Katrina

Katrina


KATRINA » Capítulo V

Página 8 de 43

Capítulo V

ELVIRA ERIKSDOTTER

TRAS maduras y encontradas reflexiones, Katrina llegó a la conclusión de que su deber era informar a Johan de que se hallaba próxima a ser madre. Desde que él la había dejado tan precipitadamente el mismo día de su llegada a Åland, le parecía como si Johan no hubiese desempeñado ningún papel en su vida. Ella no entendía nada en materia de navegación; no sabía, como las otras mujeres, llevar las cuentas de los días del mal tiempo y de los vientos reinantes para seguir mentalmente a su marido de puerto en puerto. Alguna que otra vez, el capitán Nordkvist, que era el propietario del bergantín, le gritaba: «Tienes a tu marido en Dinamarca», o «El Frida ha llegado a Viborg»; y esto fué todo lo que pudo saber durante aquel tiempo. No tenía aún la menor idea de la cantidad a que podía ascender la paga de Johan; no obstante, a juzgar por el estado en que había encontrado la casita, podía deducir que nunca había ahorrado ni empleado en nada útil lo poco que ganaba. Para ella misma, no esperaba gran cosa; pero en cuanto al pequeño era ya distinto. Durante cierto tiempo ella no podría trabajar, y un niño requería siempre muchos cuidados.

Era de creer que Johan hubiese tenido conciencia del estado en que ella podría encontrarse; sin embargo, con su modo de ser aturdido, cabía también temer que no le hubiera pasado aquello por el magín. Pero no escaseaban tampoco los hombres que, como él, continuaban observando una conducta propia de chiquillos hasta que la responsabilidad de una familia creada les hacía sentar la cabeza. ¿Por qué Johan no había de sufrir también un cambio cuando le llegara la noticia de que iba a ser padre? Comoquiera que fuese ella, tenía el propósito, cuando hubiese llegado a su fin la temporada de navegación, de exhortarlo a cumplir con sus deberes.

Katrina no sabía escribir; sólo había aprendido a leer. Ni que decir tiene que tampoco Johan era una lumbrera. El patrón del Frida tenía cara de bonachón: seguramente no se opondría a leer la carta a su marido. Pero, ¿quién le iba a escribir la tal carta? Sobre este punto, Katrina estuvo meditando algunos días. Los capitanes de la isla, sus hijos y alguna de las esposas eran los únicos que allí sabían escribir; pero no era cosa fácil para una mujer pobre acudir a aquella gente importante para pedirles un favor. Se decía que para asuntos de tal naturaleza el capitán Engman era, entre todos ellos, el más servicial; sin embargo, también era uno de los más poderosos, y no dejaría, a buen seguro, de criticar y hacer desagradables observaciones; y tal vez exigiera compensaciones en trabajos gratuitos.

¡Ah!, pero allí estaba la pequeña Elvira Eriksdotter, de quien se decía que escribía como el propio párroco. Le pediría a Elvira que le escribiera la carta. Sí, le sería mucho más fácil abrir su corazón a una niña y confiarle su secreto, que exponerse a las censuras de una persona mayor.

Katrina se lavó, se peinó con esmero y se estudió atentamente ante el empañado espejo roto. No era cosa de presentarse en la casa de Erka con el cabello desgreñado. El «ama joven» de aquella casa era muy conocida por su bondad no menos que por su belleza; tenía también fama de ser severa en sus juicios. Katrina se puso un delantal limpio y se anudó a la cabeza un pañuelo acabado de lavar, cuidando de que las puntas cayeran bien e iguales. En el cajón de la cómoda guardaba, cuidadosamente envueltas, dos hojas de papel y un sobre, que se llevó consigo.

Después de tantos preparativos, no conseguía aún librarse de una cierta inquietud; y menos lo logró todavía cuando se halló ante la escalerilla que, entre manzanos y ciruelos, daba entrada a la magnífica casa roja de los Eriksson.

Nunca había cruzado la puerta de aquella casa.

En el momento en que iba a entrar se encontró con Elvira; la niña salía en aquel momento con un cubo de agua enjabonada, que vertió sobre la hierba, dejándolo luego vuelto al revés al pie de la escalerilla.

Katrina sentía como un nudo en la garganta. «Pero, ¿qué me pasa que me siento turbada como una chiquilla?» pensaba.

—Buenos días —consiguió decir al fin.

La niña levantó la cabeza, miró a Katrina y contestó:

—Buenos días, Katrina. Entre usted. Mamá está en casa abuelita está en casa y los niños están en casa, pero papá ha salido.

Katrina siguió a la niña, que parecía tan chiquita y delgada con su largo vestido, que se maravillaba uno de verla subir los altos peldaños con la soltura con que lo hacía. Un espacioso vestíbulo se extendía en casi toda la anchura de la casa. A la izquierda se veía una puerta que daba entrada a una sala, y a la derecha, frente a ésta, se abría un corredor que llevaba a la cocina. En el fondo del vestíbulo, entre estas dos estancias de vastas dimensiones, había un pequeño dormitorio.

Katrina siguió a la niña hasta la cocina. Algunos pequeñuelos, unos con vestidos largos y otros con pantaloncitos, jugaban silenciosamente en un rincón frente a la chimenea. Atemorizados por la presencia de la forastera, los chiquillos abandonaron sus juegos y se escondieron detrás de su madre, de aquella «ama joven» tan elogiada por su belleza y que, sentada en el amplio sofá, iba recortando tiras de distintos colores para hacer un tapete. Al oír entrar a Katrina levantó la mirada con una expresión severa e interrogativa, pero sin decir palabra. «Realmente, es hermosa», pensó Katrina. Su rostro era de facciones perfectas; la tez, del más puro rosado que Katrina hubiese visto nunca; pero lo más maravilloso en ella era el cabello, que cubría su cabeza como una corona de oro y, arrollado en una gruesa trenza, ceñía su hermosa frente, blanca y lisa; Katrina no recordaba haber visto nunca una belleza semejante.

La pequeña y juiciosa Elvira dijo, como si trinase, con su vocecita:

—Mamá, aquí está Katrina de Johan. Ha sido un favor de Dios que hayamos terminado a tiempo la limpieza de la casa.

—Elvira, no pronuncies el santo nombre de Dios en vano —le observó su madre; y luego dijo a Katrina—: Entre usted y tome asiento.

—Gracias —murmuró Katrina, y se sentó en el diván, en el rincón más cercano a la puerta. Luego, empezando a desenvolver el paño en donde guardaba el papel, tosió un tanto cohibida.

—He pensado…, me he permitido venir para rogarle… si Elvira querría ayudarme a escribir una carta a Johan.

—Claro que sí —dijo el «ama joven»—. Una cristiana no debe nunca negar un favor a otra cristiana.

Los ojos de Elvira resplandecieron.

—¿Escribir una carta? ¡Caramba!, como decía Engman cuando Ulla quería arrojarse al mar. Venga conmigo al salón; allí está todo lo necesario para escribir.

Katrina siguió a Elvira por el vestíbulo hasta la sala. Era espaciosa, casi tan grande como la cocina; pero parecía fría y desierta, a pesar de los hermosos y vivos colores de los pespuntes tejidos a mano que adornaban las camas para los huéspedes.

Elvira se subió al sillón que estaba ante la mesa, y preparó la pluma y la tinta.

—Bueno: ¿empezamos?

Katrina se sentó a la parte opuesta de la mesa y entregó el papel a la niña.

—Primero pondremos la fecha, como se hace en todas las cartas. ¿Cómo quiere que empiece, Katrina? ¿«Mi querido esposo»?

—No. No pongas más que «Querido Johan» —dijo Katrina escuetamente.

—Bien, ¿y ahora?

—Ponlo como te parezca. Dile solamente que espero un niño para la primavera y que vaya con mucho cuidado en gastarse lo que gana.

La pequeña Elvira se puso a escribir con gran entusiasmo. Pronto quedaron llenas las dos primeras páginas. Katrina se admiraba de que con lo poco que tenía que decirle a Johan pudiera ocuparse tanto espacio; pero como para ella aquellos signos eran otros tantos jeroglíficos, permaneció callada y dejó que la niña continuase. Sin embargo, sus ojos seguían con un sincero respeto aquella manecita, que manejaba la pluma con tal agilidad que las palabras parecían brotar del papel.

Entre tanto iba observando a la chiquilla. Era imposible fijar exactamente su edad; pero no podía tener mucho más de diez años. Nada había heredado de la hermosura de la madre: su tez era pálida e incolora; el pelo, rubio y arrollado en una trenza en torno a la cabeza, era liso y opaco; tenía los ojos apagados; las pestañas y las cejas, blancas hasta el punto de hacerse casi invisibles. Sin embargo, en todas sus maneras se reflejaba una vivacidad de pajarillo que la hacía sobremanera atractiva. Katrina no podía apartar la mirada de la muchachita, que, sentada en el alto sillón, proseguía su tarea mientras balanceaba los piececitos debajo de su largo vestido.

Finalmente, al llegar a la conclusión de la segunda página de la otra hoja, Elvira se detuvo y dijo a Katrina:

—¿Cómo quiere terminarla? ¿«Tu siempre fiel esposa»?

—No —contestó Katrina—. No pongas más que mi nombre al pie.

—Pero querrá mandarle besos, ¿no?

—¿Besos?

—Claro, como decía Eva. Una cruz: esto quiere decir un beso. ¡Vamos! ¡Si sabré yo cómo se escriben las cartas de amor!

—No, no… No me gusta eso. Deja la carta como está.

—No, no; por lo menos uno, uno solo, Katrina. Uno pequeñito, aquí en el ángulo. ¡Mire!

Pero el beso salió mal y quedó convertido en un borrón.

—¡Oh, Dios mío!—exclamó Elvira; pero luego dijo riendo: —¡Bueno, para Johan será un beso muy grande de amor!

Katrina se sonrió a pesar suyo.

Una vez terminada la carta y metida en el sobre, Elvira preguntó la dirección. Katrina, desconcertada, volvía los ojos a todas partes. ¿La dirección? No se le había ocurrido informarse a este respecto. Pero Elvira, con su vocecita infantil, dijo en tono decidido:

—No se apure, Katrina. Pronto la sabremos. ¡Janne!

El hermanito vino corriendo.

—Aquí tienes pluma y papel. Vete en un salto a casa de tío Nordkvist y pregúntale adónde debe dirigirse una carta para el Frida.

El chico salió volando, y al poco rato estaba de vuelta con la dirección. Por fin la carta quedaba lista. Katrina no tenía más que echarla al buzón.

Desde aquel día, cada vez que ella necesitó escribir algo, Elvira fué quien la ayudó. Y entre aquellos dos seres, tan distintos uno de otro, nació así una especie de amistad que duró toda su vida. Elvira Eriksdotter fué la única que consiguió penetrar en el pasado de Katrina y pudo saber de qué manera la hija del lugareño del lejano Österbotten se vió atraída a Åland y a la miserable casucha de las rocas.

Ir a la siguiente página

Report Page