Kepler

Kepler


I. Misterium Cosmographicum

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—Aquí tiene la transmutación, una magia comprensible.

Tras ellos el chiquillo accionó el fuelle y la boca roja del homo rugió. Con la cabeza embotada por la fiebre, Kepler tuvo la sensación de que algo se posaba suavemente sobre él, una sombra inmensa y alada.

Subieron a la planta alta, una colmena de cuartos pequeños y oscuros donde vivían el judío y su familia. La tímida y joven esposa de Wincklemann, pálida y regordeta como una paloma y con la mitad de los años de su esposo, les sirvió la cena compuesta de salchichas, pan negro y cerveza. Un olor extraño y dulzón impregnaba la atmósfera. Los hijos de la casa, chicos pálidos con trenzas aceitadas, se presentaron solemnemente para saludar al padre y a su huésped. Kepler tuvo la impresión de encontrarse en medio de una ceremonia antigua, aunque atenuada. Después de la cena Wincklemann sacó el tabaco de pipa. Fue la primera vez que Kepler fumó: por sus venas se difundió una sensación verde, no del todo desagradable. Le convidaron a vino con unas gotas de destilado de adormidera y mandrágora.

Esa noche el sueño fue un corcel brioso que lo lanzó de cabeza por la oscuridad tumultuosa y cuando por la mañana despertó, cual jinete caído, la fiebre había desaparecido. Se mostró desconcertado pero sereno, como si a su alrededor se desplegara un potencial benigno aunque enigmático.

Wincklemann le mostró los instrumentos de su oficio, las piedras perfectamente afiladas de las ruedas de pulir y las amoladeras de acero azulado. Sacó muestras de todo tipo de cristal, de arena a prisma pulido. A modo de agradecimiento, Kepler le describió su sistema del mundo: la teoría de los cinco sólidos perfectos. Se sentaron en el largo banco situado debajo de la ventana cubierta de telarañas, mientras el homo jadeaba a sus espaldas, y Kepler volvió a experimentar aquel entusiasmo y placer ligeramente incómodo que no había vivido desde sus días de estudiante en Tubinga y de las primeras e interminables discusiones con Michael Maestlin.

El judío había leído la Narratio prima de von Lauchen acerca de la cosmología copernicana. La nuevas teorías lo asombraban y divertían.

—¿Cree que son

verdaderas? —inquirió Kepler, asumiendo la eterna pregunta.

Wincklemann se encogió de hombros.

—¿Verdaderas? Siempre tengo problemas con esta palabra. —Cuando sonreía era más judío que nunca—. Puede que sí, que el sol sea el centro, el dios visible, como dice Trismegistus. Pero cuando el doctor Copérnico lo demuestra en su célebre sistema, yo me pregunto: ¿lo que ahora sabemos es más prodigioso de lo que sabíamos?

Kepler no entendió y dijo enfurruñado:

—Pues la ciencia… la ciencia es un método de conocimiento.

—Por supuesto, de conocimiento. ¿Pero lo es de la comprensión? Le diré cuál es la diferencia entre cristianos y judíos. Ustedes creen que nada es real si no ha sido verbalizado. Para ustedes las palabras lo son todo. ¡Si hasta Jesucristo es el verbo hecho carne!

Kepler sonrió. ¿Le estaba tomando el pelo?

—¿Y los judíos? —se interesó.

—Según uno de nuestros viejos chistes, en el principio Jehová le habló de todo, absolutamente de todo al pueblo elegido, razón por la cual ahora conocemos todo… y no comprendemos nada. Pues a mí no me parece un chiste. En nuestra religión hay cosas de las que no puede hablarse porque verbalizar las cosas definitivas equivale a… a dañarlas. ¿Cabe la posibilidad de que ocurra lo mismo con su ciencia?

—¿A qué daño se refiere?

—No lo sé. —El judío se encogió de hombros—. Sólo soy un fabricante de lentes. No entiendo esas teorías y sistemas y soy demasiado viejo para estudiarlas. Pero usted, amigo mío —volvió a sonreír y Kepler supo a ciencia cierta que le estaba tomando el pelo—, usted hará grandes cosas, es evidente.

Fue en Linz, bajo la divertida mirada de Wincklemann, donde oyó por primera vez, casi imperceptiblemente, el zumbido del gran acorde de cinco notas de que se compone la música del mundo. Por todas partes empezó a ver relaciones que formaban el mundo: en los cánones de la arquitectura y la pintura, en el metro poético, en las complejidades rítmicas, hasta en los colores, los olores y los sabores, en las proporciones de la figura humana. Una fina y plateada cadena de entusiasmo se ciñó sin cesar a su alrededor.

Por las noches se sentaba con su amigo en las habitaciones de arriba del taller, bebían, fumaban y hablaban sin tregua. Aunque se había recuperado lo suficiente para seguir viaje a Tubinga, no dio señales de partir a pesar de que aún estaba en Austria y los hombres del archiduque podían capturarlo. El judío lo observaba con una calma y una intensidad peculiares y en ocasiones Kepler, atontado por el tabaco y el alcohol, imaginaba que con esa mirada, esa espera reconcentrada y paciente, algo le era extraído lenta y amorosamente, un fluido precioso e impalpable. Pensó en los volúmenes de Nostradamus y de Alberto Magno que el judío tenía en su librería, en ciertos silencios, en los murmullos tras las puertas cerradas, en las formas grises y difusas de los potes lacrados que apenas había entrevisto en un armario del taller. ¿Lo estaba encantando por arte de birlibirloque? La idea despertó en su interior una ternura confusa y culpable, una especie de incomodidad semejante a la que lo llevaba a dar la espalda a la sonrisa locamente enamorada que a veces el judío mostraba en presencia de su joven esposa. Sí, esto…

esto era el exilio.

Tocó a su fin. Un amanecer tormentoso un mensajero de Stefan Speidel se presentó al galope en la puerta de la casa de Wincklemann. Descalzo, con tiritona y embotado por el sueño, Kepler soportó la húmeda ráfaga de viento de la puerta y con mano temblorosa rompió el conocido sello de la secretaría. En sus cejas se posó una mancha de espuma que escapó de la quijada enfrenada del rocín. El archiduque se había dignado hacer una excepción a la orden de destierro general: podía volver a Graz.

Posteriormente tuvo tiempo de evaluar la enmarañada red de influencias que lo salvó. Por razones propias y de dudosa índole, los jesuitas eran afectos a su obra. Gracias al sacerdote jesuita Grienberger de Graz, el canciller bávaro Herwart von Hohenburg —católico y aprendiz de sabio— le había consultado cuestiones de cosmología de algunos textos antiguos. Intercambiaron correspondencia a través del embajador bávaro en Praga y del secretario del archiduque Fernando, el capuchino Pedro Casal. Además, Herwart era empleado del duque Maximiliano, primo de Fernando, y los dos nobles habían estudiado juntos en Ingolstadt con el maestro Johann Fickler, gran amigo de los jesuitas y oriundo, como Kepler, de Weilderstadt. Eran extensos los hilos de la red. ¡Si pensaba en ello, tenía defensores acá y acullá! Por alguna oscura razón, se inquietó.

Retornó íntimamente desilusionado. Con un poco de tiempo, podría haber aprovechado el exilio. La Stiftsschule seguía clausurada y era libre: al menos contaba con eso. Pero su etapa en Graz estaba cumplida, consumida. La situación ya no estaba tan mal y otros exiliados habían regresado lentamente y sin armar alharaca, pero le pareció más prudente permanecer de puertas adentro. En noviembre Barbara anunció su embarazo y Johannes se retiró al sanctasanctórum de su taller.

Se dedicó a estudiar en profundidad y devoró por igual a antiguos y modernos, a Platón y Aristóteles, a Nicolás de Cusa y a los académicos florentinos. Wincklemann le había regalado un libro del cabalista Cornelius Agripa, cuyo pensamiento era tan extraño y, a la vez, tan afín al suyo. Volvió a las matemáticas y afiló sutilmente el instrumento que hasta entonces había esgrimido como un mazo. Se volcó en la música con renovado ímpetu y se obsesionó con las leyes de la armonía de Pitágoras. Del mismo modo que se había preguntado por qué sólo existían seis planetas en el sistema solar, entonces analizó el misterio de las relaciones musicales: por ejemplo, ¿por qué la razón 3:5 produce armonía y no ocurre lo mismo con la 5:7? Hasta la astrología, durante tanto tiempo denigrada, adquirió nueva relevancia en su teoría de los aspectos. El mundo era una abundancia de armaduras y formas. Meditó consternado sobre las complejidades del panal, la estructura de las flores, la extraña perfección de los copos de nieve. Lo que en Linz comenzó como un juego intelectual acabó por convertirse en su interés más profundo.

El nuevo año comenzó bien. Se sentía en paz en el seno mismo de ese súbito arrebato de especulaciones. Gradualmente adquirió un impulso temible. Las convulsiones religiosas renacieron con más encono. Promulgaron un edicto tras otro, cada uno más severo que el precedente. Proscribieron todo tipo de culto luterano. Sólo se podía bautizar a los niños según el rito católico y sólo podían asistir a escuelas de los jesuitas. Después se ensañaron con los libros. Recogieron y quemaron textos luteranos. Un manto de humo cubrió la ciudad. Las amenazas agitaron el aire y Kepler tembló. Después de la quema de libros, ¿qué les quedaría salvo quemar a sus autores? La situación se desmandó. Se sintió atado, con la cabeza y los hombros pegados a la tabla y los ojos fijos presa de un terror mortal, atado a una máquina ingobernable que rodaba cada vez más deprisa hacia el precipicio. El nuevo hijo, una niña, nació en junio. La llamaron Susanna. Johannes soñó con la mar océano. Jamás la había visto despierto. Le pareció una calma inmensa y lechosa, muda, inmutable y aterradora, el horizonte cual una línea de belleza sobrecogedora, una grieta finísima en la corteza del mundo. No había sonido, movimiento ni ser vivo a la vista, a menos que el océano mismo estuviera vivo. El terror de esa visión contaminó su mente durante semanas. Una tarde de julio, con el aire claro e inmóvil como esa mar ilusoria, regresó a la Stempfergasse luego de una de sus insólitas salidas por la ciudad atemorizada y se detuvo ante la casa. En la calle un niño jugaba con un aro, del otro lado una anciana cargada con una cesta se alejaba cojeando y un perro roía un jarrete en la cuneta. Hubo algo en esa escena que lo aleló, la pulcra inocencia con que se organizó bajo esa luz ilimitada, como si quisiera darle un suave codazo. El doctor Oberdorfer lo aguardaba en el vestíbulo y lo contemplaba con expresión tétrica y compungida. La niña había fallecido. Tuvo fiebre del cerebro, el mismo mal que se llevó al pequeño Heinrich. Kepler permaneció en pie junto a la ventana del dormitorio y vio extinguirse el día, oyó como en lontananza los gritos desesperados de Barbara y, con profundo respeto, hizo caso a su mente, que por decisión propia pensó: tendré que interrumpir mi trabajo. Trasladó personalmente el minúsculo féretro hasta la fosa, acosado por visiones de conflicto y desolación. Del sur llegaron informes según los cuales los turcos habían acantonado seiscientos mil hombres al sur de Viena. El consejo católico le puso una multa de diez florines por haber realizado el funeral según el rito luterano. Escribió a Maestlin:

No hay día que pueda aliviar las congojas de mi esposa y la palabra está próxima a mi corazón: oh, vanidad…

Jobst Müller volvió a presentarse en Graz y exigió la conversión de Kepler: conviértase o váyase, y esta vez no vuelva. Jobst Müller se llevaría a su hija y a Regina a Mühleck. Kepler ni se molestó en responder. También lo visitó Stefan Speidel, un hombre de negro, delgado, frío y de labios apretados. Sus noticias de la corte eran espantosas: esta vez no habría excepciones. Kepler estaba fuera de sí.

—¿Qué haré, Stefan, qué

haré? ¿Qué será de mi familia? —Tocó la mano helada de su amigo—. Estabas en lo cierto cuando te oponías al matrimonio, no te lo echo en cara, tenías razón…

—Ya lo sé.

—No, Stefan, te repito… —Calló, dejando que la idea calara y oyó claramente el débil

chasquido de otra cuerda que se parte. El día que se conocieron en las habitaciones del rector Papius, Speidel le había prestado el Timeo de Platón. Debía acordarse de devolverlo. Añadió cansinamente—: Sí, claro… Oh, Dios, ¿qué voy a hacer?

—¿Puedes contar con Tycho Brahe? —preguntó Stefan Speidel, se quitó una pelusa de la capa y partió, desapareciendo para siempre de la vida de Kepler.

Sí, podía contar con Tycho. Estaba en Praga desde junio, era matemático imperial de la corte de Rodolfo y recibía un salario de tres mil florines. Kepler había recibido cartas del danés apremiándolo para que fuera a Praga y compartiera la beneficencia real. ¡Pero Praga estaba a un mundo de distancia! ¿Tenía otra opción? Maestlin le había escrito para comunicarle que no había posibilidades de que obtuviera un puesto en Tubinga. El siglo tocaba a su fin. En su visita a Graz, el barón Johann Friedrich Hoffmann —consejero del emperador y antiguo mecenas de Kepler— invitó al joven astrónomo a sumarse a su séquito durante su regreso a Praga. Kepler metió las maletas, su esposa y su hija en un carro destartalado y el primer día del nuevo siglo, algo sorprendido por la fecha, partió hacia su nuevo mundo.

La travesía fue aterradora. Pernoctaron en fortalezas con goteras y en puestos militares infestados de ratas. La fiebre volvió y soportó kilómetros y kilómetros en un semisueño embotado del que, presa del pánico, Barbara lo arrancaba cerniéndose como una figura surgida de los sueños y lo sacudía, temerosa de que hubiera muerto. Johannes apretaba los dientes.

—Señora, si sigues molestándome de esta guisa, por Dios que te tiraré de las orejas.

Entonces ella lloraba y Johannes gemía y se maldecía, llamándose perro sarnoso.

Corría febrero cuando llegaron a Praga. El barón Hoffman los alojó en su casa, los alimentó, les dejó dinero e incluso prestó a Kepler un sombrero y una capa decentes para su reunión con Tycho Brahe. Pero de Tycho no había ni noticias. Kepler detestaba Praga. Los edificios estaban torcidos y abandonados, apresuradamente construidos con barro, paja y tablas. Las calles estaban anegadas y el aire era pútrido. Hacia el final de la semana apareció el hijo de Tycho en compañía de Frans Gransneb Tengnagel, borrachos y resentidos los dos. Portaban una carta del danés, a la vez formal y obsequiosa, en la que manifestaba untuosos sentimientos de pesar por no haber acudido personalmente a recibir al visitante. Tyge y el junker lo conducirían a Benatek, pero postergaron una semana más la partida pues querían divertirse. Nevaba cuando por fin emprendieron la marcha. El castillo se encontraba a treinta kilómetros al norte de la ciudad, en el corazón de un paisaje rural llano e inundado. Kepler aguardó en las habitaciones de huéspedes durante toda la agitada mañana y estaba dormido cuando a mediodía lo llamaron. Descendió por la pétrea fortaleza del castillo envuelto en un estupor de fiebre y temor. Tycho Brahe se mostró autoritario. Miró con el ceño fruncido al caballero de figura temblorosa que tenía delante y declaró:

—Mi alce, señor, mi alce domesticado, aquél por el que sentía tanto amor, fue aniquilado por los desatinos de un patán italiano. —Con un ademán del brazo cubierto de brocado hizo pasar a su huésped a la sala de paredes altas en la que desayunarían. Tomaron asiento—. Rodó por las escaleras del castillo de Wandsbeck, donde hicieron alto para pasar la noche. Según dice el italiano el animal bebió un cubo de cerveza, se quebró la pata y murió. ¡Mi pobre alce!

La enorme ventana, el sol sobre el río, los campos anegados y, más lejos, la distancia azul. Kepler sonrió y asintió como un juguete de cuerda, pensando en su pasado desaliñado y en su futuro incierto y en 0,00 algo algo 9.

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