Katrina

Katrina


CAPITULO XIX

Página 24 de 29

CAPITULO XIX

CUANDO el Gran Ejército Ruso salió de Moscú unas cuantas semanas más tarde, más parecía una cabalgata de carnaval que la formidable máquina de guerra que sin duda alguna era.

Katrina cabalgaba junto al zar, enfundada en su guerrera color fresa de húsar y pantalón de montar de ante blanco, montada a horcajadas como un muchacho, y el verla así hizo sobrecogerse a los clérigos de Moscú que se habían congregado en la Puerta de Spasky para bendecir a los cruzados.

Tras Katrina iban sus doce azafatas montando enjoyados potros. Lucían vestidos de caza de terciopelo verde y castaño o escarlata. Algunas habían adulado atrevidamente a su señora imitándola y cabalgaban sobre sillas de caballería prestadas, con las faldas de terciopelo alzadas hasta las rodillas. Era la primera vez en la historia que las damas de la corte rusa acompañaban al Gran Ejército a la guerra, y los oficiales de la Guardia del soberano apenas lograban impedir que la mirada se les fuera hacia la pequeña y perfumada cabalgata.

Grog montaba un potro de niño, poco mayor que un perro grande. Iba con aire de importancia, ceñido a la cintura un enorme sable de caballería. Se había nombrado a sí mismo jefe de una compañía de bufones de la corte y de fenómenos que aullaba y hacía cabriolas tras él.

Pero los impasibles escuadrones de caballería, los apretados regimientos de infantes —veteranos de las largas y sangrientas campañas suecas— avanzaban con firme determinación. Había tenido razón el zar al decir que su moral era alta. Iban riendo y cantando, comiendo los dulces que las mujeres les arrojaban a su paso, pero llevando siempre el paso, y con las armas devastadoramente brillantes.

En la retaguardia, prolongándose una milla, marchaban los carros de provisiones, chirriando los ejes bajo el peso de los barriles de carne y de vino, los muebles de campamento y las municiones. En torno suyo marchaba un enjambre de mujerzuelas pintadas y parlanchinas, asidas a los carros o exhibiéndose sobre las cureñas.

Al frente del tren de aprovisionamiento cabalgaba el príncipe Alexis. Éste había sido un triunfo para él. Parecía como si, por fin, se hubiera convertido en la clase de hijo que esperaba el zar. Había dicho:

—No puedo acompañarte a luchar contra los turcos, señor…, porque, como sabes, he de ir a Alemania al lado de mi futura esposa. Pero, si quieres, me encargaré yo de obtener las provisiones para el ejército. Jamás había visto Katrina más feliz al zar.

—Kitty —le dijo, lleno de júbilo—, yo creo que el muchacho va a salir bien después de todo. El matrimonio le hará hombre… ¡Ya verás!

Sin embargo, cuando los mercaderes con quienes había tratado Alexis presentaron las facturas, el príncipe Menshikof se escandalizó.

—¡Dios santo! —exclamó, consternado—. ¿No regateaste con ninguno de ellos, Alexis? ¿Aceptaste el primer precio que te pidieron?

El príncipe Alexis no se dignó contestar. El zar le dio una palmada en el hombro a su hijo.

—No te preocupes, muchacho. Agradezcamos que la Iglesia va a pagar la mayor parte.

El príncipe Alexis iba ahora en un coche de correo a la cabeza de la columna de los bagajes. Le disgustaban las incomodidades de la silla. En Smolensko, el príncipe y su escolta torcieron en dirección a Dresde, donde la linda y rubia princesita alemana, Carlota de Brunswick, aguardaba para saludar por primera vez al marido que le habían elegido.

Los ejércitos del zar, por su parte, continuaron la marcha a cumplir un deber más duro.

El zar se quedó mirando el carruaje de su hijo hasta que éste se hubo perdido de vista. Se volvió luego hacia Katrina y Menshikof.

—Apuesto a que sentirá no poder estar con nosotros —dijo—. Y ¡por los Sagrados Iconos, que estaremos disparando con sus proyectiles!

Le brillaba el rostro de orgullo. Katrina y Menshikof se miraron. Sin comprender exactamente por qué, ambos sintieron una compasión enorme por el zar.

* * *

Allá, al Oeste, Sheremetief, con veintidós regimientos escogidos, había establecido ya contacto con los turcos. Pero él ejército del zar avanzó despacio, reservando sus fuerzas. Sólo cuando llegaron al Yasay, a pocas millas de la primera línea turca, ordenó el zar a sus fuerzas que se desplegaran para dar batalla y que se descargaran las provisiones.

Se encontraba en la tienda de mando con sus oficiales de Estado Mayor estudiando los mapas, cuando entró el barón Shapirof, contristado el semblante.

—Majestad —interrumpió, con urgencia—, ¡la carne está toda podrida!

—¡Santo Dios! —exclamó Menshikof.

—Quince mil barriles de carne —continuó el judío, con desesperación—, empaquetada sin sal…, ¡en un calor como éste! —Se encogió de hombros, con elocuencia—. ¡Lo que hemos traído de Moscú ha sido quince mil barriles de gusanos!

—Si hay justicia, alguien debiera ser azotado por eso —gruñó De Villebois.

El zar palideció, y Menshikof se apresuró a intervenir.

—Debiéramos ver si están en buen estado las demás provisiones, Majestad.

El zar movió afirmativamente la cabeza.

—Abridlo todo —ordenó con aspereza—. Todos y cada uno de los barriles… Todos y cada uno de los sacos.

No tardaron en llegar los partes:

—La harina tiene moho… debía de estar podrida ya antes de que saliéramos de Moscú…

—Los proyectiles no son del calibre de nuestros cañones…

Ésta fue la noticia más desastrosa de todas.

—¿Cómo diablos puede haber sucedido eso? —exigió el zar.

Y De Villebois se lo dijo.

—Son municiones de barco Majestad. Setenta mil proyectiles de batir. Inútiles para nuestros cañones. Su Alteza debió de comprarlos baratos a algún comerciante de chatarra.

El zar se sentó, y durante un largo rato, guardó silencio, tapándose el rostro con las manos.

Nadie habló. De Villebois se encogió de hombros y encendió un cilindro de tabaco arrollado afectando una indiferencia que andaba muy lejos de sentir. Menshikof ojeó los mapas de campaña.

De pronto dijo:

—Hay un gran depósito turco de suministros en Braila.

—¿A qué distancia? —preguntó Ogilvy.

—A unas cien millas de aquí. Y menos de eso desde donde está Sheremetief.

El zar alzó la cabeza. Tenía ojeroso el rostro; pero su voz era un gruñido duro:

—De Villebois, ve a Sheremetief. Quiero que desvíe a la totalidad de su ejército y que tome ese depósito de Braila. Lo quiero todo…, todo, ¿comprendes?

De Villebois movió afirmativamente la cabeza.

—Aunque cueste la vida hasta el último hombre —repitió el zar—, ¡quiero todo ese material!

Cuando se hubo marchado el zar, sus ayudantes se miraron.

—¡Arriesgar la vida de treinta y ocho mil hombres —gimió Ogilvy—, por la locura de un perrito enamorado!

Romdanovsky soltó una risita seca.

—¿Enamorado? No lo creas. ¡Alexis debe de haberse ganado una fortuna en esa operación!

El zar se dirigió a su propia tienda, torcida ferozmente la apagada pipa. Katrina corrió tras él y le introdujo la mano bajo el codo. Él no la miró, ni le dijo ella una palabra. Caminaron en silencio por el negro valle, a través de las líneas de vivaques, hacia la tienda que se alzaba levemente apartada en un bosquecillo.

Los árboles, que no se habían movido en toda la tarde, empezaron a agitarse ahora y un fuerte viento sopló valle alhajo ondulando la hierba y tapando las estrellas.

El zar se detuvo a la puerta de su tienda y miró por el largo y riscoso desfiladero del valle del río Pruth. Mientras miraba hacía las oscuras colinas, Katrina le vio el húmedo brillo de las lágrimas a lo largo de las pestañas.

Le estrujó el brazo y aguardó en lo que casi era un pánico de amor y ansiosa compasión por él.

Habían empezado a estrellarse las primeras gotas de lluvia contra la estirada seda de la tienda antes de que hablara Y, aun entonces, lo único que hizo fue apretarle la mano y decir en voz casi normal:

—Más vale que entremos, Kitty.

Si el zar se hubiese enfurecido ante la perfidia de su hijo, si hubiese gritado y maldecido, Katrina se hubiese alegrado de ver contraérsele espasmódicamente los músculos de las mejillas como le había sucedido siempre hasta entonces en sus horas de mayor dolor. Pero nada se movió en él rostro fijo del zar. Ni siquiera le temblaron los labios.

Se acostó con ella, callado, como hubiera podido hacerlo una criatura. Y le hizo recostar la rubia cabeza en su hombro, consolándole sin palabra ni murmullo.

Dos de las azafatas, a quienes les correspondía aquella noche estar en la tienda de campaña y servirla, estaban dormidas ya en su cama de plumas tras una cortina de terciopelo. Katrina las oyó despertarse con el fragor de la tormenta y sonó él murmullo de sus voces. El zar debió de oírles también. Normalmente, hubiese gritado algún consejo escabroso sobre la manera de hacerlas callar que hubiese hecho a las muchachas enmudecer. Pero aquella noche no dijo nada. Katrina escachó los lentos latidos de su corazón y él repiqueteo de la lluvia, hasta que le escocieron los ojos de tanto esforzarse en mantenerlos abiertos.

Sin embargo, estaba casi dormida cuando De Villebois surgió de la tormentosa noche dando traspiés y apareció en las sombras iluminadas por el resplandor del fuego de la tienda del zar. Entró con tan dramática brusquedad, que la punta de la espada del oficial de guardia se alzó antes de que le reconociera.

De Villebois apartó él arma con él brazo y se acercó a la cama.

—¿Qué diablos…?

El zar Pedro se incorporó. Hizo un ruido sibilante la vaina colgada junto al lecho, y una espada brilló en sus manos. Estaba casi en pie cuando reconoció a Villebois.

—Creí que todos los franceses tenían buenos modales… —empezaba a decir, cuando el otro le interrumpió.

—Majestad…, los turcos han cruzado el Pruth a cubierto de la tormenta. ¡Estamos completamente rodeados!

El zar estaba fuera de la cama del todo ya. Se le veía desnudo y aterrador a la mortecina luz de la linterna. Olió a coñac en el aliento de De Villebois.

—François —preguntó, con desconfianza—, ¿hasta qué punto estás borracho?

De Villebois se tambaleó.

—Lo estoy bastante, Majestad —reconoció—. Pero lo que he dicho es verdad.

Y entonces notó el zar la sangre que teñía la manga del otro, y las salpicaduras de pólvora en la guerrera.

—Por fortuna —jadeó De Villebois—, me encontré con el coronel Eknof que venía de parte de Sheremetief con despachos. Al parecer se habían dado cuenta de que estaba sucediendo algo. Le mandé otra vez a Sheremetief con tus órdenes. Luego camino de regreso aquí, unas tres millas más allá de las avanzadillas del coronel Janus, vi a los turcos infiltrarse. —Sonrió con cierta amargura—. También ellos me vieron a mí…, pero la tempestad me ayudó.

—¿Y Janus? —preguntó apresuradamente el soberano.

—Se mantuvo fuerte junto a sus cañones, naturalmente, Majestad. Pero sin más proyectiles que los que hay en las cajas de las cureñas[25].

El zar no dijo nada más. Se acercó a la linterna colocada sobre la mesa y subió la mecha para que hubiese más luz.

—Aquí tienes un mapa, François. Señala en él dónde se encuentran los turcos, y mándalo a la tienda de mando. Luego, échate a dormir, porque te hará falta estar descansado cuando amanezca.

Se puso guerrera y pantalón, vaciló junto al lecho, y dirigió a Katrina una sonrisa vaga, llena de preocupación. Un momento después desaparecía y Katrina oyó la corneta que convocaba al Estado Mayor. Siguió echada, soñolienta, preguntándose si debía levantarse y vestirse. Pero el zar le había dicho a De Villebois que durmiera, conque debía de haber tiempo aún. Katrina descubrió, con extrañeza, que no sentía el menor temor. Hundió la cara en la almohada de seda y se quedó dormida casi inmediatamente.

De Villebois había terminado su precipitado trabajo con el mapa, y expedido con el oficial de guardia en la tienda. Tomó la garrafa de coñac del zar y se bebió una buena porción.

La bochornosa atmósfera de la tienda le daba dolor de cabeza. Las venas del cuello y de las muñecas agitábanse por efecto del calor del coñac.

Miró, parpadeando, hacia la cama en que yacía Katrina. Parecía borrosa, como si estuviese corriendo agua por encima. Se sintió la garganta en llamas. Se sirvió otra copa de coñac del zar y se la bebió. La tienda tenía ahora para él un aspecto espectral, etéreo, cuando cruzó, tambaleándose, hacia el lecho. Lo vio sólo como una cama. Había olvidado, o le tenía sin cuidado ya, que era la del zar y que Katrina se hallaba dentro. El mullido colchón cedió bajo su peso cuando se sentó en la orilla y empezó a desabrocharse la guerrera.

Se dio cuenta entonces de que algo se había movido y suspirado cerca de él, y de que había un perfume muy dulce, como el de flores en un cálido jardín. De Villebois intentó enfocar la mirada de los enrojecidos ojos lo mejor que pudo y, durante un instante, vio la rubia cabellera de Katrina en la blanca almohada de seda, las mejillas vivamente encarnadas, la boca infantil haciendo una aniñada mueca en sueños. Respiraba ella lenta y confiadamente.

Fue algo más que la visión de un momento lo que ahora atormentó los sentidos del ebrio De Villebois. Había vivido cerca de Katrina durante meses y meses. Se había dado vivida cuenta del significado de las fosas nasales delicadamente arqueadas, y de la animada y generosa proporción de la boca. Con verdadera intuición gala, había interpretado el ritmo de los movimientos de su cuerpo. Sus ojos, tan verdes e infantiles, le fascinaban.

Ahora, a través de la roja llama del coñac, apenas se dio cuenta de que había alargado las manos para tirar de la sábana de seda que la cubría. Asió a Katrina de los hombros, y cayó sobre ella al intentar cubrirle los labios con los suyos. Probablemente no habría tenido más intención que saludarla con un beso galante; pero, cuando la sintió luchar debajo de él, perdió la poca cordura que le quedaba.

Katrina se despertó con la sensación de que la estaban sofocando. Los dientes de De Villebois le magullaron los labios. Soltó un grito, y las dos azafatas corrieron, aterradas, a la cama.

Aletearon impotentes mientras el otro, con fuerza de borracho, enredó las manos de Katrina en la sábana. Al abrir la boca jadeando, Je metió un puñado de ropa dentro para silenciarla.

Al oír los chillidos de las azafatas, se le fue bruscamente la fiebre a De Villebois. Y entonces, con un gemido, se alzó y se dirigió dando traspiés a la silla más cercana, donde se sentó, con la cabeza entre las manos, pronunciando excusas con la garganta seca.

Katrina, roja de humillación y de angustia, Se arrebujó en las sábanas.

—El zar te matará por esto, De Villebois —exclamó—. ¡Te matará!

El zar llegó a la tienda, atraído por la alarma; pero seguía con expresión de aturdimiento.

De Villebois se cuadró ante él, convirtiéndole en paradoja el bien parecido rostro la borrachera y la vergüenza.

—François —dijo, con voz mate, el soberano—, eres un borracho imbécil.

Katrina jadeó:

—¿Vas a matarle?

El zar la miró, los negros ojos muertos y sin brillo.

—Kitty —dijo—, para mañana estaremos todos muertos… a menos que salves la vida para ir a parar a un prostíbulo turco. No puedo matar a los hombres que te violarán entonces, Kitty. Tendré que presenciarlo yo, probablemente, porque nuestros amigos los turcos son humoristas en estas cuestiones.

Suspiró profundamente y su rostro era el de un muerto.

Katrina sintió que se apoderaba de ella un frío glacial, y hasta De Villebois pareció sentir consternación ante la actitud fatalista y de aturdida impotencia del zar.

—Pero, Majestad… —empezó. Luego se encogió de hombros, haciéndose eco del fatalismo del zar, porque él también podía oír los cañones ya.

—Se encuentran sobre la colina que domina el valle —dijo, como si ello lo explicara todo.

—El zar asintió con un gesto. Katrina preguntó, con avidez:

—¿Qué significa eso?

El soberano respiró profundamente.

—Eso significa —repuso— que a los hombres del coronel Janus los están matando a centenares y que, para cuando llegue la tarde, el campamento estará rodeado de cañones turcos.

Por primera vez apareció en el cansado rostro el rastro de una sonrisa.

—Tenemos menos probabilidades de salvarnos que un ratón dentro de un tarro de cristal. Si podemos defendernos más de dos días, será un verdadero milagro —aseguró.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Katrina.

—¿Hacer? —El zar se encogió de hombros—. ¿Qué puede hacerse salvo rogar que no caigamos vivos en sus manos?

Se sentó a la mesa y empezó a escribir, laboriosamente, un despacho a Moscú. «Caballeros, para cuando leáis esto…».

—¿Soy libre de marcharme, señor? —preguntó De Villebois, aún levemente intrigado.

El zar alzó la cabeza.

—De momento, sí —repuso, distraído. Y agregó luego—: Procura hacerte matar de una forma útil, François. Resultará mucho más limpio.

De Villebois hizo una reverencia y miró directamente a Katrina, con cara de palo.

—Haré todo lo posible, señor —dijo, muy rígido—. El honor de Su Majestad exige que así sea.

Juntó los tacones, y partió luego.

Katrina se incorporó en la revuelta cama, frotándose los magullados hombros.

—¡Ni siquiera me has preguntado si me han hecho daño!

—¿Te lo han hecho? —preguntó el zar, sin levantar la cabeza.

—¡Oh, qué…, qué…!

Ni las palabras le salieron. Y, furiosa, corrió tras la cortina y empezó a vestirse con rabiosa prisa.

Para cuando hubo terminado, el zar se había marchado ya de la tienda y él sol empezaba a asomar por el horizonte.

Ir a la siguiente página

Report Page