Katrina

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KATRINA » Capítulo XXVII

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Erik y Gustav trabajaban en la bahía, cada uno en su barco respectivo. De cuando en cuando, Johan bajaba al muelle para dar una ojeada a aquella vida animada y activa de la que él había ya sido desterrado. Arropado con sus vestidos de invierno, iba a sentarse, silencioso y solitario, en una piedra, junto al desembarcadero; contemplaba los buques y escuchaba el ruido de los cables y de las cadenas de las áncoras. Algunas veces un capitán o un contramaestre se compadecía del viejo marinero y le llamaba a bordo. Allí Johan podía seguir más de cerca los trabajos preparatorios, sentía moverse bajo sus pies las tablas de cubierta y, si alguna vez se encontraba en el barco a la hora del rancho, comía un bocado con la tripulación.

Los domingos por la tarde, las muchachas, cogidas del brazo, bajaban al muelle para contemplar la flota de veleros. Un domingo, atraída por el hermoso tiempo que hacía, también Katrina salió a dar un paseo hasta el muelle.

Se sentó en una roca, junto al agua. Llevaba en la mano un pequeño ramo de ranúnculos que había cogido por el camino. No muy lejos de ella, un grupo de muchachas se había sentado en rocas y salientes. Iban ataviadas con sus vestidos nuevos de primavera, y no era de extrañar que, en un lugar donde abundaban los hombres, adoptasen maneras melindrosas y afectadas. Pero, en aquel momento, en tierra no se veía ni sombra de ser humano que llevara pantalones, hombre o chiquillo.

Parecía que ya no les bastara con trabajar seis días a la semana, porque los domingos, en vez de descansar, a manera de diversión trepaban por palos y jarcias.

Vistos desde la orilla, parecían pequeños insectos subiendo y bajando entre aquella espesa maraña de velas y cuerdas.

Pero, aun a tanta distancia, los ojos de las muchachas eran capaces de reconocerlos todos, y seguían con entusiasmo las proezas de cada uno, que debían responder a alguna apuesta previa. Y los señalaban con el dedo, y reían, y acompañaban con gritos de terror o exclamaciones de júbilo las singulares acrobacias que cada uno realizaba.

—¡Mira! —exclamaban—. ¡Mira cómo se columpia allá arriba Fran, el hijo de Beda!

—Affe de Storby y Gustav de Klinten se han subido al botalón. ¡Oh…! Ahora se han colgado cabeza abajo.

—¿Quién es aquél que sube por el palo mayor?

—¿Creéis que va a llegar arriba?

—¡Claro que va a llegar!

—¿Veis? ¡Ya ha llegado!

—¡Oh…! ¡Ahora se ha tendido a lo largo de la cofa!

—¡Ha sido el más atrevido! Mira cómo agita las piernas y los brazos colgado en el aire.

Katrina no apartaba los ojos del temerario acróbata. Sentía cierta ansiedad al pensar en sus dos hijos: ¡quién sabe si en alguna noche de tormenta les tocaría subir hasta allí! Y casi llegaba a irritarla aquel muchacho temerario que tan inútilmente exponía la vida. En aquel instante oyó gritar a una de las muchachas:

—¡Es Erik! ¡Bravo. Erik!

Katrina sintió que aquel grito le desgarraba el corazón. ¡Dios Santo! ¡Si era Erik, si era su propio hijo aquel que estaba suspendido entre cielo y tierra!

Yerta, petrificada, casi sin aliento, miraba con ojos inmóviles al muchacho en el momento de iniciar el peligroso descenso. Ahora se agarraba al obenque; alcanzaba ya la gavia… Pero, ¿por qué no se deslizaba de una vez? No: había de prolongar el peligro colgándose de cabos y vergas.

—¡Señor, Señor, Señor! —Con aquella brevísima plegaria, Katrina rezó fervorosamente, como nunca había rezado en su vida, mientras su hijo se hallaba colgado entre los cabos. Finalmente, Erik descendió hasta cubierta y ella, entonces, le perdió de vista. Le pareció que le quitaban un peso enorme de los hombros y exhaló un suspiro de alivio.

—Yo no puedo hacer nada para evitar que corra estos riesgos; pero, ¡Dios mío!, al menos que yo no lo vea ni lo sepa —decía para sí. Sin embargo, desvanecido ya el peligro y viendo la admiración que su hijo despertaba entre las muchachas presentes, no dejó de sentirse íntimamente lisonjeada. «Hay que reconocer que es valiente y ágil —pensaba con orgullo—. Y que si a Gustav le da por hacer lo mismo, no se va a quedar atrás…»

Más tarde, aquella misma noche, el desaliento se apoderó de ella nuevamente; temores de toda índole la asaltaban de continuo. Si el viento resultaba propicio, era muy posible que Erik se hiciera a la mar a la mañana siguiente. ¿Por qué no volvía a casa la última noche que pasaba con los suyos? Sólo Dios sabía cuán feliz era ella teniendo a sus hijos a su lado. La vida del mar entrañaba peligros que ella nunca hubiera podido sospechar. Nadie podía decir si el navío que zarpaba volvería a puerto.

La tristeza oprimía más su corazón. Se encontraba sola, y aquella parte alta de la aldea, ¡estaba tan desierta, reinaba en ella tal silencio! Sólo el rumor de algún riachuelo que bajaba de los cerros y el piar de algún pajarillo, llegaban de los contornos. El sol aparecía extrañamente envuelto en nubes, aunque el resto del cielo permanecía sereno. Katrina no sabía explicarse por qué precisamente ahora se sentía tan triste y desfallecida; los muchachos se marchaban y volvían desde hacía años; debía va haberse acostumbrado a ello. Sin embargo, esta vez sentía como si en su corazón se reunieran las amarguras de las despedidas de todas las primaveras pasadas. Las lágrimas empezaron a fluir de sus ojos: dulces y lentas primero, no tardaron en surcar abundantemente sus mejillas. Sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos, dejó correr su llanto libremente.

Erik había entrado en silencio. Katrina no le oyó; pero había intuido su presencia. El muchacho, apoyado en la pared del hogar, con las manos cruzadas a la espalda, se quedó contemplando a su madre. Varias veces sintió el impulso de preguntarle qué le ocurría; pero, sin saber por qué, no pudo. Luego fué a sentarse silenciosamente al otro extremo de la mesa. Katrina levantó sus ojos anegados en lágrimas, que se cruzaron con los de su hijo en una mirada larga y triste.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó finalmente Erik con dulzura.

—No lo sé, Erik… Sólo sé… que siento una tristeza tan grande porque mañana te vuelves a marchar…

Erik no contestó. Tras un prolongado silencio, Katrina dijo:

—Prométeme que escribirás a menudo. Erik.

—Te lo prometo. Escribiré siempre que pueda.

—Gracias, Erik.

—Ya lo verás, mamá.

—No te embarques para viajes largos… No lo hagas… Te lo suplico.

—No temas. No he pensado nunca en eso… Hasta creo que un viaje largo sería mi fin.

—¿Por qué?

—No lo sé… Me lo imagino así… Dime, ¿crees que mi manzano vivirá hasta el fin del verano?

—¿Tu manzano? ¿Y por qué no? ¿Por qué se te ocurre pensar en tu manzano precisamente hoy?

—No sé por qué… Pienso que no vivirá hasta el fin del verano.

—¡Ya lo creo que vivirá! Justamente es el más robusto de todos. No temas; yo lo cuidaré. Y puede que cuando vuelvas, en otoño, te encuentres con que ya ha dado manzanas. Están lo bastante crecidos para que florezcan.

—Sí, mamá… Oye…

—¿Qué quieres?

—Conviene que me despida ya de ti. El capitán Engman quiere que todos nos hallemos a bordo esta noche por si sopla viento favorable a la madrugada.

—¡Oh. Erik!…

Y Katrina dirigió otra vez a su hijo una mirada triste y prolongada. Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos; pero logró dominarse.

—¿Ya te has despedido de papá y de Gustav?

—Los encontraré en la aldea. Adiós, mamá.

—Adiós. ¿Tienes ya a bordo todo lo necesario?

—Sí.

—¿Volverás mañana, si no os marcháis?

—Sí; pero es seguro que nos vamos… Adiós, mamá.

—Qué Dios te bendiga y te ayude, Erik.

—Adiós…

Erik se fué, y Katrina permaneció largo rato sola, mientras caía el crepúsculo. A la mañana siguiente preguntó a Gustav si creía que Erik se había hecho a la mar aquella noche.

—No lo creo —repuso Gustav—. El viento era muy flojo. Pero va aumentando a medida que el sol se levanta y puede que zarpen de un momento a otro.

—¡Ahora salen! —gritó Johan en aquel momento.

Sentado junto a la ventana, hacía rato que miraba con insistencia. A lo lejos, por un claro que dejaban los árboles del bosque, se entreveía un pedazo de mar.

Katrina y Gustav corrieron a la ventana. Lento y majestuoso como un cisne blanco, el navío se deslizaba por el fondo azul, entre un marco de verdor intenso. Ahora la proa desaparecía tras el macizo obscuro de los árboles, camino del Sur… Ahora desaparecía la mitad de la nave… Ahora dejaba de verse en absoluto. Estaba lejos ya… El fondo azul había quedado desierto.

—Es curioso: al despedirme de Erik —dijo Johan— he tenido la impresión de que no había de volver a verle más.

—¿De veras? —dijo Katrina.

Con el rostro vuelto hacia el fogón, se disponía a encender el fuego. Y sus lágrimas cayeron sobre la ceniza.

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