Kepler

Kepler


III. Dioptrice

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—Ah.

Kepler se preguntó por qué la cándida mirada de la muchacha siempre le resultaba agradable. ¿Cómo se las ingeniaba para que pareciese un gesto de solidaridad y comprensión? Regina era como una obra de arte maravillosa y enigmática que a él le bastaba contemplar con sonrisa soñadora, sin tomar en consideración las intenciones del artista. Intentar explicarle lo que sentía sería tan superfluo como hablar con un cuadro. Su espiritualidad —que de pequeña tanto había intrigado a Kepler— se había convertido en una especie de equilibrio serenamente espléndido. No se parecía en nada a su madre. Era alta, muy rubia, con la cara fuerte y estrecha. Aunque parezca extraño, a través de Regina ocasionalmente Kepler imaginaba con admiración y pesar al padre muerto que nunca conoció. Regina habría sido guapa si ser guapa le hubiese parecido un esfuerzo que valía la pena. A los diecinueve años era una aventajada alumna de latín y hasta sabía los rudimentos de las matemáticas, el propio Kepler le había instruido. Había leído sus obras y jamás exteriorizó su opinión ni Kepler la presionó a que la diera.

—Además, quiero hablar contigo —añadió, entró y cerró la puerta.

—¿De verdad? —preguntó Johannes ligeramente inquieto.

Entre ambos se instauró una pasajera incomodidad. No había dónde sentarse, salvo la cama. Se acercaron a la ventana. A sus pies se extendía el huerto y, más lejos, el pequeño ejido con el olmo y el estanque de los patos. El sol y las nubes en movimiento iluminaban la tarde. Un hombre que llevaba a dos crios de la mano cruzó el ejido. Kepler, que aún estaba soñoliento, intentó aferrarse al fragmento de otro recuerdo. Una vez había botado un barco de papel en ese estanque, lo acompañaron su padre y Heinrich, era una tarde de verano como la de hoy, hacía mucho tiempo… En ese instante, como si todo estuviera astutamente organizado, las tres figuras se detuvieron en la orilla barrosa y, como si una lente se colocara por fin en su sitio, reconoció a Heinrich, a Susanna y al niño. Rió.

—Mira a esos tres, acabo de recor…

—Voy a casarme —lo interrumpió Regina y lo miró con sonrisa atenta y extraña.

—A casarte —repitió Kepler.

—Sí. Se llama Philip Ehem, pertenece a una distinguida familia de Augsburgo y es representante del elector palatino en la corte de Federico… —Hizo un alto y enarcó las cejas muy divertida al oír la mención del gran pedigrí del novio—. Quería

decírtelo antes de…

Kepler asintió.

—Sí.

Sintió que lo manipulaban como a una marioneta. Oyó débilmente las voces de los niños que se elevaban como vencejos desde el ejido. Barbara montaría una escena si se mojaban los pies. Los pies húmedos eran una más de sus objeciones cada vez más numerosas. Detrás de la cabeza de Regina, de un ángulo del techo colgaba una espiga color negro haya.

—Has dicho que se apellida Ehem.

—Sí. Y es luterano, por supuesto.

—Comprendo.

Kepler apartó la cara: estaba celoso.

Oh, qué extraño, qué extraño: se escandalizaba de sí mismo, estaba horrorizado pero no sorprendido. Donde antes sólo hubo ternura —si acaso sospechosamente significativa— y en ocasiones un ansia vaga y sin objeto, en su corazón ahora se irguió súbitamente una criatura adulta, completa hasta el último detalle y poseedora de un pasado, parpadeando a causa de la luz y tironeando vacilante del todavía intacto cordón umbilical. Había estado en su interior a lo largo de todos esos años y crecido sin que se diera cuenta hasta alcanzar esa repentina encamación. ¿Y ahora qué podía hacer con esa diosa espontánea que había ascendido por su caparazón festoneando para emerger de un mar de inocencia? ¿Y qué otra cosa podía hacer salvo sonreír a duras penas, rascarse la cabeza, mirar bizqueante la ventana, simular que era Heinrich?

—Sí, claro, te vas a casar, sí, eso es… eso es —balbuceó.

Los rubores surcaron el rostro de Regina.

—Reconozco que parece que se nos ha ocurrido de repente y tal vez sea así. Pero yo…

nosotros… lo hemos decidido y ya no hay motivos para postergarlo. —El color de su frente adquirió un tono aún más intenso. Añadió en un rápido murmullo—: No existe… no existe la menor

necesidad de darse prisa, como sin duda

ella pensará y dirá.

—¿Ella?

—Sí, ella, la que montará un gran alboroto.

La ceremonia ya había tenido lugar en la mente de Kepler, la vio ante sí como un cuadro vivo en tonos heráldicos: la novia solemne y el novio alto y serio, un banderín al vuelo y el cielo arrojando sus rayos gruesos y benignos tras el pergamino que decía

factum est; más abajo, en un infierno ventoso exclusivamente suyo, Kepler inconsolable y agazapado, con la pezuña de un demonio jorobado sobre su cuello. Se apartó de la ventana desalentado. Regina lo había observado con suma atención, pero en ese momento bajó la mirada y se contempló las manos cruzadas. Sonreía, satisfecha de sí misma, algo incómoda y al mismo tiempo orgullosa, como si hubiese ejecutado una hazaña fabulosa y, a la vez, ligeramente ridícula.

—Me gustaría pedirte que… —titubeó.

—¿Sí? —Antes de que Kepler pudiera captarlo, algo salió volando hacia Regina en las alas vibrantes de esa palabrita.

La joven frunció el ceño y lo estudió con más atención. Oh, Dios mío, ¿acaso había sentido en la mejilla el febril aleteo?

—¿No estás… de acuerdo? —inquirió.

—Yo, yo, yo…

—Pensé que podrías, me hice la ilusión de que hablarías con ella en mi favor, en nuestro favor.

—¿Con tu madre? Sí, por supuesto, hablaré con ella. —Pasó volando junto a Regina, sin dejar de hablar, e hizo un alto en la escalera—. Claro que hablaré con ella, sí, y le diré… ¿qué le digo?

Regina lo miró perpleja desde la puerta.

—Bueno, que quiero casarme.

—Ah, sí, que quieres casarte. Claro.

—Me parece que no estás de acuerdo.

—Por supuesto que sí… por supuesto…

Kepler bajó la escalera de espaldas, sosteniendo entre sus brazos extendidos una enorme y lustrosa bola negra de pérdida y culpa.

Barbara estaba arrodillada junto a la chimenea y cambiaba las gasas del bebé, frunciendo la nariz para defenderse del olor arcilloso. Ludwig agitaba sus piernas delgadas y balbuceaba. Miró a Kepler por encima del hombro y se limitó a comentar:

—Lo sospechaba.

—¿Lo sabías? ¿De quién se trata?

Barbara suspiró y se sentó sobre los talones.

—Lo conoces —respondió apática—. Y, como de costumbre, no lo recuerdas. Estuvo en Praga y lo conoces.

—Claro que lo recuerdo. —Kepler no tenía la menor idea—. Por supuesto que lo recuerdo. —Cuánto tacto había mostrado Regina sabiendo que lo había olvidado—. ¡Ella es tan joven!

—Yo tenía dieciséis años cuando me casé por primera vez. ¿Qué quieres decir? —Kepler guardó silencio—. Me sorprende que te preocupe.

Kepler se apartó enfadado de su mujer y al abrir la puerta de la cocina se encontró con una bruja de cofia negra. Se miraron y la arpía retrocedió confundida. Había otra junto a la mesa de la cocina, una bruja rechoncha, bigotuda, que tenía delante una jarra de cerveza. Su madre trabajaba ante el fogón de hierro.

—Katharina —gorjeó la primera bruja.

La rechoncha lo observó unos instantes sin inmutarse y bebió un sorbo de cerveza. El gato, sentado alerta en una mesa próxima, agitó la cola y parpadeó.

Frau Kepler ni siquiera hizo el esfuerzo de mirarlo. Kepler se retiró en silencio y cerró la puerta lenta y sigilosamente.

—¡Heinrich…!

—Johannes, sólo son unas viejas comadres que vienen a visitarla. —Sonrió pesaroso y metió las manos en los bolsillos del pantalón—. Le hacen compañía.

—Heinrich, dime la verdad. ¿Ha vuelto…? —Barbara había hecho un alto en las tareas y estaba inclinada sobre el bebé con un imperdible en la boca. Kepler asió el brazo de su hermano y lo llevó hasta la ventana—. ¿Aún se dedica a ese viejo asunto?

—No, no. De vez en cuando asiste a un enfermo, pero nada más.

—¡Dios mío!

—Johannes, no lo hace por encargo. —Volvió a sonreír, guiñó un ojo y dejó que el párpado cayera como un postigo flojo—. Aunque el otro día apareció un individuo…

—No quiero…

—… era herrero, grande como un buey, se trasladó desde Leonberg, al verlo no se te ocurría pensar que tenía algún problema…

—¡Heinrich, no quiero saberlo! —Miró por la ventana y se mordió el pulgar. Volvió a exclamar—: ¡Dios mío!

—Venga, no pasa nada —insistió Heinrich—. Te aseguro que mamá es más útil que tus estrafalarios médicos. —El resentimiento lo volvía áspero, notó Kepler decepcionado, y se preguntó por qué le fue negada esa lealtad simple—. Preparó para mi pierna una pasta mucho más útil que todo lo que hizo el médico militar.

—¿Tu pierna?

—Sí, en Hungría sufrí una herida supurante, nada del otro mundo.

—Dejarás que le eche un vistazo a tu pierna.

Heinrich lo miró bruscamente.

—No es necesario, ya se cuida mamá.

La madre salió de la cocina arrastrando los pies.

—Me gustaría saber dónde, dónde lo he dejado —masculló. Señaló a Barbara con su delgada nariz—. ¿Lo has visto?

Barbara la ignoró.

—Madre, ¿qué buscas? —quiso saber Kepler.

La vieja sonrió inocentemente.

—Lo tenía hasta hace un momento y de repente lo he perdido. Estoy buscando mi saquito con alas de murciélago.

En la cocina estalló un carcajeo. Se veía a las dos brujas desternillándose de risa y empujándose divertidísimas. Hasta el gato podría haber reído.

Regina bajó la escalera profundamente preocupada.

—¿Estáis discutiendo por mí?

Todos la miraron sin comprender. Sonriente,

Frau Kepler volvió a meterse en la cocina.

—¿A qué se refiere cuando habla de alas de murciélago? —preguntó Barbara.

—Es una broma —replicó Kepler—. ¡Por Dios, sólo es una broma!

—Alas de murciélago, ni más ni menos. Y después, ¿qué?

—Nadie le toma el pelo —intervino Heinrich resueltamente, e hizo esfuerzos por no reír.

Kepler se dejó caer sobre la silla contigua a la ventana y tamborileó los dedos sobre la mesa.

—Esta noche dormiremos en la posada —murmuró—. Queda en el camino de Ellmendingen. Mañana emprenderemos el regreso a casa.

Barbara sonrió triunfal y tuvo la sensatez de no hacer el menor comentario. Kepler la observó con el ceño fruncido. Las viejas abandonaron la cocina. Había un semicírculo de espuma en el bigote de la gorda. La delgada intentó dirigirse al gran hombre que mascullaba sus penas junto a la ventana, pero

Frau Kepler la empujó.

—¡Oh! ¡Ja, ja! ¡Señor, creo que su madre quiere librarse de nosotras!

—¡Bah! —exclamó

Frau Kepler y le dio un empellón aún más enérgico. Las arpías se fueron. La vieja se volvió hacia su hijo y comentó—: Muy bien, has logrado echarlas. ¿Estás satisfecho?

Kepler la miró fijamente.

—No les dije esta boca es mía.

—Por eso mismo.

—Estarías mucho mejor si personas de esa índole no aparecieran por aquí.

—¿Y tú qué sabes?

—Las conozco, conozco a la gente de su calaña. Deberías…

—Cierra el pico. Tú no sabes nada y te presentas aquí a dártelas de gran hombre. Lo que pasa es que no somos lo bastante valiosos para ti.

Heinrich tosió.

—Ya está bien, mamá. Johannes sólo se preocupa por tu propio bien.

Kepler estudió el techo.

—Madre, corren malos tiempos. Deberías tener cuidado.

—¡Y tú!

Kepler se encogió de hombros. De pequeño había abrigado la feliz idea de que una noche todos morían limpia y rápidamente, por ejemplo a causa de un terremoto, y se quedaba libre y aliviado. Barbara lo observaba, lo mismo que Regina.

—El día de San Miguel quemaron viva a una mujer —dijo Heinrich con la intención de cambiar de tema. Se palmeó la rodilla—. Por Dios, cuando avivaron el fuego la anciana dama casi se puso a bailar. ¿No es verdad, mamá?

—¿Quién era? —se interesó Kepler.

—Una tonta de tomo y lomo —se apresuró a responder

Frau Kepler y miró enfadada a Heinrich—. No se le ocurrió mejor idea que dar un bebedizo a la hija del pastor. Se ganó la hoguera.

Kepler se cubrió los ojos con la mano.

—Quemarán a más gente.

La madre se lanzó sobre él.

—¡Ay, claro que sí! Y no sólo aquí. ¿Qué me dices del sitio dónde vives, Bohemia, que está plagado de papistas? He oído que por esos lares mandan a montones de gente a la hoguera. ¡

deberías tener cuidado! —se dirigió a la cocina cojeando. Kepler la siguió—. Viene a casa y me suelta un sermón —protestó—. ¿Y tú qué sabes? Yo ya curaba a los enfermos cuando eras más pequeño que tu hijo y te cagabas encima. Mírate ahora, vives del bolsillo del emperador y le dibujas cuadrados mágicos. Yo me meto con el mundo, pero

vuelves los morros al cielo y crees que estás a salvo. ¡Puaj! Hijo, me das asco.

—Mamá…

—¿Qué quieres?

—Solamente me preocupo por ti.

La vieja lo miró.

Todo lo exterior era inmanente con una suerte de sigilosa deliberación. Estuvo un rato junto a la fuente de la plaza del mercado. Las gárgolas de piedra tenían un aire de regocijo contenido y arrojaban gruesos chorros de agua por los labios verdes y apretados, como si se tratara de una rebuscada sandez que interrumpirían en cuanto les diera la espalda. El abuelo Sebaldus siempre decía que una de las tres caras de piedra fue tallada a su imagen y semejanza. Kepler siempre lo creyó. La familiaridad se alzaba a su alrededor como un espectro que ríe disimuladamente. ¿Qué sabía? ¿Era posible que la vida, su propia vida continuara sin su participación activa, del mismo modo que sigue funcionando la máquina del cuerpo mientras la mente duerme? Al caminar intentó verse tal cual era, observó receloso sus propias dimensiones, buscó el bulto revelador donde quizá se almacenara toda esa vida secreta. Las oscuras emociones desatadas por los desposorios de Regina sólo eran una parte. ¿Qué otras extravagancias existían y a qué precio? Se sintió traicionado pero no descontento, como un viejo banquero ingeniosamente desfalcado por su amado hijo. Una ráfaga de olor a pan caliente lo invadió al pasar delante de la tahona; el panadero aporreaba en solitario una descomunal montaña de masa. Desde una ventana del primer piso, una criada arrojó un suspiro de agua sucia del que Kepler escapó por los pelos. Alzó la vista furioso y la moza lo miró unos segundos, se tapó la boca con la mano y, riendo, se dirigió a alguien oculto tras ella, el hijo de la casa, Harry Völiger, joven de diecisiete años prodigiosamente granujiento que se aproximaba a la muchacha con mano temblorosa… Kepler siguió su camino y meditó sobre todos esos años de cuentas engañosamente llevadas.

Llegó al ejido. Allí reposaba la tarde, broncínea y de lenta respiración, gozando del sol como un acróbata extenuado después de realizar maravillosas proezas de luz y aire. El olmo se erguía decidido sobre su propio reflejo en el estanque y escuchaba majestuoso. La chiquillería seguía en el ejido. Lo saludaron con miradas hoscas, lamentándose de conocerlo: se habían divertido. Susanna se alejó despacio, con las manos cruzadas a la espalda, sonriendo con bienaventurada estupidez a la fila de patitos confundidos y cómicamente preocupados que le pisaban los talones. Friedrich se tambaleó hasta la orilla acarreando una piedra voluminosa. Tenía los zapatos y los calcetines empapados y se las había ingeniado para llenarse de barro hasta las cejas. La piedra golpeó el agua con un chasquido sordo.

—¡Papá, mira la corona! ¡Mira, mira…! ¿La has visto?

—Ahí está el rey, sin duda —proclamó Heinrich, que había ido a buscar a los niños—. Cuando arrojas algo al agua, pega un salto y puedes ver su corona tachonada de diamantes. ¿No es así, Johannes? Yo se lo he dicho.

—No quiero volver a casa —dijo el niño, hundió amorosamente un pie en el barro y lo extrajo con un delicioso sonido de succión—. Quiero quedarme con tío Heinrich y con mi abuela. —Entrecerró los ojos pensativo—. Tienen un cerdo.

La superficie del estanque alisó sus sedas rizadas. Diminutas moscas transparentes formaban una red invisible en el reflejo de las ramas del olmo y los tejedores salían de los bajíos con patas tan delicadas que apenas mellaban el agua. ¡Cuánta vida innumerable y profusa! Kepler se sentó en la hierba. El día había sido largo y pictórico de pequeños descubrimientos. ¿Qué hacer con Regina? ¿Y con su madre, que aún se metía en artes peligrosas? ¿Qué podía hacer? Como si el recuerdo significara algo, se acordó de Félix el Italiano danzando con las rameras ebrias en un callejón de Kleinseit. La enorme y ruidosa carga de las cosas lo codeaba, la vida misma se inclinaba sobre su brazo. Sonrió y alzó la mirada hacia las ramas. ¿Era posible, acaso era esto, era

esto la felicidad?

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