Katrina

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KATRINA » Capítulo XIX

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Capítulo XIX

LA ATRACCIÓN DEL MAR

EL primer verano que el pequeño Einar pasó en el mar, se hizo interminable. Johan, con todo y haberse marchado mucho tiempo después, llegó a casa un mes antes que su hijo. Aquel largo otoño constituyó para Katrina un tiempo de angustiosa espera. Ahora comprendía las inquietudes que acosaban a Beda en cuanto llegaba el tempestuoso otoño. Einar, llegó, por fin, pocas semanas antes de Navidad. Cuando Katrina le vió llegar, quedó muda de sorpresa: el mocetón que entraba en la casa le pareció un desconocido. Había crecido mucho, y estaba completamente cambiado. Su voz tenía acentos viriles, y sonaba a veces ronca y apagada, y aguda otras. Sin embargo, no tuvo Katrina necesidad de mirarle mucho para reconocer que tenía ante sí a su Einar; y los singulares cambios que tanto la habían sorprendido no tardaron en borrarse para ella.

Einar había comprado algunas nuevas prendas de vestir y aun ahorrado buena parte de su modesta paga. Estos ahorros fueron a parar íntegramente a la hucha. Los hermanitos se sintieron defraudados al ver que Einar no traía para ellos más que unos terrones de azúcar. Pero, en cambio, dió a su madre cinco marcos para las fiestas de Navidad.

—Daré cinco pennis a cada uno de los pequeños —dijo Katrina.

—No, mamá —le susurró Einar con cierto misterio—; ya traigo algo para ellos; pero se lo daré por Navidad.

—Si es así, me parece bien —dijo Katrina satisfecha.

La noche de Navidad aparecieron los regalos. Hubo un delantal y una lata de café sueco para Katrina, y una bufanda de lana para Johan. Erik y Gustav recibieron una gorra cada uno, y, además, algunos juguetes. El pequeño hogar, en el que todos se hallaban de nuevo reunidos, rebosaba de alegría: fué aquélla una Nochebuena verdaderamente excepcional. Y Einar, el donador, fué el que se mostró más orondo y satisfecho.

Johan se hacía lenguas por toda la aldea de las excelencias de aquel portento de muchacho que acababa de volver a Klinten. «¡Apuesto la cabeza a que nuestro Einar es el mejor marinero de Åland! ¡Y, aguardad, que ése no para hasta que llegue a capitán!» Así terminaba siempre sus discursos. Los que le escuchaban se reían por dentro y, entre sí, se guiñaban el ojo. Pero, cada vez con mayor frecuencia, llegaba a oídos del muchacho un nombre pronunciado en son de burla: el de «capitán Einar». Al principio, se sintió halagado en cierto modo: no creía que en aquel apodo de sus paisanos pudiera ocultarse ninguna malicia, dado que había ya empezado a navegar a sus cortos años. Pero no tardó mucho en comprender cuál era el verdadero origen de aquellas bromas.

Una tarde volvió de la aldea con manifiesto mal humor. Se sentó junto a la lumbre y permaneció callado, con la mirada fija en las ascuas que ardían bajo la olla en la cual se cocían las gachas. Katrina, que estaba allí revolviéndolas con la cuchara, tampoco dijo nada. Veía que el muchacho estaba malhumorado y no quería irritarlo con alguna observación inoportuna. De repente, el chiquillo dió un fuerte puntapié contra el borde de la chimenea y dijo con voz trémula de ira:

—¿De qué le sirve a uno tener casa y familia si ha de avergonzarse de sus propios padres?

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Katrina serenamente.

—¿Que qué quiero decir? Pues que ese viejo chocho de papá va charlando por toda la aldea, y la gente se está ya burlando de mí y de todos nosotros. Ya que no sirve para nada, lo menos que podía hacer es callar.

—Escucha, Einar… Ya sabes que a tu padre le gusta mucho charlar; pero con eso no hace nunca daño a nadie. Todos tenemos nuestros defectos. Además, tampoco es una virtud ser reservado y adusto.

El muchacho tenía los nervios excitados. No cesaba de dar violentos puntapiés contra el borde de la chimenea, hasta que, con voz empañada por el llanto, exclamó:

—Tú haces lo posible por callar, y, sin embargo, la gente también se burla de ti, porque no sabes hablar como en la aldea y siempre empleas tu viejo dialecto de Österbotten. ¿Cómo puede ser tratado como los otros un chico nacido en esta barraca y que tiene unos padres que no son como los demás? ¡Capitán Einar, capitán Einar! ¡Ya les demostraré yo que llegaré a capitán aunque haya nacido en la choza más miserable de Åland!

Las duras palabras del muchacho caían dolorosamente en el corazón de Katrina. Lo que más le dolía eran los reproches sobre su dialecto natal. Comprendía, sin embargo, que Einar estaba en aquel momento en un estado de violenta excitación, y que con su arrebato desahogaba una ira acumulada por espacio de varios días. «No: mi hijo no dice lo que siente y lo que piensa», se decía para consolarse. Con todo, en su fuero interno, no dejaba de comprender que cuanto más hombre se hiciera, más frecuentes serían aquellas escenas, porque más defectos descubriría él en Johan y en ella misma. «A esto es a lo que lleva la miseria», pensaba.

Al llegar la primavera, Einar volvió a embarcar como pinche de cocina y Johan partió otra vez con su antiguo capitán. Durante todo el invierno, Erik había hablado de su intención de embarcarse, pero al llegar la primavera hubo de frenar sus ímpetus, porque, con gran decepción suya, no hubo ningún capitán que se aviniera a embarcar a aquel mocoso de diez años que sólo tenía grandes los ojos, y hubo de resignarse a permanecer en casa todavía aquel verano. En el transcurso del mismo, Einar mandó dinero a su madre un par de veces y le escribió varias cartas.

Katrina trasplantó por entonces sus tres tiernos manzanos a la tierra tan trabajosamente amontonada en la parte sur de la casita. ¡Y cómo los vigilaba y los cuidaba! Seguía por momentos el desarrollo de los brotes que aparecían en las ramas, desde que asomaba el botón hasta que abría sus hojitas. Los pequeños, que habían asistido a los tenaces esfuerzos de su madre para arreglarse aquella pequeña porción de terreno, ahora, al ver que la roca aparecía ya adornada con los verdes arbolillos, demostraban un entusiasmo creciente. Había un manzano para cada uno de ellos: uno para mamá, otro para Erik, y el más pequeño para Gustav. En el espacio que quedaba entre árbol y árbol, Katrina había sembrado patatas. Y, a pesar de todo, no dejaba de traer tierra y más tierra, y cubrir más espacio rocoso.

Aquel mismo verano Johan regresó inesperadamente a Klinten. Su barco había sufrido un accidente. En una noche de niebla, se había producido una colisión, en el Báltico, entre un gran transporte alemán y el pequeño buque de Åland; y este último, que era el más frágil, se había ido a fondo en pocos minutos. El capitán a las órdenes del cual había servido durante tantos años, y que era el mismo bajo cuyo mando se hallaba el velero en que Katrina había venido a Åland, había muerto en el accidente con algunos otros marineros. Pero Johan y sus pocos compañeros supervivientes habían podido ser recogidos por el mismo navío alemán, siendo conducidos a Norrköping. Desde allí, y a costas de la Compañía, se les había llevado a Åland.

Johan se había dislocado un hombro, y casi todo el verano anduvo con el cuerpo encogido. Se mostraba siempre irritado e impaciente, y cuando no tenía ocasión de darse tono con sus baladronadas, parecía el más infeliz de los hombres. Si por casualidad la conversación recaía sobre su difunto patrón, se salía inmediatamente de sus casillas. Katrina le compadecía, porque no ignoraba la inquietud que le inspiraba su porvenir de marinero. Corría por la aldea el rumor de que los marineros que hubieran resultado heridos serían indemnizados por la casa armadora. Katrina había oído decir que la Compañía de Åland había formulado una reclamación a la Compañía alemana; pero como ella no entendía de aquellas cosas, no pudo poner en claro si el asunto prosperaba o no. De lo que sí estaba segura era de que a la casita de Klinten no llegaría ninguna indemnización que la compensara de la angustia y de las penalidades sufridas, ni menos de la pérdida del equipaje en el naufragio.

Aquel otoño Katrina mandó a la escuela pública a sus dos hijos menores. Aunque Erik llevaba un año a Gustav, los dos empezaron en la misma clase. Pero esto no tenía nada de atractivo, pues en todas las clases en general reinaba una gran confusión de edades. Eran muchos los padres que, habiéndose mostrado por cierto tiempo contrarios a la idea de la escuela, habían cambiado ahora de opinión y los mandaban allí ya grandotes. Había también muchachos que frecuentaban las clases por su propia voluntad y prescindiendo del consentimiento paterno, porque, con los años, habían comprendido las ventajas de poseer una cierta instrucción. Había, en fin, gentes humildes que nunca habían soñado en que sus hijos estudiaran, y que se decidían ahora a mandarlos a la escuela aunque sólo fuera por un par de cursos. Por este motivo, nadie se asombró al ver que los dos muchachos de Klinten emprendían juntos, uno y otro día, el camino de la escuela nueva. Gustav cursó los cuatro años completos; Erik dió por terminados sus estudios mucho antes.

En la primavera siguiente, Johan se alistó en el velero del capitán Engman, a bordo del cual iba también Urho de carpintero. Éste seguía siendo el mismo hombre arrebatado y rebosante de energía. Sus bríos habían crecido aún, si era posible, desde que su mujer había traído al mundo dos niñas y eran ya tres las boquitas que pedían alimento en la casita roja.

Elvira había perdido la vivacidad y la alegría de cuando muchacha, aunque su cabeza continuaba tan despierta y dada a los sueños como antes; y Urho seguía siendo el héroe de la novela de su vida.

Aquella primavera Erik se rebeló contra la voluntad de sus padres. Él, aquel mocoso de once años todo ojos, él había de embarcarse. Por aquellos días, mientras a bordo de las naves ancladas en Batviken resonaban los martillazos y toda la playa olía a brea y a estopa con el calafateo, los marineros, en sus ratos libres, se reunían en tiendas y tabernas; y charlaban, y reían, y referían uno tras otro lances de mar. Estas manifestaciones de una vida viril, libre y aventurera, ejercían en el ánimo del chiquillo de Klinten un mágico atractivo.

Pero Katrina se opuso resueltamente a que se embarcara; y esta vez, aunque ello hubiese de costarle el afecto de su hijo, estaba decidida a no ceder. Y se sintió más fortalecida aún en su actitud, cuando vió que Einar, poniéndose de su parte, exhortaba a su hermano con insólita severidad a que permaneciese en casa. Katrina escrutó el rostro de su primogénito y leyó claramente en él lo que ya había temido: que en aquel primer verano de navegación el taciturno muchacho había sufrido contrariedades y disgustos de los que ella nunca llegaría a saber nada por boca de él.

Un día Erik volvió a casa con aire orgulloso y triunfal, y anunció a la familia que estaba ya alistado.

—Y ¿quién te va a alistar a ti, mocoso? —dijo Einar con desdén.

El otro se puso hecho una furia.

—¡Tú, cállate! Quizá tenga una paga mayor que la que te dieron a ti el primer verano.

—¡Ja, ja!… —reía Johan.

Pero Katrina terció en la cuestión:

—¿Pero es de veras que te has alistado?

—¡Claro que es de veras! Y la semana próxima he de presentarme en el Registro de Navegación. ¡Y si no quieres arreglarme el equipo me embarcaré sin nada!

—¿Quién es el capitán que te ha contratado?

—El capitán Eriksson, de Storby.

—¡Eriksson! El capitán más bruto de todo Åland —exclamó Johan.

—Si no te despiertas temprano te molerá a palos —le gritó Einar.

—No me importa —repuso tercamente Erik.

—Alistado o no alistado, tú no te embarcas. Esta vez soy yo la que decide aquí —exclamó Katrina poniéndose el pañuelo—. ¿Está Eriksson en la tienda?

—Sí; precisamente allí es donde nos hemos puesto de acuerdo.

—Pues voy a hablar con él —dijo la madre, y se fué.

El muchacho corrió tras ella.

—¡Mamá, no vayas, no vayas! ¡Si te dice algo el capitán, te pegaré y romperé todo lo que hay en casa! —gritaba Erik con voz llorosa. Pero en aquel momento una de las hijas de Beda apareció en el roquedal y Erik se volvió a casa avergonzado. Katrina siguió su camino hacia la aldea sin hacer el menor caso de las furiosas amenazas del chiquillo.

Entró en la tienda, donde se hallaban reunidos varios patrones y algunos marineros jóvenes. El capitán Nordkvist, cuyo vozarrón dominaba el ruido de las conversaciones, estaba en el extremo opuesto del mostrador, junto a la ventana del patio. Medio tendido en un amplio diván, se encontraba el capitán Eriksson: era un hombre de edad madura, barrigudo, con un bigote canoso y cara encendida y abotagada. Algunos marineros estaban sentados a horcajadas sobre montones de gavillas envueltas en telas de velamen, o subidos sobre cajas o rimeros de sacos; otros, sentados en el banco, con el codo apoyado en el respaldo, dejaban colgar una pierna hasta el suelo como una tensa cadena de áncora. En la parte opuesta del banco se veía al pequeño Bod-Janne, con el rostro bañado en sudor, atareado en el embalaje de provisiones. Al encontrarse en aquel lugar y ante aquel grupo de hombres excitados, dispuestos a mofarse del primero que se presentara, fuese quien fuese, Katrina se sintió un tanto cohibida. Pero logró dominarse; y el pensamiento de que su incauto hijo había sido juguete de uno de aquellos hombres, le infundió nuevos ánimos.

—Buenos días —dijo secamente.

—Buenos días —gruñeron a media voz dos o tres hombres. Pero el locuaz Nordkvist la saludó con voz alta:

—Buenos días, Katrina —y en seguida se fué derecho al asunto: —Mandas muy pronto al mar a tus hijos, Katrina. Según me han dicho, hace poco ha venido uno aquí a alistarse.

Katrina se había detenido en medio de la tienda, entre el corro de hombres, con los brazos cruzados sobre su delantal a rayas. En sus mejillas apareció una mancha de rubor; pero empezó hablando recia y animosamente:

—¡Ah, conque así es verdad: se ha alistado! Precisamente venía para hablar de esto. Venía para decirle, capitán Eriksson, que el chiquillo se ha alistado sin nuestro consentimiento.

Ante la resuelta actitud de Katrina, el capitán movía su enorme barriga de una parte a otra, mirando oblicuamente a la mujer por debajo de sus espesas cejas blancas.

—¿Qué diablos quieres decir con eso?

A espaldas de Katrina, un joven contramaestre se esforzaba en aguantarse la risa. El capitán Nordkvist, en el extremo opuesto del mostrador, era ya todo atención, como si fuese a presenciar una lucha interesante.

—¿Qué diablos quieres decir con eso? —repitió el hombre al ver que Katrina no daba ninguna respuesta.

—Quiero decir lo que he dicho: que el muchacho no se embarcará.

—¡Voto a Barrabás! Cuando las mujeres empiezan a meter las narices en las cosas… ¿Y qué diablos van a hacer tus hijos si no se embarcan? He contratado a tu hijo, sí; y lo hecho, hecho está. Lo que deberías hacer es darme las gracias por haberle dado trabajo.

—Al menos déjele que se haga más hombre. Si ahora se me lleva a mi hijo, avisaré a la policía.

—¡Condenado me vea si no es ésta la primera vez que una mujer me planta cara! ¿Preferirías quizá alistarte tú en lugar de él? ¡Bah…, al fin y al cabo, también una mujer tendría trabajo a bordo…!

Y se quedó mirando a Katrina con expresión insolente.

—¡Ja, ja, ja! —estalló Nordkvist partiéndose de risa y seguido a coro por todos los reunidos.

Katrina permaneció erguida y sin pestañear. Se le había encendido el rostro, pero no de vergüenza, sino de ira. Con voz firme y vibrante exclamó:

—Había creído que, tratándose de señores capitanes, tendrían otra cosa que hacer que insultar a una mujer indefensa. Pero si son ésas sus maneras, no tengo por qué ofenderme. He dicho ya lo que tenía que decir.

Y con digno ademán, traspuso la puerta de la tienda, mientras detrás de ella, uno a uno, iban enmudeciendo todos.

El capitán Nordkvist fué el primero en hablar.

—Nos ha dado una buena lección —dijo—. Ya habrás visto que es una mujer de arranque.

—¡Malhaya! —gruñó el capitán Eriksson avergonzado. Y otra vez dió media vuelta a su enorme barriga.

—No obstante, Eriksson, tú no puedes llevarte al muchacho contra la voluntad de sus padres. Yo, en tu lugar, no lo haría —dijo Nordkvist; y Eriksson hubo de agachar su cabeza ante el tácito asenso de todos los demás.

—Está bien… No va a costarme mucho encontrar otro pinche de cocina.

Al principio, ni Erik ni nadie de la familia quiso creer que Katrina se hubiese realmente atrevido a plantar cara a Eriksson. Pero cuando el muchacho se enteró de que el capitán había contratado a otro chico y tuvo noticia de la escena que se había desarrollado en la tienda, comprendió que su madre se había mantenido firme en su propósito. Esto le puso fuera de sí.

—¡Pues me iré aunque no quieras! ¡Me fugaré de casa!… Claro que ahora ya nadie me querrá para nada, porque por culpa tuya seré el hazmerreír de toda la aldea: mis amigos se burlarán de mí y me dirán que no puedo ir al mar porque mi mamaíta no me deja. ¡Pero, oye lo que te digo: este verano no voy a poner el pie en ningún campo, y eso es lo que habrás sacado! —gritaba con voz entrecortada por los sollozos y la ira.

Katrina se hacía la sorda. «Ya pasará la tormenta», pensaba. Y poco a poco, acabó por no hablarse más del asunto. Pero en el transcurso del verano, cuando, por cualquier motivo, Erik se ponía de mal humor, volvía otra vez a proferir amenazas que, sin embargo, nunca llegó a cumplir.

Próxima la nueva primavera, Katrina se preparó para sostener una nueva lucha con el rebelde muchacho, a quien, según parecía, se había hecho insoportable la casa paterna. Temía que aquel año también se le hubiese contagiado la manía a Gustav, que iba ya para los doce años. Pero, con gran extrañeza por su parte, el muchacho no dió muestras de sentirse atraído por aquella idea, y esto devolvió a Katrina el sosiego. Desde la muerte de Sandra, Gustav era tratado como el benjamín de la casa. Era listo y un poco atolondrado, pero más bien infantil en sus cosas y se dejaba guiar fácilmente. La escuela, que, sobre todo al llegar la primavera, se convertía para los alumnos en una verdadera cárcel, absorbía por completo a Gustav. Antes de llegar los exámenes, la mayoría de embarcaciones se habían hecho ya a la vela. El obstinado silencio que por aquellos días guardaba Erik, daba mucho que pensar a Katrina. «¿No será que está maquinando algún plan de fuga?», se preguntaba angustiada.

Un día, estando ella y Erik solos en casa, le preguntó éste de pronto, con tono aparentemente tranquilo y sumiso pero no exento de íntima ansiedad:

—Dime, mamá: ¿tampoco dejarás que me embarque esta primavera?

Katrina, de momento, no contestó; colocó la olla y la sartén sobre el fuego, y le preguntó con suavidad:

—¿Tantas ganas tienes de marcharte?

—Sí —se limitó a contestar el muchacho. Con los codos sobre la mesa, apoyadas las mejillas en las manos, Erik miraba por la ventana hacia el horizonte que se abría más allá de las colinas y de la aldea. Sus ojos nostálgicos estaban fijos en un punto, en el cual los árboles que crecían al norte y al sur de la bahía dejaban un espacio abierto por el que podía verse el cabrilleo de las aguas, libres ya nuevamente de la losa de los hielos.

Katrina le miró un momento; suspiró después y le dijo, apenada:

—Bien: márchate, pues; pero a condición de que vayas con un capitán como Dios manda.

El muchacho se irguió como si le hubiesen pinchado con un alfiler y miró a su madre como si no osase creer en lo que oía. Luego se encasquetó la gorra y salió afuera. Con las manos en los bolsillos y silbando una canción de mar, emprendió el camino de la aldea. Katrina, desde la ventana, siguió con la mirada su desmedrada figurilla, que, unida al descuidado andar con que en aquel momento bajaba él el sendero, era la estampa misma de Johan. Katrina sonrió tristemente.

Erik embarcó en una goleta de un capitán de Langnäs, y Einar empezó su tercer año de navegación como pinche de cocina; pero Johan topó con dificultades para poder alistarse. Confiaba en que le llamaría el capitán Engman, con quien había navegado el verano anterior; pero esta llamada se hacía esperar mucho. Ya al finalizar la primavera, cuando los dos muchachos habían salido y los barcos de Batviken se hacían a la vela uno tras otro, Katrina se decidió a preguntarle si volvería a salir con el capitán Engman.

—No lo sé —respondió Johan con cierta indecisión—. No me ha dicho nada todavía. Me voy a la aldea y se lo preguntaré —dijo; y se marchó.

Al cabo de una hora volvía a entrar cabizbajo.

—Engman tiene la tripulación completa. Me ha dicho que este año no me necesita.

—¿Intentarás buscar entonces otro capitán?

—¡Claro que lo haré! ¡Malhaya mi suerte! Los chiquillos encuentran plaza en seguida y un marino que ha navegado treinta años tiene que pudrirse en tierra.

—No te apures: verás cómo al fin te sale alguna cosa —le dijo Katrina para consolarle.

Por fin, Johan pudo embarcar en una goleta, uno de cuyos tripulantes había enfermado días antes de la salida. Se encontraban ya casi en mitad del verano cuando salieron de Batviken para efectuar el primer viaje.

Ahora, Katrina y Gustav estaban solos en la barraca, que, de repente, les parecía haberse hecho desmesuradamente grande. A ella le recordaba esto el primer verano de su llegada a Åland, en que también se había quedado sola con Einar. Pero éste no se movía nunca de su lado, mientras que a Gustav apenas si le veía a las horas de comer y en el momento de acostarse. Cuando no trabajaba en algún campo, se pasaba los días del verano correteando por los contornos. Iba en busca de huevos de toda clase de pájaros y a la caza de cornejas jóvenes, por cuyas garras el Municipio pagaba unos penni en recompensa. De subirse a los árboles, llevaba la ropa hecha jirones; y comía tanto que Katrina se preguntaba entre sí cómo era posible que le cupiera todo aquello en el cuerpo. En compañía de Janne, un mocetón de Erka ya casadero, preparaba holkar para las aves marinas en todos los islotes. Gustav se llevaba a casa trozos de abeto y los ahuecaba por un extremo con fuego hasta abrir una concavidad ennegrecida. Cuando los tenía ya a punto, los llevaba a Batviken para distribuirlos desde allí por los diversos islotes. Era condición previa que Gustav eligiera los troncos de abeto más gruesos, para que los holkar fuesen suficientemente sólidos. Al llegar la primavera, gaviotas y cuervos marinos hacían sus nidos en ellos; de manera que les era facilísimo recoger los huevos de aquellas aves. A Gustav le correspondía una pequeña parte en pago de su trabajo. Pero, con todo y ser algunos de doble tamaño que los de las gallinas, Katrina calculaba que, con la ropa que echaba a perder, salía con más daño que beneficio. Por otra parte ya sabía ella que ni Janne ni Gustav se dedicaban a aquellas actividades con vistas a la ganancia, sino por pura diversión.

Gustav preparaba asimismo troncos más pequeños, e iba a colocarlos entre las ramas de los abedules que bordeaban la calzada de la parte baja de la aldea. Aquellos árboles habían sido plantados por el capitán Nordkvist al entrar en posesión de su casa de campo, y, con su beneplácito, Gustav iba a colocar sus holkar en las ramas para que anidaran en ellos los estorninos, que hacían las delicias de la población. No tardó, gracias a aquella habilidad, en verse muy solicitado. Urho, el marido de Elvira, que era el mejor carpintero de la aldea, no tenía tiempo para tales pequeñeces, y Gustav recibió el encargo de colgar holkar en los manzanos más añosos del huerto de Frun. Algunas esposas de jóvenes capitanes, que pasaban en la soledad la mayor parte del año, encargaban también a Gustav que les construyera pajareras para sus pájaros favoritos.

Gustav se dedicaba igualmente a la caza y a la pesca. Pero como no disponía de barca ni de arreos, tenía que buscar siempre a alguien de la aldea que deseara un compañero que fuera al propio tiempo un ayudante. Cuando se trataba de una partida de caza, salía generalmente a medianoche, y era tal el encanto que le producían aquellas correrías nocturnas por el monte, que su madre no tenía corazón para prohibírselas. Alguna que otra vez, Katrina había tenido ocasión de ver las skaaras, como llamaban a los pequeños refugios de piedra que, para ponerse al acecho, levantaban los cazadores en los islotes; y, con los ojos de la imaginación, veía a su hijo echado al suelo, silencioso, conteniendo el aliento, tras el montón de piedras, con el cañón de la escopeta apuntando a través de un agujero de la pared, mientras con todos los sentidos en tensión escrutaba las obscuras aguas, y, sobre las olas, las aves se dejaban arrastrar tranquilas a la muerte. De vez en cuando llegaba a su casa con alguna pieza cobrada, y el sabroso caldo de ave, en el cual navegaban manchas de grasa semejantes a anillos de oro, constituía para él la más exquisita golosina.

También aquel verano envió Einar varias veces dinero a su madre; y, de vez en cuando, incluía un marco para su hermano, aunque exhortándole severamente cada vez a que ahorrara. De Erik no llegó nunca un penni; pero, en cambio, no tocaba puerto sin que mandara una bonita tarjeta postal en colores. Al finalizar la trilla, Katrina recibió una carta de Erik muy distinta de las que había mandado hasta entonces: las anteriores eran optimistas y parecían rebosar alegría; en ésta contaba la verdad cruda y desnuda. Se desprendía de ella que había estado indispuesto durante todo el verano; la comida de a bordo no le sentaba bien. Por último, el capitán le había llevado a un médico de Ålborg, quien había aconsejado que le hicieran volver a su casa, «donde pudiera hacer un régimen de leche». Por consiguiente, al bajar hacia el sur, desembarcaría y volvería a Klinten.

—¡Qué delicado! No le sienta bien la comida de a bordo, y sin embargo allí se come mucho mejor que en casa —dijo Gustav en tono despectivo.

—Pero a bordo no tienen leche. Y ¿qué culpa tiene Erik si la necesita?

—No tienen leche; pero comen macarrones, y tocino, y guisado de ciruelas, y habichuelas, y sopa de guisantes, cosas que nunca ha comido aquí.

—Pues yo sé de muchos marineros que han tenido que comer gusanos, arañas, y carnes podridas.

—Eso en los buques que hacen viajes largos, porque llevan provisiones para un año; pero no en los barcos pequeños que no salen del Báltico. Además, un buen marinero ha de comer lo que se le dé, aunque sean ratas, si se presenta el caso.

—¡Vaya! ¿No te da vergüenza decir esas barbaridades? —terminó Katrina.

—¡Ja, ja, ja!

El hijo segundo de Katrina hubo de volver, pues, de su primer viaje. Estaba pálido y demacrado y continuaba sufriendo de trastornos de estómago. Katrina se veía en apuros para apaciguar constantemente a los dos hermanos, que eran ya de la misma estatura. Gustav no cesaba de mortificar a Erik con motivo del fracaso que había sufrido en el mar, y las palabras que entre los dos hermanos se cruzaban acababan generalmente a puñetazo limpio. Ella veía que el menor era el más fuerte y el que, por lo general, acababa venciendo en la pelea. Aparte de estas derrotas, Erik, amargado por aquellas incesantes pullas, empezó a volverse huraño y a rehuir el trato de los demás.

A Katrina, el locuelo de Gustav empezaba a inquietarle de verdad. Un día en que los dos hermanos se habían peleado y, caídos en el suelo, se apaleaban de lo lindo, la madre se levantó y aferró al menor por el cogote. De buenas a primeras, éste, y casi como jugando, le dió un leve golpe con una mano, mientras con la otra sujetaba con fuerza a Erik debajo de él, y la miraba, riéndose, a la cara. Pero luego, al darse cuenta de que su madre estaba irritada de verdad, la risa desapareció de sus labios. Katrina cogió en sus brazos al muchacho, que no cesaba de dar puntapiés, y lo sacó a la calle; y una vez allí, sujetándolo fuertemente por un hombro, le soltó uno, dos, hasta tres sonoros bofetones que le dejaron las mejillas rojas como tomates. Gustav, sorprendido por la severidad de su madre, se quedó mirándola perplejo.

—No volverás a pasar el umbral de esta puerta mientras no prometas tratar a tu hermano como debes hacerlo —le dijo resueltamente; y le dió con la puerta en las narices.

El otro permanecía, entre tanto, sentado en el suelo, llorando y enjugándose la sangre del rostro. De vez en cuando miraba a su madre con expresión de respeto y gratitud. Casi del mismo modo que solía mirarla Johan.

Aquel invierno Einar acudió a la casa parroquial a fin de prepararse para la confirmación. Gustav empezó su tercer curso en la escuela. El mayor trabajaba, además, en casa de Svensson. Aquel invierno fué, pues, sumamente agitado para él. Iba a dormir a casa; pero debía levantarse de madrugada para correr a la cuadra de Svensson, dar el pienso a los caballos, y ayudar luego a las mujeres a limpiar de estiércol los corrales. Luego seguía corriendo de un lado a otro por la casa, ocupado en una u otra faena, hasta la hora de ponerse el vestido de los días de fiesta y correr a casa del párroco. Por la tarde, en cuanto volvía de la escuela, se iba al bosque con los demás hombres a cortar leña para el fuego, estacas para las empalizadas, u otros maderos que pudieran hacer falta durante el año. Por la noche dedicaba unas horas al estudio de la Biblia y, por último, antes de acostarse, corría escapado por el bosquecillo de la colina hasta la cuadra de Svensson para dar el último pienso a los caballos.

Cuando, en la penumbra invernal, lo miraba sentado allí, al lado del fuego, aguzando la vista para leer a la luz de la llama agonizante, Katrina lo veía ya hecho un hombrecito. Ahora, como siempre, el muchacho se tomaba la obligación con la mayor seriedad: su rostro, de natural ya grave, aparecía adusto y reconcentrado. Pero cuando iba camino del bosque, con el hacha al hombro, volvía a ser el rapazuelo listo, de ágil andar, a quien a duras penas podían alcanzar los mozos ya hechos que le seguían por las nieves. Verdad es que se había vuelto algo huraño y reservado; pero con su madre se mostraba siempre amable y generoso; le entregaba una parte del jornal que ganaba, y la otra la metía en su hucha, en donde guardaba los ahorros destinados a la realización de sus sueños de llegar a capitán. Ya algunas veces había vaciado la hucha, y colocado el dinero en la sucursal bancaria abierta no hacía mucho en la aldea.

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