Kepler

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IV. Harmonice mundi

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oval me aterrorizó. Era contraria al dogma del movimiento circular, que los astrónomos han defendido desde los inicios de nuestra ciencia. Pero las pruebas que acumulé eran innegables. Sabía que lo que valiera para Marte también se aplicaría al resto de los planetas, incluido el nuestro. La perspectiva era abrumadora. ¿Quién era yo para contemplar la idea de rehacer el mundo? ¡Y qué trabajo! Ciertamente, había despejado las tablas de epiciclos, movimientos retrógrados y todo lo demás y me encontré con una única carretera de estiércol, es decir, ese óvalo… ¡y qué hedor despedía! ¡Me tocaba situarme entre los varales y acarrear personalmente la fétida carga!

Luego de unos trabajos preliminares llegué a la conclusión de que el óvalo tenía forma de huevo. Ciertamente, dicha conclusión exigía algunos malabarismos geométricos, pero no se me ocurrió otro modo de imponer una órbita oval a los planetas. En mi opinión, era maravillosamente plausible. Para hallar la superficie del dudoso huevo, calculé 180 distancias entre Marte y el sol y las sumé. Repetí 40 veces la operación. Y volví a fracasar. A continuación pensé que la verdadera órbita debía rondar la figura del huevo y la circular, cual si se tratara de una elipse perfecta. A esa altura estaba frenético y me aferraba a cualquier idea peregrina.

Entonces sucedió algo extraño y maravilloso. Las dos formas de hoz o de pequeño satélite que existían entre los lados aplastados del óvalo y la órbita circular ideal presentaban en su punto más espeso un ancho que equivalía a 0,00429 del radio del círculo. Ese valor me resultó extrañamente conocido (no sé explicar por qué: ¿fue una premonición entrevista en un sueño olvidado?). Me interesé por el ángulo que formaban la posición de Marte, el sol y el centro de la órbita y comprobé azorado que el secante ascendía a 1,00429. La reaparición del valor 0,00429 me permitió saber en el acto que existe una relación fija entre dicho ángulo y la distancia entre el sol, relación que se sustenta en todos los puntos de la órbita del planeta. Por fin, mediante el empleo de esa proporción fija disponía de un medio de calcular la órbita marciana.

¿Piensa que ahí acabó la historia? Esta comedia tiene un último acto. Al tratar de construir la órbita utilizando la ecuación que acababa de descubrir cometí un error geométrico y volví a fracasar. Desesperado, deseché la fórmula con el propósito de probar una nueva hipótesis, es decir, que la órbita fuera una elipse. Después de construir dicha figura mediante medios geométricos, comprobé que ambos métodos producían el mismo resultado y que, de hecho, mi ecuación era

la expresión matemática de la elipse. ¡Doctor, figúrese mi asombro, alegría y azoramiento! ¡Había tenido la solución ante mis ojos y no la había reconocido! Por fin pude expresar la cuestión en forma de ley sencilla, elegante y verdadera:

Los planetas se desplazan en elipses con el sol en un foco.

Dios es grande y yo soy su siervo, como también soy

su humilde amigo,

Johannes Kepler

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