Kepler

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I. Misterium Cosmographicum

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Dormido con la gola puesta, Johannes Kepler ha soñado con la solución del misterio cósmico. La cobija en su mente como sostendría en las manos un objeto precioso, de fragilidad y esplendor sobrenaturales. ¡Oh, no despiertes! Pero despertará. Con una pizca de torva satisfacción, doña Barbara le sacudió el pie mal calzado y de inmediato el huevo fabuloso reventó, dejando tan sólo un trozo de clara y unas pocas coordenadas de cáscara rota.

Y 0,00429.

Estaba acalambrado, aterido y en la boca tenía el bolo repugnante del sueño. Abrió un ojo, vio que su esposa se acercaba una vez más a su pie colgante y le asestó un delicado puntapié en los nudillos. Barbara lo miró y Johannes reculó y simuló estar ocupado con el ala de sombrero prestado bajo esa mirada rechoncha y rubicunda. Regina la niña, su hijastra, primorosamente sentada junto a su madre, asimiló la breve escaramuza con su apacible mirada de costumbre. En ese momento se asomó desde lo alto del carruaje el joven Tyge Brahe y miró a través de la ventanilla. Era un europeo de pelo oscuro, de piel clara y brillante, magro de pies y manos, y de mirada maliciosa.

—Hemos llegado, señor —dijo con sonrisa presuntuosa.

Esa manera de decir

señor. Kepler se limpió discretamente la boca en la manga y se bajó del carruaje con las piernas temblorosas.

—Ah.

El castillo de Benatek apareció antes sus ojos, grandioso e impasible en medio del aire soleado de febrero, más vasto que la negra masa de infortunios que lo había agobiado durante el viaje desde Graz. Una burbuja de pesimismo ascendió y estalló en el lodo de su inteligencia ofuscada. Maestlin, hasta Maestlin le había fallado: ¿por qué esperar algo mejor de Tycho el Danés? Se le obnubiló la visión a medida que las lágrimas acudían a sus ojos. Aún no había cumplido los treinta y se sentía mucho más viejo. Se restregó los ojos y se volvió justo a tiempo de ver que el junker Tengnagel, bestia rubia y engalanada, era arrojado de culo por su encabritado corcel en el camino embarrado y lleno de baches, y se maravilló una vez más de la inagotable generosidad del mundo, que siempre ofrece algún consuelo.

También fue un consuelo que la imperturbable serenidad de Benatek sólo correspondiera a su exterior de piedra: el quinteto de viajeros llegó al corazón mismo de la algarabía una vez franqueadas las puertas que daban al patio empedrado. Los tablones chocaban con estrépito, los ladrillos se estrellaban, los albañiles silbaban. Una acémila demasiado cargada, con las orejas echadas hacia atrás y mostrando los dientes, rebuznaba y volvía a rebuznar.

—¡El nuevo Uranienburg! —exclamó Tyge con un ademán, y rió.

Al pasar bajo un combado dintel de granito, en la garganta de Kepler estalló una oleada de entusiasmo, cual una comilona caliente, teñida con el regusto de su sueño. ¿Era posible que, después de todo, hubiera hecho bien trasladándose a Bohemia? Aquí, en el castillo de Brahe, arropado por los pliegues de una personalidad mucho más grande y delirante que la propia, podría acometer grandes obras.

Entraron en otro patio de dimensiones más reducidas, donde no vio a nadie trabajando. Manchones de nieve con toques de color óxido se adherían a las grietas y a los alféizares. Un rayo de sol reposaba en la pared rojiza. Todo estaba en calma o lo estuvo hasta que, como una piedra arrojada a un estanque inmóvil, de debajo de la sombra de un arco asomó una figura, un enano de manos y cabeza enormes, piernas cortas y joroba. Sonrió e hizo una reverencia cuando pasaron a su lado.

Frau Barbara tomó a Regia de la mano.

—Que Dios os proteja, caballeros —canturreó el enano con su voz aflautada, y nadie le hizo caso.

Franquearon una puerta tachonada y entraron en un salón con chimenea abierta. En la penumbra llameante varias figuras se movían de un lado a otro. Kepler se rezagó y, por detrás, su esposa jadeó débilmente en su oído. Se quedaron atónitos. ¿Era posible que los hubiesen conducido al alojamiento de los criados? En una mesa próxima al fuego se encontraba un hombre moreno que comía como un heliogábalo. A Kepler le dio un vuelco el corazón. Había oído hablar de las excentricidades de Tycho Brahe y sin duda entre ellas figuraba comer ahí abajo, y sin duda ese hombre era él, por fin el gran hombre. Pero no era Tycho Brahe. El hombre alzó la vista y comentó con el hijo de Tycho:

—¡Vaya, has vuelto! —Era italiano—. ¿Cómo están las cosas en Praga?

—Más mal que bien —replicó el joven Tyge y se encogió de hombros—. Yo diría que mal.

El italiano frunció el ceño y añadió:

—Ah, te he atrapado, te he atrapado. Ja, ja.

Kepler se impacientó. Seguramente tendrían que haberlo recibido mejor. ¿Lo menospreciaban deliberadamente o sólo era uno de esos caprichos de los aristócratas? ¿Debía hacer valer su presencia? Tal vez fuese una burda falta de tacto. En cuestión de segundos Barbara comenzaría a regañarlo. Algo lo rozó y retrocedió asustado. El enano había entrado sin hacerse notar; se plantó delante del astrónomo y lo escudriñó con serena atención: el rostro blanco y perturbado, la mirada miope, el pantalón raído, la gola aplastada y las manos que aferraban el sombrero empenachado.

—Supongo que usted es el señor Mathematicus. —Hizo una reverencia—. Sea usted bienvenido, ciertamente sea bienvenido —añadió cual si del dueño de casa se tratara.

—Éste es Jeppe, el bufón de mi padre —aclaró el joven Brahe—. Le advierto que es una especie de bestia sagrada que adivina el porvenir.

El enano sonrió y meneó su gran cabeza calva.

—Vamos, amo, no soy más que un pobre tullido, un don nadie. Ha llegado tarde. Durante la interminable semana pasada hemos aguardado su persona y su… su equipaje. —Dirigió una mirada de soslayo a la esposa de Kepler—. Su padre está preocupado.

Tyge frunció el ceño.

—Sapo comemierda, no olvides que un día te heredaré.

Jeppe contempló a Tengnagel que, con la mirada enardecida, se había acercado al fuego.

—¿Qué aflige a nuestro pensativo amigo? —preguntó el enano.

—Una mala caída —respondió Tyge y rió.

—¿Es verdad? ¿Estaban tan alborotadas las meretrices de la ciudad?

La señora Barbara se sintió ofendida. ¡Semejante lenguaje en presencia de la niña! Hacía rato que sumaba mudamente contra Benatek una serie de detalles que ahora totalizaron una afrenta intolerable.

—Johannes… —comenzó a decir con tres semitonos de agorero acento.

En ese instante el italiano se puso en pie y posó ligeramente un dedo en el pecho del joven Tyge.

—Dile a tu padre que lo lamento. Aún está enfadado y no quiere verme, pero no puedo seguir esperando. No fue culpa mía. ¡El animal estaba borracho! ¿Se lo dirás? Bueno, hasta pronto.

El italiano salió deprisa, se cruzó sobre el hombro el extremo de la gruesa capa y se encasquetó el sombrero. Kepler lo miró.

—Johannes…

Tyge se había escabullido. Tengnagel seguía meditabundo y enfurruñado.

—Vamos —propuso el enano y, como algo que se muestra deprisa antes de escamotearlo, volvió a exhibir su sonrisa maliciosa.

Los guió por húmedos tramos de escalera, a lo largo de interminables pasillos de piedra. En el castillo resonaban gritos, fragmentos de canciones procaces, portazos. Las habitaciones de los huéspedes eran cavernosas y estaban escuetamente amuebladas. Barbara frunció la nariz a causa del olor a humedad. No habían subido el equipaje. Jeppe se recostó en la puerta, con los brazos cruzados, y se quedó mirando. Kepler se encaminó a la ventana con parteluces y, de puntillas, contempló el patio, los albañiles y el jinete encapotado que avanzaba a medio galope hacia las puertas. Pese a los recelos que abrigaba, en el fondo de su alma esperaba algo espléndido y generoso de Benatek, habitaciones doradas y aplausos espontáneos, la atención de personas serias y magníficas, luz, espacio y tranquilidad: no contaba con ese gris, esas deformidades, el estrépito y la confusión de otras vidas, ese desorden familiar… ¡oh, tan familiar!

¿Acaso Tycho Brahe no era espléndido ni generoso? A mediodía Kepler fue convocado. Se había vuelto a dormir y deambuló por el castillo hasta dar con un hombre grueso y calvo que, aunque parezca increíble, divagaba sobre su alce domesticado. Entraron en un salón de techo alto y se sentaron. De pronto el danés guardó silencio y observó a su huésped. En lugar de elevar lo suficiente su espíritu para entrevistarse con su eminencia, Kepler se dedicó a hacer una exposición de sus penurias. Le molestó hasta la nota quejumbrosa que percibió en su voz, pero no pudo reprimirla. Al fin y al cabo, tenía motivos de queja. Supuso sombríamente que, por supuesto, el danés nada sabía de preocupaciones económicas y esas cosas, esas sórdidas cuestiones. Su enorme seguridad estaba avalada por siglos de educación patricia. Incluso esa estancia, alta y ligera, de fino techo antiguo, demostraba una grandeza imperturbable. Seguramente el desorden no osaría asomar su rostro impúdico. Con su silencio y su mirada, la cúpula resplandeciente del cráneo y la nariz metálica, Tycho parecía sobrehumano, una máquina enorme y pesada cuyo imperceptible funcionamiento mantenía firmemente en su rumbo los diversos actos del castillo y sus innumerables vidas.

—Y a pesar de que en Graz tuve de mi parte a muchas personas influyentes —decía Kepler—, sí, incluso a los jesuitas, de nada sirvió, las autoridades siguieron acosándome sin piedad y querían que renunciara a mi fe. Señor, tal vez no me crea, pero tuve que pagar una multa de diez florines por el privilegio, escúcheme bien, por el

privilegio de enterrar a mis pobres hijos de acuerdo con el rito luterano.

Tycho se revolvió en la silla y se tironeó y acomodó el bigote con el índice y el pulgar. Con mirada afligida, Kepler se hundió un poco más en el asiento, como si el yugo de esos dedos se hubiera posado sobre su delgado cuello.

—Señor, ¿cuál es su filosofía? —inquirió el danés.

Sobre la mesa que los separaba, las naranjas italianas centelleaban en un cuenco de peltre. Era la primera vez que Kepler veía naranjas. Blasonadas y en perfecta madurez, resultaban misteriosas por su tensa e inexorable presencia.

—Sostengo que el mundo es una manifestación de la posibilidad del orden —replicó. ¿Se trataba de otro fragmento del sueño matinal? Tycho Brahe lo observaba fríamente. Kepler se apresuró a añadir—: O sea que abrazo la filosofía natural.

¡Si al menos se hubiese vestido de otra forma! Lamentaba, sobre todo, la gola. Había pretendido causar una buena impresión, pero le estaba demasiado ceñida. El sombrero prestado languidecía en el suelo, a sus pies: otro gesto valeroso pero desmañado, ya que un pisotón inoportuno había hundido la copa. Con la mirada fija en un extremo del techo, Tycho dijo:

—Cuando llegué a Bohemia, el emperador nos alojó en Praga, en la casa del difunto vicecanciller Curtius, donde el infernal tañido de las campanas del cercano monasterio capuchino fue un tormento noche y día. —Se encogió de hombros—. Siempre se soportan molestias.

Kepler asintió. Campanas, claro: sin duda las campanas afectarían gravemente la concentración, aunque no tanto, imaginó, como los lloros de los propios hijos sufriendo atrozmente antes de morir. Ese danés y él tenían mucho que aprender el uno del otro. Miró a su alrededor con una sonrisa que expresaba admiración y envidia.

—Claro que

aquí…

La pared junto a la cual estaban sentados era casi una inmensa ventana de arco con muchos cristales emplomados y daba a una panorámica de viñas y tierras de pastoreo que se perdían en la lejanía azul y translúcida. El sol invernal llameaba sobre el Isar.

—El emperador considera que Benatek es un castillo, pero no lo es —dijo Tycho Brahe—. Estoy haciendo grandes modificaciones y ampliaciones pues pretendo convertirlo en mi Uranienburg bohemio. Sin embargo, uno se frustra a cada instante. Aunque su majestad es comprensiva, no puede ocuparse personalmente de todos los detalles. El administrador de las propiedades de la corona en los alrededores, la persona con que trato habitualmente, no está tan bien dispuesto hacia mí como sería de mi agrado. Se llama Mühlstein, Kaspar von Mühlstein… —Miró sombríamente el nombre como calcularía el verdugo la longitud de un cuello—. Creo que es judío.

A mediodía sonó una campana y el danés pidió el desayuno. Un criado les sirvió pan caliente envuelto en servilletas y llenó las tazas con un líquido negruzco y humeante que sirvió de una jarra. Kepler observó la bebida y Tycho preguntó:

—¿No conoce este brebaje? Viene de Arabia. En mi opinión, agudiza maravillosamente el cerebro. —Aunque Tycho se expresó a la ligera, Kepler supo que quería impresionarlo. Bebió, chasqueó los labios apreciativo y Tycho sonrió por primera vez—.

Herr Kepler, debe perdonar que a su llegada a Bohemia no acudiera a recibirlo personalmente. Como le expuse en mi carta, casi nunca voy a Praga, a menos que tenga que visitar al emperador. Además, como comprenderá, la posición de Marte y Júpiter en esta época me llevaron a proseguir el trabajo. Sin embargo, confío en que comprenderá que ahora lo recibo, no tanto como huésped, sino como amigo y colega.

Pese a su aparente calidez, el breve discurso los dejó oscuramente insatisfechos. En lugar de continuar, Tycho desvió la mirada hacia la ventana y el día invernal. El criado arrodillado ante la estufa azulejada avivaba el fuego con los leños de pino. Llevaba el pelo muy corto y tenía las manos carnosas y los pies despellejados y enrojecidos encajados en zuecos de madera. Kepler suspiró. Se dio cuenta de que irremediablemente pertenecía a esa clase que repara en el estado de los pies de los siervos. Bebió otro sorbo del brebaje árabe. Despejaba la mente y comprobó alarmado que también parecía provocarle temblores. Temió sufrir una recaída en sus fiebres. Hacía más de seis meses que lo acosaban y, en las grises horas del alba, había llegado a pensar que estaba tísico. A pesar de todo tenía la sensación de que estaba engordando: la maldita gola lo asfixiaba.

Tycho Brahe se volvió y, con mirada atenta, preguntó:

—¿Trabaja los metales?

—¿Los metales…? —preguntó débilmente.

El danés había sacado una cajita laqueada para bálsamo y se ponía un toque de ungüento aromático en la piel que rodeaba el falso caballete —fabricado con una aleación de oro y plata— de su nariz lesionada, desfigurada en un duelo que libró en sus mocedades. Kepler lo miró asombrado. ¿Acaso le pedirían que fabricara un órgano nuevo y más fino con el que adornar la carota del danés? Sintió un profundo alivio cuando Tycho añadió con un deje de irritación:

—Me refiero al alambique. Me ha dicho que es filósofo natural, ¿verdad?

Tycho tenía la inquietante costumbre de oscilar en la conversación, como si los temas figuraran en los contadores de un juego que jugaba ociosamente en su cerebro.

—No, no, la alquimia no es… no soy…

—Pero hace horóscopos.

—Sí, siempre que…

—¿De pago?

—Bueno, sí.

Kepler empezaba a tartamudear. Sintió que lo obligaban a reconocer una esencial mezquindad de espíritu. Molesto, se preparó para el contraataque, pero Tycho volvió a cambiar bruscamente la dirección del juego.

—Sus escritos son muy interesantes. He leído con gran interés Misterium cosmographicum. Aunque no coincidí con el método, las conclusiones a las que arribó me parecieron… significativas.

Kepler tragó saliva.

—Es muy amable.

—Diría que el fallo está en que basó sus teorías en el sistema copernicano.

Y no en el tuyo, eso es lo que quieres decir. Por fin habían llegado al meollo del asunto. Con los puños cerrados sobre las piernas para evitar que le temblaran las manos, Kepler buscó febrilmente el mejor modo de abordar de inmediato la cuestión esencial. Notó con enfado que titubeaba. No confiaba en Tycho Brahe. Era un hombre demasiado sosegado y circunspecto, como una especie de enorme y perezoso depredador que caza inmóvil desde la trampa con muelles de su guarida. (También era, a su manera, un gran astrónomo, lo que resultaba tranquilizador. Kepler creía en la hermandad de la ciencia). Además, ¿

cuál era la cuestión esencial? Buscaba en Benatek algo más que alojamiento para él y los suyos. Para Kepler la vida era una especie de entidad milagrosa, casi un organismo viviente de maravillosa complejidad y gracia, atormentada por una fiebre crónica y devastadora. De Benatek y su señor esperaba la concesión de un orden perfecto y una paz que le permitieran aprender a refrenar el ímpetu de la vida, a apaciguar sus febriles conmociones y a esquivar las acechanzas de la muerte. Mientras reflexionaba con serena consternación supo que había pasado el momento de plantear sus aspiraciones. Tycho apartó los huesos roídos del desayuno y se puso en pie.

Herr Kepler, ¿lo veremos durante la cena?

—¡Pero…! —Kepler buscaba a tientas el sombrero bajo la mesa.

—Así conocerá a algunos de mis ayudantes y podremos analizar la redistribución de las tareas ahora que somos uno más. Pensaba encomendarle la órbita lunar. Antes debemos consultar a Christian Longberg, mi ayudante principal, que como comprenderá tiene voz y voto en estos asuntos.

Abandonaron lentamente la estancia. Más que andar, Tycho navegaba como un buque majestuoso. Presa de una gran palidez, Kepler retorció el ala del sombrero entre los dedos temblorosos. Era una locura. ¡Vaya amigo y colega! Lo trataban como un vulgar aprendiz. Distraído, Tycho Brahe lo despidió en el pasillo y se alejó parsimoniosamente.

Frau Barbara lo aguardaba en sus habitaciones. Tenía aspecto de estar siempre cruelmente abandonada, tanto por su presencia como en su ausencia. Preguntó atribulada aunque ilusionada:

—¿Qué nuevas traes?

Kepler adoptó una expresión de amable perplejidad.

—Hmmm.

—Habla —insistió su esposa—. ¿Qué ocurrió?

—En fin, desayunamos. Mira, te he traído algo. —Con la habilidad de un prestidigitador, sacó una naranja de la copa del sombrero, que le había servido de escondite—. ¡Ah, bebí café!

Regina, que hasta ese momento había permanecido asomada a la ventana, se volvió y se acercó sonriente a su padrastro. La franca mirada de la niña siempre acentuaba la timidez del astrónomo.

—En el patio hay un ciervo muerto —dijo Regina—. Si te asomas, lo verás en el interior de la carreta. Es muy grande.

—Es un alce —la corrigió Kepler afablemente—. Se trata de un alce. Se emborrachó y rodó escaleras abajo cuando…

Habían subido el equipaje. Barbara había deshecho las maletas y ahora, con la naranja brillante en las manos, súbitamente se sentó en medio de los restos dispersos de sus pertenencias y se echó a llorar. Kepler y la niña la miraron sobresaltados.

—¡No has acordado nada! —gimió—. Ni siquiera

lo intentaste.

Oh, cuán familiar era: el desorden había sido la sempiterna condición de su vida. Si fugazmente lograba algo de calma interior, ya podía esperar que el mundo externo cayera sobre él. Al final, también había ocurrido lo mismo en Graz. A pesar de todo el último año —antes de que lo obligaran a huir a Bohemia y a apelar a Tycho Brahe— había comenzado maravillosamente bien. De momento, el archiduque se había hartado de perseguir a los luteranos, Barbara volvía a estar preñada y, cerrada la Stiftsschule, tenía tiempo de sobra para proseguir sus propios estudios. Incluso había atemperado su actitud hacia la casa de la Stepfergasse, que al principio le produjo una profunda aversión cuyo origen ni se molestó en indagar. Corría el último año del siglo e imperaba la sensación de alivio porque, después de haber causado mucho daño, por fin agonizaba algo viejo y maligno.

Con el corazón henchido de esperanzas, en primavera emprendió una vez más la gran tarea de formular las leyes de la armonía del mundo. Su taller se encontraba en el fondo de la casa y era un chiribitil situado a un lado del pasillo húmedo y embaldosado que conducía a la cocina. En tiempos del difunto marido de Barbara había servido de trastero. Kepler había dedicado un día a desprenderse de los trastos, papeles, cajas viejas y muebles desvencijados que arrojó sin miramientos por la ventana, hacia el arriate cubierto de hierbajos. Ahí seguían: un humeante montón de abono que cada primavera engendraba ramilletes de gencianas silvestres, quizás en memoria del antiguo dueño de casa, el pobre Marx Müller, pagador y sisador cuyo tétrico espectro aún merodeaba por su dominio perdido.

Como la casa era grande, podría haber elegido otras habitaciones más suntuosas, pero Kepler prefería ese cuchitril. Era un sitio aislado. Por entonces Barbara aún tenía pretensiones sociales y casi todas las tardes la casa se llenaba con las esposas cara de caballo de concejales y burgueses. Los únicos sonidos que perturbaban el silencio de su refugio con el cerrojo echado eran el cloqueo quejumbroso de las gallinas en el patio y los canturreos de la criada en la cocina. La luz tenue y verdosa que se colaba desde el jardín aliviaba sus ojos enfermos. A veces Regina se presentaba y se sentaba a su lado. El trabajo avanzaba.

Por fin había logrado llamar la atención. El italiano Galileo había respondido al envío de un ejemplar del Misterium cosmographicum. Es verdad que su misiva había sido decepcionantemente breve y apenas cortés. Pero Tycho Brahe le había escrito cálidamente y no había escatimado elogios sobre el libro. Además, a pesar de la agitación religiosa, seguía carteándose con el canciller bávaro Herwart von Hohenburg. Llegó a creer que se estaba convirtiendo en una persona importante porque, ¿cuántos hombres de veintiocho años podían decir que entre sus colegas figuraban semejantes lumbreras? (Kepler no la consideraba una palabra demasiado fuerte).

Es posible que esas migajas lo impresionaran, pero fue más difícil convencer a otros. Recordaba la disputa con Jobst Müller, su suegro. Aunque no sabía bien por qué, en su recuerdo suponía el principio de aquel período crítico que concluyó nueve meses después con su expulsión de Graz.

La primavera de aquel año fue mala y abril estuvo plagado de aguaceros y vendavales. A principios de mayo se produjo una calma inquietante. Durante días el cielo se convirtió en una cúpula de extrañas nubes claras y por la noche caía la bruma. Nada se movía. Daba la sensación de que el aire se había congelado. Las calles apestaban. Kepler le temía a ese clima devorador que alteraba el delicado equilibrio de su constitución, le atenazaba el cerebro y lograba que sus venas se hincharan de una manera alarmante. Corrió la voz de que en Hungría aparecieron manchas de sangre en todas partes, en las puertas, las paredes y hasta en los campos. En Graz una mañana descubrieron a una vieja meando detrás de la iglesia de los jesuitas, no lejos de la Stempfergasse, y la apedrearon porque la tomaron por bruja. Barbara, preñada de siete meses, empezó a irritarse. La ocasión era propicia para que la peste campara por sus respetos. Y para Kepler fue una especie de pestilencia el hecho de que Jobst Müller decidiera viajar desde Gössendorf y pasar tres días con ellos.

Müller era un hombre triste, orgulloso de su molino, de su dinero y de su propiedad en Mühleck. Al igual que Barbara, también tenía pretensiones sociales, se reivindicaba de noble ascendencia y firmaba

zu Gössendorf. Y también como Barbara, aunque no tan espectacularmente, era un consumidor de cónyuges: su segunda esposa estaba enferma. Acumulaba riquezas con una pasión ausente en las demás facetas de su vida. Parecía considerar a su hija como una posesión material, hurtada por el advenedizo Kepler.

La visita sirvió, al menos, para levantar un poco el decaído ánimo de Barbara, que se alegró de contar con un aliado. Jamás se quejaba abiertamente de Kepler en su presencia. Su táctica consistía en el sufrimiento mudo. Kepler pasó la mayor parte de los tres días de la visita encerrado en su taller. Regina le hizo compañía. La niña tampoco sentía un gran afecto por el abuelo Müller. Entonces tenía nueve años y era menuda para su edad, pálida y con el pelo rubio ceniza, que siempre parecía húmedo, aplastado sobre su estrecha cabeza. No era agraciada, se la veía demasiado demacrada, pero tenía carácter. Tenía un aura de algo consumado, de bastarse a sí misma; Barbara le tenía cierto temor. Regina se sentaba en un taburete del taller, con un juguete olvidado sobre el regazo, y miraba el entorno: gráficos, sillas, el descuidado jardín, a Kepler cuando tosía, restregaba los pies o dejaba escapar un gemido involuntario. Era un extraño modo de compartir y Kepler no sabía a ciencia cierta qué compartían. Era el tercer padre que Regina conocía en tan pocos años y Kepler suponía que la niña quería comprobar si resultaba más perdurable que los anteriores. ¿Era eso lo que compartían, algo reservado para el futuro?

En aquellos días Regina tuvo más motivos que de costumbre para cuidarlo. Kepler estaba muy agitado. Fue incapaz de trabajar sabiendo que su esposa y su suegro —ese par— rondaban por la casa, bebían su aguardiente del desayuno y se ensañaban con sus defectos. Por eso permaneció sentado ante el escritorio revuelto, gimió, masculló y anotó cálculos disparatados que, más que matemáticas, eran una especie de código que en su airada irracionalidad expresaban su ira y su frustración reprimidas.

Las cosas no podían seguir de esa manera.

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