Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXVI

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Capítulo XXXVI

EL CAPITÁN EINAR

LLEGADA la primavera, cuando el mar apenas se había librado de la capa de hielo y el Åland efectuaba su primer viaje por el archipiélago, Einar volvió de Mariehamn como capitán perteneciente a la nueva promoción. Uno de los barcos de Nordkvist, anclado en Batviken, esperaba que él se encargara del mando; pero el marino debía aguardar algunas semanas antes de emprender su primer viaje como capitán. Durante este tiempo el viejo navío había de ser convenientemente reparado y remozado.

Katrina no podía menos de sentir un íntimo orgullo cada vez que contemplaba a su hijo. Parecía como si todas las ambiciones y las esperanzas de la familia se hubieran cifrado en aquel título: el de «capitán Einar»… Aparte de esto, tampoco ella lograba desprenderse de aquel instintivo sentimiento de respeto que imponía a todos los aldeanos el título de capitán. Y nadie mejor que Katrina sabía lo que había costado a su hijo el éxito de aquel examen, preparado ya desde el tiempo de sus principios como pinche de cocina. Y en el fondo de su corazón sólo deseaba que no le costara demasiado caro.

El joven había asumido la responsabilidad de su nuevo puesto con la gravedad y conciencia del deber que ponía en todas las cosas de la vida. Apenas se permitía abandonar el buque mientras había a bordo hombres trabajando. La experiencia adquirida en tantos años de navegación le había dado una seguridad en sí mismo que aliviaba en gran parte el peso de su responsabilidad. Había de alistar tripulantes y hacer embarcar provisiones y demás cosas necesarias a bordo. Katrina le veía en continuo movimiento: de Klinten a la tienda, de la tienda a casa de Nordkvist y de casa de Nordkvist a su embarcación. Ella se mantenía al margen, temerosa de estorbarle en sus tareas, y le consideraba con admiración y respeto. Era hermoso verle ir de un punto a otro con su andar juvenil, el cabello revuelto, las mejillas encendidas por el celo que le animaba. Al llegar la noche, permanecía en casa. Se sentaba en la mecedora y leía el Diario de Åland.

La pequeñuela, que ya empezaba a andar sola, se acercaba a él algunas veces, se le cogía a una rodilla con sus bracitos y le miraba, sonriendo, por encima del periódico. Él retiraba la rodilla y se tapaba más el rostro con el papel. Katrina se apresuraba entonces a llevarse a la niña. Pero un domingo en que había salido por unos momentos, asistió, al volver, a una escena que no sólo le alegró el corazón, sino que desvaneció en ella los temores que sentía. Al entrar, antes de que Einar pudiese verla, le descubrió de pie en medio de la estancia, teniendo a la pequeña cogida por los sobacos y levantándola por encima de su cabeza, mientras exclamaba: «¡Oh… hop!». Greta se reía que era un gusto cada vez que se veía levantada en el aire, y cuando él la bajaba, gritaba: «¡Más, más!». Katrina se volvió de puntillas y fué a dar una ojeada al jardín. ¿Por qué se obstinaba Einar en ocultar sus más delicados sentimientos como si fuera una vergüenza mostrarlos? Como quiera que fuese, Katrina se sintió feliz como no se había sentido desde mucho tiempo antes.

—Einar —le dijo un día, con toda la cautela—: ¿no querrías invitar a algunos amigos tuyos a tomar café antes de embarcar? Ahora eres el cabeza de familia y estaría bien que dieras una pequeña fiesta el día de tu cumpleaños. Hasta ahora nunca lo hemos podido celebrar.

Una sombra de su inveterado desabrimiento ofuscó momentáneamente el rostro de Einar; pero en seguida desapareció.

—Bueno…, si a ti te ha de parecer bien… —dijo, ladeando la cabeza.

Katrina, que había obtenido esta inmensa concesión más fácilmente de lo que imaginaba, se dispuso inmediatamente a preparar dulces y a arreglar la casa para aquel pequeño agasajo, que, a no dudarlo, había de acrecentar la consideración en que los aldeanos tenían a su hijo. Como la casa era demasiado reducida para una concurrencia numerosa, quedó acordado que darían dos fiestas, por turno: en la primera serían invitados los vecinos de la parte baja de la aldea y en la segunda los de la parte alta.

Mientras Katrina amasaba harina para los pasteles, se le acercó Einar y le ofreció diez marcos. Ella se quedó tan sorprendida, que no acertaba a levantar las manos de la masa para coger aquel deslumbrante billete. Entonces él lo dejó encima de la artesa y se fué. Una de las hijas de Lydia se encargó de cursar las invitaciones. Einar volvió a casa al anochecer; se afeitó, se vistió y luego recorrió la vecindad para pedir prestados bancos y sillas para los invitados.

La dicha de Katrina fué infinita. Cuando vió que Einar asumía dignamente las funciones de cabeza de familia, recibiendo a los convidados en la puerta e invitándoles a tomar asiento, no cabía en sí de gozo. Einar no había olvidado comprar cigarrillos, e invitaba a los hombres. Sin embargo, entraba poco en conversación con los jóvenes, ni aun con los de su misma edad. Prefería hacerlo con la gente madura, y Katrina observó que todos le escuchaban con respeto. Ella no entendía nada de lo que decían acerca de las características de las embarcaciones, de desplazamientos y de tonelaje registrado, de nudos y fletes; pero comprendía que Einar dominaba a fondo todos aquellos temas.

Pocas semanas después, el capitán Einar, muy orgulloso, se hacía a la mar para emprender su primer viaje.

 

Durante el verano, la esposa del capitán Malm regresó de su viaje de novios y tomó posesión de su casita. Había desembarcado en un puerto de Suecia y volvió sola, cuando se estaba guadañando el heno. Un día en que Katrina iba camino de Batviken, llevando a la pequeña Greta de la mano, se topó con la joven casada. De momento, sintió cierta turbación a causa de la chiquilla; pero, por otra parte, no veía manera de evitar el encuentro con Saga. Apretó, pues, los dientes, estrechó la manita de la niña y, con la cabeza erguida, marchó a su encuentro. Saga, a su vez, se había sentido un tanto perpleja al ver a Katrina y se acercaba con la vista baja. Pero se detuvo en medio de la calle, procuró adoptar un aire desenvuelto y avanzó con la mano tendida, saludando.

—Buenos días, tía Katrina. ¿Cómo está usted? —dijo.

—Muy bien, gracias —respondió simplemente Katrina.

A hurtadillas observaba con detención a la joven, que intentaba familiarizarse con la niña. Saga vestía como una veraneante. Llevaba un traje ligero de tonos claros, zapatos blancos, una sombrilla encarnada y una toalla de baño al brazo. Iba con ella una hermana menor que le hacía compañía en la solitaria casita. Pero, a pesar de aquella ostentación, Katrina creyó advertir en Saga un aire triste. También le pareció que había perdido algo de su lozanía. Había enflaquecido; su cuerpo, antes lleno, se había vuelto un tanto rígido y huesudo; su piel había perdido el brillo y en su exagerada vivacidad se descubría una nerviosidad extraña.

—Y ¿cómo ha probado ese viaje por mar, Saga? —preguntó Katrina, por decir algo. Dudaba sobre el tratamiento que había de dar a la joven. Llamarla kaptenska le parecía demasiado, pero tampoco se atrevía a tutearla. Para huir de lo uno y de lo otro, la llamaba por su nombre.

—Me he mareado de una manera horrible; está visto que no he nacido para marinera —repuso Saga riendo. Se esforzaba en hablar un sueco puro. Luego volvió a inclinarse y acarició otra vez a la chiquilla, que, con toda naturalidad, le tiró de los pelos.

—Y, ¿dónde está ahora Gustav? —preguntó, acto seguido, procurando volver la espalda a Katrina.

—Fuera —repuso Katrina secamente. Luego añadió con cierto retintín: —Tal vez no tarde en llegar para inscribirse en la Escuela de Náutica. Tiene el propósito de llegar a capitán en pocos años.

—¡Ah! —exclamó la otra, sin separar los ojos de la pequeña. Luego se echó a reír inesperadamente y cogió del brazo a su hermanita—. ¡Vamos, vamos! ¡Ya es hora de volver a casa! —después de dar algunos pasos se volvió de súbito, y dijo: —Venga a verme algún día, tía Katrina, y traiga a la pequeña.

Pero Katrina no iba nunca a Sagaro, aunque se la invitara en unión de otros. Saga aprovechaba la menor ocasión para invitar a toda la aldea, o, al menos, a algunas familias, como si no pudiera vivir en su casita nueva sin tener compañía a su alrededor. Una invitación de Sagaro era acogida con júbilo por todos. ¡No siempre se presentaba la ocasión de ver una casa como aquélla! Había allí alfombras tan mullidas, que el pie se hundía en ellas como en la nieve; muebles pulidos, espejos de cuerpo entero, cuadros al óleo, lámparas riquísimas, globos de cristal y altas palmeras en macetas de mayólica. Saga ofrecía, además, pasteles exquisitos que se deshacían en la boca de puro tiernos.

Parecía como si la joven kaptenska hiciera todo lo posible para granjearse la simpatía de Katrina y, más especialmente aún, la de la pequeña Greta. Subía con frecuencia a Klinten —de paso, según decía—, admiraba las flores y mostraba gran interés por los manzanos. A veces Katrina dejaba corretear a la niña fuera de la casa mientras ella la vigilaba desde la ventana; y muchas veces había visto llegar a Saga y acariciar a Greta con ternura. Y cuando creía que nadie la veía, la recién casada obsequiaba a la pequeña con golosinas y juguetes.

Aquel otoño toda la parroquia guardó luto por el que consideraba como su rey. El capitán Nordkvist, que desde hacía tantos años había reinado como verdadero soberano de aquella parte del archipiélago, sufrió un nuevo ataque de apoplejía y murió. Su muerte fué sinceramente sentida por ricos y pobres, porque el altivo orgullo que le había dominado en su juventud estaba olvidado por completo, y la tolerancia y bondad de que había hecho gala en su edad madura le habían convertido en el consejero y guía de todos los habitantes de la aldea.

En el entierro figuraron sus numerosos hijos con sus respectivas familias, y parientes y allegados venidos de todas partes. Las coronas cubrían por entero la amplia tumba familiar, cuya lápida de mármol, en la que figuraba ya el nombre de la kaptenska que había precedido a su compañero, se levantaba altiva bajo el follaje de las añosas encinas. Los concurrentes se agruparon a un lado y escucharon, sin enterarse mucho, la oración fúnebre en honor del Sjöfartsrad[21]. ¿Qué significaba aquel nombre? Alguien recordó que el Jefe del Estado había honrado al capitán Nordkvist con aquel título, y que figuraba en el sobre de las cartas y en la faja de los periódicos que recibía. Pero para ellos no había sido nunca más que «el capitán». Y cuando las pomposas flores enviadas de la ciudad se hubieron ya secado y las costosas coronas quedaron marchitas por la acción del tiempo, no faltó nunca un alma piadosa que colocara sobre su tumba un manojo de flores silvestres.

El capitán Hjalmar Nordkvist, que desde hacía algún tiempo había abandonado la vida activa de marino para ocupar un cargo más remunerador en la Compañía de Navegación, abandonó su modesta villa para trasladarse al hogar de su infancia y tomó posesión de la casa, del establecimiento comercial y de todas las tierras. Ahora estaba casado en segundas nupcias. Su primera mujer, la pálida y taciturna Alma, había regresado de su vuelta al mundo con una hija, pero también con una afección pulmonar incurable que, al poco tiempo, había puesto término a sus días.

Cuando los vientos otoñales y los fríos obligaron a las embarcaciones a refugiarse en Batviken, Einar volvió también con su navío, tras un verano que había tenido suma importancia para el novel capitán, ya que su posición y sus posibilidades de éxito dependían a un tiempo de los vientos favorables y de un buen barco que secundaran sus naturales dotes. Había ejecutado todos sus viajes con la máxima velocidad que podía esperarse de la vieja embarcación, y los armadores no tuvieron el menor motivo de queja.

—¡Conque nos ha dejado el viejo capitán! —repetía Einar, mirando, pensativo, hacia la aldea.

—Sí; se ha dormido cargado de años y de honores, como dice la Biblia. Einar: ¿tenías todos tus asuntos arreglados con él? —preguntó Katrina.

—Le debía algunos marcos…, poca cosa; pero ya lo he arreglado con el capitán Hjalmar. Escucha, mamá…

—Di.

—He de entregar la liquidación de los fletes. Podríamos…, deberíamos invitar aquí a los armadores.

Katrina, que estaba fregando el suelo, se quedó atónita. Por mucho que deseara ver a su hijo abrirse camino, por grato que le fuera verle invitar a verdaderos señores en su propia casa, ahora se sentía anonadada. No cabía duda: con cada ascenso se contraen nuevas obligaciones. Era indudable que Einar había de obsequiar a los delegados de la Compañía y a sus familias en el acto de la liquidación de fondos de los fletes. Pero, ¿cómo le iba a ser posible organizar en aquella miserable casucha un convite digno de los que celebraban aquellos señores, pertenecientes a la más alta sociedad de la isla?

—Deberán aceptarlo como sea, o marcharse si no les gusta; pero no temas que lo hagan, habiendo como hay dinero de por medio —dijo Einar, a manera de reto, al darse cuenta de la perplejidad de su madre.

Katrina se rehízo. ¿Así opinaba Einar? Bien: en el fondo, también ella era de su parecer. Y, asiendo firmemente la escoba, dijo con decisión:

—Haremos lo que podamos y nada más. Y si no les parece bien venir aquí para repartirse el dinero que les has hecho ganar con peligro de tu vida, váyanse enhoramala.

Cuando Katrina hubo limpiado y arreglado la casa, tapizándola de nuevo y enjalbegando el hogar, y preparado almíbar de cerezas y de manzana, de manera que todo quedara dispuesto para el gran acontecimiento, Einar abrió una caja que hasta entonces había mantenido intacta y, con gran asombro de su madre, extrajo de ella varias botellas con diferentes etiquetas, y dos docenas de copas de distintas formas y colores. Katrina contemplaba aquel derroche con ojos asombrados: Whisky, Coñac, Porto, Brandy, Gin, leía en las etiquetas.

—Einar…, ¿es posible que tú bebas todo esto? —le preguntó horrorizada.

Einar se volvió, mirando con desprecio a las botellas.

—¿Esas porquerías? Si las bebiese no estaría hoy aquí. Pero es conveniente tenerlas; para algunos esto es el cielo.

El día de la fiesta, los armadores y sus esposas llegaron en trineos conducidos por sus criados. Detrás de los cristales de las barracas se veían por todas partes cabezas apiñadas que contemplaban los trineos cubiertos de pieles que subían por la cuesta. Hasta aquellas alturas de la montaña no habían llegado nunca cortejos de armadores para celebrar una liquidación de fletes. Todos aquellos humildes hogares tomaban una pequeña parte en la solemnidad, porque no había uno solo que no hubiese contribuido, prestando alguno de sus enseres, a la preparación del insólito acontecimiento.

Para empezar, Katrina sirvió café con pastas, y Einar ofreció una copa de licor a los caballeros, y a las señoras que lo deseaban. Luego, siguió una animada charla, en la que todos procuraron hacer gala de su ingenio e instrucción. Seguidamente. Katrina sirvió unos tazones de cristal colmados de rosado almíbar coronado con adornos de natilla batida y acompañados de pequeños pasteles. Katrina se sintió en extremo lisonjeada cuando las señoras le pidieron con insistencia las recetas del almíbar y de los pastelitos.

Llegó el momento de entablar la conversación comercial. Los caballeros se agruparon en torno del escritorio nuevo de Einar, y empezó el examen de libros y documentos. A las señoras no les quedó otro remedio que matar el tiempo como mejor supieron.

Al parecer, la liquidación de las cuentas se desarrollaba a entera satisfacción de aquellos altos personajes. Cuando, finalmente, se levantaron de la mesa escritorio, que casi desaparecía bajo una nube de humo de tabaco, se mostraban todos de excelente humor, y se sentaron sin preámbulos a la mesa, donde, entre tanto, Katrina había dispuesto la cena. Ésta consistió únicamente en té y pasteles de manteca; pero las botellas de Einar jugaron en la mesa el papel más importante. A medida que transcurría el tiempo, la atmósfera se iba haciendo más cálida y cordial, porque también las copas se llenaban y se bebían con mayor frecuencia. Terminada la cena, las señoras empezaron a taparse la boca con los dedos para ocultar sus bostezos. Por fin, la esposa del capitán Nordkvist se decidió a levantarse y dijo, con una sonrisa significativa:

—Parece que estos señores tienen todavía que hablar mucho sobre sus negocios y, por lo tanto, creo que lo mejor es que nosotras nos volvamos a casa. ¿Qué opinan ustedes, amigas mías?

Las demás señoras se pusieron en pie, con un disimulado suspiro de alivio, y se dispusieron a partir. Los hombres se levantaron también presurosamente, y, entre excusas y saludos, las acompañaron hasta fuera, tras lo cual volvieron a sus botellas y a sus negocios. Las horas de la noche transcurrían, y progresaban las libaciones de sobremesa. Las botellas vacías rodaban por el suelo; la mesa, por debajo, estaba sembrada de pedazos de cristal de copas rotas. En los blancos manteles, manchas de licores reproducían todos los colores del arco iris, y la ceniza de los cigarros iba formando montoncitos. Las colillas habían producido algún que otro agujero. Los rostros estaban encendidos como la grana y los ojos brillaban soñolientos y felices a la vez. Ya no había quien se preocupara de mostrar superioridad de ingenio o inteligencia; ahora sólo se trataba de contar, por turno, la historieta más cómica o más picante.

Katrina se puso a lavar la vajilla que pudo recoger y limpió lo que pudo limpiar, hecho lo cual fué a sentarse en un rincón, esperando el final de la orgía. Katrina oía a menudo el nombre de su marido: «Johan decía…», «Johan acostumbraba…», «Recordáis que Johan…», «El mejor marino de Åland», «El capitán Einar», «¡Qué diablos va a llegar nunca a capitán!…»

Katrina oía todo aquello como a través de una espesa bruma. Debió de inclinar la cabeza sobre el pecho, porque, de súbito, sintió que la cogían por los brazos y se esforzaban en levantarla.

—Mamá, mamá, vete, vete de aquí; vete a casa de Lydia —oyó que le decía su hijo con insistencia.

Ella balbuceó, semidormida, sin comprender:

—¿He de ir…, he de ir allí?

Einar le rodeó el talle con el brazo y la condujo fuera de la estancia, en la que la vacilante llama de la lámpara amenazaba extinguirse por falta de aire. Katrina se dejaba llevar sin voluntad por el sendero nevado. Einar llamó a la puerta y Lydia fué a abrir, arropada con su chaqueta y con las trenzas sueltas sobre los hombros.

—Lydia, deja que mamá pase aquí esta noche; déjala que se eche en una cama —le suplicó Einar.

—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó Lydia, inquieta.

—No, no; nada… ¡Pero aún están bebiendo esos haraganes!

—¿Bebiendo? ¡Dios mío! Entra, entra, tiíta; entra pronto. Échate en la cama de las chiquillas; me las llevaré conmigo.

Cuando Katrina volvió a casa a la mañana siguiente, Einar, con rostro taciturno, paseaba de un extremo a otro de la estancia. Había puesto un poco en orden la casa después de la orgía de la pasada noche; no obstante, la habitación tenía aún el aspecto de un lugar saqueado. En las paredes se veían salpicaduras de licor y manchas de saliva. Katrina lanzó una temerosa mirada al rostro pálido y sombrío de su hijo. Parecía haber envejecido en aquella noche varios años. Tras un largo silencio, el joven exclamó al fin, con profunda amargura:

—¡Ahora ya sé cómo ha de abrirse uno camino en la vida…, cómo ha de obrar para levantarse por encima de la propia miseria!… ¡Ja, ja! Han bebido hasta emborracharse, se han portado como verdaderos cerdos…, ¡para terminar burlándose de papá, que murió hace diez años! ¡Éste es el respeto que nos tienen! No, no; el que ha nacido en la miseria es inútil que quiera salir de ella…, y el que crea poder hacerlo es un imbécil.

Katrina escuchaba, silenciosa, las amargas lamentaciones de su hijo. El aspecto del hogar desordenado y sucio hacía más dolorosas sus palabras.

—¿Cómo se te ocurrió darles de beber, Einar? —preguntó ella tristemente.

—¿Que cómo? ¿No se pregona por todas partes que soy un tacaño, un cicatero? Quise portarme con ellos de manera que viesen quién era yo… Pero no tenían por qué comportarse como cerdos.

—Si el viejo capitán viviera eso no habría ocurrido…

—Y lo peor será que cuando se sepa esto en la aldea, resultaremos nosotros los culpables, y ya verás lo que va a costarme conseguir el mando de un navío. No es que… ¡El diablo se los lleve a ellos y a su dinero! ¡Si yo pudiera hallar un barco en otro sitio, les mandaría a paseo con todas sus carracas!

Y, mientras hablaba, Einar, excitado, seguía dando vueltas por la estancia.

—¡Y todavía se burlan de Johan…, el mejor marinero de Åland…, y me aplican el nombre a mí!

Se fué, furioso, y permaneció fuera casi todo el día. Katrina pasó la jornada fregando y lavando. Mientras recogía los restos de las tazas y platos que los vecinos le habían prestado, se le saltaban las lágrimas. ¡Cuántos objetos queridos, tal vez recuerdos que guardaban como oro en paño y que no se atrevían a usar para sí mismos! ¡Y aquel precioso mantel, el único que tenía de hilo y que Erik le había regalado el último otoño al volver a casa!

Cuando dió fin a la limpieza, la casa estaba fría como el hielo, porque puertas y ventanas habían estado abiertas todo el día de par en par.

 

Durante todo el invierno, Einar estuvo en constante relación con Fasta Åland. Iba con frecuencia a la Central de Teléfonos para tener conferencias, escribía cartas y, además, hizo allí un par de viajes. Por fin, llegó la hora de descansar; en su rostro se reflejaba la satisfacción.

—Gracias a Dios, ya me he emancipado de esa canalla —dijo un día.

Katrina le miró con ojos interrogativos.

—Que busquen ahora otro Johansson para humillarle a su gusto. He encontrado una embarcación en Mariehamn.

—¿De veras?

—De veras.

Un par de días después, Lydia le decía a Katrina:

—¿Y cómo se le ha ocurrido a Einar cambiar de nombre?

—¿Cambiar de nombre? —preguntó Katrina, sorprendida.

—Sí. ¿No lo sabías? Lo dice el Diario de Åland de hoy.

—No lo creo.

—¡Seguro! ¿Dónde está el diario? Allí, encima del sofá. Está en la última página… Mira, aquí está el anuncio: «Aviso. Hago público que mi nombre, que hasta ahora había sido Johansson, será en adelante Nordman. Torsö, etcétera, etc. Einar Nordman, capitán de marina.» Ahí lo tienes, en letras de molde. Encuentro que Nordman no es feo; a mí me suena muy bien.

Katrina no contestó.

Tomó el periódico y leyó detenidamente el breve anuncio. Lydia notó que la noticia disgustaba a su vecina y no habló más de la cuestión. «Tía Katrina se habrá molestado porque su hijo no la ha puesto al corriente de lo que quería hacer», pensó. Pero la herida era más profunda de lo que Lydia sospechaba. Katrina comprendía que lo que perseguía Einar era romper el último lazo que le unía con el hogar paterno. «¡Y me aplican el nombre a mí!», había dicho. Señor, Señor: ¿estaba ella destinada a perder todos sus hijos?

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