Katrina

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KATRINA » Capítulo XXII

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Capítulo XXII

LA CONFIRMACIÓN DE EINAR

AQUEL año Einar recibió la confirmación. Como de costumbre, la escuela siguió funcionando hasta muy entrada la primavera: parecía que el severo párroco se hubiese propuesto no dar vacaciones a sus discípulos. De todas las islas de los contornos llegaban peticiones de padres, suplicando que sus hijos fueran confirmados antes de que el deshielo les aislara de la isla mayor y de la iglesia. Intervino incluso el capitán Nordkvist, alegando que algunos de los muchachos que concurrían a la escuela habían de embarcar en sus buques, y que se aproximaba el tiempo de hacerse a la mar. Ante tales razones, el párroco se mostró finalmente dispuesto a ceder, y anunció poco después que la fiesta de la confirmación se celebraría el domingo siguiente. Pero, aun así, los muchachos que venían de las islas más lejanas pasaron la última semana con ansiedad. El hielo se había hecho ya peligroso y la temperatura cálida que iba imperando lo destruía con rapidez. En la noche del sábado al domingo desaparecieron sus últimos restos, y a los insulares no les quedó ya otro remedio que varar las barcas y acudir a la iglesia a la vela. Después del deshielo, el mar parecía más azul y más brillante que en otras épocas del año, lo que hacía resaltar de un modo especial el esplendor de la tierra. Cuando esto coincidía con un domingo tan solemne como aquél, los que debían recibir la confirmación disfrutaban doblemente de la santidad del día.

Los caminos principales aparecían ya casi secos. Se había estado tanto tiempo no pudiendo dar un paso sin hundirse, ya en la nieve, ya en el agua y el barro, que caminar con la ligereza de ahora parecía casi milagroso. En el fondo de las zanjas asomaban, como botoncitos de oro, las florecillas, y entre el rastrojo de los prados apuntaban con pálido verdor briznas de hierba nueva.

Ya a primeras horas empezó a oírse el son argentino de las campanas, que se difundía en el aire límpido del amanecer. Las blancas paredes del templo brillaban intensamente a la luz del sol, y en la torre cantaban alegremente las cornejas. Detrás de la iglesia aparecían las aguas del Langsund, cabrilleantes de reflejos.

Por todos los caminos de los cuatro pueblos acudían los grupos de gentes hacia la casa de Dios como el hierro hacia el imán, y lo mismo hacían las barcas, que se acercaban en gran número por todos los puntos del mar. La iglesia estaba llena de bote en bote ya mucho antes de iniciarse la ceremonia. Algunos de entre los padres tuvieron que quedarse fuera, en el prado, para poder ver la salida de sus hijos de la casa parroquial.

Katrina hubo de apurar todo su ingenio para proporcionar ropa a los suyos, a fin de que todos pudieran presentarse decentemente vestidos a la confirmación del hijo mayor. Einar había querido cuidar personalmente de su vestido: un traje negro de paño burdo tejido en casa, el cual, con vistas al futuro, había sido hecho adrede tan holgado y largo, que su figura baja y regordeta aparecía un tanto ridícula entre sus flamantes compañeros. Era el más joven de los niños y caminaba, por lo tanto, en primera fila. Tropezaba continuamente con las piedras y las hierbas del cementerio, y, con sus pantalones excesivamente largos, a cada paso esperaba uno verle caer. Sus cabellos color de estopa adquirían, bajo el sol de primavera, brillantes reflejos; la expresión de su rostro era más firme y grave que de costumbre.

Katrina, con Johan y sus otros dos hijos, estaban entre la multitud que se apretujaba en la nave. Las desnudas paredes de piedra habían sido adornadas con guirnaldas de enebro salpicadas de flores de papel hechas por algunas familias. En torno al amplio marco dorado del altar y a lo largo del sencillo borde negro que encuadraba el Saludo a Finlandia, colgaban festones trenzados con ramas de acebo. El altar aparecía engalanado con las primeras ramas de abedul brotadas aquel año. Pero Katrina apenas se daba cuenta de nada. Para ella sólo existía la grave figurilla de Einar en el banco de los niños; y ésta sola bastaba para llenar la iglesia y todos sus pensamientos.

¿Qué pasaría ahora por la mente de Einar? ¿Por qué estaba tan abstraído? Parecía hallarse a mil millas de su madre, y ella no acertaba a encontrar la manera de acercarse a él. La mirada del muchacho no se apartaba del cuadro del altar; ni una sola vez volvió los ojos hacia sus padres o sus hermanos, ni hacia ninguna de las otras personas presentes.

De pronto movió la cabeza, y su nuca, en la que se destacaban sus finos cabellos blanquecinos, quedó vuelta hacia su madre. A través de las estrechas ventanas que se abrían frente a él, Einar miraba a ¡a lejanía, hacia el Langsund. ¡Ahora sabía ya Katrina adónde se dirigían todos sus pensamientos! Al mar, a aquel mar que ya se lo había arrebatado. Y se sintió celosa de aquella inmensidad de agua azul y de aquellos navíos de altísimos mástiles que se llevaban a sus hijos y la dejaban sola.

Pero ¡cuántas veces todos aquellos retoños de florida juventud, como respondiendo a un mismo llamamiento, volvían la cabeza, como hacía Einar, y miraban a través de la angosta ventana! No cabía duda que sus pensamientos volaban hacia los puentes, los cabos de amarre y las cadenas de áncora, hacia el vaho de brea y de estopa, hacia el mar. Eran como potros que piafasen en su encierro, ansiosos de salir al campo libre. Dadles el pan y el vino; dejadles que oigan las sagradas palabras por las cuales se convertirán en miembros de la comunidad de los fieles. Pero luego dadles paso libre, abrid de par en par las puertas del templo, y veréis como, ebrios de su libertad reconquistada, corren hacia las viejas embarcaciones, que, sujetas a sus áncoras, se balancean impacientes esperando a sus capitanes.

La ceremonia se hacía larga. Katrina no podía concentrar su atención en los oficios divinos. ¡Era tan delicioso abandonarse a sus pensamientos entre los melodiosos acordes del órgano y el sonido de la voz del párroco, que sonaba ya aguda, ya grave! De pronto, en el momento en que el párroco acababa de pronunciar unas palabras que dejaron a los feligreses sumidos en reflexiones, y cuando reinaba en la iglesia un silencio sepulcral, oyóse en un extremo de la nave una infantil carcajada que resonó en toda la iglesia. Katrina se sonrojó; Johan se movía de un lado a otro y tosía abochornado, mientras Einar se encogía cuanto podía para hacerse invisible. «¡Gustav! ¡Sinvergüenza! —se dijo Katrina confundida—. ¡Ya verás en cuanto te pille fuera!» Pero cuando se volvió a mirarle y contempló sus frescas mejillas y sus ojos picarones, se ablandó; y cuanto más volvía la cabeza para mirarle, con menos severidad consideraba aquella salida. Y acabó viéndose obligada a bajar la cabeza y a morderse los labios para contener las ganas de reír que le iban entrando.

Gustav tenía, realmente, una cualidad que había de ayudarle sobremanera a vencer los azares y vaivenes de la vida: era de los que saben reír, reír de manera franca y abierta. Tenía un gran sentido del humor; y nada hay que ayude tanto a vencer las adversidades de la vida. Katrina lo sabía, porque tampoco ella carecía de este don divino. Verdad es que había permanecido siempre oculto en el fondo de su naturaleza, pero, aun así, era en ella lo suficientemente fuerte para hacerla capaz de comprender una expansión sin malicia como aquélla y de perdonar a su autor.

Mientras volvía la cabeza a una y otra parte para dominar su risa, sus ojos tropezaron inopinadamente con la mirada del capitán Nordkvist. Encontrábase éste sentado en el banco junto al cual ella estaba en pie. Inmediatamente se dió cuenta de que el capitán había advertido los esfuerzos que ella hacía, porque en los ojos de aquél, generalmente severos, brillaba la malicia y apretaba los labios para no reírse. Katrina sintió que el rubor le subía a las mejillas; volvió el rostro hacia otra parte y quedóse con la vista fija en un punto lejano.

Cuando bajó la mirada, se encontró con los ojos de Johan, que la miraba con asombro, casi con expresión de reproche. Katrina frunció las cejas. Aquello de que Johan le reprochara algo era para ella una novedad. Estaba acostumbrada a que su marido aprobara siempre cuanto ella hacía. Sus pensamientos empezaron a ir de su marido a Gustav y de éste a aquél, y así volvió a caer en sus anteriores meditaciones.

Al volver a casa, todos guardaban silencio. Gustav, consciente de su culpa, caminaba el primero, seguido de Erik. Einar marchaba algunos pasos delante de sus padres. En la rigidez de sus hombros y en la firmeza de su paso había algo que parecía dar a entender que el muchacho había tomado una resolución y que veía con claridad dónde se encontraba su porvenir.

—¡Vaya una salida la de Gustav! —dijo por fin Katrina para romper aquel enojoso silencio.

—Nada tiene de extraño que a un monigote como Gustav se le escape la risa cuando personas mayores como tú y el capitán Nordkvist no saben guardar la seriedad debida —dijo Johan.

Katrina se rió.

—Has de tener en cuenta que Gustav es un niño —dijo—. Por lo demás, ya sabes tú que, sin ser precisamente una devota, he procurado siempre estar en la iglesia con el debido recogimiento.

—Sí, pero esta vez no te has acordado de hacerlo… y tampoco se ha acordado el capitán Nordkvist…

—Johan, me parece que hoy estás de mala luna; cuando lleguemos a casa y tomes una taza de café te podrás de mejor humor. ¿No podrías cantarnos entre tanto alguna de tus canciones marineras?

—No: ¡al diablo con las canciones marineras!

—Entonces, all right, como sueles decir.

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