Kepler

Kepler


III. Dioptrice

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Se detuvo en medio de las conocidas calles de Weilderstadt y miró a su alrededor ligeramente sorprendido. Allí seguían las casas estrechas, el estuco, las agujas y los techos de tablillas, aquella veleta. Por alguna razón, todo seguía intacto, ignorante de que mucho tiempo atrás su memoria lo había reducido a un modeló en cera. El aire matinal era una mezcla de olor a pan, a estiércol y a humo —¡ese olor!— y por doquier un clamor turbio intentaba pregonar, sin éxito, una noticia trascendental. Los tilos de la calle Klingelbrunner desviaron su tímida mirada de los charcos de capullos pegajosos que por la noche habían dejado caer. Lo desconcertaron los rostros que vio por las calles, conocidos y al tiempo demasiado jóvenes, hasta que finalmente se apercibió de que no eran sus antiguos compañeros de estudio sino sus hijos. Ahí está la iglesia, más allá la plaza del mercado. Y aquí la casa.

Cuando el carruaje se detuvo estalló el pandemónium: los niños reñían y el bebé chillaba en el regazo de Barbara. Kepler pensó que era una manifestación más del mundo retumbo que agitaba su corazón. La puerta de calle estaba cerrada, lo mismo que los postigos del primer piso. ¿Acaso la magia de su prolongada ausencia había actuado por fin en este lugar, liado el petate y desaparecido? La puerta ya se abría y apareció su hermano Heinrich, con su torpe sonrisa, inclinándose y balanceándose en un paroxismo de timidez. Se abrazaron y hablaron al unísono. Kepler retrocedió y echó un rápido vistazo a las puntas almidonadas de su cuello de pajarita de encaje. Regina, ahora una joven mujer, llevaba en brazos al bebé protestón mientras Barbara intentaba atrapar a Susanna para darle un azote y ésta, que escapaba ágilmente, derribaba al pequeño Friedrich, que se hirió las rodillas con el escalón y luego de un instante de azorado silencio se puso a aullar. Un perro negro que trotaba por la calle se acercó y les ladró a modo de frenético estímulo. Heinrich rió, dejó al descubierto sus restos dentales amarillentos y les hizo señas para que pasaran. La vieja inclinada junto a las ascuas miró por encima del hombro y acto seguido se dirigió a la cocina mascullando. Kepler fingió que no la había visto.

—¡Qué bien…! —exclamó, sonrió a los que lo rodeaban y se palmeó los bolsillos distraído, como si buscara en su persona la llave capaz de abrir esa maraña de emociones. Era una casuca oscura y baja, escasamente amueblada. Predominaba el olor temeroso del gato, que poco después se concentró en el enorme felino macho rojizo que se frotó con truculento ardor en la pierna de Kepler. Sobre el fuego de espino de la chimenea abierta reposaba una perola negra—. ¡Qué bien!

Con la lengua trabada y sonriendo de oreja a oreja, Heinrich cerró la puerta y se apoyó en ella. Súbitamente los niños adoptaron un aire solemne. Barbara miró el entorno con sorpresa y desagrado. Con el corazón en un puño, Kepler recordó las anécdotas que tiempo atrás le había contado acerca de Kaspar von Kepler, su famoso antepasado, y el escudo de armas familiar. Sólo Regina estaba cómoda y acunaba al bebé. Heinrich intentaba observarla sin llegar a la osadía de mirarla a la cara. ¡Pobre Heinrich, triste e inofensivo! Kepler notó que una máquina interior se ponía lentamente en marcha: oh, Dios mío, no debía llorar. Frunció el ceño y se dirigió decidido a la cocina. La vieja, su madre, manipulaba un capón sujeto con brocheta que estaba sobre la mesa.

—Como puedes ver, hemos llegado —dijo Johannes.

—Lo sé. —No desvió la vista de su faena—. Aún no soy ciega ni sorda.

Su madre no había cambiado. A Kepler le pareció que era así desde que tenía memoria: menuda, encorvada y vieja, con cofia y mandil marrón. Sus ojos eran de un azul muy pálido. En su barbilla asomaban tres pelos grises. ¡Y sus manos!

Irrisorio, irrisorio: bastó que ella lo mirara para que su terciopelo, su fino encaje y sus botas puntiagudas se convirtieran en un disfraz de bufón. Simplemente vestía como correspondía al matemático imperial y, salvo para impresionarla, ¿por qué otro motivo se había cuidado minuciosamente durante el largo trayecto hasta allí, cual si fuera un maravilloso huevo enjoyado? Y ahora se sintió ridículo. El sol se colaba por la pequeña ventana que se abría tras ella y Johannes vio el huerto, los frutales, el gallinero y el destartalado banco de madera. El pasado volvió a darle un suave golpe de soslayo. Ahí afuera había estado su refugio de las interminables discusiones y palizas, ahí afuera había holgazaneado, soñado y deseado el futuro. Su madre se secó las manos en el mandil.

—¡Entonces entrad, entrad! —exclamó como si fuera él quien se había demorado.

Miró a Barbara al tiempo que soltaba un bufido y luego se concentró en los niños.

—Ésta es Susanna —dijo Kepler— y aquí tienes a Friedrich. Vamos, desead a vuestra abuela que Dios la bendiga. —

Frau Kepler los examinó como si estuvieran en venta. Kepler sudaba a raudales—. Susanna ya ha cumplido los siete y Friedrich tiene tres o cuatro, sí, cuatro, es un niño grande… —Como un pregonero de feria, exclamó—: ¡Aquí está el último, Ludwig, el benjamín! Como sabes, su padrino es Johann Georg Gödelmann, el embajador de Sajonia en la corte de Praga.

Regina dio un paso al frente y mostró al pequeño.

—Se lo ve muy pálido —opinó la vieja—. ¿Está enfermo?

—Claro que no, claro que no. ¿Te acuerdas de Regina? Es mi… nuestra…

—Sí, la hija del ebanista.

Todos, incluidos los niños, contemplaron unos segundos en silencio a la joven mujer, que sonrió.

—Estamos de regreso de Heidelberg —añadió Kepler—. Allí imprimirán mi libro. Y antes estuvimos en la feria de Fráncfort, me refiero a la feria del libro, quiero decir, en… en Fráncfort.

—¡Ay, los libros! —masculló

Frau Kepler y se sorbió los mocos.

La vieja se agachó para revolver la burbujeante perola y en el incómodo silencio que se instauró todos cambiaron repentinamente de sitio, haciendo ligeras arremetidas y frenazos bruscos hasta el extremo de provocar dentera a Kepler. Se maravilló de lo bien que aún se movía la vieja. ¡Qué teatro de marionetas! Heinrich avanzó sigilosamente y se detuvo junto a su madre. Al incorporarse, la vieja se aferró al brazo de Heinrich y, con un respingo de sorpresa, Kepler notó la embarazosa sonrisa orgullosa y protectora de su hermano.

Frau Kepler miró bizqueante el fuego.

—Me sorprende que, con lo ocupado que estás, hayas venido a visitamos.

Heinrich soltó una carcajada.

—¡Ya está bien, mamá! —Se frotó enérgicamente la coronilla casi calva y sonrió como excusándose—. Sabes que ahora Johannes es un gran hombre. —Repitió como si Kepler estuviera sordo—: Digo que ahora, con los libros y todo lo demás, te has convertido en un gran hombre, ¿eh? ¡Y además trabajas para el emperador!

—Sí, claro —musitó Kepler y dio la espalda a la madre y al hijo que tenía delante, juntos. Experimentó una súbita y débil oleada de disgusto ante el espectáculo del parecido familiar: las piernas flacas, los pechos hundidos y las caras pálidas y consumidas, chapuceros prototipos de los propios que, aunque no eran bonitos, al menos estaban completos—. Sí, claro —repitió e intentó sonreír, pero sólo logró retroceder—. ¡Soy un gran hombre!

Todos estaban famélicos y en cuanto despacharon el capón atacaron el guiso de alubias de la perola de tres patas. Mandaron a Heinrich a la panadería y regresó con un saco de hogazas, bollos para los niños y una botella de vino. Se había entretenido en la bodega y su sonrisa era más tortuosa que antes de salir. Intentó persuadir a Barbara de que bebiera una copa, pero ésta negó con la cabeza y apartó el rostro. No había pronunciado palabra desde que llegaron. El bebé dormía despatarrado en su regazo. La vieja se sentó en un taburete junto al fuego, aferró su cuenco de alubias, musitó para sus adentros y en ocasiones sonrió furtivamente. Los niños se habían sentado en tomo a la mesa de la cocina bajo la supervisión de Regina. De pronto Kepler recordó un soleado Domingo de Resurrección de hacía mucho, su abuelo aún vivía, uno de aquellos días que no se alojó en su memoria por algo determinado, sino por todos los fragmentos dispersos, la luz brillante, el tacto picante del abrigo nuevo, el tañido agudo y demencial de las campanas, todo lo cual había compuesto una figura casi palpable, un enorme signo aéreo como la nube, el viento o el aguacero, situado más allá de toda interpretación y al tiempo impregnado de significación y promesas. ¿Era eso… la felicidad? Perturbado y desconcertado, se ensimismó, viendo cómo se desplazaban las sombras por el tenso menisco de su copa de vino.

Por aquel entonces estaba en Maulbronn, la última de las numerosas escuelas a las que asistió. El azar, que adquirió la forma del patrocinio impersonal de los duques de Wurtemberg, le dio acceso a una buena educación. A los quince años sabía latín y griego y tenía conocimientos de matemáticas. Sorprendida por el niño cambiado e introducido en su seno, la familia declaró que tanta sabiduría no era buena, que echaría a perder su salud, como si su salud hubiese sido la única preocupación que tenían. La verdad es que consideraban su erudición como una traición a la ilusoria imagen que entonces los Kepler tenían de sí mismos en tanto personas de robusta cepa burguesa. Fue la época más próspera de la familia. El abuelo Sebaldus era alcalde de Weilderstadt y su hijo Harry —padre de Kepler— había vuelto de sus vagabundeos disolutos y llevaba una posada en Ellmendingen. El auge familiar duró poco. La posada fracasó y Harry Kepler y familia retornaron a Weil, donde el alcalde ya había entrado en litigios poco claros que, a la larga, le acarrearían la mina. Poco después Harry volvió a partir, en esta ocasión a los Países Bajos, para sumarse a los mercenarios del duque de Alba. Johannes no volvió a verlo. El abuelo Sebaldus se convirtió en su tutor. Viejo réprobo, gordo y rubicundo, consideraba a Johannes un mocoso caprichoso.

Por aquel entonces la casa estaba llena hasta las vigas. Allí estaba su hermano Heinrich, un niño torpe y retraído; su hermana Margarete y Christoph, el bebé que nadie esperaba que sobreviviera; y los cuatro o cinco hijos e hijas adultos de Sebaldus: el jesuita renegado Sebald el Joven, encerrado en un cuarto del primer piso y delirando a causa de la sífilis; tía Kunigund, cuyo loco marido incluso entonces la envenenaba en secreto, y la pobre y condenada Katharine, amante de las cosas bellas, convertida ahora en una pordiosera errabunda. Todos estaban infectados de la misma vena delirante. ¡Y el mido que hacían apiñados en esa casa pequeña y apestosa! Toda la vida Kepler había padecido intermitentemente zumbidos en los oídos, estaba convencido de que era el eco de aquellos años que aún retumbaba en su cerebro. La mala vista era otro recuerdo semejante que le habían dejado los frecuentes puñetazos que le propinaban todos los habitantes de la casa, incluso los más jóvenes, cuando no tenían nada más interesante a mano. ¿Felicidad? ¿La felicidad había encontrado un hueco en medio de todo ese caos?

Algo mareado, con una jarra de vino en la mano y húmeda sonrisa de conspirador, Heinrich se agachó junto a la silla de su hermano.

—Vaya fiesta, ¿no? —preguntó sonriente—. Deberías visitarnos con más frecuencia.

De los hermanos sobrevivientes, Kepler sólo quería a Heinrich. Margarete era una pelma, lo mismo que el sacerdote con que se casó, y Christoph, maestro estañero en Leonberg, fue un pedante insufrible incluso de pequeño. De todos modos, eran almas inocentes: ¿podía decir lo mismo de Heinrich? Aunque parecía una bestia feliz e inofensiva, el enano de la camada a quien la indulgente mujer del campesino salva de una muerte segura, había participado en varias guerras. ¿Qué espectáculos inimaginables de pillaje y desolación habían presenciado en su época esos ojos pardos y tiernos? Kepler apartó su mente de esas disquisiciones. Necesitaba, sobre todo, a

éste Heinrich: un crío de cuarenta años, impaciente, poco querido y siempre divertido ante un mundo que nunca aprendió a dominar.

—De modo que has publicado un libro… ¿Se trata de un libro de cuentos?

—No, no —respondió Kepler y miró su copa de vino—. No sirvo para narrar cuentos. He inventado una nueva ciencia de los cielos. —Parecía absurdo. Heinrich asintió solemne y cuadró los hombros al tiempo que se disponía a arrojarse al mar embravecido de la genialidad de su hermano. Kepler añadió—: Y en latín.

—¡En latín! Ja, ja, aquí me tienes, ni siquiera sé leer en nuestro alemán.

Kepler lo miró y buscó en vano un deje de ironía en la sonrisa contrita de su hermano. Heinrich se mostró aliviado, como si el latín lo exonerara de toda responsabilidad.

—Estoy escribiendo otro libro sobre lentes y catalejos, sobre la forma en que pueden utilizarse para contemplar las estrellas… —Preguntó en voz baja—: Dime, Heinrich, ¿cómo va tu salud?

Heinrich fingió no haberlo oído.

—Esos libros que estás escribiendo son para el emperador, te paga para que los escribas, ¿no es así? En una ocasión vi al viejo Rodolfo…

—El emperador no cuenta, es como una vieja incapaz de gobernar —espetó Kepler. Heinrich era epiléptico—. ¡No me hables de ese hombre!

Heinrich desvió la mirada y asintió con la cabeza. De todos los males con que lo habían maldecido, la epilepsia era el que más lo hacía sufrir. El padre había intentado curarlo a golpes. Esas escenas eran las más tempranas que Kepler recordaba: el niño tendido en el suelo, los talones tamborileantes y la boca cubierta de espumarajos y al militar borracho arrodillado sobre el pequeño, asestándole golpes y ordenando al demonio que diera la cara. En una ocasión intentó vender el pequeño a un turco errante. Heinrich huyó a Austria y Hungría y, de allí, a los Países Bajos; fue cantante callejero, alabardero y mendigo. Por fin, a los treinta y cinco años, él y su demonio retornaron a casa de su madre en Weilderstadt.

—Heinrich, ¿cómo va tu enfermedad?

—Bueno, no está mal, no está mal, ya sabes. Los viejos ataques… —Sonrió con humildad y volvió a frotarse el pelón de la coronilla.

Kepler le pasó la copa vacía.

—Heinrich, tomemos otra copa de vino.

Los niños salieron al huerto. Los contempló desde la ventana de la cocina mientras se paseaban caprichosamente entre los groselleros y los tocones de las berzas del año anterior. Friedrich tropezó y cayó de bruces sobre la hierba. Segundos después se incorporó paulatina y trabajosamente: una mano diminuta y regordeta, un mechón de pelo en el que se había enredado una hoja marrón, la boca fruncida. ¿Cómo soportan esa salida imposible a un mundo de gigantes? Susanna se detuvo y lo observó con una mueca complacida. La niña tenía una vena de crueldad. Había salido a Barbara: esa galanura abotargada, la boca pequeña y brillante, los ojos descontentos. El crió se limpió los mocos en la manga y siguió tenazmente a su hermana. Una tara del cristal lo convirtió súbitamente en nadador y en el ocular del corazón de Kepler algo se extendió y onduló fugazmente. En el preciso momento en que había renunciado a la esperanza de tener hijos, Barbara floreció con una abundancia casi indecorosa. Johannes ya no confiaba para nada y estaba convencido de que morirían como los anteriores; la realidad de su supervivencia lo dejaba patidifuso. A pesar de todo, se sentía impotente y torpe con ellos, como si el nacimiento no hubiera puesto fin al proceso del parto y, simplemente, se lo hubiera traspasado: estaba preñado de amor.

Evocó a su padre. No había mucho en que pensar: la mano callosa que le pegaba, cuatro estrofas de una canción de borrachos, una espada rota y oxidada que, por lo que decían, contenía la sangre de un turco. ¿Qué

lo había impulsado, qué anhelos imposibles habían tensado y golpeado

sus entrañas? ¿Había

amado? ¿Y entonces qué? ¿Las pisadas durante la marcha, el hedor metálico del miedo y la expectación en el campo de batalla, al alba, el calor de las bestias y el delirio de la posada a la vera del camino? ¿Qué? ¿Era posible amar la pura acción, la exaltación producida por una acto tras otro? El cristal de la ventana se reacomodó ante sus ojos melancólicos. Eso era el mundo: el huerto, sus hijos, las amapolas. Soy un ser pequeño y mis horizontes están próximos. A continuación, como el súbito vaciado de un cubo de agua fría, lo asedió la idea de la muerte, en su puño el roce de una espada herrumbrada.

—Bueno… ¿qué hacemos?

Kepler pegó un brinco.

—¿Qué has dicho?

¡Ah! Nunca escuchas. —El bebé que sostenía en sus brazos lanzó un chillido amortiguado y de tanteo—. ¿Nos alojamos en… en esta casa? ¿Hay espacio suficiente?

—En cierta ocasión aquí vivió toda una familia, varias generaciones…

Barbara lo miró atentamente. Había echado una cabezada mientras estaba sentada a la mesa. Tenía los ojos hinchados y una señal lívida marcaba su barbilla.

—¿Piensas alguna vez en…?

—Sí.

—¿… en estas cosas, te preocupas por ellas?

. ¿Acaso no dedico cada hora que estoy despierto a preocuparme, a organizar y a…? ¿No lo hago? —Un nudo de pena de sí mismo le atenazó la garganta—.

¿Qué más quieres?

A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas y, como quien sigue una pista, el bebé se puso a berrear. La puerta de la sala parecía una oreja ávidamente inclinada sobre ellos. Kepler se pasó la mano por la frente.

—No peleemos.

Los niños regresaron del huerto e hicieron un alto al percibir ciertos latidos en el aire. El bebé chillaba y Barbara lo acunaba espasmódicamente, con un mecánico simulacro de ternura. Kepler le volvió la espalda y aterró a los niños con su mueca de orate.

—Susan, Friedrich, ¿os gusta la casa de vuestra abuela?

—Hay una rata muerta en el jardín —comentó Susanna.

Barbara sollozó y Kepler pensó que todo eso ya había ocurrido antes, en alguna parte.

Sí, todo, absolutamente todo había ocurrido antes. ¿Por qué cada vez que regresaba al hogar esperaba encontrar todo transformado? ¿Acaso su amor propio era tan grande como para suponer que los acontecimientos de la nueva vida debían ejercer un efecto mágico y redentor en la vieja vida, la que había dejado atrás en Weil? Bastaba mirarlo. Se había disfrazado con galas imperiales y descendido con enfado sobre su pasado, convencido de que el mero ascenso de categoría bastaría para que en el estercolero floreciera una exuberancia de rosas. Apenas franqueó la puerta, se dio cuenta de que el truco no había servido de nada. Y ahora sólo podía soportar y sudar, sacando conejos y flores de papel de debajo de su capa salpicada de lentejuelas, número cómico que perturbaba tanto a su público de ojos vidriosos como para impedirle reír.

Sin embargo, Heinrich estaba impresionado y, por lo que le había dicho, también su madre.

—Habla permanentemente de ti… ¡cómo lo oyes! Se lamenta de que no sea como tú. ¡Justamente yo! Le dije: «Mamá, deberías saberlo, Johannes es… ¡Johannes!». —Palmeó el hombro de su hermano y resolló con los ojos llenos de lágrimas, como si acabara de hacer una broma rara e ingeniosa.

Kepler sonrió apesadumbrado y comprendió que, más allá de todo, ésa era la cuestión, lo que lo carcomía: para los suyos sus logros no eran más que algo que le había ocurrido por casualidad, un genial y ridículo golpe de suerte que a su Johannes le había caído del cielo.

Bostezando, subió la estrecha escalera. ¿Habría vertido la vieja en el vino… o tal vez en las alubias, una de sus extrañas pociones? Sin dejar de reír entre dientes, bostezar y secarse los ojos, pasó al pequeño dormitorio del fondo. Esa casa fue expresamente construida para los Kepler, sin duda, pues todo era en miniatura: los techos bajos, los taburetes, la pequeña cama. El suelo estaba cubierto de juncos verdes y alguien había dispuesto una jofaina con agua y toallas. ¡Toallas! En consecuencia, la vieja no había sido totalmente indiferente a su visita. El sol de la tarde se deslizaba sigilosamente siguiendo el alféizar de la ventana mugrienta. Barbara dormía, tendida boca arriba en el centro de la cama, como una efigie influyente, con actitud de ligero desconcierto en su rostro vuelto hacia el techo. El bebé, repantigado a su lado, parecía un diminuto puño rosado envuelto en pañales. Susanna y Friedrich se acomodaron como mejor pudieron en la cama baja con ruedas. Friedrich dormía con los ojos ligeramente entreabiertos, las pupilas dirigidas hacia la cabeza y entre los párpados se divisaban extrañas lunas azuladas. Kepler se inclinó hacia el niño y, con resignados presentimientos, pensó que seguramente llegaría el día en que le harían pagar la felicidad que ese mocoso le daba. Friedrich era su predilecto.

Estuvo un buen rato entre el sueño y la vigilia, con las manos cruzadas sobre el pecho. Una mosca atrapada bailaba contra el cristal de la ventana cual una minúscula máquina que realiza una tarea monstruosamente compleja y a lo lejos mugía quejumbrosa una vaca que reclamaba a su ternero, tal vez el mismo que el vaquero le había quitado. Pese a lo reconfortantes y hogareños que eran esos sonidos, transmitían pánico y dolor. ¡Es tan poco lo que sentimos! Suspiró. A su lado, el bebé se agitó y barbotó en sueños. Los años caían como lazadas en un pozo. Por debajo de él se extendía la oscuridad, la insinuación de las aguas. En ese momento podría haber sido un bebé. De pronto, como una estatua que se asoma por la ventanilla de un carruaje en movimiento, el abuelo Sebaldus se alzó ante él, más joven y vigoroso de lo que Johannes lo recordaba. Hubo otros seres, una galería de figuras inmóviles y rígidas que lo contemplaron. Se hundió a una profundidad cada vez mayor. El agua estaba tibia. En medio de la oscuridad encamada, empezó a latir un pulso lento y resonante.

Confuso y en guardia, sin saber dónde estaba, luchó por aferrarse al sueño. De pequeño, cuando despertaba presa de un pavor sin nombre, yacía inmóvil, le temblaban los párpados, intentaba convencer al observador imaginario del cuarto que no estaba realmente despierto y en ocasiones, gracias a esta especie de magia compasiva, lograba internarse imperceptiblemente en el mundo más benigno del sueño. Esta vez el truco no funcionó.

Había soñado con su infancia. Y con agua. ¿Por qué soñaba tan a menudo con agua? Barbara ya no reposaba a su lado y la cama baja con ruedas estaba vacía. El sol seguía colándose por la ventana. Se levantó, protestó y se salpicó la cara con agua de la jofaina. Hizo un alto, inclinado, sin mirar nada concreto. ¿Qué hacía en casa de su madre? De todas maneras, hallarse en otra parte sería igualmente inútil. Era un saco de carne fofa en un mundo carente de esencia. Endilgó la culpa al vino y al descanso agitado que habían perturbado su sentido de las proporciones, pero la explicación no le satisfizo. ¿Cuál era la realidad más real: las certidumbres necesarias de la vida de cada día o esa desapacible indefensión?

De pequeño, a primera hora de un día estival había visto desde la cocina un caracol que trepaba por el lado externo de la ventana. Recordó aquel instante con sorprendente claridad: el huerto bañado por el sol, el rocío, los pimpollos de rosa en el ruinoso excusado, el caracol. ¿Qué se apoderó del bicho y lo llevó a trepar tan alto, qué imposible y triste visión del vuelo reflejada en el cristal? El niño había pisado caracoles para saborear el crujido y el suave susurro, los había coleccionado, les había hecho correr carreras y los había cambiado con sus amigos, pero hasta entonces jamás los había observado con atención. Aplastado contra el cristal en un abrazo exuberante, el ser expuso a la mirada del niño sus calzones verdigrises con volantes, mientras la cabeza se apartaba del cristal, moviéndose ciegamente de un lado a otro, y agitaba los cuernos como si tanteara formas enormes en el aire. Lo que embelesó a Johannes fue su modo de reptar. Esperaba algún tipo de torpe convulsión y se encontró con una serie de ondulaciones uniformes, cortas y rítmicas que fluían incesantemente hacia arriba, como un pulso visible. La economía y la despreocupada belleza del caracol lo pasmaron.

A partir de aquel momento se dedicó a mirarlo todo con atención: moscas y pulgas, hormigas, escarabajos, los segadores que al atardecer caminaban por el alféizar, con sus extremidades imposibles y semejantes a hilos, las alas diáfanas en las que se dibujaban mapas fabulosos… ¿

para qué servían esos insectos cuyas vidas no parecían más que una forma de torpe agonía? El mundo se demudaba y fluía: en cuanto el niño lograba fijar algún fragmento, éste ya se había convertido en otra cosa. Súbitamente una ramita sacaba alas pegajosas y malévolas y emprendía el vuelo con un empujón y un salto embotado; una hoja pobre y carmesí caída sobre un sendero moteado se demudaba en una mariposa borracha y algo loca, con dos ojos fijos sobre las alas y el cuerpo del color de la sangre seca. Su visión deficiente acrecentaba la confusión. Los contornos de las cosas se difuminaban y ya no sabía en qué punto la vida sensible daba paso a un puro ser vegetal. ¿Estaban vivos los girasoles, con los rostros vueltos hacia la luz? Sólo sabía con certeza que las estrellas estaban muertas pero eran los astros, con su orden luminoso, los que les proporcionaban el sentido más vivido de la vida.

Se sacudió como un perro mojado. Un sonoro bostezo lo obligó a detenerse y a abrir las mandíbulas hasta que los goznes crujieron. Cuando Regina asomó la cabeza en la habitación, encontró a Johannes balanceándose boquiabierto y con los ojos cerrados, como si estuviera a punto de romper a cantar a pleno pulmón.

La miró a través de los ojos surcados de lágrimas y sonrió.

—Mamá me pidió que te despertara —explicó Regina.

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