Katrina

Katrina


CAPITULO XX

Página 25 de 29

CAPITULO XX

EN una estrecha garganta, detrás de una de las baterías rusas más cercanas, Katrina encontró al príncipe Menshikof trabajando, desnudo hasta la cintura, con un centenar de soldados. Al parecer, estaban excavando rocas grandes de la negra tierra.

Cuando vio a Katrina, se irguió, sonriendo.

—¿Qué estás haciendo, Alec?

—Sacando piedras —respondió él, lacónico—, para los cañones. No tendrán mucho alcance y harán a los cañones polvo, eso ya lo sé. Pero podremos utilizarlos para un par de salvas cuando los turcos hayan empezado a echársenos encima. Debiéramos poder liquidar a unos cuantos de esos demonios antes de que nos liquiden ellos a nosotros. Es lo más que podemos hacer.

Katrina se veía confrontada de nuevo por aquella casi aterradora característica rusa: la aceptación impasible y casi oriental de que se hallaba cerca de la muerte.

—¿Es eso, en efecto, lo mejor que podemos hacer? —inquirió—. ¿Nada más que tirarles unas cuantas piedras como si fuéramos niños antes de que nos maten a todos?

Menshikof hizo una mueca, y la joven le posó una mano en el brazo, en rápida excusa.

—No, Alec, no lo decía en ese sentido. Por lo menos, es algo más de lo que está haciendo el zar —murmuró, con amargura—. Ni siquiera está con sus hombres, sino que permanece en la tienda con la cara muy larga, escribiendo despachos para Moscú para decirles que nos van a matar a todos.

—Lo de las piedras fue idea suya —observó, sencillamente, Menshikof—. Y, en cualquier caso —agregó, intrigado—, ¿qué otra cosa esperas que haga? Habrá tiempo de sobra mañana para agitar espadas y ser heroico. Alguien tiene que escribir los despachos.

—Sí, ya lo sé, pero… —Le costaba trabajo expresar sus temores, aun a Menshikof—. No tiene tiempo…, ni palabra alguna para mí. Y, si hemos de morir todos…

Menshikof recogió su guerrera.

—Vamos —dijo, serenamente—, andemos un poco.

La condujo fuera de la garganta.

—¡Mira!

Señaló hacia donde el al parecer inofensivo humo de los cañones turcos se hacía visible ahora al elevarse el sol por encima del valle. Daba la sensación de ser una simple serie de nubecillas blancas sin relación alguna con el trueno que retumbaba por la lejana cresta de las estribaciones de los Cárpatos.

—Lo mejor que puede esperar el zar para ti, Kitty —anunció, sereno, Menshikof—, es que una de esas bolas de cañón te mate aprisa antes de que los soldados turcos empiecen a correr entre nosotros.

—Pero ¿es posible que no pueda…? Se interrumpió, con impotencia.

—Lo que quieres decir es que deseas morir entre sus brazos, ¿no es eso? —dijo él.

Ella asintió con un movimiento de cabeza, ahogada por lágrimas que se negaban a brotar.

—Quizás el zar te ame más de lo que tú te figuras —dijo el príncipe, con voz ronca—. Y sus soldados te aman también. Te llaman «Madrecita» entre ellos. ¿Lo sabías?

Katrina negó con un gesto.

La mirada de Menshikof se clavó en el escote de la blusa cosaca de seda blanca. Dijo, de pronto:

—Entierra ese broche, Kitty. No interesa que caiga en manos de los turcos…, no cuando lleva el retrato del zar.

El broche colgaba de una cadena delgada que llevaba la joven al cuello. Era un broche-dije, con una miniatura al óleo, pintada en Amsterdam, del rostro del zar Pedro. Llevaba incrustados treinta diamantes azul-blancos, cada uno de ellos tan grande como una baya.

Katrina le dio la vuelta en la mano de suerte que centelleó como un puñado de fuego liquido.

—Qué imbécil he sido —dijo, sin rencor—. Me traje todas mis joyas conmigo. Igual hicieron mis azafatas, las pobres.

Menshikof la miró, con incredulidad.

—¿Los rubíes de los Romanof…, los zafiros estrella…, él diamante Glolitsin…, todo?

—Casi todo —repuso Katrina.

Empezaba a sentir la misma calma fatalística que había reconocido en el rostro de Pedro. El desastre era demasiado grande.

—Joyas suficientes para rescatar a un rey —prosiguió, haciendo girar el broche sobre su cadena hasta que los diamantes brillaron en globo de flameante luz—. ¡El rescate de un rey, Alec!

Asió de pronto al príncipe del brazo; pero la propia mente de éste había captado ya la idea no bien hubo nacido.

—¡Sí! —estalló—. ¡Probablemente no habrá en toda Turquía hombre más inclinado a aceptar un fuerte soborno que ese viejo zorro de Baltagi Mahomet! ¡Vamos!

La empujó apresuradamente hacia la tienda del zar.

—¡Es una idea y pudiera salir bien! Los turcos no pueden saber aún que no tenemos municiones y que todas nuestras provisiones están podridas. No saben que nos es completamente imposible resistir hasta que Sheremetief se abra paso hasta nosotros.

Casi estaban corriendo ya.

—Reúne todas tus joyas —dijo—, y las de esas damas tuyas también. Escoge unas sedas francesas y encajes holandeses al propio tiempo. ¡Bendita seas, Kitty, preciosa! ¡Aún puede ser que volvamos a ver Moscú!

—Y a Petrushkin —dijo Katrina, quebrándosele la voz.

Una de las azafatas de Katrina, con las faldas en alto, corría, tambaleándose, por la ladera de la colina hacia ellos.

Madame —sollozó—, ¡oh, Madame…! Su Majestad está…, está en convulsiones… Yo creo que se muere…

Hallaron al zar en el suelo de su tienda de campaña, con la cara como la cera, estremecido su cuerpo por sacudidas espasmódicas.

Debió de haberle sorprendido el acceso mientras escribía los despachos, porque el suelo a su alrededor estaba cubierto de documentos y de carteras de correo. Menshikof recogió aprisa los papeles y apagó de un pisotón la grasienta llama de una vela caída. Katrina se hallaba de rodillas ya junto al soberano, metiendo a viva fuerza un trapo doblado entre sus dientes para impedir que se mordiese la lengua. Había perdido el conocimiento.

Otra salva turca aulló destructoramente por él valle atestado de tiendas.

—Hemos de sacarle de aquí —dijo el príncipe.

Y no aguardó a que la joven le respondiera, sino que tomó una manta y la tendió junto al cuerpo del zar. Los dos oficiales de guardia le ayudaron a colocar encima a Pedro, temblándoles las manos al tocar de aquella manera carne real.

Katrina corrió a su joyero y sacó su brillante contenido, llenándose los dos bolsillos de su uniforme de húsar y vaciando el resto de las joyas por el cuello de su camisa de seda. Se estremeció al frío contacto de los valiosos diamantes, rubíes y collares de perlas que descansaban contra su piel como fríos guijarros de río. Se echó una capa sobre los hombros y corrió tras Menshikof, que había obtenido más ayudantes. Bajaban ahora la colina hacia el refugio más seguro de la tienda de mando, transportando al zar entre todos sobre gruesa manta.

Allá, en la tienda, el Estado Mayor se agrupó en torno al zar.

—¿Está herido? —preguntó el barón Shapirof con ansiedad.

—No es más que una convulsión —respondió ella, dominándose la voz mediante un esfuerzo.

Instalaron a Pedro cómodamente sobre un jergón junto a la estufa y Katrina vació sus joyas sobre la mesa de los mapas. Al poco rato, las doce azafatas habían seguido el ejemplo de la zarina, ofreciendo sus propias joyas. Había torques de rubíes con pesados eslabones de oro, gargantillas de diamantes, esmeraldas y zafiros, broches de perlas como los racimos de uvas blancas.

—Suerte tenemos de que se trata de Baltagi Mahomet —dijo Ogilvy, contrayendo los perspicaces ojos azules—. ¡Ese pagano sería capaz de vender sus propios dedos por el valor de los anillos que llevaran! Sí, vale la pena probarlo, Alec. —Y agregó con seca risa—: ¡Dios bendiga a las damitas por haber sido tan necias como para cargar con sus joyas al marchar a la guerra!

—Supongo —suspiró Shapirof, con resignación—, que, puesto que soy el que mejor habla el turco, tendré que ser yo quien vaya a hacer trato con la gente ésa, ¿no?

—Vaya si tendrás —anunció con firmeza Ogilvy—. Y, como yo nunca he probado el coñac turco aún, no tendré más remedio que acompañarte.

Se sonrieron el uno al otro lentamente. Los turcos habían hecho desfilar al pobre conde de Tolstoi completamente desnudo por las calles, arrojándole luego en una mazmorra, cargado de cadenas, aun antes de haber decidido declarar la guerra. No era muy animador pensar en lo que podrían hacerle a una pareja de emisarios rusos encargados de negociar un armisticio.

Hasta que Katrina se echó sobre el jergón, con su rostro casi pegado al del zar, y acunándole en sus brazos todo lo mejor que pudo, no dejó el soberano de estremecerse y de dar sacudidas. Luego, durmió durante mucho tiempo, respirando profundamente y sudando a mares. Katrina yació, entumecidos los brazos, observando cómo oscurecía el cielo. Los disparos de culebrina parecían haber disminuido, pero durante toda la tarde, hasta mucho después del crepúsculo, se oyó el eco de la mosquetería. De pronto, sonaron llamadas de corneta de colina en colina por todos los picos del valle, y se hizo bruscamente un silencio total.

Katrina debía de haber dormitado, porque el silencio la despertó y vio por la abertura de la tienda que era de noche, una noche cuyo firmamento estaba salpicado de azules estrellas carpatianas.

—Toma un vaso de vino —dijo Menshikof, junto a ella.

Alzó, aturdida, la mirada. Salvo por la presencia de un par de ordenanzas, ella y el príncipe se encontraban solos en la tienda de mando con el zar, que continuaba sin conocimiento. Menshikof contestó a su muda pregunta con una sonrisa.

—Están todos en sus tiendas —dijo—, rezando y aguardando noticias. Ha cesado el fuego, y eso es una buena señal. Significa que los turcos han recibido a nuestros emisarios, por lo menos.

—Pobre Solly —murmuró, dulcemente, Katrina.

¡Estaba tan asustado!

—Pero fue —observó, sencillamente, el príncipe, Y se inclinó para contemplar al zar—. Creo que le está volviendo a salir un poco de color —dijo—. Debiera encontrarse mejor al amanecer, gracias a tus cuidados.

—Pidámosle a Dios que así sea —susurró Katrina.

Y, luego, de pronto:

—¿Dónde está De Villebois? —quiso saber.

—De Villebois se puso al frente de un centenar de voluntarios esta mañana —respondió Menshikof—, y emprendió la marcha colina arriba para intentar poner fuera de combate a la batería turca más cercana. Y creo que lo consiguió, por añadidura, porque ésa dejó de disparar cosa de cuatro horas antes que las otras.

—Pobre De Villebois —dijo la zarina—. Si hubiese aguardado…, yo le hubiese concedido mi perdón.

—Quizá no hallará él tan fácil perdonarse a sí mismo —dijo Menshikof.

Vio que le temblaban los labios a Katrina y le rodeó los hombros con el brazo.

—No te preocupes —dijo—. Se hizo… y se ha terminado ya. Ven a beber un poco de vino y tomar algo de comer. Pronto amanecerá.

El zar recobró bruscamente el conocimiento al dar el sol de lleno sobre la estirada seda de la tienda de mando. Había oído el inconfundible semilamento de los cornetines turcos. Se alzó del jergón y se dirigió, tambaleando, a la puerta de la tienda, espada en mano, y vio una larga columna de carromatos turcos de provisiones tirados por bueyes que se acercaban al campamento. A su alrededor aullaba una mezcla de los guerreros más salvajes de Turquía: jenízaros revestidos de brillante cota de malla con capas verdes y amarillas y caballos fuertemente acorazados; guerreros de Delhi, vestidos con pieles de tigre y de pantera; derviches, con sus torturadoras blusas de cerdas que se pusieron a agitar sus cimitarras y a aullar «¡Haua! ¡Haua!», al ver las banderas de la tienda de mando rusa.

Katrina corrió al lado del zar.

—No te preocupes, querido —le dijo, como si fuese un niño aturdido—. Mira la bandera blanca. Y, escucha…, el valle se halla en silencio: no suenan ya disparos. Todo ha terminado.

Se acercó Menshikof a asir el otro lado del zar y conducirle a una silla, explicándole lo sucedido. Unos momentos más tarde entró el barón de Shapirof, radiante.

—Su Poderosa Eminencia el Gran Visir de Turquía presenta sus saludos y respetos a Vuestra Majestad. —Y anunció, en tono oficial— y solicita el favor de presentar su emisario el Bajá Hassan que trae consigo un tren de provisiones y una petición.

—Una petición, ¿de qué, maldita sea su estampa?

Y gruñó el zar, considerablemente aturdido aún.

Tenía seca la garganta y los labios hinchados y de un color azul. Había perdido mucha fuerza de tanto sudar.

Shapirof titubeó y luego rió.

—Al parecer, el bajá ha recibido la orden de presentarse personalmente ante la zarina Katrina y solicitar el honor de besar su mano. Parece ser que el Gran Visir considera a la zarina una mujer extraordinaria.

La boca del zar se contrajo.

—Y yo también, qué rayos —anunció—, ¡y yo también!

Fue a una hora más avanzada de la tarde cuando los turcos transportaron a De Villebois al campamento ruso. Le llevaron en un palanquín de ceremonias, a hombros de seis enormes jenízaros. Con ellos, caballero en engualdrapada montura, iba un oficial turco de Estado Mayor de rango equivalente al De Villebois como escolta suya.

—Su Alta y Poderosa Eminencia el Gran Visir Baltagi Mahomet envía sus saludos —dijo, en ruso cuidadosamente ensayado.

Luego continuó en turco.

—¿Qué dice? —inquirió el zar.

El barón Shapirof tradujo:

—Dice que el Gran Visir se siente orgulloso de hacer las paces con un ejército que cuenta con semejantes soldados. Al parecer, de Villebois hizo mucho daño esa esas colinas antes de que lograran reducirle.

Las cortinas del palanquín se movieron débilmente. De Villebois atisbó por entre ellas, con aturdidos ojos. Tenía cuatro heridas profundas de bala de mosquete y media docena de tajos de cimitarra. Llevaba vendada la cabeza y el rostro sin afeitar estaba tan translúcido por la pérdida de sangre, que se le veían las raíces de los pelos.

—Mis más sinceras excusas, Majestad —susurró, con leve aire de bravata—. Hice todo lo posible por ser muerto; pero al parecer soy un necio que hasta en eso no sabe hacer más que desatinos…

Katrina sintió constricción en la garganta. El zar la estaba observando.

—Y ahora ¿qué? —preguntó—. Está muy enfermo. Resultaría mucho más misericordioso meterle un balazo en el cerebro que hacerle morir a latigazos.

—No…, por favor… —suplicó Katrina—. No le mates.

El rostro del zar no reflejó emoción alguna; ni placer ni desilusión. Se volvió hacia De Villebois, que siempre había sido uno de sus favoritos.

—Bien, François —dijo, con cierta hosquedad—. La zarina te concede la vida. ¡Será la única medalla que saques de esta campaña, muchacho!

El zar no quiso consentir que se le aplicara castigo alguno al príncipe Alexis, aun cuando la jugarreta de su hijo por poco le había costado la vida a todo el ejército ruso.

—Permíteme que investigue, Majestad —suplicó Romdanovsky—. Sentaré a algunos de esos rollizos mercaderes moscovitas sobre cómodos braseros encendidos. Pronto sabremos si el príncipe Alexis sabía que las provisiones estaban ya podridas cuando se cargaron, y si aceptó algún soborno.

El zar sacudió, testarudo, la cabeza.

—No, Fedor.

Y su Jefe de Policía guardó silencio, porque comprendió. El zar Pedro no abrigaba ninguna duda acerca de la perfidia de su hijo. Lo que no deseaba era que se la demostraran.

Aquella noche, solos en su tienda, el zar dijo, de pronto:

—Kitty, no iremos con los demás a Moscú todavía. Tú y yo cabalgaremos derechos a Dresde.

—¿A ver a Alexis? —preguntó ella. Gruñó una afirmación.

—No puedo estar dándole una nueva oportunidad eternamente —dijo—. Esta vez tendrá que casarse con su princesa alemana y empezar a portarse como un europeo civilizado. De lo contrario, se irá derecho a un monasterio y le pasaré la sucesión a… —vaciló, como si necesitara todas sus fuerzas para pronunciar las palabras—, a Petrushkin.

—¿A nuestro hijo? —exclamó Katrina, asombrada.

—¿Por qué no? A veces me pregunto si no es más legítimo hijo mío Petrushkin que Alexis.

Katrina se escandalizó de verdad.

—Pero ¡si la sucesión real es sagrada! Dios la escoge.

El zar frunció la frente, como si el aturdimiento le hubiese asaltado como un gran dolor, y fue a posar la cabeza sobre el halda[26] de la zarina.

—Lo sé, Kitty, lo sé —repuso. Porque él también tenía la arraigada creencia en lo sagrado de la sucesión al trono—. ¿Qué haré, Kitty? Petrushkin es nuestro hijo, nacido del amor. Y al pobre Alexis le criaron para que me odiase. ¿Cuál es la voluntad de Dios, Kitty? ¿Qué he de escoger?

Katrina le acarició el negro cabello.

—No lo sé —respondió, muy sensata—; pero estoy segura de que si Dios desea una cosa, la cosa será, por, mucho que nosotros intentemos hacer. Conque ven a dormir, querido, y hablaremos de eso otra vez mañana.

El zar se irguió de pronto.

—Si Alexis se muestra grosero contigo en la corte de Dresde —dijo—, le…, ¡vive Dios, le…!

—Calla, querido, calla —le aplacó Katrina—. No debe correrse ese riesgo, conque yo aguardaré en Thorne e irás tú solo a Dresde. Esto tenéis que arreglarlo entre tú y Alexis. No creo que debiera hallarme yo cerca.

El zar meditó sobre esto.

—Quizá sea eso lo mejor —asintió, de mala gana.

Debía haberse agotado, porque no tardó en quedarse dormido. Pero Katrina permaneció despierta largo rato, latiéndole con violencia el corazón. Una palabra suya pronunciada en el momento adecuado, y su propio hijo podría convertirse en heredero de toda Rusia. Sin embargo, Katrina sabía también que ella jamás sería capaz de pronunciar dicha palabra, de aprovecharse de tal manera del amor que el zar Pedro había depositado en ella.

Ir a la siguiente página

Report Page