Kepler

Kepler


IV. Harmonice mundi

Página 14 de 22

él. Es verdad que por aquel entonces no se tomó demasiadas molestias en mi nombre. Tal vez estaba demasiado ocupado con su obra o no sintió una gran estima por mi librillo. Sí, estoy enterado de su fama de arrogante e ingrato: ¿y qué? Señor, la ciencia no es como la diplomacia, no progresa mediante gestos de asentimiento, guiños y calculados cumplidos. Siempre he tenido por costumbre alabar aquello que, en mi opinión, otros han hecho bien. Jamás desdeño la obra de otros en razón de los celos, nunca minimizo el conocimiento de otros si es mi carencia. Por la misma regla, nunca me olvido de mí mismo si algo he hecho mejor o si he descubierto antes algo. Es verdad que me hice muchas ilusiones con respecto a Galileo cuando apareció mi Astronomia nova, pero el hecho de que no recibiera nada no me impide tomar ahora la pluma contra los agrios críticos de todo lo nuevo, que consideran increíble todo lo que les es desconocido y que consideran una terrible percepción aquello que se encuentra más allá de los límites de la filosofía aristotélica. No pretendo

sacar a relucir sus defectos, como usted dice, simplemente me propongo reconocer lo valioso y poner en duda lo que es cuestionable.

Excelencia, nadie debe confundirse ante la brevedad y simplicidad aparente del libro de Galileo. Como una mera ojeada a sus páginas demuestra, Sidereus nuntius es una obra altamente significativa y admirable. Es cierto que no todo lo que contiene es completamente original, como él afirma… ¡hasta el emperador ha dirigido un catalejo a la lima! También otros han conjeturado —sin presentar pruebas— que, en un examen más minucioso, la Vía Láctea podría disolverse en una masa de incontables estrellas reunidas en enjambres. Ni siquiera la existencia de los satélites planetarios (creo que, en realidad, eso son sus

cuatro planetas nuevos) es tan sorprendente dado que, si la luna gira alrededor de la tierra, ¿por qué los demás planetas no habrían de tener lunas? Empero, existe una gran diferencia entre especular sobre la existencia de miríadas de estrellas invisibles y anotar sus posiciones en el mapa, entre mirar distraídamente la luna a través de una lente y anunciar que no se compone de la

quinta essentia de los escolásticos, sino de una materia muy similar a la de la tierra. Copérnico no fue el primero en afirmar que el sol ocupa el centro del mundo, pero

fue el primero en crear en tomo a ese concepto un sistema que matemáticamente se sustenta, poniendo fin de esta forma a la era tolemaica. Como Galileo, ha planteado clara y serenamente (¡con una serena precisión de la cual, reconozco a mi pesar, podría aprender mucho!) una visión del mundo que asestará tal puñetazo en la barriga de los aristotélicos que se quedarán sin aliento durante mucho tiempo.

En la corte no se habla más que de Sidereus nuntius, como supongo que ocurre en todas partes. (¡Ojalá Astronomia nova hubiese llamado tanto la atención!). El emperador tuvo la gracia de dejarme hojear su ejemplar y por lo demás tuve que esperar hasta la semana pasada, cuando recibí el libro que me envió Galileo, así como la petición de que le exprese mi opinión que, supongo, se propone publicar. El correo regresa a Italia el 19, por lo que sólo tengo cuatro días para concluir mi respuesta. Por lo tanto, ahora debo despedirme con la esperanza de que perdone mis prisas… y de que no tome a mal mi respuesta precedente a su apreciado y conmovedor gesto de apoyo a mi persona. En las cuestiones de la ciencia, no se trata tanto del individuo como de la obra. Galileo no me gusta, pero lo admiro.

A propósito, me gustaría saber si durante su reciente estancia en Roma oyó algo o vio al enano de Tycho y a su compañero, al que llamaban Félix. Si tiene noticias de ellos, me gustaría conocerlas.

Señor, soy su servidor,

Johannes Kepler

Aedes Cramerianis

Praga

Marzo de 1611

Dr. Johannes Brengger: en Kaufbeuren

Todo se ensombrece y tememos lo peor. Una gran tragedia ha caído sobre el pequeño mundo de nuestra casa y, dada la malsana confusión de nuestra pena, pensamos que de alguna manera está relacionada con los espantosos acontecimientos del gran mundo. Creo que en ocasiones Dios se cansa y el Demonio aprovecha la oportunidad, se lanza sobre nosotros con toda su furia y su maldad cruel y causa estragos a diestro y siniestro. Mi querido doctor, ¡qué lejanos parecen esos días felices en que nos escribíamos con tanto entusiasmo y deleite sobre la recién nacida ciencia de la óptica! Gracias por su última carta pero temo que, de momento, soy incapaz de ocuparme de las interesantes cuestiones que plantea: es posible que en otra ocasión les dedique mi mente y responda con la energía que requieren. Ahora no tengo valor para trabajar. Casi todo mi tiempo se consume con los deberes de la corte. Las excentricidades del soberano se parecen cada vez más a la pura demencia. Se encierra en palacio, se oculta de sus despreciados congéneres y, mientras tanto, su reino se desmorona. Su hermano Matías ya lo ha despojado de Austria, Hungría y Moravia y se dispone a apoderarse del resto. Durante el verano pasado y el otoño en la ciudad se celebró un congreso de príncipes que aconsejó la reconciliación entre hermanos. Pese a sus antojos y peculiaridades, Rodolfo muestra una férrea testarudez. Con la idea de frenar a Matías y a los príncipes, y tal vez con el propósito de dejar de lado las libertades religiosas que los representantes luteranos de aquí le arrebataron con la Carta Real, intrigó con su pariente Leopoldo, obispo de Passau y hermano del venenoso archiduque Fernando de Estiria, mi antiguo enemigo. Vil y traidor como el resto de la familia, Leopoldo dirigió su ejército contra nosotros, los que estamos aquí, y ha ocupado parte de la ciudad. Las tropas bohemias se concentraron contra él y se habla de terribles excesos por ambos bandos. Corre el rumor de que Matías viene acompañado del ejército austríaco, a petición de los representantes… ¡y del propio Rodolfo! Esta situación sólo puede tener un fin: el emperador perderá el trono. Por eso he empezado a buscar refugio en otra parte. Algunas personas influyentes han insistido en que me traslade a Linz. En lo que a mí respecta, miro con ansias hacia mi Suabia natal. He enviado una petición al duque de Württemberg, mi antiguo mecenas, pero abrigo pocas esperanzas. ¡Qué duro es saber que no te quieren en tu propia tierra! También me han ofrecido la antigua cátedra de Galileo en Padua, dada su partida a Roma. Galileo en persona me ha recomendado. No soy ajeno a la paradoja de semejante situación. Italia… la idea no me regocija. En consecuencia, Linz parece la perspectiva más prometedora. Se trata de una ciudad provinciana y de miras estrechas, pero conozco a alguna gente y también tengo un amigo peculiar. A mi esposa le encantaría dejar Praga, que nunca le gustó, y retornar a la Austria que la vio nacer. Ha estado muy enferma de fiebres húngaras y de epilepsia. Soportó con entereza estos males y todo habría ido bien si poco después nuestros tres hijos no hubiesen contraído la viruela. La mayor y el benjamín sobrevivieron, pero Friedrich, nuestro querido hijo, sucumbió. Tenía seis años. Fue una muerte muy dura. Era un niño encantador, un jacinto matinal de los primeros días de la primavera, nuestra esperanza, nuestro gozo. Doctor, confieso que a veces no comprendo los designios del Señor. Mientras el pequeño yacía en su lecho de muerte, del otro extremo de la ciudad nos llegaba el fragor de la batalla. ¿De qué modo puedo expresarle adecuadamente todo lo que siento? Esta pena no se parece a nada de lo que existe en el mundo. Debo despedirme.

Kepler

Gasthof zum Goldenen Greif

Praga

Julio de 1611

Frau Regina Ehem: en Pfaffenhofen

¡Ay, mi querida Regina! Frente a los desastres que nos han agobiado, huelgan las palabras y el silencio es la expresión más veraz de los sentimientos. Sin embargo, al margen de mi situación, debo hacerte el relato de las últimas semanas. Si me muestro torpe o parezco despiadado o frío, comprende que son la pena y la vergüenza las que me impiden expresar adecuadamente todo lo que siento.

¿Quién puede decir cuándo comenzó realmente la enfermedad de tu madre? La suya fue una vida plagada de dificultades y pesares. Es cierto que jamás quiso cosas materiales, por mucho que me culpara de mi falta de éxito en el gran mundo social, mundo del que siempre quiso formar parte. Sin duda ser doblemente viuda a los veintidós años fue muy duro, lo mismo que la pérdida de nuestros primeros hijos y ahora de nuestro amado Friedrich. Últimamente le había dado por las devociones secretas y andaba de aquí para allá con su devocionario. Su memoria ya no era la de antaño, a veces reía por nada o súbitamente estallaba en llanto como si algo la afligiera. Su envidia se había agudizado y no hacía más que lamentarse de su sino, se comparaba con las esposas de los consejeros y de los funcionarios menores, que parecían moverse en un esplendor muy superior al suyo, pese a ser la consorte del matemático imperial. Claro que todo esto sólo ocurría en su mente. ¿Y yo qué podía hacer?

Su enfermedad del invierno pasado, la fiebre y la epilepsia, le preocuparon mucho, pero se mostró muy valiente y fuerte, con una determinación que dejó atónitos a cuantos la conocían. La muerte del niño en febrero fue un golpe demoledor. Cuando a fines de junio retomé de una visita a Linz, había vuelto a caer enferma. Las tropas austríacas trajeron enfermedades a la ciudad y tu madre contrajo tifus exantemático o

fleckfieber, como lo llaman aquí. Podría haberse debatido, pero ya no le quedaban fuerzas. Azorada por los horrorosos actos de la soldadesca y por el espectáculo de los sangrientos combates que se libraban en las calles, consumida de desesperación por un futuro mejor y por el anhelo insaciable de su amado hijo perdido, exhaló su último suspiro el tercer día del mes presente. Al final, mientras le ponían una bata limpia, pronunció unas últimas palabras para preguntar: ¿Es la túnica de la salvación? En sus últimas horas te recordó y a menudo habló de ti.

La culpa y los remordimientos me corroen. Nuestro matrimonio se frustró desde el principio porque se realizó contra nuestra voluntad y bajo un cielo calamitoso. Tu madre era de naturaleza pesimista y resentida. Me acusaba de burlarme de ella. Interrumpía mi trabajo para hablar de sus problemas domésticos. Tal vez fui impaciente cuando me hacía infinidad de preguntas, pero jamás la llamé tonta, aunque quizá considerara que la tenía por tal ya que, en algunos sentidos, era una mujer muy susceptible. En los últimos tiempos y debido a sus repetidas enfermedades, había perdido la memoria y yo la encolerizaba con mis recordatorios y consejos, porque no quería señor alguno y, a menudo, no daba abasto consigo misma. Con frecuencia fui más impotente que ella pero, en mi ignorancia, seguí discutiendo. En síntesis, desarrolló una naturaleza cada vez más irritable y, aunque lo lamento, la provoqué, pues en ocasiones mis estudios me volvieron desconsiderado. ¿Fui cruel con ella? Cuando comprendí que tomaba a pecho mis palabras, habría preferido arrancarme el dedo a mordiscos antes que seguir ofendiéndola. En lo que a mí atañe, tampoco recibí mucho amor. Pero nunca la odié. Y ahora, como comprenderás, ya no tengo con quien hablar.

Mi querida niña, piensa en mí y recuérdame en tus oraciones. Me he trasladado a la posada —¿recuerdas el Grifo Dorado?— porque la casa se me hizo insoportable. Las noches son muy tristes y no puedo conciliar el sueño. ¿Qué haré? Soy viudo, tengo dos hijos pequeños y a mi alrededor se extiende el turbulento desorden de la guerra. Si puedo te haré una visita. Me encantaría que vinieras a verme, pero los riesgos son excesivos. Firmo, como en los viejos tiempos,

Papá

Post scriptum. He abierto el testamento de tu madre. No me dejó nada. Saludos a tu marido.

Kunstadt, en Moravia

Abril de 1612

Johannes Fabricius: en Wittenberg

Salud, noble hijo de noble padre. Disculpe mi prolongada demora en responder a sus numerosas cartas, tan bien acogidas y fascinantes. Estos últimos meses estuve muy ocupado con asuntos tanto privados como públicos. Sin duda está enterado de los trascendentales acontecimientos que se han producido en Bohemia y que, amén de otras consecuencias, han provocado mi práctico destierro de Praga. Estaré unos pocos días en Kunstadt, en casa de una conocida de mi difunta esposa, una viuda de buen corazón que se ha ofrecido a cuidar de mis hijos huérfanos de madre hasta que halle alojamiento y me establezca en Linz. Pues sí, a Linz me dirijo para ocupar el cargo de matemático regional. Ya ve cuán bajo he caído.

El año transcurrido ha sido el peor de mi vida. Rezo por no ver nunca más otro semejante. Era impensable que a un hombre le acontecieran tantos infortunios en un período tan breve. Perdí a mi amado hijo y, poco después, a mi esposa. Podríamos decir que ya era suficiente pero, a lo que parece, cuando aparecen las desgracias, se presentan cual espantosos ejércitos. Fue la entrada de las tropas de Passau en Praga la que trajo las enfermedades que se llevaron a mi hijito y a mi esposa. Al cabo de poco tiempo se presentaron el archiduque Matías y sus secuaces y mi mecenas y protector fue destronado: ¡el pobre, triste y bueno de Rodolfo! Hice cuanto pude por salvarlo. Ambos bandos en pugna estaban muy influidos por las profecías astrales, algo que siempre ocurre con soldados y estadistas, y fueron ansiosamente solicitados mis servicios como matemático imperial y astrónomo de la corte. Sinceramente, aunque más me habría convenido compartir la suerte de sus enemigos, fui leal a mi señor y llegué al extremo de fingir ante Matías que los astros favorecían a Rodolfo. Pero todo fue en vano. El resultado de la batalla estaba decidido antes de que comenzara. Después de la abdicación, en marzo, me mantuve junto a Rodolfo. A pesar de los pesares, fue bueno conmigo y no quise abandonarlo. El nuevo emperador no me es hostil y el mes pasado llegó al extremo de confirmarme en el cargo de matemático. Sin embargo, Matías no es Rodolfo y estaré mejor en Linz.

Estaré mejor: no dejo de repetírmelo. Al menos en la Alta Austria hay seres que valoran mi persona y mi trabajo. Es más de lo que puedo decir de mis compatriotas. ¿Está enterado de mis intentos de regresar a Alemania? Apelé una vez más, hace poco, a Federico de Württemberg y le supliqué que, si no una cátedra de filosofía, al menos me concediera un humilde cargo político para disponer de alguna paz y de un espacio reducido en el que proseguir serena y tranquilamente mis estudios. La oficina del canciller no hizo oídos sordos e incluso sugirió que me apuntaran entre los aspirantes a ocupar la cátedra de matemáticas en Tubinga, dado que el doctor Maestlin ya cuenta con muchos años. Pero el Consistorio fue de otra opinión. Sus miembros recordaron que en una petición anterior tuve la honestidad de advertir que no podía suscribir incondicionalmente la Fórmula de la Concordia. También sacaron a relucir la vieja acusación de que soy proclive al calvinismo. A la larga, todo significa que soy definitivamente rechazado por la tierra que me vio nacer. Que se olviden de mí si quieren, pero desde aquí los envío al fondo del infierno.

Tengo cuarenta y un años y lo he perdido todo: mi familia, mi honroso nombre, hasta mi país. Ahora afronto una vida nueva, sin saber qué problemas me aguardan. Pero no desespero. He realizado grandes obras que algún día serán reconocidas en su auténtico valor. Mi trabajo aún no está cumplido. La visión de la armonía del mundo siempre está ante mis ojos y me anima a seguir adelante. Dios no me abandonará. Sobreviviré. Llevo conmigo una copia del grabado del gran Durero de Núremberg que se titula El caballero, la muerte y el demonio, imagen de grandeza estoica y entereza que produce en mí un gran solaz: así debemos vivir, afrontando el futuro, indiferentes a los terrores y sin dejamos engañar por vanas esperanzas.

Incluyo una vieja carta que encontré entre mis papeles. Alude a cuestiones de interés científico y quiero que la tenga porque imagino que pasará un tiempo antes de que tenga ánimos para volver a dedicarme a ese tipo de especulaciones.

Su colega,

Joh: Kepler

Praga

Diciembre de 1611

Johannes Fabricius: en Wittenberg

Ah, mi querido y joven señor, cuánto me alegra saber de sus investigaciones sobre la naturaleza de las misteriosas manchas solares. No sólo me siento lleno de admiración por el rigor y el ingenio de sus investigaciones, sino que también me recuerdan un período más dichoso de mi vida y me apartan de esta época odiosa. ¿Es posible que sólo hayan transcurrido cinco años? ¡Afortunado de mí, que fui el primero en observar esas manchas en este siglo! No lo digo con la pretensión de robar su fuego, si me permite que lo exprese así (ni pretendo sumarme a la agotadora disputa entre Scheiner y Galileo en tomo a la prioridad del descubrimiento), sino para convencerme de que hubo una época en que podía proseguir felizmente y con inocencia mis estudios científicos, antes de que acontecieran los desastres de este año espantoso.

Observé por primera vez el fenómeno de las manchas solares en mayo de 1607. Hacía semanas que contemplaba seriamente Mercurio en el firmamento. Según los cálculos, el planeta debía entrar en conjunción inferior con el sol el 29 de mayo. Como la noche del 27 se desató una gran tormenta y tuve la impresión de que ese aspecto era el motivo de semejante perturbación climática, pensé que la conjunción debía fijarse antes. En consecuencia, la tarde del 28 me decidí a observar el sol. Por aquel entonces me alojaba en el Colegio Wenzel, cuyo rector, Martin Bachazek, era amigo mío. Aficionado donde los haya, Bachazek había construido una torreta de madera en uno de los desvanes del colegio y allí nos retiramos aquel día. Los rayos del sol se colaban por las delgadas grietas de las tablillas y pusimos un trozo de papel bajo uno de los rayos, papel en el que se formó la imagen del sol. Y patapán. En la trémula imagen del sol divisamos una manchita muy negra, aproximadamente como una pulga reseca. Convencidos de que observábamos la culminación de Mercurio, fuimos presa de una gran agitación. Para evitar errores y comprobar que no era una mácula del papel, lo desplazamos de un lado a otro para que la luz se moviera: la manchita negra apareció en todas partes con la luz. Inmediatamente redacté un informe y pedí a mi colega que lo confirmara. Corrí hasta el Hradschin y envié la noticia al emperador por intermedio de un ayuda de cámara, ya que esa conjunción era del máximo interés para Su Majestad. Después acudí al taller de Jost Bürgi, mecánico de la corte. Como había salido, tapamos la ventana con uno de sus ayudantes y, a través de una minúscula apertura, dejamos que la luz iluminara una plancha de hojalata. La manchita volvió a aparecer. Busqué la confirmación de mi informe y pedí al ayudante de Bürgi que lo firmara. Tengo el documento sobre el escritorio y veo la firma:

Heinrich Stolle, oficial relojero, de mi puño y letra. ¡Con cuánta claridad lo recuerdo!

Claro que, como tan a menudo, me equivoqué. Como usted sabe, no había presenciado la culminación de Mercurio, sino una

mancha solar. Me pregunto si ha desarrollado alguna teoría acerca del origen del fenómeno. Aunque desde entonces lo he visto a menudo, aún no he encontrado una explicación satisfactoria. Tal vez se trata de una formación nubosa, como en nuestro cielo, pero maravillosamente negra y densa y, por consiguiente, fácil de percibir. ¿Serán emanaciones de gas candente que se elevan de la superficie al rojo vivo? En lo que a mí respecta, no son del máximo interés por su causa, sino por el hecho de que, en virtud de su forma y de su movimiento evidente, demuestran satisfactoriamente la rotación del sol, rotación que había postulado sin pruebas en mi Astronomia nova. Me asombra todo lo que pude hacer en ese libro sin la ayuda del telescopio, instrumento al que usted ha dado tan buen uso en su trabajo.

¿Qué haríamos sin nuestra ciencia? Incluso en estos tiempos de temor supone un gran consuelo para mí. Cada día que pasa, mi señor, Rodolfo, se muestra más extraño: no creo que sobreviva. En ocasiones parece no darse cuenta de que ya no es emperador. No lo desengaño. El mundo es un lugar muy triste. ¿No sería mejor ascender a las cumbres diáfanas y silentes de la especulación celestial?

Le ruego que no tome a pecho mi mal ejemplo y que vuelva a escribirme pronto. Señor, quedo con usted,

siempre suyo,

Johannes Kepler

Gasthof zum Goldenen Greif

Praga

Septiembre de 1611

Frau Regina Ehem: en Pfaffenhofen

Mi querida Regina, solía parecerme que la vida es una materia informe y siempre mudable, digamos que una bola de cristal fundido que hemos arrojado y que, sin disponer siquiera de los instrumentos más burdos, con la sola ayuda de nuestras manos, debemos moldear hasta formar una esfera perfecta a fin de contenerla en nosotros mismos. Pensaba que ésa es nuestra tarea, me refiero a la transformación del caos externo en una armonía y un equilibrio perfectos en nuestro interior. Qué error, qué error: son nuestras vidas las que nos contienen,

nosotros somos la imperfección en el cristal, la mancha de arenisca que debe ser expulsada de la esfera giratoria. Se dice que el que se ahoga ve pasar toda la vida ante sus ojos un instante antes de sucumbir: ¿por qué sólo habría de ocurrir en la muerte por inmersión? Sospecho que tiene lugar cualquiera que sea el modo de la muerte. En el último instante percibiremos por fin la forma secreta y esencial de todo lo que hemos sido, de todas nuestras acciones y pensamientos. La muerte es el medio perfeccionador. Esta verdad —estoy convencido de que es una verdad— se me ha manifestado con todas sus fuerzas a lo largo de los últimos meses. Es la única respuesta que confiere sentido a esos desastres y dolores, a esas traiciones.

Mi querida niña, no te considero responsable de nuestras actuales diferencias. Entre los que te rodean, y me refiero a alguien en concreto, hay quienes ni siquiera dejan en paz a un hombre desconsolado y enfermo en la hora de su agonía. Tu madre apenas se había enfriado en la tumba cuando llegó la primera misiva autoritaria de tu marido, como un puñetazo en el estómago, y ahora

me escribes en ese tono inusual. No es tu tono de voz, que recuerdo con ternura y afecto, ni el modo en que te dirigirías a mí si pudieras elegir. Estoy convencido de que esas palabras te fueron dictadas. Por consiguiente, ahora no me dirijo a ti sino que, a través de ti, me dirijo a otra persona a la que no me resigno a escribir directamente. Más le vale aguzar el oído. Quiero que esta sórdida cuestión se aclare para satisfacción de todos.

¿Cómo osas insinuar que demoro el pago de ese dinero? ¿Qué me importa el dinero contante y sonante, de qué me sirve a mí, que he perdido lo que me era más precioso que los tesoros de oro del emperador, es decir, mi esposa y mi amado hijo? El que mi esposa Barbara prefiriera no mencionarme en su testamento me supone un dolor profundo, pero estoy decidido a cumplir sus deseos. Aunque de momento no tengo valor para investigar a fondo cuál es la situación, en un sentido general estoy al tanto del estado de la fortuna de

Frau Kepler o de lo que queda. Cuando murió su padre y se dividieron las propiedades en Mühleck, tenía alrededor de 3000 florines en propiedades y bienes. Por lo tanto, no era tan rico como nos hicieron creer… pero esto es harina de otro costal. A la muerte de Jobst Müller, viajé con

Frau Kepler a Graz y dediqué mucho tiempo y esfuerzos a convertir su herencia en dinero contante y sonante. Los impuestos de Estiria eran, lisa y llanamente, medidas punitivas contra los luteranos y sufrimos grandes pérdidas al sacar su dinero de Austria. Por eso ahora no existen esos miles de los que, según piensan algunos, yo pretendo apropiarme. Nuestra vida en Bohemia fue difícil, el emperador nunca fue un pagador puntual y, pese a la extrema parsimonia de

Frau Kepler, en ocasiones tuvimos que apelar inevitablemente a su capital. Tuvo muchas enfermedades, siempre insistió en usar ropa fina y nunca se dio por satisfecha con alubias y salchichas. ¿Crees que vivimos del aire?

Después de mis nupcias y a pesar de una gran oposición, logré que me nombraran tutor de la hijita de mi esposa, nuestra querida Regina, porque la quería tal como era entonces y porque temía que, entre los familiares de su madre, se viera expuesta a los peligros del catolicismo. Jobst Müller me prometió 70 florines anuales para la manutención de la niña: jamás me pagaron nada de esa asignación ni me permitieron tocar la considerable fortuna de Regina. Por lo tanto, me siento justificado si resto de la herencia una recompensa justa y adecuada. Tengo dos hijos propios de los que cuidar. Mis amigos y mecenas, la Casa de Fugger, se ocuparán de traspasarte la suma restante. Confío en que no los

acusarás de transacciones poco claras.

Johannes Kepler

Praga

Diciembre de 1610

Dr. Johannes Brengger: en Kaufbeuren

Hoy he recibido, de Markus Welser de Colonia, las primeras pruebas de mi Dioptrice. La impresión se ha atrasado y ahora que por fin ha comenzado existen problemas para la financiación del proyecto. Temo que pasará mucho tiempo antes de que la obra esté terminada. La concluí en agosto y de inmediato se la presenté a mi mecenas, el elector de Colonia Ernst, que lamentablemente se ha mostrado menos entusiasta y rápido que el autor y que no parece tener prisas por ofrecer al mundo esta obra importante que le fue dedicada. De todas maneras, me alegra ver estas pocas páginas en letras de molde ya que, dado mi actual estado de perturbación, agradezco la ligera distracción que proporcionan. Qué lejanos parecen aquellos meses estivales en los que mi salud pareció mejorar y en los que trabajé con tanta energía. Una vez más soy víctima de ataques febriles y, en consecuencia, no tengo energías y mi espíritu se resiente. Abundan las preocupaciones y corren rumores de guerra. Al contemplar una vez más la forma de este librillo, me sorprende el pensamiento de que quizá, sin darme cuenta, tuve indicios de los problemas que iban a llegar, porque sin duda se trata de una obra extraña, extraordinariamente severa y muda, de tono frío y ejecución precisa. En nada se parece a mí.

Se trata de un libro difícil de comprender y que no sólo requiere una mente inteligente sino, sobre todo, la alerta intelectual y el deseo extraordinario de averiguar las causas de las cosas. En él me he propuesto esclarecer las leyes por las que se rige el telescopio de Galileo. (Podría añadir que para la tarea he recibido muy poca ayuda, como cabía imaginar, de aquel que ha dado su nombre al nuevo instrumento). Creo que se puede decir que con este libro y con la Astronomia pars optica, de 1604, he sentado las bases de una nueva ciencia. Mientras que el libro precedente era una inmersión alegre y especulativa en la naturaleza de la luz y el funcionamiento de las lentes, Dioptrice es una sobria exposición de reglas al estilo de un manual de geometría. Oh, me encantaría enviarle un ejemplar porque ardo en deseos de conocer su opinión. ¡Malditos sean los tacaños! Consta de 141 reglas, divididas esquemáticamente en definiciones, axiomas, problemas y proposiciones. Comienzo por la ley de refracción y reconozco que su expresión no es mucho menos inexacta que las anteriores, aunque no me ha ido tan mal en virtud de que los ángulos de incidencia que se tratan son muy pequeños. También he hecho una descripción de la reflexión total de los rayos de luz en un cubo y en un trilátero de cristal. Obviamente, he abordado con más profundidad que nunca la cuestión de las lentes. Creo que en el Problema 86, en el que demuestro que con la ayuda de dos lentes convexos los objetos visibles pueden agrandarse y volverse más definidos aunque invertidos, he definido el principio que sirve de fundamento al telescopio astronómico. Asimismo, al tratar las combinaciones adecuadas entre una lente convergente y una divergente en lugar de una simple lente objetiva, he allanado el terreno para un gran perfeccionamiento del telescopio de Galileo. Creo que al paduano no le gustará.

Ir a la siguiente página

Report Page