Kepler

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V. Somnium

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V
Somnium

Languidecía la tarde cuando por fin llegó a Ratisbona. La lluvia delgada caía oblicuamente en medio del ocaso de noviembre y cubría con una piel plateada su capa, el pantalón y las lacias crines del rocín. Cruzó el Steinerne Brucke para salvar el taciturno oleaje del Danubio. Difusas figuras sin rostro y decididas se cruzaron con él por las calles. En sus oídos resonaba un zumbido agorero y le temblaban las manos al sostener las riendas escurridizas. Se convenció de que todo era producto de la fatiga y el hambre: no podía darse el lujo de enfermar, ahora no podía. Había ido para abordar al emperador, para reclamar el pago de lo que le debían.

Los faroles estaban encendidos en casa de Hillebrand Billig. De lejos divisó las ventanas amarillas, al ventero y a su esposa. Era una imagen surgida de un sueño: la luz que brillaba en medio de la penumbra amarronada y la lluvia, y las personas que aguardaban su llegada. El viejo caballo tosió y chacoloteó hasta detenerse. Hillebrand Billig lo contempló desde la puerta.

—Vaya, señor, no lo esperábamos hasta mañana.

Siempre igual: demasiado tarde o demasiado pronto. No sabía con certeza cuál era el día de la semana.

—¡Pues aquí estoy! —Golpeó contra el suelo sus pies entumecidos, con los ojos llenos de lágrimas a causa del frío.

Lo pusieron a secar en la cocina, junto al fuego, provisto de una bandeja con jamón y alubias, una jarra de ponche, de medio litro, y un cojín para sus almorranas al rojo vivo. A sus pies un perro anciano echaba una cabezada y jadeaba y gruñía en medio del sueño. Billig, hombre corpulento, de barba negra y vestido con ropa de cuero, revoloteaba a su alrededor. Frau Billig estaba paralizada de timidez delante del fogón y sonreía a sus trastos. Kepler ya no recordaba cómo ni cuándo había conocido a esa pareja. Daba la impresión de que estaban allí desde siempre, como los padres. Sonrió vacuamente al fuego. Los Billig eran veinte años más jóvenes. El año próximo cumpliría sesenta.

—Me dirijo a Linz —explicó.

Acababa de recordarlo. Tenía que cobrar los intereses de unos bonos austríacos.

—¿Pasará unos días en casa? —preguntó Hillebrand Billig. Añadió con pesada tunantería—: Ja, como sabe, la tarifa es barata. —Era el único chiste que sabía y no se hartaba de repetirlo—. ¿No es verdad, Arma?

—Sí, claro —logró responder Frau Billig—. Doctor Kepler, aquí siempre será bien recibido.

—Gracias —murmuró Kepler—. Pues sí, pasaré unos días aquí. Tengo que ver al emperador, me debe dinero.

Los Billig quedaron impresionados.

—Su majestad regresará muy pronto de Praga —dijo Hillebrand Billig, que se enorgullecía de estar al tanto de esos asuntos—. Por lo que me han dicho, el congreso ha terminado sus sesiones.

—Indudablemente daré con él. Lo que no sé es si estará dispuesto a saldar su deuda conmigo. —Su Majestad estaba ocupada con cuestiones más importantes que el salario adeudado al matemático imperial. De pronto Kepler se incorporó inquieto y derramó el ponche. ¡Las alforjas! Se puso de pie y echó a andar hacia la puerta—. ¿Dónde está mi caballo? ¿Qué se ha hecho de mi caballo? —Billig lo había enviado a las cuadras—. ¡Y las alforjas, las las… mis alforjas!

—El mozo las traerá.

—Ay —gimió Kepler y se movió de un lado a otro. Todos sus papeles estaban en esas carteras, incluida la orden imperial timbrada y sellada del pago de 4000 florines que la corona le debía. La ínfima punta de algo inefable se dejó ver fugazmente con una mueca correcta y se esfumó. Kepler volvió a sentarse espantado—. ¿Cómo?

Hillebrand Billig se inclinó a su lado y dijo con toda claridad:

—He dicho que iré personalmente a buscar sus alforjas, ¿de acuerdo?

—Ah.

—Doctor, ¿se encuentra mal?

—No, no… gracias.

Johannes tiritaba. Evocó un repetido sueño de la infancia en el que sin prisa se desplegaba ante él la serie de torturas y catástrofes más atroces, mientras alguien a quien no podía ver observaba sus reacciones con regocijo y atención casi amistosa. En ese momento la visión —por llamarla de algún modo— se pareció a la de otrora, con el mismo floreo hábil y la misma sensación de encubierto regodeo. Seguramente se trataba de algo más que mero miedo por sus pertenencias. Tembló.

—¿Cómo? —Frau Billig le había dicho algo—. Disculpe, señora, pero no la he oído.

—¿Y su familia? —repitió en voz más alta, sonrió nerviosa y se alisó el mandil—. ¿Y Frau Kepler y los niños?

—Ah, están muy bien, muy bien, sí. —Un ligero espasmo, casi una punzada de dolor lo recorrió de la cabeza a los pies. Tardó un instante en identificarlo: ¡la culpa! Como si a estas alturas aún no la conociera—. Últimamente hemos celebrado una boda.

Hillebrand Billig regresó con la barba mojada por la lluvia y depositó las alforjas junto al hogar.

—¡Ah, qué bien! —masculló Kepler—. Ha sido muy amable. —Puso los pies sobre las alforjas y dirigió los dedos hacia las llamas: que sus sabañones sufrieran un poco, se lo merecían—. Sí, una boda. Nuestra querida Regina nos ha dejado. —Miró a los Billig que, desconcertados, guardaron silencio—. ¿Pero qué estoy diciendo? Me refiero, por supuesto, a Susan. —Tosió y lanzó un escupitajo. Le daba vueltas la cabeza—. El matrimonio se estableció en el cielo, cuando Venus habló al oído de mi joven ayudante, Jakob Bartsch, también astrónomo y doctor en medicina. —Cuando la diosa se dio por vencida al ver que ese Adonis era un ejemplar realmente tímido, el propio Kepler asumió la tarea. También entonces había sufrido punzadas de culpa. ¡Cuántas intimidaciones! Se preguntó si había actuado correctamente. Había mucho de su madre en esa niña. ¡Pobre Bartsch!—. El joven Ludwig, mi hijo mayor, también estudiará medicina. —Hizo una pausa—. Yo tampoco estuve ocioso: el último abril he tenido otro hijo, una niña —añadió y miró al fuego con timidez.

Frau Billig sacudió las perolas sobre el fogón: desaprobaba a la joven esposa de Kepler, lo mismo que Regina. Ésta le había escrito: Sería un matrimonio si mi Herr Padre no tuviera hijos. ¡Vaya modo curioso de expresarlo! Había visto demasiadas cosas en esa carta, era excesiva. Sueños insensatos y pecaminosos. Regina aludía una vez más a la condenada herencia. Le había contestado que se ocupara de sus asuntos, que se casaría en el momento que quisiera y con quien le diera la gana. Pero… ah, Regina, lo que no pude expresar es que me recordaba a ti.

El nombre Susanna había aparecido tres veces en su vida: dos hijas, una muerta en la infancia y otra casada ahora y, por fin, una esposa. Alguien había intentado decirle algo. Quienquiera que fuese, tenía razón. La había escogido entre once candidatas. ¡Once! Sólo después se dio cuenta de la parodia. Ya no las recordaba a todas. Le habían ofrecido varias candidatas: la viuda Pauritsch de Kunstadt, que intentó aprovecharse de sus hijos sin madre en propio beneficio; las madre y la hija, ansiosas cada una de venderle a la otra; María, la gorda de los rizos; la mujer de Helmhard, con formas de atleta, y otras con títulos, cuyo nombre ya no recordaba, una Gorgona de tomo y lomo: todas con ventajas, casas y padres ricos y, pese a la oposición universal que encontró, eligió a una huérfana pobre de pedir, Susanna Reuttinger de Eferding. Hasta su tutora, la baronesa Von Starhemberg, la consideró una pareja demasiado humilde para Kepler.

Susanna tenía 24 años la primera vez que la vio en casa de los Starhemberg en Linz: era una muchacha alta, ligeramente desgarbada, guapa y de mirada vivaz. Su silencio lo perturbó. Aquel primer día apenas pronunció palabra. Kepler había imaginado que se reiría de él: un hombre menudo, maduro y tiquismiquis, con mala vista y la barba salpicada de gris. Pero lo atendió con una especie de tierna intensidad, le dedicó sus solemnes ojos grises y su boca curvada hacia abajo. No se trataba de que se parecía mucho a Regina, sino de que había algo, un aire de ordenada reserva que lo conmovió. Era hija de un ebanista, como tú, como tú.

—Hemos puesto a la niña el nombre de Anna María —dijo y Anna Billig se dignó sonreír—. Creo que es un nombre muy bonito.

Susanna le había dado siete hijos. Los tres primeros murieron poco después de nacer. En ese momento se preguntó si había contraído matrimonio con otra Barbara Müller, de soltera también Müller. Susanna se dio cuenta de lo que pensaba al contemplarlo con esos ojos tristes y temerosos. Kepler tuvo la sospecha, y la idea lo llenó de asombro, de que ella no estaba dolida por ese pensamiento, sino preocupada por él y por su pérdida, su sentimiento de traición. ¡Pedía tan poco! Susanna le había dado la felicidad. Y ahora la había abandonado.

—Sí, un nombre muy bonito —repitió.

Cerró los ojos. Las ráfagas de viento sacudieron la casa y creyó oír el ruido más allá del tamborileo de la lluvia. El fuego le dio calor. Los gases atrapados entonaron una débil melodía en lo más profundo de sus entrañas. Ese alivio instintivo lo llevó a pensar una vez más en la niñez. ¿Por qué? En casa del viejo Sebaldus había habido muy pocos y preciosos fuegos de troncos y vasos de ponche. Acarreaba en su interior la visión de la paz y el orden perdidos, una esfera de armonía que jamás existió pero para la cual la idea de la infancia era una especie de aproximación. Eructó y rió para sus adentros por el espectáculo que estaba dando: un viejo bobo y embrutecido por el alcohol, que dormitaba con las botas puestas y divagaba acerca de los años perdidos. Debería quedarse dormido con la boca burbujeante entreabierta y soltando un hilillo de saliva, así completaría la imagen. Pero el fuego ardiente que rugía en su trasero lo mantenía en vela. El perro aulló mientras soñaba con ratas.

—Bueno, Billig, ¿ha dicho que el congreso de los electores concluyó sus sesiones?

—Así es. Los príncipes ya han partido.

—Ya era hora, han tardado seis meses. ¿Está garantizada la sucesión del joven calavera?

—Eso dicen, señor.

—En ese caso, debo darme prisa para que su padre me abone lo adeudado.

Los Billig celebraron la chanza, pero a desgana. Kepler se dio cuenta de que no se dejaban atrapar por su estilo campechano. Se morían de ganas de saber el verdadero motivo por el cual había huido de su casa y de su familia para emprender esa aventura de locos. A él también le habría gustado saberlo. ¿Acaso buscaba una compensación? La promesa de los 4000 florines seguía en sus alforjas y el lacre estaba intacto. Probablemente en esta ocasión le darían otro trozo de pergamino igualmente inútil que haría compañía al anterior. Había conocido a tres emperadores: al pobre Rodolfo; al usurpador Matías, hermano del anterior, y ahora la rueda del infortunio había trazado un círculo completo y ostentaba la corona su viejo enemigo Fernando de Estiria, azote de los luteranos. Kepler jamás se habría acercado a él de no mediar la deuda impagada. Habían transcurrido diez meses desde la última vez que lo abordó.

La mañana había sido fría, el cielo parecía una glándula amoratada, en el cielo se respiraba un regusto metálico y todo contenía la respiración bajo el asombro de la nieve caída. Por el río se deslizaban blancos pero manchados cantos rodados de hielo. Había permanecido despierto en la penumbra que precede al alba, temerosamente atento a los témpanos que chocaban con la proa, a los crujidos, los gemidos y las súbitas ráfagas de restallidos como lejanos disparos de mosquetes. Atracaron con las primeras luces. En el muelle no había nadie, salvo un perro mestizo de barriga hinchada que perseguía la resbaladiza guindaleza. El gabarrero miró a Kepler con el ceño fruncido y su aliento a cebolla superó el hedor que llegaba de la carga de pieles que trasladaba en la bodega. «A Praga», había dicho con un ademán desdeñoso, como si en ese instante hubiese fabricado la ciudad muda que se alzaba a sus espaldas, en medio de la helada bruma. Kepler había regateado el precio de la travesía.

Acababa de llegar de Ulm con los primeros ejemplares impresos de las Tabulae Rudolphinae. Durante el viaje había hecho un alto en Ratisbona, donde Susanna estaba alojada en la venta de los Billig. Era Navidad y hacía casi un año que no veía a su esposa y a sus hijos, pero no podía quedarse de brazos cruzados. Los jesuitas de Dillengen le habían mostrado cartas de sus sacerdotes en China, cartas en las que solicitaban noticias sobre los últimos descubrimientos astronómicos. De inmediato decidió componer un breve tratado para uso de los misioneros. Los niños apenas lo recordaban. Hacía un alto en el trabajo cada vez que percibía los ojos de los crios clavados en su espalda y en cuanto se volvía los niños se escabullían, susurraban alarmados y se protegían en la cocina de Anna Billig.

Había querido seguir viaje solo, pero Susanna no se lo permitió. No se amilanó al oírle hablar de tormentas de nieve y del río helado. Su vehemencia sorprendió a Kepler:

—Me da lo mismo que vayas a Praga caminando: caminaremos contigo.

—Pero…

—Nada de peros… —insistió. Repitió con más ternura—: Querido Kepler, no quiero oír más peros… —Sonrió.

Kepler supuso que Susanna pensaba que no era bueno que pasase tanto tiempo solo.

—Eres muy amable —musitó—, muy amable.

Johannes siempre creyó a pies juntillas que los demás eran mejores que él: más reflexivos, más honorables, un estado de cosas que no compensaba la apología eterna de su vida. Su amor por Susanna era una especie de angustia inexpresable que le comprimía el corazón, pero no bastaba, no bastaba, como todo lo que él era y hacía. Le tomó las manos con los ojos llenos de lágrimas e, incapaz de articular palabra, expresó con un asentimiento su embotada gratitud.

En Praga se alojaron en La Ballena, junto al puente. Los niños tenían tanto frío que ni siquiera lloraban. Los portuarios hicieron rodar desde el muelle, a través de la nieve y la mugre, su querido barril con libros. Afortunadamente los había envuelto con guata y había taponado las duelas con hule. Las Tablas rudolfinas eran un bonito volumen tamaño folio. ¡Intermitentemente había dedicado veinte años a esa obra! Sabía que contenía la mayor parte de su persona, aunque no la mejor. Sus vuelos más excelsos estaban en La armonía del mundo y en la Astronomia nova, incluso en el Misterium, su primer libro. Sabía que había dedicado demasiado tiempo a las Tablas. Habría bastado un año, dos como máximo, si se hubiese concentrado cuando murió el danés y dispuso de las observaciones. Podría haber sido su salvación. Y ahora que todos estaban demasiado ocupados cortándose mutuamente los cuellos para atender a obras de ese tipo, podría considerarse afortunado si recuperaba los gastos de edición. Aún quedaban algunos interesados… pero ¿qué les importaba convertir a los chinos o, en este sentido, a los papistas? De todas maneras, marineros, exploradores y aventureros honrarían su nombre. Siempre le había atraído la idea de los audaces nautas desentrañando los gráficos y los diagramas de las Tabulae, escudriñando con sus ojos penetrantes las páginas descoloridas. No eran los astrónomos, sino los navegantes, los que daban vida a su obra. Durante unos segundos su mente moraba en las inmensidades, sentía la quemazón del sol y del viento salobre, oía aullar la tempestad en los aparejos: ¡y eso que él nunca había visto el océano!

No estaba preparado para los acontecimientos de Praga, para el nuevo espíritu que campaba por sus respetos en la ciudad. La corte había retomado de su sede vienesa para la coronación del hijo de Fernando como rey de Bohemia. Al principio Kepler se mostró encantado y creyó que volvía la era de Rodolfo. Había tenido miedo de ir a Praga, no sólo por el hielo que cubría el río. La guerra era favorable a los bandos católicos y Kepler recordaba que, treinta años antes, Fernando había perseguido a los herejes protestantes hasta expulsarlos de Estiria. En palacio imperaba el ajetreo y una confusión casi desenfrenada, justo donde esperaba encontrar sosiego y sigilo. ¡Y las vestimentas! Las capas amarillas y los calcetines escarlata, los brocados, las galas y las cintas púrpura: nunca había visto semejantes vestidos, ni siquiera en tiempos de Rodolfo. Era como si se encontrase en medio de un engendro de franceses. Y fue a través de la vestimenta como comprendió rápidamente cuánto se había equivocado. No existía ningún espíritu nuevo, todo era un espectáculo, un frenético homenaje que nada tenía que ver con la grandeza, sino con la fuerza pura. Esos rojos y esos púrpuras sólo eran el sangriento distintivo de la Contrarreforma. Y Fernando no había cambiado un ápice.

Si Rodolfo le había recordado a una madre que chochea —sobre todo al final—, su primo Fernando parecía una esposa insatisfecha. Pálido y barrigón, de piernas frágiles, se mantuvo a distancia del astrónomo con actitud tensa y preocupada, como si aguardara la llegada del catador para que probara un bocado antes de correr el riesgo de acercarse. Era propenso a silencios interminables e inquietantes, truco heredado de sus predecesores, oscuras charcas en cuyas profundidades nadaban las formas indiscernibles del recelo y la acusación. Los ojos miraban como centinelas precavidos que guardaban esa nariz gorda y ridícula, su mirada era empañada y clara y, más que atravesado, Kepler se sintió palpado. Se preguntó vanamente si la hosquedad imperial tenía que ver con un estómago flatulento, ya que Fernando expulsaba suaves y ligeros eructos que atrapaba con las yemas de los dedos como un prestidigitador que palmea baratijas ilusorias.

Logró mostrar un mórbido esbozo de sonrisa cuando Kepler se presentó ante él. Las Tablas le gustaron: tenía pretensiones de sabiduría. Llamó a un secretario y, con un ademán, dictó una orden por el pago de 4000 florines en reconocimiento a los esfuerzos del astrónomo y para cubrir los gastos de edición, añadiendo incluso un memorándum en el sentido de que aún se le adeudaban 7817 florines. Musitando y sonriendo como un lelo, Kepler pasó el peso del cuerpo de un pie a otro. La magnanimidad imperial siempre era una mala señal. Aunque Fernando lo despidió con un ademán no poco amistoso, Kepler no se dio por enterado.

—Su majestad ha sido muy amable y generosa —dijo—. No sólo me refiero a la pródiga concesión. Denota un espíritu noble el hecho de que me mantenga en mi cargo de matemático pese a profesar una fe que en su reino es anatema.

Sobresaltado y algo alarmado, Fernando lo miró furtivamente. El título de matemático imperial, que Kepler tenía desde la época de Rodolfo, ya no era más que una formalidad pero, en medio de la guerra de confesiones, se proponía conservarlo.

—Sí, sí… —dijo el emperador sin comprometerse—. Bien… —calló. El secretario miró a Kepler con bronco regocijo y mordisqueó la punta de la pluma. Kepler se preguntó si había cometido un error táctico. Ése era el tipo de solicitud de que gustaba Rodolfo, indirecta y almibarada con halagos, pero estaba hablando con Fernando. El emperador añadió—: Sí, bueno, su religión es… ah, una incomodidad. Tenemos entendido que está pensando en la conversión. —Kepler suspiró: la misma mentira de siempre. Permaneció en silencio. El regordete labio inferior de Fernando se irguió hasta mordisquear una punta del bigote—. En realidad, no tiene demasiada importancia. Todo hombre tiene derecho a profesar aquello que… aquello que… —Reparó en la mirada impaciente y acosada de Kepler y no tuvo arrestos para concluir la frase. El secretario tosió y ambos se volvieron para mirarlo. Kepler se alegró de ver la rapidez con que de su rostro se borró la mueca presuntuosa—. Pues no, no tiene importancia —insistió el emperador y alzó una mano enjoyada—. Claro que la guerra crea dificultades. El ejército y el pueblo nos miran en busca de guía y ejemplo y debemos ser… cuidadosos. Supongo que lo comprende.

—Sí, su majestad, por supuesto.

Claro que lo comprendía. En la corte de Fernando no había espacio para él. De pronto se sintió muy viejo y cansado. En el otro extremo del salón se abrió una puerta. Entró una figura que caminó hacia ellos con las manos cruzadas a la espalda e inclinada la cabeza para mirar las botas altas, negras y brillantes que recorrían el mármol a cuadros del suelo. Fernando lo observó con algo parecido al desagrado.

—Sigue aquí —dijo como si le hubieran jugado una mala pasada—. Doctor Kepler, le presento al general Von Wallenstein, nuestro comandante en jefe.

El general hizo una reverencia y dijo:

—Señor, me parece que lo conozco.

Kepler lo miró sin entender.

—El general cree que lo conoce —comentó Fernando y la idea le causó gracia.

—Creo que sí, me parece que hemos tenido algún contacto —insistió el general—. Hace mucho tiempo… diría que veinte años, por rutas sinuosas envié a cierto astrónomo de Graz, cuya reputación conocía, la petición de que hiciera mi horóscopo. El resultado fue impresionante: una relación completa y sorprendentemente exacta de mi carácter y mis actos. Y fue aún más impresionante porque pedí a mis agentes que no revelaran mi nombre.

Las altas ventanas de la izquierda permitían la panorámica desde el Hradschin hasta la ciudad bloqueada por la nieve. En una ocasión Kepler había estado exactamente en el mismo sitio, ante la misma panorámica, junto al emperador Rodolfo, evaluando el proyecto de las Tabulae Rudolphinae. ¡Cuán arteramente se organiza todo! Lo recordaba.

—Señor, como sabe, no fue difícil averiguar nombre tan eminente —comentó y sonrió inseguro.

—Ah, en ese caso sabía quién era yo. —Meneó la cabeza desilusionado—. Aun así, hizo su trabajo maravillosamente bien.

El emperador masculló y se alejó taciturno, abandonándolos con la actitud de un chiquillo a quien un peleón le ha arrebatado la pelota. De todos modos, no era un juguete muy apreciado.

—Vamos —propuso el general y tomó a Kepler del hombro—. Me gustaría que habláramos.

Así comenzó lo que se convertiría en una relación fugaz y tormentosa. Kepler se admiró de la elegancia de la situación: había ido a buscar el mecenazgo del emperador y le concedieron el de un general. No desagradeció la organización de los destinos. Necesitaba amparo. Un año atrás había dicho su último y amargo adiós a Linz.

No es que Linz fuera el peor sitio del mundo. Es verdad que esa ciudad había sido su desesperación durante catorce años y que al partir había pensado que sólo sentiría alivio. Sin embargo, cuando llegó el día, una astilla de duda se clavó en la carne viva de sus expectativas. Al fin y al cabo, en Linz estaban sus mecenas, los Starhemberg y los Tschemembl. También tenía amigos, por ejemplo, el pulidor de lentes Jakob Wincklemann. En aquella vieja casa oscurantista a la vera del río había pasado muchas noches joviales bebiendo y soñando. Y Linz le había dado a Susanna. Le apenaba pensar que él, matemático imperial, quedaría reducido una vez más a enseñar a sumar a los mocosos y a los hijos duros de mollera de los mercaderes, a dar clases en una escuela regional, pero aún en eso había algo, la extraña sensación de que le daban una segunda oportunidad, como si volviera a vivir los días de Graz y la Stiftsschule.

La Alta Austria era un refugio para los exiliados religiosos del oeste. Linz casi era una colonia de Württemberg. Allí estaban el jurista Schwarz y el secretario regional Baltasar Gurald, ambos oriundos de Württemberg. Incluso apareció fugazmente el médico Oberdorfer, un espectro corpulento y perturbado, con su bastón, sus ojos claros y su aliento ponzoñoso; no aparentaba un día más que aquella ocasión en la cual, hacía veinte años, había celebrado el oficio por la muerte de los hijos de Kepler. Para demostrar que no le guardaba rencor, Kepler ofreció al médico que hiciera de padrino en el bautismo de Fridmar, el segundo hijo superviviente habido con Susanna. Oberdorfer abrazó a su amigo con los ojos llenos de lágrimas y barbotó su agradecimiento. Kepler pensó que estaban dando un espectáculo: el viejo impostor y el papá canoso fundidos en un abrazo y soltando sandeces junto a la cuna del bebé.

Y en Linz también vivía Daniel Hitzler. Era el pastor principal. Más joven que Kepler, había estudiado en las mismas escuelas de Württemberg; por el camino había atado los cabos de la escandalosa reputación que fue dejando su turbulento predecesor. Kepler se sintió halagado porque Hitzler lo consideraba muy peligroso. El pastor era un hombre rígido, que cultivaba la apariencia de gran inquisidor. Sin embargo, había pequeñas señales que lo desmentían: la capa negra era demasiado negra y la barba demasiado puntiagudamente puntiaguda. Aunque Kepler solía tomarle el pelo, le tenía afecto y no le guardaba rencor, lo cual resultaba extraño porque fue Hitzler quien lo hizo excomulgar.

En todo momento Kepler había sabido que se toparía con semejante situación. En cuestiones de fe no cedió un ápice. Como no estuvo plenamente de acuerdo con ningún bando, fuera católico, luterano o calvinista, los tres lo consideraron enemigo. Sin embargo, se consideró en comunión con todos los cristianos, se llamaran como se llamasen, mediante el vínculo cristiano del amor. Observó la guerra con la que Dios premiaba a una Alemania pendenciera y supo que tenía razón. Siguió la Confesión de los Augsburgo y no quiso firmar la Fórmula de la Concordia, que desdeñó por considerarla una negociación política, pura palabrería que nada tenía que ver con la fe.

Efectos y consecuencias lo obsesionaban. ¿Existía algún vínculo entre su lucha interior y la crisis confesional tan extendida? ¿Era posible que, por alguna razón, sus tormentos íntimos provocaran al enorme gigante negro que acechaba Europa? Su fama de cripto-calvinista le había impedido acceder a una cátedra en Tubinga, su luteranismo lo había obligado a desplazarse de Graz a Praga y de ésta a Linz, y muy pronto esas temibles pisadas sacudirían los muros del palacio de Wallenstein en Sagan, su último refugio. Durante el invierno de 1619 asistió desde su atalaya de Linz al frustrado intento del palatino calvinista Federico de arrancar a los Habsburgo la corona de Bohemia. Tembló tan sólo de pensar en sus relaciones, tan débiles, con ese desastre. ¿Había contribuido a desviar la mirada penetrante del gigante permitiendo que Regina se casara en el Palatinado y dedicando Harmonice mundi a Jacobo de Inglaterra, suegro del monarca Federico? Parecía un sueño de ésos en los que gradualmente comprendes que has cometido el crimen. Sabía que se trataba de nociones burdamente solipsistas, pero…

Hitzler no estaba dispuesto a darle la comunión a menos que accediera a ratificar la Fórmula de la Concordia. Kepler se sintió agraviado.

—¿Reclama esta condición a todos los comulgantes?

Hitzler lo miró con sus ojos acuosos, preguntándose quizá si vadeaba profundidades en las que ese hereje nervioso podía ahogarlo.

—Señor, se lo reclamo a usted.

—Si fuera porquero o príncipe de sangre, ¿me lo exigiría?

—Usted ha negado la omnipresencia del cuerpo de Cristo y ha reconocido que está de acuerdo con los calvinistas.

—Hay algunas cuestiones, escúcheme bien, algunas cuestiones en las que no disiento. Rechazo la bárbara doctrina de la predestinación.

—Lo caracteriza su acto de considerar la comunión como una señal de la fe establecida en la Fórmula de la Concordia, al tiempo que contradice dicha señal y defiende su contraria.

Hitzler se consideraba orador. Kepler sintió un asco profundo.

—¡Tonterías! Señor cura, mi argumento se limita a sostener que los predicadores son demasiado altaneros y no acatan la simplicidad de toda la vida. ¡Lea a los Padres de la Iglesia! El peso de la antigüedad será mi justificación.

—Doctor, no es usted caliente ni frío, sino tibio.

La controversia duró años. Se encontraban en casa de Kepler o en la de Hitzler y discutían hasta la madrugada. Paseaban junto al río, Hitzler muy severo con su capa negra y Kepler agitando los brazos y gritando. A pesar de todo, disfrutaban y, hasta cierto punto, jugaban el uno con el otro. Cuando los representantes de la Iglesia de Linz actuaron para destituir a Kepler de su puesto en la escuela regional —de la que sólo lo salvó la influencia de los barones, que coincidían con su posición—, Hitzler no hizo el menor intento de ayudarlo, a pesar de que era inspector escolar. Entonces acabó el juego. Lo que más enfureció a Kepler fue la hipocresía. Cuando salía de la ciudad y visitaba las aldeas de los alrededores, nadie le negaba la comunión. En los pueblos encontró sacerdotes amables y sencillos, demasiado ocupados en curar a los enfermos o asistir al parto de los temeros de los vecinos para interesarse por las sutilezas doctrinarias de los Hitzler de este mundo. Kepler apeló al Consistorio de Stuttgart. Lo vetaron. Sólo le quedaba acudir personalmente a Tubinga y recabar el apoyo de Matthias Hafenreffer, rector de la universidad.

Michael Maestlin había envejecido mucho desde la última visita del antiguo discípulo. Iba distraído, como si constantemente llamara su atención algo más acuciante. Mientras Kepler relataba sus últimos contratiempos, el anciano se movía, pidiendo disculpas furtivamente y haciendo esfuerzos por concentrarse. Meneó la cabeza y suspiró.

—¡Cuántas dificultades carga sobre sus espaldas! Recuerde que ya no es un estudiante que discute en las tabernas y que proclama la rebelión. Hace treinta años le oí decir las mismas cosas y nada ha cambiado.

—No, nada ha cambiado —reconoció Kepler—, ni el mundo ni yo. ¿Prefiere que niegue mis convicciones o que mienta y diga que acepto la moda del momento con tal de estar cómodo?

Maestlin apartó la mirada y apretó los labios. Bajo su ventana, en el jardín de la universidad, el sol carmíneo de finales de otoño bruñía las hojas de los árboles.

—Me considera un viejo tonto y un alcahuete, pero he vivido honradamente y con honor, lo mejor que pude —dijo Maestlin—. No soy un gran hombre ni he alcanzado las cumbres por usted holladas… ya puede reír, pero es la verdad. Tal vez su desdicha y la causa de sus problemas reposan en que hizo grandes cosas y destacó. A los teólogos les trae sin cuidado que yo me burle de los dogmas, pero si usted lo hace… bueno, eso es harina de otro costal.

Kepler no tenía respuesta para ese comentario. Un rato más tarde llegó Hafenreffer. Había sido profesor de Kepler en Tubinga y casi amigo. Kepler nunca lo había necesitado tanto como en este momento, motivo por el cual entre ambos se instauró una gran cautela. Si lograba poner de su parte al rector —y con él a la Facultad de Teología—, el Consistorio de Stuttgart tendría que ceder porque Tubinga era el centro de la conciencia luterana. Incluso antes de que el rector hablara, Kepler comprendió que estaba perdido. Matthias Hafenreffer también había envejecido y en él la acumulación de los años había sido un proceso de refinamiento que lo afiló como un cuchillo. Era todo aquello que Hitzler jugaba a ser. Aunque su saludo fue apático, dirigió a Kepler una aguda mirada. Maestlin se puso nervioso por su antiguo discípulo y se paseó de aquí para allá, llamando quejumbrosamente a sus criados. Como no aparecieron, se levantó y preparó para los invitados una jarra de vino y una bandeja con pan. Pidió disculpas por el humilde alimento. Hafenreffer sonrió al mirar la mesa y comentó:

—Profesor, es un banquete realmente adecuado. —Desconcertado, Maestlin lo miró nervioso. El rector se dirigió a Kepler—: Dígame, doctor, ¿qué significa todo lo que me han contado?

—Ese hombre, Hitzler…

—Sí, es muy entusiasta, pero también escrupuloso y un buen pastor.

—¡Se ha negado a darme la comunión!

—A menos que ratifique la Concordia, ¿verdad?

—¡En nombre de Dios, me excluye por la sinceridad con que en un único artículo reconozco que, en lo que se refiere a la omnipresencia del cuerpo de Cristo, los Padres primitivos son más concluyentes que la Concordia! Puedo citar en mi defensa a Orígenes, Fulgencio, Vigilio, Cirilo, Juan de…

—Sí, sí, no me cabe la menor duda, conocemos la amplitud de su erudición. Pero en la doctrina de la comunión se decanta por la concepción calvinista.

—Para mí es evidente que la materia no es capaz de transmutación. El cuerpo y el alma de Cristo están en el Cielo. Señor, Dios no es alquimista.

En el silencio que se desencadenó, surgió la impresión de testigos fantasmagóricos que miraban escandalizados y se cubrían las bocas con las manos. Hafenreffer suspiró.

—De acuerdo. Lo que dice es claro y honesto. Doctor, me pregunto si ha analizado las repercusiones de lo que sustenta. En concreto me refiero a la consecuencia de que, según esta… esta doctrina, convierte el sacramento de la comunión en un mero símbolo.

Kepler meditó.

—Yo no diría mero. ¿No es el símbolo algo sacro, siendo a la vez sí mismo y otra cosa más grande? ¿Acaso no podría decirse otro tanto del mismísimo Jesucristo?

Más tarde llegó a la conclusión de que ese comentario lo decidió todo. La cuestión duró un año más pero, al final, Hitzler ganó, Kepler fue excomulgado y Hafenreffer rompió sus relaciones con él. El rector escribió: Si algún afecto siente por mí, evite ese entusiasmo apasionado. Era un consejo sensato pero sin pasión Kepler no habría sido Kepler. Lió el petate y partió rumbo a Ulm, donde imprimirían las Tabulae Rudolphinae.

También en otro sitio los Kepler habían atraído la mirada inyectada de sangre del gigante. El invierno de 1616, después de años de murmuraciones y amenazas, las autoridades suabas se decidieron a actuar oficialmente y a juzgar a su madre por brujería. Frau Kepler huyó a Linz, con su hijo Christoph. Kepler estaba horrorizado.

—¿Por qué has venido? Lo tomarán como un reconocimiento de culpa.

—Hay cosas peores —comentó Christoph—. Madre, díselo.

La vieja desvió la mirada y se sorbió los mocos.

—¿Puede haber algo peor? —preguntó Kepler, que en realidad no deseaba enterarse—. ¿Qué ocurrió?

—Intentó sobornar al magistrado Einhorn —informó Christoph y se alisó una arruga del jubón.

Kepler buscó a tientas una silla y se sentó. Susanna le apoyó una mano en el hombro. Einhorn. Toda su vida lo habían perseguido personas con ese tipo de apellidos.

—¿Intentó sobornarlo? ¿Por qué? ¿Cómo?

Christoph se encogió de hombros. Era quince años más joven que el astrónomo, bajo, prematuramente barrigón, con la frente corta y los ojos de un extraordinario matiz violeta. Había ido a Linz básicamente con el propósito de ver el mal rato que pasaba su hermano al recibir las nuevas.

—Una fulana, la hija de la Reinbold, asegura que empezó a sufrir dolores después de que nuestra madre le tocó el brazo. Einhorn estaba preparando un informe para el tribunal de justicia cuando madre le ofreció una copa de plata si lo olvidaba. ¿No es así, mamá?

—¡Jesús bendito! —exclamó Kepler débilmente—. ¿Y qué pasó?

—Como era previsible, Einhorn se mostró encantado porque ha hecho muy buenas migas con la facción de Reinbold y denunció inmediatamente el intento de comprar su silencio, así como otros cargos. La situación es bastante grave.

—Nos alegra ver que la situación no es tan grave como para preocuparte profundamente —comentó Susanna.

Christoph la contempló sorprendido. Ella afrontó su mirada y Kepler notó que los dedos de su mujer se tensaban en su hombro.

—Calma, calma, no discutamos —pidió y palmeó la mano de Susanna.

Katharina Kepler tomó la palabra:

—Pues no, Einhorn no está tan enfadado porque tú, tu hermana Margarete y su sagrado marido, el pastor, habéis jurado que me abandonaréis voluntariamente si se comprueba que estoy equivocada. Es lo que le habéis dicho al magistrado. ¡Qué mala pasada!

Christoph se ruborizó. Kepler lo observó con pesar, mas sin sorpresa. Nunca había llegado a querer a su hermano.

—Debemos pensar en nuestro buen nombre —declaró Christoph y se hizo fuerte—. ¿Qué cabía esperar? Mamá estaba advertida. Durante el año pasado en nuestra parroquia han quemado a una veintena de brujas.

—Que Dios os perdone —murmuró Susanna y les dio la espalda.

Christoph se fue poco después sin dejar de protestar. La vieja se quedó nueve meses. Fue una temporada penosa. Ni la vejez ni el infortunio había mellado su lengua afilada. Kepler la observaba con dolorosa admiración. Su madre no se hacía ilusiones sobre el peligro que afrontaba y él estaba convencido de que, de una manera retorcida, disfrutaba de todo. Nunca antes había recibido tantas atenciones. Frau Kepler mostró un vivo interés por los detalles de la defensa que Kepler se ocupó de organizar. No negó las pruebas en su contra, simplemente cuestionó las interpretaciones.

—Sé que esta zorra de Ursula Reinbold y los demás, Einhorn incluido, sólo buscan apoderarse de mis pocos florines en cuanto perdamos el proceso. Como sabes, Reinbold me debe dinero. Propongo que los ignoremos. Ya se hartarán de esperar.

Kepler puso reparos.

—Madre, ya te he dicho que el proceso fue enviado al tribunal ducal de Württemberg. —No supo si reír o llorar con la llamarada de orgullo que iluminó los ojos de su anciana madre—. En lugar de esperar, debemos reclamar una pronta audiencia. Son ellos los que dan largas al asunto porque saben que penden de un hilo y necesitan más pruebas. Ya han causado bastante daño. ¡Si hasta me acusan a mí de interesarme por las artes prohibidas!

—Oh, sí, claro, también tú debes pensar en tu buen nombre.

—¡Por amor de Dios, mamá!

La vieja giró el rostro y se sorbió los mocos.

—¿Sabes cómo empezó todo? Porque defendí a Christoph ante la zorra de la Reinbold.

—Sí, ya me lo has dicho.

La anciana pretendía volver a contárselo.

—Christoph tenía algunos negocios con esa tribu y estalló una disputa. Por eso lo defendí. Y ahora dice que me dejará en la estacada.

—Cálmate, yo no te abandonaré.

Johannes lanzaba cañoneos en todas direcciones: a Einhorn y a su pandilla, a sus conocidos de la Facultad de Derecho de Tubinga, al tribunal de Württemberg. Las respuestas fueron evasivas y lejanamente amenazadoras. Llegó a tener la convicción de que los sumos poderes conspiraban para hacerle daño a través de su madre. Tras ese miedo había otro aún más difícil de afrontar.

—Madre… —Intentó aclararse y se retorció en el asiento—. Madre, hablemos claro, júrame que… que…

La vieja lo miró.

—¿No me has visto pasear de noche por la ciudad a lomos de mi gato?

El tribunal decidió que el juicio se celebrara en septiembre en Leonberg. Christoph, que vivía allí, apeló de inmediato al tribunal ducal y logró que trasladaran el proceso a la aldea de Güglingen. Cuando Kepler y su madre llegaron, se llevaron a la vieja y la encadenaron, en compañía de dos guardias, a una habitación de la torre de entrada. Los carceleros eran hombres alegres que disfrutaban con su trabajo. Eran bien pagados con fondos de la propia detenida. Al ver que los futuros daños y perjuicios mermaban, Ursula Reinbold reclamó que sólo hubiera un guardia, al tiempo que Christoph y su cuñado, el pastor Binder, le reprochaban a Kepler que los gastos se dispararan: Johannes había insistido en que cambiaran todos los días la paja en que dormía su madre y en que por la noche encendieran fuego. Se tomó declaración a los testigos y enviaron las transcripciones a Tubinga, donde los amigos de Kepler de la Facultad de Derecho llegaron a la conclusión de que, con esas pruebas, la anciana debía ser nuevamente interrogada bajo amenaza de tortura.

Un rojizo día de otoño la condujeron a la cámara situada detrás del tribunal. La brisa agitaba perezosamente la hierba, como un aleteo de alas invisibles. Se encontraban presentes el magistrado Einhorn, un hombre menudo pero enjuto y fuerte de la punta de cuya nariz colgaba una gota, así como varios empleados y funcionarios judiciales. El grupo avanzó lentamente porque Frau Kepler aún estaba bajo los efectos de las cadenas. Kepler la ayudó y, en vano, intentó encontrar palabras de consuelo. En el trayecto desde Linz había leído Diálogo sobre la música antigua y moderna, del padre de Galileo, y ahora recordaba fragmentos de esa obra, cual si fueran melodías grandiosas y solemnes. Pensó en las tristes canciones lanzadas al viento por los mártires que iban a la hoguera.

Entraron en un cobertizo bajo y con techo de paja. Estaba oscuro por contraste con la luz del sol, salvo el rincón donde un brasero, cual algo vivo, palpitaba impaciente y decidido. Súbitamente a Kepler le dolieron las muelas. Aunque el aire era asfixiante, tuvo frío. El cobertizo le recordaba una capilla a raíz del silencio, del arrastramiento de pies, las toses acalladas y la sensación de espera ensimismada. Percibió un olor acre, mezcla de sudor y de brasa, y algo más amargo y metálico que, supuso, era el hedor del miedo. Los instrumentos se encontraban en una baja mesa de caballetes, agrupados según sus fines: las empulgueras y los cuchillos relucientes, las varas de quemar, las tenazas. Eran los útiles de un artesano. El torturador dio un paso al frente; se trataba de un hombre fino, alto y de barba tupida, que también cumplía las funciones de dentista en la aldea.

Grüss Gott —murmuró, se llevó un dedo a la frente y dirigió una mirada severa e inquisitiva a la vieja.

Einhorn carraspeó y soltó un agrio soplo que apestaba a cerveza. Con dificultades para repetir la fórmula, se dirigió al torturador:

—Señor, le encomiendo que presente a la mujer que aquí comparece los instrumentos de percusión para que, por la gracia de Dios, recapacite y confiese sus delitos. —Tenía el labio superior ancho y manchado, como una especie de aleta prensil, y la gota que colgaba de la punta de su nariz brilló bajo el resplandor del brasero. Los días que duró el proceso, ni una sola vez había mirado cara a cara a Kepler. Titubeó, ese labio buscó palabras inútilmente y al retroceder un paso chocó con un ayudante—. ¡Proceda, hombre, proceda!

En silencio y amorosamente, el torturador exhibió sus instrumentos uno tras otro. La vieja apartó la mirada.

—¡Mírelos! —ordenó Einhorn—. ¡Cómo han comprobado, esta criatura no llora ni siquiera en este momento!

Frau Kepler meneó la cabeza.

—En mi vida he llorado tanto que ya no me quedan lágrimas. —De repente gimió y cayó de rodillas en una grotesca parodia de súplica—. ¡Hagan lo que quieran conmigo! Aunque me arranquen una tras otra todas las venas del cuerpo, no tendré nada que reconocer.

La vieja cruzó las manos y gimió un Paternoster. Sin saber qué hacer, el torturador miró a su alrededor.

—¿Tengo que traspasarla? —inquirió al tiempo que alzaba un hierro.

—Ya está bien —intervino Kepler como quien pone fin a un juego infantil que se ha desmadrado.

La sentencia establecía que sólo fuera amenazada. Hubo movimientos y murmuraciones generalizadas. Einhorn se escapó por la tangente. Así llegaron a su término varios años de litigio. Lo absurdo de la situación abrumó a Kepler. Al salir apoyó la cabeza en la pared de ladrillos calentados por el sol y se echó a reír. Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que estaba llorando. Su madre permaneció a su lado, azorada y algo incómoda, palmeándole el hombro. Las seráficas alas del viento los rodearon.

—Y ahora, ¿adónde irás? —preguntó Kepler y se sonó la nariz.

—A casa. O a Heumaden, a casa de Margarete.

Menos de un año después moriría en su lecho en casa de Margarete, en medio de grandes quejas y llantos.

—Sí, sí, vete a Heumaden. —Se frotó los ojos y miró impotente los árboles, el cielo vespertino, una aguja lejana. Comprendió sorprendido y con una punzada de malestar que se sentía, sí, era la única palabra que lo expresaba, se sentía desilusionado. Al igual que todos los demás, incluida probablemente su madre, había querido que pasara algo; no necesariamente la tortura, sino algo, y por eso estaba decepcionado—. ¡Dios mío, madre!

—Calla.

Fue declarada inocente por decreto del duque de Württemberg e inmediatamente la dejaron en libertad. Einhorn, Ursula Reinbold y los demás recibieron la orden de pagar las costas de juicio. Para los Kepler supuso una gran victoria. Pero, extrañamente, también una derrota. A su regreso a Linz, Kepler se enteró de que se había largado su viejo amigo Wincklemann, al pulidor de lentes. Su casa contigua al río estaba tapiada y vacía y estaban rotos los cristales de todas las ventanas. Kepler no logró quitarse de encima la convicción de que en algún sitio, en algún taller invisible del mundo, habían enlazado el sino del judío y el fallo del juicio con la ayuda de instrumentos relucientes y bajo la luz blanquecina de un brasero. Después de todo, algo había ocurrido.

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