misterio de las cosas simples lo sobrecogió. Una golondrina festiva trazó un rizo en medio de una borrasca de humo color lavanda. Volvería a llover. Tararí, tarará. Sonrió y prestó atención: ¿era la música de las esferas? Al darse la vuelta, se sorprendió de ver que los presentes seguían como antes y lo observaban con ligera expectación. Consternada, Barbara soltó una exhalación. Barbara conocía, ay, conocía esa mirada, esa máscara hueca y afablemente sonriente desde la que un demente concentrado vigilaba con ojos llameantes. Se apresuró a explicar al barón y a su quisquillosa consorte que nuestra principal preocupación, como pueden ver, nuestra principal preocupación es… Kepler suspiró, lamentándose de los balbuceos de Barbara que movía su boca minúscula como una lela. Se frotó las manos y se apartó de la ventana, decidido a ir al grano. Ahogó implacablemente los barboteos de Barbara, que siguieron sonando como una confusión de burbujas que escapan de la boca de un pez sorprendido.

—Escribiré… escribiré la carta, pediré disculpas, haré las paces. —Sonrió a todos, como si esperara sus aplausos. La música volvió a sonar, ahora más próxima: era un conjunto de instrumentos de viento que tocaba en los jardines de palacio—. Sí, creo que me llamará, lo comprenderá. —Después de todo, ¿qué importancia tenía esa disputa?—. ¡Un nuevo comienzo! Señora, ¿me permite la pluma?

Al anochecer estaba otra vez en Benatek. Se disculpó, hizo el juramento de discreción y Tycho ofreció un banquete, música, juerga delirante y un ternero engordado chisporroteando en el espetón. El estrépito del comedor era un rugido constante atravesado por la rotura de algún plato o los chillidos de una criada a la que una mano audaz había pellizcado. La tormenta de primavera que había amenazado todo el día chocó súbitamente contra las ventanas, haciendo temblar los reflejos de las velas encendidas. Tycho estaba en un gran momento, gritaba, bebía y daba golpes con el bock, con la nariz roja y chorreantes las puntas de su mostacho pajizo. A su izquierda se encontraba Tengnagel que, con brazo de propietario, rodeaba la cintura de Elizabeth —la hija del danés—, una chiquilla conejil de pelo ceniza corto y nariz sonrosada. Su madre, doña Christine, era una mujer gorda y melindrosa cuyos veinte años de concubinato con el danés ya no sorprendían a nadie, salvo a ella misma. También estaban presentes el joven Tyge, siempre burlón, y Christian Longberg, el ayudante principal del danés, un mocetón sacerdotal, granujiento, ojeroso, ávido y consagrado a Onán. Kepler volvía a sentirse irritado. Esa jarana despreocupada no le interesaba y deseaba poner sus manos —ahora mismo, esa misma noche— en el tesoro de observaciones planetarias de Tycho.

—Usted me encarga la órbita de Marte… espere un momento, déjeme hablar, me encomienda esa órbita, uno de los problemas más difíciles que existen, pero no me da indicaciones sobre el planeta. Por favor, déjeme hablar, ¿cómo quiere que lo resuelva?, ¿cómo supone que puedo resolverlo?

Tycho se encogió de hombros y se dirigió a los reunidos alrededor de la mesa:

—De Tydske Karle ere allesammen halv gale.

El enano Jeppe, sentado a los pies de su amo, bajo la mesa, rió con disimulo.

—Mi padre —intervino intempestivamente doña Christine—, mi padre se quedó ciego por beber toda su vida como un energúmeno. Querido Brahe, bebe otra copa de vino.

Christian Longberg cruzó las manos como si estuviera a punto de rezar.

Herr Kepler, ¿se propone resolver el problema de Marte? —La idea le provocaba una ligera sonrisa.

Kepler se dio cuenta de que el joven le recordaba a Stefan Speidel, otro pedante traidor.

—Señor, ¿acaso no me cree capaz? ¿Quiere que hagamos una apuesta… por ejemplo, de cien florines?

—¡Magnífico! —exclamó el joven Tyge—. ¡Por Laertes, cien florines!

—Prepárese, Longberg —gruñó Tengnagel—. Será mejor que fije fecha o tendrá que esperar a la eternidad para cobrar sus ganancias.

—¡Siete días! —se apresuró a decir Kepler, puro pavoneo y sonrisa al tiempo que se le retorcían las entrañas. ¡Dios mío, siete días!—. Sí, concédame siete días libre de cualquier otra tarea y lo haré… un momento, siempre que —se humedeció los labios nervioso—, siempre que se me garantice acceso total y sin obstáculos a las observaciones, a todas, a todo.

Tycho puso cara de pocos amigos porque se apercibió de la añagaza. Se había excedido, los comensales lo observaban y, para colmo, estaba borracho. Titubeó. Esas observaciones le concederían la inmortalidad. Acumularlas le había llevado veinte años de laborioso esfuerzo. La posteridad podía olvidar sus libros, ridiculizar su sistema del mundo y reírse de su vida extravagante, pero ni siquiera el futuro más despiadado que quepa imaginar dejaría de honrarlo como genio de la exactitud. ¿Y ahora tenía que entregar todo a ese joven advenedizo? Asintió, volvió a encogerse de hombros y reclamó más vino, aprovechando al máximo la situación. Durante unos segundos Kepler se compadeció de su mecenas.

—En este caso, señor, la apuesta está hecha —dijo Longberg, con una mirada que cortaba el aire.

Un grupo de acróbatas itinerantes se presentó en el comedor, resollando, dando tumbos y palmas. ¡Siete días! ¡Cien florines! ¡Hurra!

Siete días se convirtieron en siete semanas y la empresa le estalló en la cara. Había parecido una tarea nimia, meramente una cuestión de elegir tres posiciones para Marte y, a partir de éstas, definir mediante geometría simple el círculo de la órbita del planeta. Hurgó en los tesoros de Tycho, se revolcó entre ellos, lanzando ladridos de gozo perruno. Escogió tres observaciones realizadas por el danés en la isla Hveg en un período de diez años y puso manos a la obra. Antes de saber qué ocurría, retrocedió envuelto en una nube de humo sulfuroso, tosiendo, zumbándole los oídos, con fragmentos de cálculos rotos clavados en el cerebro.

Todo Benatek estaba encantado. El castillo se regodeó con el espectáculo del irascible hombrecillo golpeado en pleno rostro por sus propios alardes. Ni siquiera Barbara pudo disimular su satisfacción y le preguntó dónde podían conseguir los cien florines que Christian Longberg reclamaba a grito pelado. Sólo Tycho Brahe guardó silencio. Kepler se retorció, pidió una semana más a Longberg, alegó pobreza y salud quebrantada y negó haber hecho una apuesta. En el fondo, los insultos y las risas le importaban un bledo: estaba ocupado.

Desde luego, se había mentido a sí mismo con tal de hacer la apuesta y embaucar a Tycho: Marte no era nada sencillo. Había guardado su secreto durante milenios, desafiando mentes más sutiles que la suya. ¿Cómo podía interpretarse un planeta, el plano de cuya órbita, según Copérnico, oscila en el espacio y el valor de la oscilación no depende del sol, sino de la posición de la tierra? ¿Cómo podía interpretarse un planeta que, trazando un círculo perfecto a velocidad uniforme, tarda distintos períodos de tiempo en cubrir porciones idénticas de su recorrido? Había supuesto que éstas y otras rarezas no eran más que bordes irregulares que había de recortar antes de abordar el problema de definir la órbita. Ahora supo que, por el contrario, era un ciego que tenía que reconstruir un diseño uniforme e infinitamente complejo a partir de unas pocas prominencias dispersas que, con engañosa inocencia, cedían al contacto con las yemas de sus dedos. Así, siete semanas se convirtieron en siete meses.

A principios de 1601, cuando estaban a punto de cumplir su primer y turbulento año en Bohemia, llegó de Graz el mensaje de que Jobst Müller estaba agonizando y reclamaba a su hija. Kepler aprovechó la excusa para interrumpir el trabajo. Apartó cuidadosamente de su muñeca los colmillos del trabajo —espera, no aúlles— y se alejó sereno, con la ilusión de que esa bestia esbelta y tensa lo aguardaba agazapada, dispuesta a saltar, con el giro de una llave, con la solución del enigma de Marte sujeta entre las garras. Cuando llegaron a Graz, Jobst Müller ya había muerto.

La muerte del padre desencadenó en Barbara una extraña lasitud melancólica. Se ensimismó, se enroscó en alguna cámara interior y secreta de la que de vez en cuando dejaba escapar un barboteo quejumbroso, hasta el extremo de que Kepler temió por su cordura. La cuestión de la herencia la obsesionaba. Machacó sobre el tema con macabra perseverancia, como si estuviera metiendo las narices en el cadáver propiamente dicho.

Tampoco había motivos que fomentaran sus temores más sombríos. Seguían en vigor los interdictos del archiduque contra los luteranos y cuando Kepler quiso convertir en dinero contante y sonante las propiedades de su esposa, las autoridades católicas lo amenazaron y lo timaron. Sin embargo, esas mismas autoridades lo aclamaron al son de trompetas en su condición de matemático y cosmólogo. En mayo, mes en que tuvieron la sospecha de que confiscarían toda la herencia, invitaron a Kepler a montar en la plaza del mercado de la ciudad un aparato de su propia factura con el que observar el eclipse de sol que había pronosticado. Se reunió un gentío numeroso y respetuoso que miró boquiabierto al mago y su máquina. La ocasión se convirtió en un gran éxito. Los burgueses de Graz apartaron un ojo desconcertado y lagrimeante de la imagen rutilante de su cámara oscura, lo golpearon indulgentemente con sus barrigas y declararon que era genial. Después Kepler se dio cuenta de que un carterista, aprovechando la penumbra del eclipse a mediodía, lo había despojado de treinta florines. Fue una pérdida ínfima comparada con lo que le robaron en impuestos estirios, pero pareció sintetizar lo mejor del lamentable asunto de despedirse del terruño de Barbara.

El día de la partida su esposa estaba hecha un mar de lágrimas. No hubo modo de consolarla, le prohibió que la tocara, se quedó inmóvil y dejó escapar por su boca temblorosa una larga y oscura cinta de angustia. Johannes revoloteó a su alrededor, hendido de compasión rodeando impotentemente el aire con sus brazos de simio. Al final, Graz había significado muy poco para él y Jobst Müller aún menos, pero reconoció perfectamente la pena que, bajo el cielo plomizo de la Stempfergasse, ennobleció durante unos instantes a su pobre, gorda y estúpida esposa.

Al retornar a Bohemia, encontraron a Tycho y a su circo provisionalmente alojados en la Posada del Grifo Dorado, a punto de trasladarse a la casa de Curtius en el Hradschin, morada que el emperador había comprado a la viuda del vicecanciller para cedérsela a Tycho. Kepler no podía creerlo. ¿Qué pasaba con las famosas campanas de los capuchinos? ¿Y con Benatek, con los esfuerzos y los gastos consagrados a su reconstrucción? Tycho se encogió de hombros: prosperaba con el derroche, con el majestuoso despilfarro de fortunas. El carruaje lo aguardaba bajo el letrero de la posada. Había espacio para Barbara y la niña. A Kepler le tocaba caminar. Subió jadeante la empinada colina de Hradschin, hablando para sus adentros y meneando su perturbada cabeza. Una compañía de la caballería imperial estuvo a punto de atropellarlo. Al llegar a la cumbre se dio cuenta de que había olvidado dónde se encontraba la casa y al preguntar, le dieron indicaciones incorrectas. Los centinelas de la puerta de palacio lo miraron recelosos cuando pasó por tercera vez. Hacía calor y el sol era un ojo gordo clavado en él con malicioso regocijo; miraba constantemente por encima del hombro con la esperanza de entrever una calle conocida a punto de apoderarse rápidamente del complicado paisaje que había montado con el propósito de desconcertarlo. Podría haber pedido ayuda en casa del barón Hoffmann, pero no era acogedora la idea de la mirada inflexible de la baronesa. Giró en una esquina y se dio cuenta de que había llegado. Ante la puerta había un carro y figuras heroicamente cargadas, con las piernas separadas, subían a duras penas la escalera. Doña Christine se asomó por una ventana del primer piso y gritó algo en danés; todos hicieron un alto y la contemplaron con una especie de sorpresa estupefacta y sin expectativas. La casa despedía una atmósfera desconsolada y desconcertada. Kepler deambuló por las espaciosas habitaciones vacías. Lo llevaron de regreso al vestíbulo, como si amablemente intentaran decirle algo. La tarde estival vacilaba en el umbral y en un gran espejo un paralelogramo de pared iluminado por el sol mantenía una inclinación jadeante, con una mancha más clara en el lugar del que habían quitado un cuadro. El ocaso fue una rúbrica de oro y en los jardines de palacio gorjeaba un mirlo extasiado. La niña Regina se encontraba al otro lado del umbral con la mirada perdida, cual la dorada figura de un friso. Kepler se mantuvo en las sombras, atento a los latidos de su corazón. ¿Qué veía Regina que tanto la absorbía? Podría haber sido una minúscula novia asomada a la ventana la mañana de su boda. En la escalera, a sus espaldas, resonaron pisadas y doña Christine bajó corriendo, sujetándose las faldas con una mano y esgrimiendo un atizador en la otra.

—¡No quiero a ese hombre en mi casa!

Kepler miró atentamente a doña Christine. Cabizbaja, Regina pasó deprisa junto a su padrastro y entró en la casa. Johannes se volvió y al pie de la escalera vio que se detenía una figura a lomos de una mula extenuada. El hombre vestía andrajos y apretaba contra el cuerpo un brazo vendado, como si fuera el sucio hato de pertenencias de un mendigo. Desmontó y subió la escalera a duras penas. Doña Christine se plantó en la puerta, pero el hombre la rodeó, mirando distraídamente a su alrededor.

—Estuve en Benatek, en el castillo —masculló—. ¡Ya no queda nadie!

La idea le causó gracia. Se sentó en una silla, junto al espejo, y sin prisa quitó el vendaje del brazo herido, arrojando al suelo espiral tras espiral de venda con una mancha de sangre regularmente repetida y cada vez más notoria, mancha que tenía la forma de un cangrejo cobrizo con un rubí rojo y húmedo en el centro. La herida, una rajadura de espada, estaba profundamente infectada. El hombre la observó con asco y presionó con cuidado el lívido cerco.

Porco Dio —murmuró y escupió en el suelo.

Doña Christine alzó los brazos en señal de desesperación y se alejó, hablando para sus adentros.

—Mi esposa puede vendarle la herida —dijo Kepler.

De un bolsillo del jubón de cuero el italiano sacó un trozo de trapos sucios, lo rasgó con los dientes y envolvió la herida. Alzó las puntas para que alguien las atara. Al agacharse Kepler percibió el calor de la carne supurante y su picante hedor.

—Por lo que parece, aún no lo han ahorcado —comentó el italiano.

Kepler lo contempló y al levantar lentamente la mirada hacia el espejo, vio a Jeppe a sus espaldas.

—Todavía no, amo, todavía no —intervino el enano sonriente—. ¿Y qué hay de usted?

Kepler volvió a mirar al italiano.

—Fíjese, está herido, su brazo…

El italiano rió, se recostó sobre el espejo y se fundió con su propia imagen.

Lo llamaban Félix. De él se contaban diversas historias. Había luchado contra los turcos, embarcado con la flota napolitana. Por lo que decía, había sido alcahuete de todos los cardenales de Roma. Se había cruzado por primera vez con el danés en Leipzig, dos años atrás, cuando Tycho deambulaba hacia el sur, rumbo a Praga. El italiano se había fugado, hubo una pelea por una puta y murió un guardia vaticano. Estaba hambriento y Tycho lo contrató para que escoltara a Bohemia sus animales domésticos, con lo que mostró un insólito sentido del humor. De todos modos, la broma salió mal. Tycho jamás le perdonó la pérdida del alce. Alertado por doña Christine, salió rugiendo al vestíbulo para echarlo con cajas destempladas. Pero Kepler y el enano ya lo habían hecho desaparecer en el primer piso.

Daba la impresión de que moriría. Pasó días enteros tendido en un jergón en una de las enormes estancias vacías del ático, delirando y blasfemando, enloquecido por la fiebre y la pérdida de sangre. Temeroso de que estallara el escándalo si el renegado moría en su casa, Tycho mandó llamar a Michael Maier, el médico imperial, un hombre discreto y meticuloso. Le aplicó sanguijuelas, le administró un purgante y jugó ansioso con la idea de amputarle el brazo envenenado. El tiempo era cálido y no había brisa, la habitación parecía un horno; Maier ordenó que cerraran la ventana y corrieran las cortinas para evitar la influencia malsana del aire puro. Kepler pasó muchas horas junto al lecho del enfermo, secando la frente empapada del italiano o sujetándolo de los hombros mientras vomitaba los restos verdosos de su vida en una palangana de cobre que cada noche era enviada a palacio, al arúspice Maier. En ocasiones, por la noche, sentado ante su escritorio, repentinamente alzaba la cabeza y aguzaba el oído, creyendo haber percibido un gemido, ni siquiera eso: una flexión de dolor que rasgaba como una grieta la delicada cúpula de la luz de las velas, dentro de la cual permanecía sentado. En esas circunstancias, ascendía por la casa en silencio y permanecía un rato junto a la inquieta figura tendida en el jergón. En esa penumbra fétida experimentó una vivida y sobrecogedora sensación de su propia presencia, como si durante unos segundos le devolvieran una dimensión de sí mismo que la luz del sol y otras vidas no le concedían. Con frecuencia el enano se le anticipaba y se acuclillaba en el suelo sin emitir más sonido que el rápido e inequívoco latido de su respiración. No hablaban, se limitaban a esperar juntos como asistentes al santuario de una oráculo demente.

Una mañana el joven Tyge subió al ático, rodeó la puerta con su repugnante sonrisa y asomó la punta de su lengua sonrosada.

—Pues aquí está el alegre trío. —Se paseó hasta la cama y estudió al italiano enredado en la sábana—. ¿Todavía está vivo?

—Está durmiendo, joven amo —respondió Jeppe.

Tyge tosió.

—Por Dios que apesta. —Se acercó a la ventana, abrió las cortinas de par en par y contempló el magnífico cielo azul. Los pájaros gorjeaban en los jardines imperiales. Tyge se dio la vuelta y rió—. Dígame, doctor, ¿cuál es su pronóstico?

—La ponzoña se ha extendido desde el brazo —replicó Kepler y se encogió de hombros. Esperaba que el joven se largara de una vez—. Es posible que no sobreviva.

—Ya conoce el refrán: quien a hierro mata… —La segunda parte se confundió con una carcajada—. Ay, por Dios, qué cruel es la vida. —Se llevó la mano al corazón—. ¡Miradlo, agoniza como un perro en tierra extraña! —Se dirigió al enano—: Dime, monstruo, ¿no es suficiente para hacerte llorar?

Jeppe sonrió.

—Amo, es usted muy ingenioso.

Tyge lo miró.

—Ya lo creo. —Se alejó malcarado y volvió a contemplar al enfermo—. En una ocasión nos encontramos en Roma, donde él era un gran chulo. Aunque dicen que, personalmente, prefiere a los donceles. Los italianos son así. —Miró a Kepler por el rabillo del ojo—. Creo que usted le resultaría demasiado maduro. Pero es posible que esta rana se adapte a sus debilidades. —Se detuvo antes de salir—. A propósito, mi padre quiere que se reponga para tener el gusto de echarlo a patadas Hradschin abajo. Formáis una extraordinaria pareja de cuidadores. Miradlo.

El italiano se recuperó. Un día Kepler lo encontró asomado a la ventana, vestido con una camisa sucia. No quiso hablar, ni siquiera se volvió, como si fuera incapaz de romper esa absorta contemplación del mundo que había estado a punto de perder: la lejanía brumosa, las nubes, la luz del verano acariciando su rostro vuelto hacia el cielo. Kepler se marchó sigilosamente y por la noche el italiano lo miró como si fuera la primera vez que se encontraban y lo apartó cuando pretendió cambiarle la venda encostrada que le cubría el brazo. Quería comida y bebida.

—¿Dónde está el nano? Dígale que venga, ¿eh?

Para Kepler los días siguientes supusieron el ceniciento despertar de un sueño. El italiano seguía mirándolo con profundo desconocimiento. ¿Qué esperaba? Afecto no y menos aún amistad, nada tan insípido como semejantes sentimientos. Tal vez soñara con una especie de temible camaradería, a través de la cual podría acceder a ese mundo de acción e intensidad, a la Italia del espíritu, de la que ese renegado era mensajero. ¡Vida, vida, eso era lo que esperaba! En el italiano creyó reconocer por fin, aunque vicariamente, la espléndida y estimulante sordidez de la vida real.

Con esa hipocresía azarosa que Kepler tan bien conocía, los Brahe celebraron la recuperación de Félix como si fuera su niño mimado. Lo bajaron de la vacía habitación, le regalaron un traje nuevo y, sonrientes, lo llevaron al jardín, donde la familia comía a la sombra de los álamos. El danés lo sentó a su diestra. Aunque la celebración comenzó con brindis y palmadas en la espalda, muy pronto se convirtió en un ebrio rencor. Enfermo y medio borracho, Tycho mencionó una vez más el doloroso tema del alce perdido, pero en medio de estentóreos vituperios cayó dormido sobre el plato. El italiano comió como un perro, con celo y prisa circunspecta: también conocía al dedillo a esos daneses caprichosos. Su brazo reposaba en un cabestrillo de seda negra que había preparado Elizabeth, la hija de Tycho. Tengnagel amenazó con arrojar al italiano a los espadachines si no dejaba en paz a Elizabeth, se puso de pie, arrojó la silla y abandonó la mesa. Félix rió; el junker ignoraba lo que todos sabían: mucho antes, en Benatek, el italiano ya había pulido el cuerpo de esa mozuela. Y no había regresado por ella. Por lo que le contaron, la corte praguense era rica y estaba presidida por un imbécil. ¿Era posible que Rodolfo pudiera aprovechar los servicios de un hombre de su talento? El enano consultó a Kepler y éste respondió con irónica gracia:

—Vaya, tuve que esperar un año para que su amo concertara una audiencia en mi nombre y desde entonces sólo he estado dos veces en palacio. ¿Cree que tengo alguna influencia?

—Pronto la tendrá —susurró Jeppe—, antes de lo que imagina.

Kepler guardó silencio y desvió la mirada. Las dotes proféticas del enano lo perturbaban. Tycho Brahe despertó súbitamente.

—Señor, lo requieren —dijo Jeppe con tono sereno.

—Y yo te requiero a ti —gruñó Tycho y se frotó los ojos legañosos.

—Pues aquí estoy.

Tycho lo observó cansino con una especie de infortunado resentimiento.

—Bah.

Indudablemente era un hombre enfermo. Kepler tuvo conciencia de que el enano sonreía a sus espaldas. ¿Qué veía esa criatura en el futuro de todos? Del cielo llegó un viento cálido y el sol de la tarde adquirió un matiz ocre oscuro, como si la ventolera lo hubiese magullado. Los álamos se estremecieron. De repente le pareció que todo temblaba al borde de la revelación, como si esas contingencias de luz, clima y actividad humana hubieran tropezado casi con un modo de expresión. Félix hablaba en voz queda con Elizabeth Brahe y se las ingeniaba para que los lóbulos de sus orejas translúcidas brillaran de agitación. El italiano partiría antes de que acabara el año, esta vez para siempre, perdido el interés por el mecenazgo imperial, aunque para entonces la profecía de Jeppe se cumpliría y el astrónomo se convertiría, por cierto, en un hombre influyente.

Kepler volvió a consagrarse a su trabajo sobre Marte. A su alrededor la situación mejoró. Harto de disputas, Christian Longberg regresó a Dinamarca y no se habló más de la apuesta. Casi nunca veía a Tycho Brahe. Corrían rumores de peste y de avanzadas turcas y necesitaban consultar frecuentemente las estrellas. Cada vez más nervioso, el emperador Rodolfo había sacado a su matemático imperial de Benatek, pero la casa de Curtius no estaba lo bastante cerca y el danés acudía constantemente a palacio. Hacía buen tiempo: días de color vino del Mosela y noches espectaculares y cristalinas. En ocasiones Kepler se sentaba junto a Barbara en el jardín o recorría apaciblemente el Hradschin en compañía de Regina, admirando las casas de los ricos y contemplando el paso de la caballería imperial. En agosto los rumores sobre la peste obligaron a clausurar las grandes casas durante la temporada y hasta la caballería encontró excusas para trasladarse. El emperador levantó el campamento en dirección a su residencia campestre de Belvedere y llevó consigo a Tycho Brahe. La apacible melancolía del verano se aposentó en la colina desierta y Kepler recordó que de niño, al final de cualquiera de sus enfermedades frecuentes, deambulaba sobre las piernas temblorosas por una ciudad que se volvía mágica en virtud de la mera ausencia de sus compañeros de estudio por las calles.

Inopinadamente Marte le ofreció un regalo cuando, con sorprendente facilidad, Johannes refutó la oscilación copernicana y demostró, gracias a los datos acumulados por Tycho, que la órbita del planeta cruza el sol en un ángulo fijo con respecto a la órbita de la tierra. También obtuvo victorias menores. Sin embargo, a cada paso que daba, invariablemente afrontaba el enigma de la variación evidente de la velocidad orbital. Se remontó al pasado en busca de consejo. Tolomeo había salvado el principio de la velocidad uniforme a través del punctum equans, un punto del diámetro de la órbita desde el cual la velocidad parece invariable para un observador imaginario (a Kepler le divertía figurarse a ese hombre viejo y brusco, con el triquetum de bronce, los ojos llorosos y una certidumbre presuntuosa e ilusoria). Escandalizado por el juego de manos de Tolomeo, Copérnico había rechazado el ecuante por considerarlo descaradamente chabacano, pero no había encontrado nada que lo sustituyera salvo la tosca combinación de cinco movimientos uniformes epicíclicos y superpuestos. También fueron maniobras inteligentes y sofisticadas y salvaron los fenómenos de una manera admirable. Kepler se preguntó si los grandes predecesores habían considerado que representaban el verdadero estado de cosas. La cuestión lo perturbaba. ¿Acaso existía una nobleza innata, ausente en él, que le situaba por encima de lo puramente empírico? ¿Era irredimiblemente vulgar su búsqueda de las formas de la realidad física?

Un sábado por la noche se encontró con Jeppe y el italiano en una taberna del Kleinseit. Estaban con un par de ayudantes de cocina de palacio, un serbio tuerto y gigante y un sujeto huraño y bajito, de Württemberg, que afirmó haber servido en las campañas húngaras codo a codo con el hermano de Kepler. Se llamaba Krump. El serbio se llevó la mano al bolsillo y sacó un florín para invitar a una ronda de schnapps. Alguien atacó con el violín y un trío de colipoterras entonó una canción picaresca y danzó. Krump las miró con los ojos entrecerrados y escupió.

—Están infestadas, las conozco —aseguró Krump.

El serbio estaba encantado y con su único ojo semejante a una ostra devoraba a las marranas que se contorsionaban y seguía el ritmo de la giga golpeando la mesa con la mano. Kepler pidió otra ronda.

—Ah —dijo Jeppe—. Esta noche el señor Matemático está exultante. ¿Acaso mi amo se ha equivocado y le ha pagado su salario?

—Algo por el estilo —replicó Kepler y se sintió como un perro dichoso.

Jugaron a los naipes y siguieron bebiendo. El italiano vestía traje de terciopelo y sombrero flexible. Kepler lo vio escamoteando una jota. Ganó, sonrió a Kepler, pidió que tocaran otra giga, se puso de pie, hizo una profunda reverencia e invitó a bailar a las putas. Las velas de la barra de la taberna temblaron con las pisadas.

—Es un hombre muy animado —afirmó Jeppe.

Kepler asintió y sonrió sin saber a qué carta quedarse. El baile se convirtió en un tumulto generalizado y súbitamente se encontraron en el callejón. Una de las putas cayó y permaneció tendida, riendo y agitando en el aire sus fornidas piernas. Kepler se apoyó en la pared y contempló a los danzantes que, como cabras, trazaban círculos en el charco de luz que escapaba de la ventana de la taberna. De repente, de la nada y de todas partes, de la música del violín, la luz parpadeante y las pisadas, de la danza en círculo y la ebria mirada del italiano, le llegó el fragmento irregular de un pensamiento: falso. ¿Qué era falso? Ese principio era falso. Una de las putas le metió mano. Sí, por fin lo había comprendido. El principio de la velocidad uniforme es falso. Le causó mucha gracia, sonrió, se volvió de lado y vomitó distraídamente en la cuneta. Krump le posó una mano en el hombro.

—Oiga, amigo, si vomita en un aro pequeño, procure que nada se derrame… ¡porque será el agujero de su culo!

A sus espaldas, el italiano celebró la ocurrencia. ¡Por Cristo, claro que era falso!

Visitaron otra taberna y luego una tercera. El serbio se perdió por el camino y Félix y el enano se alejaron del bracete en la oscuridad, acompañados por las tres meretrices. Krump y el astrónomo regresaron tambaleantes al Hradschin, se cayeron, gritaron y entonaron canciones lloriqueantes de Württemberg, su patria chica. Entre gallos y medianoche, cuando por fin encontró su esquiva morada, Kepler —con la imaginación al rojo vivo y fija en la imagen de una zorra retozona— intentó, con muchos susurros y risillas, colocar en una postura exótica el cuerpo rígido de Barbara. Al despertar esa mañana reseca y angustiada, ya no recordaba los propósitos de la noche anterior, si bien algo quedaba del experimento abandonado en el perfil de la gruesa cadera de Barbara y en el aroma picante de su pis en el orinal de barro que estaba bajo la cama. Durante una semana Barbara no le dirigió la palabra.

Más tarde, cuando se despejaron de su cabeza los vapores del osario, cual un coleccionista sin blanca al que le han robado su tesoro, Kepler analizó el entendimiento que le fue concedido, según el cual el principio de la velocidad orbital uniforme era un dogma falso. Era la única respuesta, la más evidente, al problema de Marte, probablemente al de todos los planetas, pero durante más de dos mil años había eludido a los más grandes inquisidores de la astronomía. ¿Y por qué le fue concedida esa anunciación? ¿Qué ángel llegado de los cielos se la susurró al oído? El proceso lo maravilló, le fascinaba que una parte de su mente hubiese trabajado en secreto y en silencio mientras el resto de su persona se emborrachaba, hacía el loco y deseaba a aquellas putas sifilíticas. Se sintió abrumado por una insólita humildad. Debía ser mejor persona, portarse bien, hablar con Barbara y oír sus quejas, tener paciencia con el danés y rezar… por lo menos hasta el advenimiento de nuevos problemas.

Los problemas no tardaron en presentarse. Su rechazo de la velocidad uniforme lo puso todo patas arriba y se vio obligado a empezar de nuevo. No se desalentó. Al fin y al cabo, era un trabajo real, profundamente digno de su persona. Donde antaño habían existido especulaciones abstractas, en el Misterium, hogaño estaba la realidad propiamente dicha. Se trataba de observaciones precisas de un planeta visible, coordenadas fijas en el tiempo y en el espacio. Eran acontecimientos. No por casualidad le habían encomendado el estudio de Marte. Christian Longberg, el idiota celoso, había insistido en quedarse la órbita lunar. Kepler rió e imaginó las puntas temblorosas de las alas angelicales, el dedo alzado. En ese momento supo que Marte era la clave del secreto del funcionamiento del mundo. Sintió que estaba suspendido en el aire tenso y brillante, convertido en un nadador celestial. Y siete meses se convirtieron en diecisiete.

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