Kepler

Kepler


I. Misterium Cosmographicum

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idea del sistema era evidentemente una verdad eterna, pero la elaboración de la teoría contenía una acumulación cada vez mayor de digresiones —los epiciclos, el ecuante, cosas de esta guisa— exigidas, sin duda, por algún espantoso traspié original. Era como si de las manos vacilantes del maestro hubiese caído su maravilloso modelo del funcionamiento del mundo y, una vez en el suelo, se hubiese adherido a sus radios y al alambre fino de su armazón trocitos de barro, hojas secas y las cáscaras resecas de conceptos agotados.

Aunque Copérnico llevaba muerto cincuenta años, en ese momento para Johannes se levantó de la tumba: un ángel plañidero con el que debía combatir antes de seguir adelante y fundar su sistema. Ya podía burlarse de los epiciclos y el ecuante, pero no era fácil descartarlos. Sospechaba que el canónigo polaco había sido mejor matemático de lo que jamás llegaría a serlo el redactor del calendario de Estiria. Johannes se encolerizó con sus propias insuficiencias. Ya podía saber que había un defecto, tal vez grave, en el sistema copernicano, pero encontrarlo era harina de otro costal. Pasaba las noches en vela, convencido de que había oído al viejo, su adversario, riéndose de él, aguijoneándolo.

Entonces hizo un descubrimiento. Se dio cuenta de que Copérnico no había errado en lo que

hizo: había cometido un pecado de omisión. Johannes comprendió que el gran hombre no se había preocupado por explicar la naturaleza de las cosas, simplemente se había limitado a demostrarla. Descontento con la concepción tolemaica del mundo, Copérnico había inventado un sistema mejor y más elegante que, pese a su aparente radicalismo, sólo pretendía —según las palabras del escolástico— salvar los fenómenos, crear un modelo que no tenía por qué ser empíricamente verdadero, bastaba que fuese plausible de acuerdo con las observaciones.

¿Copérnico había supuesto que su sistema era una imagen de la realidad o le había bastado con pensar que coincidía, más o menos, con las apariencias? ¿Se planteó la pregunta? En el mundo de ese viejo no existía una música sostenida, sólo aires y fragmentos azarosos, armonías quebradas, cadencias escritas deprisa y sin cuidado. La tarea de Kepler consistiría en dar cuerpo y ritmo a esa música. Porque la verdad era la música ausente. Dirigió la mirada hacia la fría luz del invierno que se colaba por la ventana y se abrazó a sí mismo. ¿No era maravillosa la lógica de las cosas? Preocupado por la falta de elegancia del sistema tolemaico, Copérnico había erigido su gran monumento al sol, en el que estaba encajada la imperfección, la perla que Johannes Kepler debía encontrar.

El mundo no se había creado con el propósito de que tuviera cuerpo y ritmo. Dios no era frívolo. Se aferró desde el principio a esa idea: la canción del mundo era secundaria y nacía naturalmente de la relación armoniosa de las cosas. En cierto sentido, hasta la verdad era secundaria. Todo estaba en la armonía. (¡Algo falla, algo falla!, pensó pero no le hizo caso). Como Pitágoras había demostrado, la armonía era producto de las matemáticas. Por consiguiente, la armonía de las esferas debía ajustarse a un modelo matemático. A Johannes no le cabía la menor duda de que ese modelo existía. Según su axioma principal, en el mundo Dios no creó nada sin designio y su base se encuentra en las cantidades geométricas. El hombre es divino precisa y exclusivamente porque puede pensar en términos que reflejan el modelo de Dios. Había escrito: la mente capta la materia mucho más correctamente cuanto más se aproxima ésta a las cantidades puras como fuente. En consecuencia, su método para identificar el modelo cósmico debía basarse, como el modelo mismo, en la geometría.

La primavera llegó a Graz y, como de costumbre, lo sorprendió. Un día se asomó a la ventana y la percibió en la atmósfera arrebolada, fue un apresuramiento, una sensación de vasta y súbita arremetida, como si la tierra se hubiese lanzado por una curva del espacio cada vez más estrecha. La ciudad centelleaba, despedía luz de los temblorosos cristales de las ventanas y de las piedras pulidas, de los charcos de lluvia azules y dorados que cubrían las calles enlodadas. Johannes pasaba la mayor parte del tiempo de puertas adentro. Lo perturbó el punto hasta el cual la estación hacía juego con su ánimo de desasosiego y oscuro anhelo. Las Carnestolendas pasaron bajo su ventana sin que se apercibiera, salvo cuando una ráfaga de un cómico bugle o el ebrio canto de los juerguistas interrumpían su concentración, momento en que mostraba los dientes con un sordo gruñido.

¿Y si se equivocaba? ¿Y si el mundo no era una estructura ordenada y regida por leyes inmutables? Después de todo, cabía la posibilidad de que Dios —lo mismo que los seres de su creación— prefiriera lo temporal a lo eterno, lo improvisado a lo perfeccionado, los bugles de juguete y los vítores del desgobierno a la música de las esferas. Pero no, no, a pesar de las dudas, no: su Dios era, por encima de todas las cosas, un dios del orden. El mundo funciona por la geometría porque ésta es el paradigma terrenal del pensamiento divino.

Trabajaba hasta altas horas de la noche y recorría los días a trompicones, en trance. Llegó el verano. Había trabajado ininterrumpidamente durante seis meses y todo cuanto logró —si es que podía considerarse un logro— fue el convencimiento de que no debía ocuparse de los planetas, sus posiciones y velocidades, sino de los intervalos entre sus órbitas. Copérnico fijó los valores de esas distancias y, a pesar de que no eran mucho más confiables que los de Tolomeo, en bien de su cordura Johannes tuvo que suponer que eran lo bastante válidos para sus fines. Los combinó y recombinó una y otra vez en pos de la relación que ocultaban. ¿Por qué sólo hay seis planetas? Era una buena pregunta. Pero resultaba aún más profundo plantearse por qué existen, precisamente, esas distancias entre ellos. Aguardó, atento al zumbido de las alas. Y aquella vulgar mañana de julio se le apareció el ángel que resolvió el enigma. Estaba en clase. El día era cálido y despejado. Una mosca zumbaba en la alta ventana y a sus pies yacía un rombo de luz. Atontados de aburrimiento, los alumnos miraban por encima de su cabeza con los ojos vidriosos. Estaba demostrando un teorema de Euclides —más adelante, por mucho que lo intentó, no logró recordar cuál— y había dibujado un triángulo equilátero en la pizarra. Levantó el enorme compás de madera y en el acto, como siempre, la cosa monstruosa lo pellizcó. Se llevó el pulgar herido a la boca, giró hacia el caballete y se puso a trazar dos círculos, uno dentro del triángulo y tocando los tres lados, y el segundo circunscripto y cortando los vértices. Retrocedió hacia el rombo de luz polvorienta, parpadeó y de pronto algo, acaso su corazón, cayó y rebotó, como el atleta que ejecuta una hazaña milagrosa en la cama elástica. Pensó con desbordante carencia de lógica: viviré eternamente. La relación del círculo exterior con el interior era idéntica a la de las órbitas de Saturno y Júpiter, los planetas más lejanos, y allí, dentro de los círculos y determinando la relación, se inscribía el triángulo equilátero, la figura geométrica fundamental. Por consiguiente, sitúa un cuadrado entre las órbitas de Júpiter y Marte, entre Marte y la Tierra un pentágono, entre la Tierra y Venus un… Sí, claro que sí. El diagrama, el caballete, hasta las paredes del aula se convirtieron en un líquido trémulo y los afortunados alumnos del joven maestro Kepler tuvieron el privilegio extraordinario y gratificante de ver que un profesor se enjugaba las lágrimas y se sonaba ruidosamente la nariz con un pañuelo sucio.

Al atardecer cabalgó por el bosque de Schönbuch. El soleado día de marzo se había vuelto ventoso y una luz rojiza teñía el valle. El Neckar rutilaba azul pizarra y frío. Se detuvo en la cima de una colina y se irguió sobre los estribos para respirar a fondo ese aire bravío y tempestuoso. No recordaba que Suabia fuera tan extraña e impetuosa: ¿se debía, quizás, a que él había cambiado? Llevaba guantes nuevos, veinte florines en el monedero, el permiso para ausentarse de la Stiftsschule, la yegua torda y moteada que le había prestado su amigo Stefan Speidel —ministro de la región de Estiria— y, a salvo en la cartera que llevaba pegada al cuerpo y envuelta en hule, su posesión más preciada: el manuscrito. El libro estaba terminado y se trasladaba a Tubinga para publicarlo. Cuando entró en las callejas de la ciudad, caía una lluvia negra y las antorchas parpadeaban sobre su cabeza, en los muros del bastión de Hohentübingen. Después de las anunciaciones de julio, había necesitado otros siete meses de trabajo y la incorporación de una tercera dimensión a sus cálculos para rematar la teoría y concluir el Misterium. La noche, la tormenta, el viajero solitario y la muda magnificencia del mundo; una gota de lluvia se le coló por el cuello y sus omoplatos temblaron cual alas nacientes.

Un rato más tarde estaba sentado en la cama, en un cuarto marrón y de techo bajo de El Verraco, tapado hasta el mentón con una manta mugrienta, comiendo tortas de harina de avena y bebiendo vino caliente con especias. La lluvia tamborileaba en el tejado. De la parte baja de la taberna llegaban cantos estridentes… los suabos eran cordiales, campechanos e insaciables bebedores. En su época de estudiante, Johannes había vomitado sobre muchos renanos que estaban como una cuba en el local abarrotado. Se sorprendió de lo feliz que se sentía por haber retomado a su tierra natal. Estaba bebiendo el poso de la jarra en un último brindis a la salud de doña Fama, esa diosa corpulenta y garbosa, cuando el mozo de la taberna llamó a la puerta y le pidió que bajara. Sonriente y con los ojos nublados, borracho a medias y envuelto aún en la manta, Kepler descendió con dificultad la desvencijada escalera. La taberna parecía un camarote, los bebedores se bamboleaban, la luz de las velas se movía de un lado a otro y, más allá de las ventanas cubiertas de vapor goteante, se percibía el oleaje de la noche oceánica. Michael Maestlin, su amigo y antiguo maestro, se levantó de la mesa para ir a su encuentro. Se estrecharon las manos y fueron al grano con inesperada timidez. Johannes informó sin preámbulos:

—He escrito el libro.

Miró con el ceño fruncido la mesa sucia y los vasos de cuero: ¿por qué nada se estremecía ante la noticia?

El profesor Maestlin contemplaba la manta.

—¿Está enfermo?

—¿Cómo? No, tenía frío y estaba mojado. Acababa de llegar. ¿Recibió mi mensaje? Claro, puesto que está aquí. Ja, ja. Disculpe que lo diga, pero las almorranas me producen un terrible dolor después del viaje.

—Supongo que no se alojará aquí… no, no, vendrá a mi casa. Vamos, apóyese en mí, iremos a buscar su equipaje.

—No estoy…

—He dicho que nos vamos. Hombre, está ardiendo, mire cómo le tiemblan las manos.

—No estoy, le aseguro que no estoy

enfermo.

La fiebre duró tres días. Johannes temió por su vida. Deliró y oró tendido boca arriba en un sofá de las habitaciones de Maestlin, acosado por visiones de pavorosa devastación y tormentos. Su carne rezumaba un sudor pernicioso: ¿de dónde salía tanto veneno? Maestlin lo cuidó con la desmañada ternura de los solterones y la cuarta mañana Johannes despertó, frágil vasija bordeada de cristal, vio a través de un ángulo de la ventana nubecillas que recorrían el manchón del cielo azul y se sintió recuperado.

La fiebre lo había depurado como el fuego purificador. Volvió a ocuparse de su libro con una nueva mirada. ¿Cómo osó imaginar que estaba terminado? Arrodillado en la maraña de sábanas, atacó el manuscrito y lo marcó, lo cortó, lo empalmó, desmontó la teoría y la volvió a acomodar plano tras plano hasta que le pareció milagrosa dadas su elegancia y su fuerza renovadas. La ventana tronó encima de su cabeza, sacudida por la ventolera, y al incorporarse sobre el codo divisó los árboles que temblaban en el patio del colegio. Tuvo la sensación de que ráfagas de ese aire eminente y tónico también recorrían su persona. Maestlin le llevó comida —pescados hervidos, sopas y bofes estofados— pero, por lo demás, lo dejó solo; le ponía nervioso ese fenómeno excitable y veinte años más joven, instalado en el sofá con la camisa de dormir manchada y tomando notas día tras día como un muñeco animado. Le advirtió que tal vez la enfermedad no estaba superada y que la sensación de lucidez de la que se jactaba podía ser nada más que otra fase del mal. Johannes estuvo de acuerdo porque, ¿qué era ese frenesí de trabajo, ese embeleso con un pensamiento renovado, si no una indisposición?

También se recuperó del frenesí y una semana después habían retomado las viejas dudas y temores. Hojeó la nueva versión del manuscrito. ¿Era tan superior al anterior? ¿No se había limitado a reemplazar los viejos desatinos por otros? Buscó confirmación en Maestlin. Asustado por la intensidad de esa necesidad, el profesor frunció el ceño a media distancia, como si buscara subrepticiamente un agujero por el que emprender la retirada.

—Sí —dijo y tosió—, sí, la idea es, sin duda, eh… ingeniosa.

—¿Le parece

auténtica?

Maestlin se puso serio. Era domingo por la mañana. Caminaban por el terreno comunal situado detrás de la sala principal de la universidad. Los olmos se estremecían bajo el cielo tempestuoso. El profesor tenía la barba cana y nariz de bebedor. Sopesaba las cosas minuciosamente antes de expresarse. Europa lo consideraba un gran astrónomo. Anunció:

—Soy de la opinión según la cual el matemático ha cumplido su propósito cuando postula hipótesis con las cuales los fenómenos se corresponden lo más estrechamente posible. Estoy convencido de que usted mismo se desdiría si alguien planteara principios aún mejores que los suyos. Y en modo alguno significa que la realidad se ajusta inmediatamente a las hipótesis pormenorizadas de cada maestro.

Debilitado y de mal humor, Johannes puso cara de pocos amigos. Era la primera vez que se atrevía a salir desde que se le había pasado la fiebre. Se sentía transparente. En el aire se oyó un zumbido y de inmediato, súbitamente, un tañido de campanas que sacudió sus nervios.

—¿Para qué desperdiciar palabras? —preguntó, gritó, las campanas,

maldita sea. La geometría existía antes de la Creación, es coeterna con la mente de Dios,

es el propio Dios…

Repique de campanas.

—¡Oh! —Maestlin lo miró fijo.

—… ¿acaso existe en Dios algo que no sea el propio Dios? —inquirió mesuradamente. Un viento gris arremolinó la hierba y fue a su encuentro. Kepler se estremeció—. Sólo estamos repitiendo citas. Me gustaría conocer su sincera opinión.

—He dicho lo que pienso —espetó Maestlin.

—Perdóneme, maestro, pero no son más que titubeos escolásticos.

—¡Pues yo soy escolástico!

—¿Usted, el que enseña a sus alumnos, el mismo que me enseñó

a mí la doctrina heliocéntrica de Copérnico…

usted es escolástico? —De todas maneras, Johannes dirigió al profesor una meditabunda mirada de soslayo.

Maestlin dio un respingo.

—¡Ajá, también él fue escolástico y salvador de los fenómenos!

—Sólo…

—¡Señor, fue un escolástico! Copérnico respetaba a los ancianos.

—Ya lo sé. ¿Cree que yo no?

—¡Me parece, jovencito, que usted no siente un gran respeto por nada ni por nadie!

—Respeto el pasado —afirmó Johannes con moderación—. Me gustaría saber si es tarea de los filósofos seguir servilmente las enseñanzas de los viejos maestros.

Se preguntó realmente si ésa era tarea de los filósofos. Cual monedas de prestidigitador, las gotas de lluvia salpicaron los adoquines. Se resguardaron en el porche del aula magna. Aunque las puertas estaban cerradas y con el cerrojo echado, había lugar suficiente bajo el sello platónico de piedra. Guardaron silencio, mirando hacia afuera. Maestlin respiraba ruidosamente porque el malestar lo ponía como un fuelle. Ignorante de la cólera del otro, Johannes contempló distraído un rebaño de ovejas que paseaba por el terreno comunal, con sus cabezas lúgubremente nobles y sus ojos apacibles, la forma en que mascaban la hierba con suma delicadeza como si, además de alimentarse, estuvieran cumpliendo una tarea ímproba y onerosa: esos seres divinos, mudos e insignificantes, tantos y tan variados. En ocasiones como ésta, súbitamente el mundo lo dominaba: todo lo que carece de modelo o forma evidente y simplemente

existe. El viento espantó de los grandes árboles una bandada de grajos. De lejos llegó el murmullo de un cántico y por la ladera del terreno comunal marchaba una desgarbada hilera de jóvenes que avanzaban viento en contra. El canto —un trepidante himno de Lutero— se difundió en el aire tumultuoso. Con remordimientos Kepler reconoció la túnica amorfa de los seminaristas: así había sido él en otros tiempos. El espectro multiplicado por diez pasó delante de ellos y, cuando la lluvia arreció, rompió filas y correteó los últimos metros, chillando hasta protegerse en la capilla de Santa Ana, bajo los olmos. Maestlin decía:

—… a Stuttgart, pues tengo cosas que hacer en la corte del duque Federico. —Hizo una pausa y esperó respuesta. Había hablado con tono conciliador—. Por orden del duque he preparado un calendario y debo entregarlo… —Volvió a intentarlo—: Claro que usted ha hecho cosas parecidas.

—¿Cómo? Ah, sí, calendarios. No son más que travesuras de nigromantes.

Maestlin lo miró fijo.

—¿Nada más que…?

—Sortilegios, magia estelar, esas cosas. De todos modos —tomó aliento—, estoy convencido de que las estrellas influyen en nuestros asuntos…

Kepler se interrumpió y frunció el ceño. El pasado desfilaba en su mente hacia un futuro sin límites. A sus espaldas las puertas se entreabrieron con un repiqueteo y se asomó una figura esquelética, que se apartó inmediatamente. Maestlin suspiró.

—¿Irá o no conmigo a Stuttgart?

A primera hora del día siguiente partieron hacia la capital de Württemberg. El humor de Kepler había mejorado notablemente y cuando arribaron a la primera escala, Maestlin se había desplomado mudo en un rincón del carruaje postal, agotado luego de tres horas de disquisiciones sobre los planetas, la periodicidad y las formas perfectas. Pretendían pasar, como máximo, una semana en Stuttgart, pero Johannes se quedaría seis meses.

Elaboró un plan magistral para promover su teoría de la geometría celeste.

—Veréis —confió a los demás comensales en la

trippeltisch del palacio del duque—, he diseñado un vaso de aproximadamente este tamaño que será el modelo del mundo según mi sistema, vaciado en plata y con los signos de los planetas trabajados en piedras preciosas: Saturno el diamante, la Luna la perla y así sucesivamente… y, fijaos bien, ¡con un mecanismo de vertido a través de siete espitas pequeñas, correspondientes a los siete planetas, para servir siete bebidas distintas!

Los presentes lo miraron. Johannes sonrió y disfrutó de la silente sorpresa de sus contertulios. Un hombre grueso y de peluca, cuyas facciones coloradas y su porte erguido expresaban un jupiteriano poder absoluto, se quitó de la boca un trozo de cartílago y preguntó:

—Por favor, ¿le molestaría decirme quién costeará su maravilloso proyecto?

—Pues sí, señor, su excelencia el duque. Para eso estoy aquí. Sé que los príncipes gustan de entretenerse con juguetes inteligentes.

—¿De verdad?

Una mujer desmelenada con el cuello cubierto de encaje bueno y antiguo y algo que se parecía mucho a un herpes venéreo asomando en su labio superior, se inclinó para observar atentamente a ese joven estrafalario.

—En ese caso, debería cultivar la amistad de mi marido —dijo, asintió desconcertada bajo el peso del rebuscado capotillo y lanzó una enervante carcajada—. Por si no lo sabe, es el segundo secretario del embajador de Bohemia.

Johannes ladeó la cabeza con un ademán que, en medio de compañía tan elevada, supuso que serviría como reverencia.

—Me sentiría muy honrado de conocer a su esposo,

madame —añadió como gesto final.

La señora sonrió y extendió la mano con la palma hacia arriba por encima de la mesa presentándole, cual si se tratara de una fuente con manjares, al rubicundo personaje de la peluca. Éste lo miró y de pronto, como si se tratase del sello de su cargo, mostró una boca llena de dientes de oro.

—Jovencito, le aseguro que el duque Federico es meticuloso con su dinero —declaró.

Todos rieron como si se tratara de un chiste conocido y volvieron a concentrarse en la comida. Un joven soldado de bigote lo contempló pensativo al tiempo que deshuesaba un trozo de pollo.

—¿Ha dicho siete tipos de bebida?

Johannes ignoró la actitud marcial y replicó:

—Sí, siete.

Agua vitae por el Sol, coñac por Mercurio, hidromiel para Venus y agua para la Luna —contó ajetreadamente los planetas con los dedos—. Por Marte vermut, vino blanco por Júpiter y de la espita de Saturno… —rió con disimulo—, de Saturno sólo saldrá vino agrio o cerveza rancia para que los que ignoran la astronomía sean expuestos al ridículo.

—¿Qué…?

La pata de pollo se separó con un golpe seco. Kepler respondió con una sonrisa presuntuosa. Tellus, el jardinero mayor del duque —un hombre alegre y grueso, de cráneo liso y lampiño, cuya presencia en esa mesa de viajeros se debía al reciente trastocamiento del protocolo—, rió y exclamó:

—¡Atrapado, atrapado!

Los colores treparon al rostro del soldado. Lucía rizos castaños y grasos que llegaban hasta el cuello de su sobreveste de terciopelo.

Un hombre parecido a un ave asomó la cabeza por detrás del hombro del vecino de Kepler y cacareó:

—Bueno, quiere decir, si no lo he entendido mal, que, por así decirlo, no podremos conocer su maravillosa… su maravillosa teoría, ¿no? —Rió y rió, mercurial y enloquecido, agitando sus manos menudas.

—Tengo intención de pedir discreción al duque —reconoció Johannes—. Cada parte del vaso será fabricada por un platero y montada más adelante, a fin de garantizar que mi

inventum no sea conocido antes del momento oportuno.

—¿Su qué…? —gruñó su vecino y se volvió bruscamente.

Era un individuo atezado y saturnino, con cabeza de campesino —posteriormente Johannes se enteró de que era barón—, que hasta ese momento había dado la impresión de que era sordo, consumiendo vorazmente un plato tras otro.

—Es latín —informó secamente Peluca—. Quiere decir su invento. —Dedicó a Kepler una severa mirada de reproche.

—Sí, quise decir invento… —reconoció Johannes con humildad.

De pronto se sintió acosado por las dudas. Esa mesa y esas personas, la sala situada a sus espaldas con las jerarquías mezcladas en otras mesas, los criados que corrían de un lado a otro y el griterío de los comensales, súbitamente todo se convirtió en expresión de un desorden irremediable. Se descorazonó. Su alegre petición de una audiencia con el duque, escrita deprisa el día que llegó a la corte, aún no había obtenido respuesta; cumplida una semana, la gélida ráfaga de ese silencio lo golpeó de lleno por primera vez. ¿Por qué había sido tan ingenuo y abrigado esperanzas tan excelsas?

Guardó los dibujos del vaso cósmico y se dispuso a poner inmediatamente rumbo a Graz. Maestlin apeló a una última reserva de paciencia, lo retuvo y lo convenció de que redactara una petición más elaborada. Johannes se dejó persuadir, hinchado como un pavo real. La respuesta a la segunda carta llegó con asombrosa presteza esa misma noche y en el margen, con letra infantil, le invitaban a fabricar una muestra del vaso

y cuando nos lo veamos y lleguemos a la conclusión de que merece la pena su vaciado en plata, medios no faltarán. Maestlin le pellizcó el brazo y Kepler, fuera de sí, sonrió jubiloso y suspiró:

—¡Nos…!

Armado de tijera, engrudo y tiras de papeles de color, tardó una semana en montar la muestra sentado en el frío suelo de su habitación, en lo alto de un torreón ventoso. El modelo le gustó, con los planetas en rojo sobre órbitas de color azul cielo. Lo entregó amorosamente a los complicados vericuetos que lo llevarían a manos del duque y se dispuso a esperar. Pasaron varias semanas, un mes, otro y un tercero. Hacía mucho que Maestlin había regresado a Tubinga para supervisar la impresión del Misterium. Johannes se convirtió en una figura familiar de la aburrida vida cortesana, otro de esos pobres suplicantes dementes que, cual un cinturón de satélites, rondaban la presencia invisible del duque. Recibió una carta de Maestlin: Federico había solicitado su opinión experta en la cuestión. Le habían concedido audiencia. Kepler estaba indignado: ¡una opinión experta…!

Lo recibieron en un salón inmenso y espléndido. La chimenea de mármol italiano era más alta que él. De las enormes ventanas escapaba una gasa de pálida luz. En el techo, como un milagro colgante de guirnaldas de yeso y cabezas molduradas, un dibujo oval representaba la vertiginosa escena de un grupo de ángeles que ascendía en tomo a un dios colérico y barbudo, entronizado en la sombría atmósfera. El salón estaba atestado y los cortesanos se movían a la vez sin rumbo y decididos, como si interpretaran una compleja danza cuyos pasos solo se percibían desde arriba. Un lacayo tomó a Kepler del brazo, por lo que se volvió. Un hombrecillo delicado se le acercó y preguntó:

—¿Es usted Repleus?

—No, sí, yo…

—Me lo imaginaba. Nos hemos estudiado su modelo del mundo —sonrió dulcemente—. No tiene sentido.

El duque Federico estaba regiamente disfrazado con una túnica de tisú de oro y pantalón de terciopelo. Las joyas resplandecían en sus manos diminutas. Lucía rizos canos muy cortos, como una multitud de muelles, y en el mentón gastaba un pequeño cuerno velloso. Era suave y blando y Johannes pensó en la carne dulce y cerosa de una castaña cobijada en el cráneo lustroso de su cáscara. Percibió la medida de la zarabanda de los cortesanos pues estaba en su mismo centro. Intentó barbotar una explicación acerca de la geometría de su sistema del mundo, pero el duque alzó la mano.

—Sin duda todo eso es muy correcto e interesante pero ¿en dónde radica el significado

general?

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