Katrina

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KATRINA » Capítulo XVII

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Capítulo XVII

UN PAJARITO LEVANTA EL VUELO

CUANDO, un año después de la muerte de Sandra, Einar hubo cumplido los doce años, llegó un día a su casa y le dijo a su madre que quería trabajar en el mar.

—¿En el mar? —exclamó Katrina alarmada.

—Sí —contestó él con firmeza—. ¿Crees tú que deseo quedarme en casa y deslomarme por esos campesinos? El capitán Nordkvist me ha preguntado si quería embarcar en uno de sus vapores como pinche de cocina.

—¡El capitán Nordkvist! ¿Qué Nordkvist?

—El capitán Hjalmar Nordkvist.

—¡Me lo figuraba! ¿Y no tiene nada mejor que hacer que atraerse con mentiras a los chiquillos para que embarquen en sus buques?

—¡Chiquillos! ¡Pero a los campesinos no les parezco tan chiquillo cuando me hacen trabajar! ¡Quiero marcharme de aquí!

—¡Pues no te marcharás!

El muchacho, habitualmente pacífico, se enfureció esta vez. Dió con el pie un golpe en el suelo y exclamó:

—¡Me embarcaré, ya te lo he dicho! ¡Quieras o no quieras, me embarcaré!

—¡Einar! ¡Einar! —le dijo Katrina tratando de calmarlo—. No debes marcharte de casa todavía. Espera al menos otro año. Tú piensas que en la vida de mar todo son flores; pero ¡qué distinta es en realidad! Piensa en lo que sería para un chiquillo como tú vivir rodeado de marineros rudos y brutales.

—¡Qué sabes tú de la vida del mar! —dijo el muchacho con desdén—. ¡Cuántos son los que han ido al mar mucho antes que yo! Cuando papá embarcó no tenía los años que yo tengo.

—El caso de papá es distinto. Él no tenía padres ni casa.

—¡Padres ni casa! ¡Pues vaya una casa! ¿Qué casa tengo yo? ¡Una choza!

Las duras e irreflexivas palabras del muchacho hirieron dolorosamente el corazón de Katrina; pero poco importaba su dolor: lo único que le interesaba en aquel momento era quitarle de la cabeza a su hijo aquellas ideas y hacer lo posible por que se quedase en casa un año más.

Llegó la primavera; aquellas escenas borrascosas se repitieron con frecuencia, hasta que, por fin, Katrina tuvo que ceder y consentir que el muchacho se alistara en la tripulación del Edla, que capitaneaba el hijo mayor de Nordkvist.

Cuando, al terminar aquella primavera, llegó la hora de preparar no sólo el saco de su marido, sino también el de su hijo mayor, Katrina sintió su corazón transido de amargura. Con amoroso cuidado fué llenando el saco de recio tejido del muchacho, y entre hondos suspiros metió en él el plato y el vaso de hierro esmaltado, el cuchillo, el tenedor y la cuchara, todo por estrenar aún. Cuidadosamente doblada, colocó en el saco toda la ropa interior de su hijo y un par de pantalones nuevos de fustán hechos en casa. Encima de todo ello, puso plegada la ligera manta con que habría de abrigarse en su litera. Entre tanto, el propio Einar fué a casa de Nordkvist para recoger un par de sacos de tela burda, que cosió uno con otro y rellenó de paja: aquello había de ser su jergón. Finalmente, Katrina metió en el saco un catecismo, y recomendó al muchacho que no se olvidara de leerlo.

Mientras duraban estos preparativos, el chiquillo, de natural más bien callado, no paraba de alabarse y de soltar baladronadas ante su madre y sus hermanos. Se esforzaba en hablar con voz de hombre, y caminaba contoneándose de un extremo a otro de la estancia, hablando sin cesar de las ciudades extranjeras que vería y del dinero que habría de ganar.

—Ah, mamá… y ahora guárdame tú la hucha —decía.

El velero en que el pequeño había de embarcar estaba anclado en Mariehamn. La gran aventura había de empezar, pues, con la travesía a bordo del vapor Åland, de Torsö al puerto de partida. El joven capitán y toda la tripulación, reclutada en la propia aldea, debían partir juntos. Gustav no cabía en sí de alegría ante la perspectiva de bajar a Batviken y presenciar la partida de su hermano, aun en el caso de que el vapor recalara a medianoche, como ocurría a menudo. Erik, por el contrario, se mostraba enfurruñado y estaba verde de envidia. Juraba que en la primavera próxima también él se iría a navegar.

«¡Ah! —pensaba Katrina— ¡Me temo que muy pronto llegue también para ti ese día!…»

La víspera de la partida. Katrina llamó aparte a su hijo mayor y le habló con cierta solemnidad. Tal vez, pensaba, él no comprendería la sana intención que la guiaba; pero, aunque así fuera, quería cumplir con su deber previniéndole contra las tentaciones y los desengaños que depara el mar, que ella no ignoraba a pesar de no haber navegado nunca. Lo que más le preocupaba era la moral de su hijo. Le recomendó especialmente que no bebiera y que no adquiriera malas costumbres, y le rogó, sobre todo, que se apartara de las malas compañías. El muchacho la escuchó con profunda atención, y Katrina volvió a leer en sus ojos aquella expresión reflexiva que había visto en él muchas veces y que a ella tanto le gustaba ver. Sintió el deseo de echarle los brazos al cuello y besarle como cuando era pequeño; pero aquella adusta parquedad, tras la cual las gentes humildes encubren sus efusiones de ternura, se había levantado ya entre ella y su primogénito, y esto la contuvo. Se limitó, pues, a ponerle una mano en el hombro y a decirle:

—No te olvides de escribir a casa; ya sabes cuán vacía nos parecerá sin ti.

Einar asintió varias veces con la cabeza. Había vuelto a perder su locuacidad.

La última noche que el muchacho pasó en casa, toda la familia se acostó temprano, a fin de descansar algunas horas antes de la llegada del vaporcito. Pero únicamente el padre y los dos hijos menores pudieron conciliar el sueño.

Katrina se agitaba insomne, angustiada y en un profundo desánimo. Tenía la sensación de que la vida se le escapaba de entre las manos, de que se le llevaba el alma con sus hijos; y, entre tanto, su ser real permanecía aparte, rezagado en la loca carrera del tiempo, sin que a ella le quedara nadie para atenderla y ayudarla. Ayer, como quien dice, su hijo era un bebé en enaguas, colgado siempre de sus faldas mientras ella ganaba el pan en las faenas del campo. ¡Y qué bien plantado ahora! Ya de niño había sido siempre juicioso y sano; pero, por otra parte, también había disfrutado de más atenciones que los otros tres. ¡Con qué tranquilo sueño dormía tiempo atrás en la canasta de la lana en casa de Beda, a pesar de que los corros de chiquillos atronaban con su algazara a uno y otro lado de su cuna! Ahora, siendo ya un hombrecito, el mundo se lo llevaba lejos de ella. ¿Era posible que el tiempo hubiese pasado tan aprisa? Recordaba el día en que el pequeño había venido al mundo. Tendida en el mismo lecho en que le diera a luz, le parecía estar aún oyendo a Johan correr escapado a la aldea en busca de la comadrona. Luego, ¡cuán dulce el recuerdo del momento en que había sentido su cuerpecito entre sus brazos! Aquello ya había pasado, y ahora…, ahora el pajarillo se disponía a levantar el vuelo, y los brazos de la madre ya no podían hacer nada para retenerlo en el nido. Era una impresión terrible; casi como si se tratara de un nuevo parto, como si sintiera desprenderse por segunda vez de su carne la carne de aquel hijo que hasta entonces había formado un solo cuerpo con ella. Ahora la vida se lo arrancaba de verdad; a partir de ahora sus existencias no tendrían nada de común.

Pero Johan se quedaría con ella. Sí, con él podría contar siempre: envejecerían juntos, y juntos morirían en aquella pobre barraca. ¡Qué sorpresas guarda la vida! Dos seres extraños uno a otro se encuentran un día por azar, y luego, unidos indisolublemente, caminan juntos por la senda del destino: dos seres tan distintos como ella y Johan… ¿Qué habría sido de Johan sin ella?… Un leve ruido que se oyó en la puerta interrumpió el curso de sus pensamientos. Levantó la cabeza y, a la débil luz del alba que empezaba a clarear, vió una silueta infantil que, andando quedamente de puntillas, se acercaba a la chimenea. Sorprendida, se incorporó sobre el codo y miró atentamente. ¡Era Einar! Descalzo y sin más ropa que la corta camisita blanca, empezó a amontonar ramas en el hogar.

—¿Qué haces tan temprano, Einar? —susurró.

El muchacho se estremeció asustado; luego se acercó a la cama. Tenía los pies mojados y sucios de lodo.

—Pero… ¿Has salido afuera así? —dijo Katrina en voz baja.

—Nadie me ha visto —repuso sonrojándose el pequeño, mientras paseaba la mirada por su cuerpo medio desnudo.

—¿Cómo has salido así, en plena noche? ¿Por qué no duermes?

—Porque no puedo. Pronto será hora de marcharnos.

He salido a moler el café para no despertaros. Voy a encender fuego.

—Pero, ¿no comprendes que es demasiado temprano, criatura? Todavía tardaremos en salir. Anda: procura dormir un poco.

—No, mamá. Podríamos perder el vapor.

—No te preocupes por eso. Mira cómo duerme Gustav. Quizá sería mejor que no bajara con nosotros… Pero si no viene, cuando despierte se va a pasar llorando toda la mañana.

—Oye, mamá.

—Di.

—Te escribiré desde todos los puertos.

—Así me gusta, Einar; no te olvides de hacerlo. Y ahora ve a vestirte; vas a pillar un resfriado.

—No te preocupes; no tengo frío… ¡Mamá!

—Di.

—Si viviera Sanna le hubiera comprado una muñeca así de alta cuando hubiese regresado en otoño.

—Sí, Einar; pero ahora ya no le hacen falta muñecas. En cambio, puedes traer alguna cosa bonita para tus hermanitos.

—Sí.

Cuando Johan y los dos pequeños hubieron despertado de su tranquilo sueño y todos hubieron tomado el café, la comitiva emprendió el descenso a Batviken. Johan iba delante con el saco de marinero de su hijo al hombro. Erik y Gustav trotaban junto a su madre esforzándose en mantenerse a su paso. A escasa distancia, les seguían Katrina y Einar. Todos caminaban en silencio, sumido cada uno en sus propios pensamientos, de los que se hallaba ausente la alegría. De vez en cuando Katrina dirigía unas palabras a su hijo, para recomendarle algo que se le había ocurrido en el último momento. Einar, por toda contestación, asentía con la cabeza. Ahora el largo viaje no le despertaba ya todo el entusiasmo y las grandes ilusiones que le había inspirado hasta entonces.

El día despuntaba apenas. En el embarcadero se dejaban sentir de firme el frío y la humedad. El agua despedía reflejos de un negro brillante de brea y, con un rumoreo misterioso, chapoteaba contra las pilastras del muelle. Johan dejó el saco en el suelo y la familia fué a cobijarse bajo el cobertizo de un depósito. Hablaban en voz baja, como si les asustara el rumor de sus propias voces. Erik y Gustav, acurrucados juntos al lado de un barril de petróleo, estaban soñolientos y ateridos de frío. Einar no se apartaba del lado de su madre.

De pronto, con asombro de todos. Johan abrió la boca para dar algunos consejos paternales a su hijo:

—Acuérdate de lo que voy a decirte. Einar: si te mareas, piensa que no hay para el mareo nada mejor que un arenque salado: lo tragas, lo vomitas, y ya se te ha pasado todo. Y mucho cuidado con los granujas que encontrarás en los puertos y que intentarán sacarte lo que puedan. Que esto me haya ocurrido a mí, pasa, porque yo nunca he sabido por dónde se me escurre el dinero; pero contigo es distinto. Tú llegarás a capitán. ¡Que me parta un rayo si no llegas a ser un gran marino, el mejor de Åland!

—Hmm… —murmuró Einar con indiferencia.

—Ha pasado lo que yo temía: hemos llegado demasiado temprano —observó Katrina.

—No tardarán en llegar… ¿Oís?… Por allá arriba viene gente.

—Es el capitán y los demás hombres —dijo Einar con evidente emoción.

Se oía crujir la arena del camino y un rumor de voces juveniles. En la semioscuridad se destacaron las siluetas del grupo.

—¡Buenos días! —dijeron saludando.

—¿Habéis visto el barco? —preguntó uno.

—Todavía no —contestó Johan.

El joven capitán avanzó unos pasos.

—¡Ajajá! Ya tenemos aquí a nuestro cocinero. ¿Cómo van esos ánimos? —le preguntó.

—Bien —repuso Einar con seriedad.

De detrás del islote más cercano, llegó, claro y distinto, el sonido de la sirena del vapor. Todo el grupo se puso en movimiento, dirigiéndose apresuradamente hacia la punta de la escollera para ver si divisaba el farol del mástil. Erik y Gustav se despabilaron al instante, y se alejaron rápidamente de aquel lugar.

—¡Mamá, mamá! ¡Ya viene el vapor! —gritaban a una.

Katrina corrió tras ellos.

—¡Niños, niños! ¡Que os vais a caer al agua! ¡No os mováis de junto a papá!

Las luces verde y roja rielaban en el agua y se iban aproximando con gran rapidez. Pronto se vió cómo los hombres de la embarcación efectuaban los preparativos para lanzar la amarra de proa. En el muelle se veía a otro hombre que aguardaba para atarla. No tardó en llegar allí el recio cable, arrollado entre los bancos de un bote. El hombre que estaba en tierra lo recogió y lo sujetó a uno de los norays. Al instante quedó tendida la pasadera, y algunos pasajeros saltaron a tierra. El contramaestre recorría la cubierta de un extremo a otro dando órdenes a grito pelado a los marineros, que estaban descargando sacos y bultos. En el entrepuente mugían y se agitaban vacas y bueyes en sus encierros; los pasajeros más pobres compartían el espacio y el calor con el ganado. El capitán, con su gorra blanca, observaba en silencio pero con ojo avizor, desde el puente de mando, todas las operaciones que se efectuaban. En la barandilla del puente superior habían asomado algunas pasajeras madrugadoras, que contemplaban con curiosidad a los que iban y venían por el muelle.

Los que tenían que embarcar corrieron a bordo con sacos y cajas.

—¡Ven! —dijo Johan a Einar—. Yo llevo el saco.

La sirena del vapor dió la primera señal. La gente entraba y salía apresuradamente; un hombre empezaba ya a aflojar la amarra. Johan saltó a la pasadera.

—¡Adiós, mamá! ¡Adiós! —dijo Einar apresuradamente—. ¡Adiós, Erik! ¡Adiós, Gustav! ¡Adiós, mamá! —Y subió al barco en el momento mismo en que Johan volvía a saltar al muelle. Al instante fué retirada la larga pasadera. Katrina pudo ver el rostro pálido y azorado de su hijo bajo los rizos color de cáñamo de sus cabellos; y le vió tan pequeño y tan solo en aquella confusión de cubierta… «¡Tan niño!», pensaba Katrina mientras el barco desatracaba, se alejaba y perdía de vista a su hijo.

Los aldeanos comenzaban a regresar a sus casas. Los muchachos, en el extremo de la escollera, saltaban y agitaban las manos saludando al barco que se iba hundiendo en la lejanía; Johan estaba a su lado con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Katrina permanecía inmóvil, como petrificada, mirando al horizonte. Pensaba que jamás se perdonaría por haber dejado que aquel hijo de tierna edad se marchara solo por los caminos del mundo. La expresión del rostro del pequeño cuando el barco se alejaba del muelle se le había quedado grabada en el corazón.

Un par de días después, supo Katrina por el capitán Nordkvist que el Edla, llevando a su hijo a bordo, había zarpado de Mariehamn. Se dirigía a Norrland, donde debía embarcar un cargamento de madera. Pasó mucho tiempo sin que Katrina pudiera hacerse a la idea de que su hijo se había marchado. En los primeros días le ocurría con frecuencia que, de pronto, se sorprendía a sí misma de pie frente a la ventana, contemplando abismada el camino de la aldea. Cuando trabajaba en los campos, inconscientemente se detenía y escrutaba hasta muy lejos el sendero que llevaba a Batviken, como si esperase a alguien. Por fin, se fué acostumbrando al pensamiento de que su hijo estaba fuera de allí. Pero muchas noches la ansiedad por el hijo volvía a asaltarla de nuevo.

Cuando Johan hubo partido también, la casita quedó más silenciosa, la soledad se hizo todavía mayor. Cada vez que ponía la mesa para tres en vez de hacerlo para cinco, los espacios vacíos adquirían desmesuradas proporciones.

Al día siguiente de la partida de su hermano, el pequeño Gustav preguntaba ya a su madre si el correo había traído carta de Einar. Katrina no pudo menos de sonreír.

—No, Gustav; todavía no —le dijo.

Pero no tardó mucho la propia Katrina en calcular los días que faltarían para que el buque tocara puerto, y los que podía tardar en llegar la carta. Ahora, también ella seguía los cambios de tiempo y las alteraciones de los vientos con la misma mortal ansiedad que las demás mujeres de Åland. Estaba ya casi avergonzada de preguntar tantas veces a Nordkvist dónde podía hallarse el Edla y si ya había recibido telegrama.

—No, hija; todavía no —le contestaba invariablemente el capitán.

Pero un día la recibió con la tan grata y esperada noticia.

—El Edla ha llegado a Norrland.

—¿Ha llegado de verdad? —exclamó Katrina con expresión radiante—. ¿Sabe usted qué viaje han tenido, capitán?

—No, hija. El telegrama dice únicamente que han llegado y que todos están bien.

—Y, ¿adónde van ahora?

—A Plymouth.

—¿Adónde?

—¡Ja, ja, ja! Pensarás que Plymouth está en la luna, ¿verdad? Pues está en Inglaterra.

¡Inglaterra! ¿Y su hijo se iba a Inglaterra? Para ella era casi lo mismo que si se marchara a la luna.

Cuando llegó la primera carta, con un extraño sello extranjero pegado en el ángulo y con la gruesa y redonda caligrafía del muchacho bien visible en el sobre, la vida entró de nuevo en el pequeño hogar.

Erik y Gustav, que no se cansaban de correr todos los días a la oficina de correos, vieron por fin recompensadas sus fatigas. Como si su casa estuviera en llamas, subieron a todo correr la cuesta de la colina. Erik iba delante, agitando en alto el blanco sobre cuadrado y gritando: «¡Mamá, mamá, carta de Einar! ¡Carta, carta, mamá!»

Gustav le corría a la zaga casi sin aliento a causa de la loca carrera, y lamentándose sin cesar.

—¡Yo quiero llevar la carta! ¡Yo quiero llevarla! —lloriqueaba.

Katrina corrió al encuentro de sus hijos; cogió la carta de manos de Erik y se volvió corriendo a la casa seguida de los dos alborozados chiquillos.

Una vez dentro, procuró calmarse un poco; rompió el sobre, sacó el papel y lo volvió de una y otra cara; la carta era breve y sencilla, pero fué acogida con infinita alegría y ternura.

Habían llegado a puerto. El tiempo había sido bueno y el viento favorable. Él se había mareado un poco, había comido arenque siguiendo la recomendación de su padre y le había sentado muy bien. Había saltado una vez a tierra y se había comprado una gorra y un cuchillo. El próximo puerto en que recalarían sería ya en Inglaterra.

Esto y nada más decía la carta. Pero Katrina y los chiquillos leyeron largos capítulos entre líneas. Ella y Erik se ayudaban en descifrar las frases más sencillas, y la leyeron y releyeron en voz alta tantas veces, que los tres acabaron sabiéndosela de memoria. Luego Katrina metió la carta en el cajón en donde guardaba sus cosas más queridas.

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