Kepler

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I. Misterium Cosmographicum

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—Johannes, tenemos que hablar.

Jobst Müller extendió sobre su cara, como si se tratara de pegajosas natillas, una de sus excepcionales sonrisas. Rara vez llamaba a su yerno por el nombre de pila. Kepler intentó escapar.

—Estoy… estoy muy ocupado.

Esa respuesta fue un error. No era posible que estuviera ocupado porque la escuela estaba cerrada. Para ellos la astronomía era puro juego, señal de su profunda irresponsabilidad. La sonrisa de Jobst Müller se agrió. Ese día no llevaba el sombrero cónico de ala ancha que casi siempre lucía tanto al aire libre como en interiores y daba la sensación de que le faltaba un trozo de cabeza. Tenía el pelo cano y lacio y la barbilla azulada. Pese a su edad, era un hombre elegante que gastaba chalecos de terciopelo, cuellos de encaje y lazos azules a la altura de las rodillas. Kepler no quiso mirarlo. Estaban en la galería, encima del vestíbulo. La tenue luz de la mañana se colocaba por la ventana con barrotes que tenía detrás.

—¿Serías tan amable de dedicarme una hora?

Bajaron la escalera y los zapatos con hebillas de Jobst Müller produjeron una sorda escala descendente de desaprobación en las tablas enceradas. El astrónomo recordó sus tiempos de colegial: Kepler, te la has buscado. Barbara los esperaba en el comedor. Johannes reparó con desagrado que tenía la mirada encendida. Barbara conocía al viejo y lo había abordado: navegaban por las mismas aguas. La noche anterior Barbara había hecho pruebas con su cabello (se le había caído a mechones después del nacimiento del primer hijo de ambos) y cuando los hombres entraron se quitó la redecilla protectora y un montón de rizos se desplegaron sobre su frente. Johannes tuvo la impresión de que los oía crujir.

—Buenos días, querida —la saludó y, más que sonreír, le mostró los dientes.

Barbara se acarició nerviosa los rizos.

—Papá quiere hablar contigo.

Johannes se sentó a la mesa, frente a Barbara.

—Lo sé.

Esas sillas, viejos muebles italianos que formaban parte de la dote de Barbara, eran demasiado altas para Kepler, que debía estirarse para tocar el suelo con las puntas de los pies. De todos modos, le gustaban tanto como el resto del mobiliario y la estancia. Le agradaban la madera tallada, los ladrillos viejos y las vigas negras del techo, en su totalidad cosas sólidas que, aunque en un sentido estricto no le pertenecían, contribuían a mantener unido su mundo.

—Johannes se ha dignado consagrarme una hora de su valioso tiempo —dijo Jobst Müller y se sirvió un pichel de cerveza.

Barbara se mordisqueó el labio.

—Hmmm —masculló Kepler.

El astrónomo sabía perfectamente de qué hablarían. Ulrike, la criada, entró chapoteando, con el desayuno en una enorme bandeja. El huésped de Mühleck comió un huevo duro. Johannes estaba inapetente. Esa mañana sus tripas eran un torbellino. Sus entrañas eran un mecanismo delicado y el clima más Jobst Müller lo afectaban.

—¡El maldito pan está seco! —se quejó Kepler.

Ulrike lo miró desde la puerta.

—Dime, ¿hay indicios de que la Stiftsschule vuelva a abrir sus puertas? —preguntó el suegro.

Johannes se encogió de hombros y escapó por la tangente:

—Ya sabe, el archiduque…

Barbara ofreció a su marido una fuente humeante y dijo:

—Johannes, come un poco de

bratwurst. Ulrike ha preparado tu salsa de crema favorita.

Kepler la miró y la mujer retiró rápidamente la bandeja. Barbara estaba tan barrigona que tenía que inclinarse desde los hombros para coger algo de la mesa. Durante unos segundos su estado lamentable y desgarbado conmovió a Kepler. La había considerado hermosa cuando llevaba en su seno el primer hijo. Taciturno, Kepler añadió:

—No creo que vuelvan a abrir las puertas de la escuela mientras gobierne el archiduque. —El astrónomo empezó a animarse—. Se dice que tiene la sífilis. Si ese mal acaba con él, habrá esperanzas.

—¡Johannes!

Regina entró en el comedor y ejerció un cambio ligero pero perceptible en el ambiente. Cerró con suma delicadeza la pesada puerta de roble, como si estuviera montando un fragmento de la pared. El mundo estaba construido en una escala desmesurada con relación a Regina. Johannes la comprendía.

—¿Esperanzas de qué? —preguntó modestamente Jobst Müller y tomó el último bocado de clara de huevo. Esa mañana era pura zalamería y esperaba el momento oportuno. La cerveza dejó un ligero bigote de espuma en su labio superior. Moriría dos años después.

—¿Cómo? —preguntó Kepler, decidido a crear dificultades.

Jobst Müller suspiró.

—Has dicho que habría esperanzas si el archiduque mue… pasa a mejor vida. ¿Podremos preguntar qué tipo de esperanzas?

—Esperanzas de tolerancia y un mínimo de libertad para que el pueblo pueda practicar la religión según los dictados de su conciencia.

¡Ja, ja! Eso sí que estaba bien. Durante el último estallido de fervor religioso de Fernando, Jobst Müller se había pasado a los papistas mientras Johannes resistía y padecía un exilio transitorio. La afabilidad del viejo creó una onda que recorrió su mandíbula apretada y tensó sus labios exangües.

—La conciencia, sí, la conciencia está bien para algunos, para los que están tan engreídos que no se ocupan de asuntos triviales y dejan que otros los alimenten y alberguen tanto a ellos como a sus familias.

Johannes depositó la taza con un ligero estrépito. La taza estaba franqueada con el sello de los Müller. Regina lo observaba.

—Aún me pagan el salario. —Su rostro, ceroso por la cólera reprimida, enrojeció. Barbara hizo un gesto de súplica, pero Kepler la ignoró—. Por si no lo sabe, en esta ciudad me aprecian. Los concejales… ay, hasta el propio archiduque reconocen mi valía aunque otros no estén enterados.

Jobst Müller se encogió de hombros. Se había agazapado y parecía una rata a punto de entrar en combate. Pese a su porte elegante, exhalaba un lejano olor a carne sucia.

—Vaya manera de mostrar su aprecio, si tenemos en cuenta que te expulsaron como a un vulgar delincuente.

Johannes arrancó con los dientes una corteza de pan.

—Ve bervidiedon… —tragó con gran esfuerzo—, me permitieron regresar un mes después. De los nuestros, fui el único seleccionado.

Jobst Müller se dio el lujo de esbozar otra débil sonrisa.

—¿Es posible que los jesuitas no salieran en defensa de los demás? —inquirió con ligero énfasis—. ¿Es posible que sus

conciencias les impidieran buscar el auxilio de esa congregación católica?

El rostro de Kepler se inflamó. Guardó silencio, se mantuvo expectante y miró al viejo con encono. Reinó la calma. Barbara se sorbió los mocos.

—Regina, come la salchicha —la reprendió Barbara suave y pesarosa, como si la quisquillosa forma de comer de la niña fuera el motivo soterrado del malestar imperante.

Regina apartó el plato cuidadosamente.

—Dime —insistió Jobst Müller, todavía agazapado y sonriente—, ¿a cuánto

asciende el salario que los concejales siguen pagándote a cambio de nada?

¡Cómo si no lo supiera!

—No entiendo…

—Papá, lo han reducido —intervino Barbara impaciente—. ¡Ascendía a doscientos florines y han restado veinticinco!

Cuando hablaba a contracorriente de la cólera de su marido, Barbara tenía la costumbre de cerrar los ojos y agitar los párpados para no ver sus tics ni su mirada feroz. Jobst Müller asintió y dictaminó:

—No es mucho, claro que no.

—Así es, papá.

—De todos modos, doscientos florines por mes…

Barbara abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Por mes? —chilló—. ¡Papá, es

por año!

—¿Cómo?

Estaban montando una comedia.

—Sí, papá, es así. Si no fuera por mis modestas rentas y por lo que tú nos envías de Mühleck, bueno…

—¡Cállate! —ordenó Johannes.

Barbara dio un brinco.

—¡Ay! —Una lágrima furtiva rodó por su mejilla regordeta y sonrosada.

Jobst Müller observó con interés a su yerno.

—Creo que tengo derecho a saber cuál es la situación —declaró—. Al fin y al cabo se trata de mi hija.

Con los dientes apretados, Johannes emitió un sonido agudo y penetrante que era a medias aullido y a medias gemido.

—¡Me niego! —protestó—. ¡No lo

permitiré en mi propia casa!

—¿En tu propia casa? —se regodeó Jobst Müller.

—Basta, papá, ya está bien —dijo Barbara.

Kepler les apuntó con dedo temblón.

—Me mataréis —dijo con el tono tenso de quien acaba de descubrir algo inesperado y terrible—. Pues sí, es lo que haréis, me mataréis entre los dos. Es lo que os habéis propuesto. Os gustaría verme con la salud quebrantada. Seríais felices. Entonces usted y este engendro que juega a ser mi esposa… emprenderéis el regreso a Mühleck,

lo sé… —Te has excedido, has ido demasiado lejos.

—Cálmate —pidió Jobst Müller—. Nadie te desea ningún mal ¡Te agradeceré que no te burles de Mühleck ni de los beneficios que produce, ya que pueden convertirse en tu salvación cuando el duque decida desterrarte nuevamente, quizá para siempre!

Johannes dio un ligero tirón a las riendas de su ira galopante. ¿Había percibido un atisbo de arreglo en esas palabras? ¿El viejo macho cabrío se armaba de valor para ofrecerse a comprar a su hija? La idea lo enfureció aún más. Rió como un orate.

—Mujer, escucha a tu padre —gritó Kepler—. ¡Tiene más celo por sus propiedades que por ti! Puedo decir lo que quiera

de ti, pero no debo siquiera pronunciar el nombre de Mühleck, pues lo mancillaría.

—Jovencito, no defenderé a mi hija con palabras sino con actos.

—¡Su hija! Permítame que le diga que

su hija de usted no necesita defensores. Es mayor, ya ha enterrado dos maridos… y está en camino de meter bajo tierra al tercero. ¡Oh, has ido demasiado lejos!

—¡Señor!

Se incorporaron a punto de llegar a las manos y se dirigieron funestas miradas entrelazadas como cornamentas. Barbara soltó una risilla en medio del asfixiante silencio. Se cubrió la boca con la mano. Regina observó a su madre con interés. Los hombres se serenaron y respiraron dificultosamente, sorprendidos de la actitud que habían adoptado.

—Papá, está convencido de que sus días están contados —dijo Barbara y lanzó otra risilla maníaca—. Dice… dice que tiene la señal de la cruz en el pie, en el mismo sitio donde le clavaron los clavos al Salvador, señal que aparece y desaparece y que cambia de color según la hora del día… ¿No es verdad, Johannes? —Se restregó las manos y ya no hubo nada que la refrenara—. Pero yo no puedo verla, supongo que porque no soy uno de los elegidos o porque no soy lo bastante inteligente como tú… como tú siempre… —Bárbara guardó silencio.

Johannes la contempló. Jobst Müller se mantuvo expectante. Se volvió hacia Barbara, que apartó la mirada. Se dirigió a su yerno:

—¿Cuál es la enfermedad que, según supone, te afecta? —Johannes masculló algo con tono imperceptible—. Disculpa, pero no te he entendido…

—He dicho

la peste.

El viejo se sobresaltó.

—¿La peste? Barbara, ¿hay peste en la ciudad?

—Claro que no, papá. Se la ha imaginado.

—Pero…

Johannes alzó el rostro con una mueca mortecina.

—Por alguien tiene que empezar, ¿no cree?

Jobst Müller experimentó un gran alivio.

—Seamos serios, todo esta charla sobre… ¡y en presencia de la niña!

Johannes volvió a la carga con su suegro.

—¿Cómo pretende que no me preocupe si tomé mi propia vida en mis manos casándome con este ángel de la muerte que usted me impuso?

Barbara lanzó un quejido y se cubrió el rostro con las manos. Johannes se estremeció, su cólera se disipó y súbitamente se sintió desfallecer. Se acercó a Barbara. Por fin dolor auténtico. Barbara no le permitió tocarla e, impotente, paseó las manos por encima de sus hombros agitados, como si masajeara la proyección invisible de su aflicción.

—¡Barbara, soy un perro, un perro rabioso, perdóname! —se disculpó y se mordió los nudillos.

Jobst Müller contempló al hombrecillo que se cernía sobre su esposa corpulenta y sollozante y, disgustado, frunció los labios. Regina abandonó el comedor en silencio.

—¡Ay,

Cristo! —gimió Kepler y pateó el suelo.

Iba en pos de las leyes eternas que rigen la armonía del mundo. Acechaba a su presa fabulosa a través de terribles bosquecillos y en lo más oscuro de la noche. Sólo al cazador más sigiloso se le había concedido un disparo y él, burdamente armado con el trabuco de sus defectuosas matemáticas, apenas tenía oportunidades rodeado de payasos saltarines que gritaban, chillaban y tocaban las campanillas, que respondían a los nombres de Paternidad, Responsabilidad y maldita Domesticidad. Pues sí, en una ocasión había visto fugazmente a un pájaro mítico, un punto, nada más que un punto encumbrado a alturas inefables. Aquella visión fugaz fue inolvidable.

El momento aconteció el 19 de julio de 1595, exactamente a las 11 y 27 minutos de la mañana. Si sus cálculos eran exactos, a la sazón contaba 23 años, 6 meses, 3 semanas, 1 día, 20 horas y 57 minutos, segundo más o menos.

Luego dedicó mucho tiempo a analizar esos números, a la búsqueda de significados ocultos. La suma de fecha y hora daba un producto de 1.6 5 2. En esa cifra no descubrió nada. Combinó las cifras de ese total y obtuvo 14, que equivalía a 7 —el número místico— multiplicado por 2. O tal vez se debía, simplemente, a que 1652 sería el año de su muerte. Para entonces tendría ochenta y un años. (Soltó la carcajada: ¿con su salud?). Se ocupó de la segunda cifra: su edad en aquel trascendental día de julio. El resultado también era poco prometedor. Combinadas sin incluir el año, daban una cantidad cuyo único significado parecía consistir en que era divisible por 5 y le dejaba el resultado de 22, edad en la que había salido de Tubinga. No era mucho. Pero si dividía 22 por 2 y restaba 3 (¡de nuevo el 5!), le quedaban 6 y fue a los seis años cuando su madre lo llevó a la cima de la Colina de la Horca para ver el planeta de 1577. Y el 3, ¿qué significaba ese 3 insistente? ¡Vaya, era el número de los intervalos entre los planetas, el número de notas del arpegio de las esferas, la escala de cinco tonos de la música del mundo… siempre y cuando sus cálculos fueran exactos!

Hacía seis meses que trabajaba en la que se convertiría en su primera obra: Misterium cosmographicum. Entonces su situación era más desahogada. Aún era soltero, no había oído hablar de Barbara y vivía en la Stiftsschule, en un cuarto atestado y frío pero que le pertenecía. Al principio la astronomía sólo había sido un pasatiempo, una ampliación de los juegos matemáticos que como estudiante había gustado de practicar en Tubinga. A medida que pasaba el tiempo y que se frustraban sus ilusiones de una nueva vida en Graz, ese juego exaltado lo obsesionaba cada vez más. Era algo en sí mismo, un ámbito de orden que podía contraponer al mundo real y desvencijado del que era prisionero. Graz era una especie de prisión. Y en esta ciudad a la que gustaban llamar urbe, la capital de Estiria, regida por mercaderes de miras estrechas y por un príncipe papista, el espíritu de Johannes Kepler estaba encadenado, esposados sus talentos, sus grandes aptitudes especulativas sujetas al potro de tormento de la enseñanza… ¡exacto, sí, eso es! Reía, gruñía y se burlaba de sí mismo… ¡por Dios, estaba encerrado en una mazmorra! Tenía veintitrés años.

La ciudad era bastante bonita. Quedó impresionado cuando vio por primera vez el río, las agujas de las iglesias y la colina coronada por el castillo, desdibujados y brillantes bajo el aguacero de abril. Parecía existir cierta amplitud y generosidad que incluso creyó percibir en la extensión y el equilibrio de los edificios, tan distintos a la arquitectura sobresaliente de las ciudades de su Wurtemberg natal. También la gente le pareció diferente. Los paseantes eran muy propensos a los discursos y las disputas públicas y Johannes recordó que había recorrido un largo camino desde su tierra, que casi estaba en Italia. Pero era pura ilusión. Cuando más tarde observó atentamente las calles hormigueantes, se dio cuenta de que la inmundicia y el hedor, los tullidos, los pordioseros y los locos eran los mismos de todas partes. Es verdad que se trataba de orates protestantes, de inmundicia protestantes y de que las agujas apuntaban a un cielo protestante, por eso el ambiente de por aquí parecía menos estrecho. Pero el archiduque era un católico recalcitrante y la ciudad estaba plagada de jesuitas e incluso entonces en la Stiftsschule se hablaba de la clausura y de la separación entre la Iglesia y el Estado.

A pesar de que había sido un estudiante genial, Johannes aborrecía la enseñanza. En las clases experimentaba una extraña frustración. Las lecciones que debía explicar siempre estaban un poquitín al margen de lo que realmente le interesaba, por lo que se veía obligado a contenerse del mismo modo que el botero retiene el esquife en medio de la corriente del río. El esfuerzo lo agotaba, lo dejaba sudoroso y embotado. A menudo el timón se le escapaba de las manos e, impotente, se dejaba arrastrar por la marea de su entusiasmo, mientras sus pobres y cortos alumnos quedaban abandonados en la orilla en lontananza y desde allí saludaban desganadamente con la mano.

La Stiftsschule era administrada como una academia militar. Consideraban negligente a todo profesor que no castigaba a sus alumnos hasta hacerlos sangrar. (Johannes hizo lo imposible y la única vez que no pudo evitar una azotaina, la víctima fue un chico fornido y sonriente, casi de su misma edad, y una cabeza más alto). El nivel de enseñanza era elevado y se encargaban de sostenerlo el comité de supervisores y sus falanges de inspectores. Johannes tenía pánico a los inspectores. Se presentaban en las aulas sin avisar, a menudo de a dos, y escuchaban en silencio desde el fondo, mientras sus escasos alumnos permanecían con los brazos cruzados, se congratulaban de la situación y lo miraban jubilosamente atentos, a la espera de que hiciera el ridículo. En la mayoría de los casos les daba el gusto pues se crispaba y tartamudeaba mientras luchaba con los hilos enmarañados de su discurso.

—Procure mantener la calma —le aconsejó el rector Papius—. Tengo la impresión de que se apresura y tal vez olvida que sus alumnos carecen de su agudeza mental. No lo siguen, se confunden y luego vienen a mí a quejarse o… —sonrió—, o sus padres vienen a quejarse.

—Lo sé, lo sé —reconoció Johannes y se miró las manos. Estaban sentados en el rectorado, que daba al patio central de la escuela. Llovía. El viento se acumulaba en el cañón de la chimenea, de la que escapaban bolas de humo que pendían de la atmósfera y le escocían los ojos—. Hablo demasiado deprisa y digo cosas cuyo modo de expresión no he tenido tiempo de pensar. A veces, en medio de una clase, cambio de idea y me pongo a hablar de otro tema o me doy cuenta de que mis palabras eran imprecisas y empiezo de nuevo para explicar detalladamente la cuestión. —Cerró la boca y se retorció; cada vez que hablaba empeoraba un poco más la situación. El doctor Papius contemplaba el fuego cejijunto—. Verá,

Herr Rector, mi

cupiditas speculandi me lleva por mal camino.

—Así es —confirmó moderadamente el hombre mayor y se rascó el mentón—, en usted parece haber demasiada… pasión. De todas maneras, no quisiera que un joven reprimiera su entusiasmo natural. Maestro Kepler, ¿es posible que no estuviera destinado a la enseñanza?

Aunque Johannes alzó la vista alarmado, el rector sólo lo miraba preocupado y con cierto regocijo. Era un hombre afable y algo disperso, erudito y médico; sin duda sabía lo que significaba pasar todo el día en un aula soñando con estar en otra parte. Siempre se había mostrado amable con el extraño hombrecillo de Tubinga, que al principio horrorizó a los miembros más imponentes del claustro con sus pésimos modales y su mezcla desconcertante de amistad, irascibilidad y arrogancia. En más de una ocasión Papius lo había defendido ante los supervisores.

—Sé que no soy un buen profesor —masculló Johannes—. Mis inclinaciones van por otros derroteros.

—Ah, sí —dijo el rector y tosió—, la astronomía. —Hojeó el informe de los inspectores que tenía sobre el escritorio—. Parece que enseña bien astronomía.

—¡Pero no tengo alumnos!

—No es su culpa… hasta el pastor Zimmermann dice que la astronomía no es materia para todos. Recomienda que le demos las clases de aritmética y de retórica latina de la escuela superior hasta que encontremos más alumnos dispuestos a convertirse en astrónomos.

Johannes se dio cuenta de que se estaban burlando de él, aunque fuera afablemente.

—¡Sólo son bárbaros ignorantes! —exclamó de súbito y del fuego cayó un leño—. Lo único que les interesa es cazar, guerrear y buscar dotes elevadas para sus herederos. Odian y desprecian la filosofía y a los filósofos. Ellos ellos ellos…

no se merecen… —Se interrumpió blanco de ira y preocupación. No podía permitirse más arrebatos.

El rector Papius sonrió como un fantasma.

—¿Los inspectores?

—¿Los…?

—Suponía que se refería a nuestro buen pastor Zimmermann y a sus compañeros de inspección. ¿No hablábamos de ellos?

Johannes se llevó la mano a la frente.

—Me… me refería, por supuesto, a los que no envían a sus hijos para que reciban una enseñanza digna.

—Ah. Le diré una cosa, creo que entre nuestras familias nobles y también entre los mercaderes son muchos los que consideran que la astronomía

no es un tema de estudio adecuado para sus hijos. Queman en la hoguera a pobres desgraciados que han tenido con la luna menos tratos que usted en sus clases. Comprenderá que no defiendo esa actitud ignorante ante su ciencia y que sólo pretendo llamarle la atención sobre este hecho, como es mi…

—Pero…

—… como es mi

deber.

Se miraron, Johannes hosco y el rector firme pero disculpándose. La lluvia gris golpeteaba la ventana y el humo formaba ondas.

Johannes suspiró.

—Compréndalo,

Herr Rector, no puedo…

—Pues inténtelo, maestro Kepler. ¿Hará el esfuerzo?

Aunque lo intentó y volvió a intentarlo, ¿cómo podía mantener la calma? Su cerebro era un torbellino. El caos de ideas e imágenes bullía en su interior. En clase guardó silencio cada vez con más frecuencia y se mantuvo totalmente inmóvil, sordo a las risillas de sus alumnos, cual un hierofante enloquecido. Deambuló atontado por las calles y en más de una ocasión estuvo a punto de ser atropellado por los caballos. Pensó que estaba enfermo aunque más bien tenía la sensación de estar… ¡enamorado! Enamorado en un sentido general, no de un objeto definido. La idea, cuando por fin dio con ella, le causó gracia.

A principio de 1595 recibió una señal que, si no procedía del mismo Dios, seguramente provenía de una deidad menor, una de aquéllas cuyo destino consiste en alentar a los elegidos. Su puesto en la Stiftsschule incluía el título de redactor del calendario de la provincia de Estiria. El otoño anterior, previo pago de veinte florines procedentes de los fondos públicos, había trazado el calendario astrológico del año siguiente, prediciendo mucho frío y la invasión turca. En enero la helada fue tan fuerte que los pastores de las granjas alpinas murieron congelados en las laderas y el primer día del nuevo año los turcos emprendieron una ofensiva que, según se dijo, devastó todo el territorio de Neustadt a Viena. Johannes quedó encantado con la presta reivindicación de sus dotes (e íntimamente sorprendido). Oh, sí, por supuesto, una señal. Se puso a trabajar a fondo en el misterio cósmico.

Aún no había alcanzado la solución: todavía estaba planteando las preguntas. La primera decía: ¿por qué en el sistema solar hay seis planetas? ¿Por qué no cinco, siete o, ya que en ello estamos, mil? Por lo que sabía, a nadie se le había ocurrido plantearlo. Para Johannes se convirtió en el misterio fundamental. Hasta la formulación de semejante pregunta le parecía un logro extraordinario.

Era copernicano. En Tubinga, su maestro Michael Maestlin le había hecho conocer el sistema del mundo del maestro polaco. Para Kepler había algo sagrado, casi redentor, en esa visión de un mecanismo ordenado de esferas centradas alrededor del sol. Sin embargo, desde el primer momento vio un defecto, un fallo básico que obligó a Copérnico a practicar todo tipo de truquillos y evasiones. Tal como estaba bosquejada en la primera parte de De revolutionibus, la

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