Katrina

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KATRINA » Capítulo IV

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Capítulo IV

UNA VISITA NOCTURNA

UNA noche, ya al finalizar el verano. Katrina meditaba en su cama sobre los misteriosos caminos del Señor y sobre las diferencias de posición que separan a los hombres. Reinaba una casi completa obscuridad; la época de las noches claras había ya pasado, pero el tiempo se mantenía aún hermoso y cálido.

Oyóse a lo lejos el silbido de la sirena de un vapor. «Serán las once —pensó ella—. Llegará sin duda el vapor que viene de Mariehamn.» Le parecía ver la bahía de Batviken, con su agua negruzca y centelleante que chapoteaba dulcemente contra el muelle o contra el casco de una barca. La mayor parte de los habitantes de Västerby —y aun otros que no eran del vecindario— acostumbraban reunirse allí. Porque en aquellas deliciosas veladas, el pequeño paseo hasta el muelle para encontrarse allí con los amigos y poder contemplar el vapor y los pasajeros, constituía una de las más agradables expansiones de la aldea. Los hombres solían reunirse junto a los barriles de petróleo del muelle; y allí discutían sobre agricultura, sobre navegación y pesca, y, alguna que otra vez, de política. Las mujeres se sentaban en la sólida tabla que se extendía a lo largo del depósito en que Nordkvist tenía almacenada la sal; y allí hablaban de sus macetas de flores, de las labores en curso y del precio de los huevos y la manteca. La gente joven se desparramaba por el lugar; muchas veces iban a sentarse al extremo de la escollera; algunos se divertían meciéndose en la barandilla de la entrada del muelle. La suave brisa nocturna se llevaba a las silenciosas lejanías las risas y el bullicio. Alguna pareja de enamorados se escabullía de la algazara y buscaba un apacible refugio en algún saliente de las rocas de la orilla.

Todo esto lo veía Katrina mentalmente. También ella había bajado al muelle un par de veces, pues su espíritu despierto y curioso la incitaba a enterarse de los usos y costumbres que imperaban en su nueva patria; en Österbotten no se le había presentado la ocasión de ir a ver la llegada de los vapores. Pero pronto tuvo que renunciar a este placer. También en la orilla del mar la miraban de soslayo y la dejaban sola, como en todas partes. Si al menos la hubiesen dejado en paz, ella se hubiera sentado en una roca contemplando el agua y escuchando las discusiones de los hombres. Pero no podía soportar las desdeñosas miradas que fijaban en ella. Además, como su presencia debía de despertar el recuerdo de Johan, oía de continuo cuchufletas y risas a costa suya. Y a la larga prefirió quedarse en casa, en su pequeño nido.

El vapor dió tres cortos silbidos. Ahora desatracaba del muelle e iniciaba su travesía a Abo. El conductor del carro de Nordkvist se apresuraba a llevarse la carga desembarcada, y el empleado de correos regresaba con la saca a cuestas. La multitud ociosa emprendía el camino del hogar… Ahora debían de llegar los grupos a la mansión de Frun, y la pandilla de bribonzuelos de Storby estaría saltando la empalizada para robar manzanas… Pero al llegar aquí, los pensamientos de Katrina se habían tornado ya algo confusos… Sin embargo, apenas se había adormecido cuando le pareció oír rumor de pasos hacia el final de la cuesta. Vió pasar la sombra de un hombre por delante de la ventana y no tardó en oír ruido en su propia puerta.

«¿Quién puede ser? —pensó—. Ningún hombre de la aldea tiene nada que hacer aquí a estas horas.» Tenía miedo. ¿Sería algún transeúnte borracho? ¿Alguien que había desembarcado y que iba perdido? Y la puerta de entrada no estaba cerrada con llave; el pestillo exterior no se podía cerrar desde dentro; la puerta sólo estaba protegida por una pequeña tranca interior.

Katrina escuchaba jadeante. Ahora se había abierto la puerta de fuera y se oían pasos en el förstuga. Sin aliento, se sentó en el borde de la cama, y con la manta se cubrió los hombros. La puerta de la estancia giró lentamente y entró un hombre. Katrina permaneció inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, muda de asombro. Era el capitán Svensson.

—Buenas noches, Katrina —dijo con voz extraordinariamente melosa mientras la miraba con una sonrisa insinuante.

—Capitán Svensson: ¿qué busca usted aquí a estas horas de la noche? —dijo ella en tono seco y áspero.

Svensson se acercó, con sonrisa cada vez más ávida, y se sentó en el borde del lecho. Katrina se retiró horrorizada.

—Me he dicho: subirás un rato a charlar un poco con Katrina. ¡Hace una noche tan hermosa!… He ido a ver el vapor, y allí me he puesto a pensar: es una pena que una mujer joven y guapa haya de pasar el verano tan sola mientras su marido se divierte por ahí corriendo mundo…

Alargó el brazo intentando alcanzarle la cintura, mientras con la otra mano probaba de estirar la manta. Pero a Katrina ya le había pasado el miedo. Con el rostro encendido y en el más puro dialecto de Österbotten, le gritó:

—¡Largo de ahí, indecente, que no merece otro nombre! —Y cogiéndolo por los hombros le dió un tan fuerte empujón que le derribó al suelo.

Se levantó al instante rojo de furor y gritó:

—¡Ah, maldita! ¿Qué te has creído ser? ¡Ahora vas a verlo!

Katrina saltó de la cama en su camisa de noche, verdadera amazona dispuesta a combatir, y antes de que el hombre pudiera reponerse para volver a la acometida, le atacaba ya con decisión empujándolo hacia la puerta; pero al llegar al estrecho förstuga, Svensson se empeñó en resistirle. Cayó, y la arrastró en su caída. Katrina, entonces, se desasió de él y le dejó allí de espaldas al suelo y agitando las piernas y los brazos como un escarabajo patas arriba. Luego, más fuerte y ágil que él con su cuerpo obeso y torpe, logró asirle por la espalda y, dándole vueltas, le hizo rodar hasta la puerta. Y desde allí siguió rodando por sí solo peldaños abajo hasta caer sobre las ortigas. Vomitando juramentos y maldiciones, Svensson se levantó y se alejó cojeando.

Katrina cerró la puerta y la atrancó. Por un momento quedó como paralizada en medio de la estancia; pero pronto se le excitaron los nervios y, temblando como una hoja de árbol, se metió de nuevo en la cama. Allí dió rienda suelta a las lágrimas, que le brotaban incontenibles como las aguas de un dique roto. No es que Katrina fuese propensa al llanto. A pesar de los muchos sinsabores y desilusiones que había tenido que sufrir desde su alejamiento del hogar paterno, nunca una lágrima había asomado a sus ojos. Pero esta vez lloró larga y desesperadamente. Sentada en la cama, con el cuerpo encogido y el rostro en las manos, lloraba con fuertes sollozos que le sacudían las espaldas. Sentía su espíritu trastornado, sus nervios excitados; pero aquel llanto era más bien hijo de la ira que del temor. «¡Oh, esas sanguijuelas! —pensaba—. No contentos con hincharse a costa de tu sudor y de tus fuerzas, pretenden aún más: quieren tu vida, como si hubieras venido al mundo únicamente para satisfacer su avidez y sus deseos.»

Exhausta, vencida por el desaliento, reclinó la cabeza en la almohada. Por ninguna parte asomaba un destello de esperanza. Llevada por un impulso de amarga desesperación, hundió el rostro en sus manos, y así permaneció largo tiempo callada, inmóvil, en medio de la obscuridad y el silencio de la noche. Y he aquí que, de súbito, algo que brotaba de la intimidad de su ser, vino a recordarle un gran secreto, secreto que se lo hizo olvidar todo: su desdichado matrimonio, la miseria de su actual hogar, al capitán Svensson, a todas aquellas gentes de la aldea corroídas por la avaricia y la maldad.

¡Su hijo!

Sí: ahora estaba segura de llevar un hijo en sus entrañas. Levantó la cabeza y vió que el día empezaba a clarear. Con las manos apretadas sobre el pecho paseó la mirada por todo el interior de su humilde vivienda; una expresión de orgullosa alegría iluminaba su rostro. A pesar de todo, ella sería feliz. Llegaría a vencer la miseria y demostraría a todo el mundo que tenía fuerza para hacer florecer su dicha aun en el corazón de aquellas desnudas rocas. Ahora tendría un hijo suyo, tendría a alguien para quien vivir. Aquel secreto era como una luz que hubiese de orientarla a través de las tinieblas de la vida. Nadie lo conocía aún, pero pronto podrían las comadres de la aldea desatar sus lenguas sobre el caso y apresurarse a contar el tiempo con los dedos. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? ¿Qué le importaba a ella? Todavía era joven, fuerte y sana.

Sin intentar siquiera conciliar de nuevo el interrumpido sueño, se levantó, y canturreando a media voz empezó a vestirse. Desde que apuntó el alba hasta que fué día claro se entretuvo yendo de aquí para allá poniendo orden en la estancia. Su alegre estado de espíritu prestaba una insólita belleza a sus facciones.

Pero Katrina nunca olvidó aquella noche. Desde entonces la consideró como la más sombría y al propio tiempo la más maravillosa de su vida.

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