Katrina

Katrina


CAPITULO XXI

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CAPITULO XXI

EL aspecto de la princesa Carlota, recién casada con el príncipe Alexis, fue una sorpresa para Katrina, Había esperado ver la bien alimentada robustez, la fuerza maternal de las mujeres alemanas a quienes había conocido en Moscú, todas las cuales tenían la corpulencia y el vigor de las mujeres rusas y, por añadidura, un aplomo superior al de éstas. Una muchacha así hubiera podido hacerle algún bien a Alexis. Pero Carlota era una criatura frágil, de cuello esbelto y delicado aspecto.

Detrás de Carlota iba Alexis, fija en el rostro su acostumbrada expresión de sardónico distanciamiento. El matrimonio no le había hecho parecer más feliz ni mejor vestido. Katrina exhaló un suspiro y le tendió la mano a la muchacha cuyos ojos azules la miraban con candidez.

—Bien venida seas, mi querida Carlota. Espero que seas muy feliz con nosotros.

—Gracias, Majestad… —balbució la joven.

Su mano yació, fresca y sin resistencia, como un lirio, en la mano calurosa de la zarina. Carlota continuó mirando a la reina más notoria de Europa.

—¡Qué hermosa sois! —dijo, de pronto.

Y la sangre se le extendió bajo la transparente piel en un rubor que le cubrió garganta, orejas y pecho.

—También tú eres muy linda, querida —respondió la zarina con una sonrisa—. Alexis es un muchacho afortunado.

Hubo una embarazosa pausa. A juzgar por su rostro, Alexis le hubiese hecho de muy buena gana, un feo a Katrina, Pero su padre se hallaba delante y no tuvo valor.

—Quizá lo sea —contestó.

Y, haciéndole una leve reverencia a su padre, se fue. Después de la boda en Dresde, el zar se había llevado a los novios a Thorne, donde aguardaba Katrina. Era su intención que el grupo recorriera otras veinte millas hacia Petersburgo antes del anochecer, y Katrina había cargado ya sus posesiones en el gran carruaje.

—¿Por qué no dejar que la pareja se quede aquí en Thorne unos días? —sugirió, al ver cómo le caían a Carlota los hombros de cansancio—. Yo creo que necesitarán unos días para conocerse él uno al otro. Podrían seguirnos a Petersburgo más tarde. Podríamos mandar el carruaje-cama en su busca.

El zar reflexionó. Aquello tenía una evidente ventaja; yendo en el carruaje-cama con Katrina, podría viajar toda la noche.

Una sonrisa se dibujó lentamente en el rostro de Alexis, que se apresuró a decir:

—Señor, si se nos permite… Quiero decir que estoy seguro de que a la princesa Carlota le gustaría descansar.

La cara de Carlota irradió, inmediatamente, felicidad. Alexis sí que la amaba y deseaba estar sólo con ella. Y Thorne —aunque tierra extranjera para ella— estaba muchísimo más cerca de casa que Petersburgo.

—Por favor… —suplicó—, ¿se nos permite, Majestad?

La expresión del zar se trocó entonces en una de contento. Le dio una palmada en el hombro a Alexis. ¡El muchacho iba a ser algo, después de todo!

—¿Unos cuantos días solos, eh? —exclamó, con aquella voz tan sonora suya—. Claro que sí, muchacho. Nada me complacerá tanto como el veros a los dos felices. Pero escucha… —Asió a Alexis del codo y le apartó, solemnemente, a un lado—. Es una criatura muy tímida. ¡Maldito si he visto jamás una soñadora como ella! Tendrás que ir con mucho cuidado, hijo mío…, y tener paciencia. Comprendes lo que quiero decir, ¿no?

—Sí, padre —contestó Alexis sumiso, y con el rostro totalmente desprovisto de expresión—. Comprendo.

El enorme carruaje avanzó por la llana ribera occidental del Neva, sudando sus cinco soñolientos caballos a pesar del frío de la mañana. Pedro descorrió la sección movediza del techo para que Katrina y él pudieran subirse a la cama y contemplar, por la abertura, su nueva ciudad. La última vez que Katrina viera el lugar, éste no había sido más que un campamento de cabañas y tiendas de campaña diseminadas por la vecindad del pantanoso estuario del Neva. Habían estado la mar de ocupados entonces los prisioneros de guerra suecos, bajo los látigos de sus vencedores rusos, clavando gruesos rollizos en el barro para obtener cimientos lo bastante firmes para un edificio.

Ahora, un puñado de años más tarde, ¡ahí estaba Petersburgo; una ciudad grande y brillante!

Campanarios, cúpulas y alminares dorados relucían aquí y allá, como en Moscú. Pero la mayor parte de los edificios se componía de casas altas y majestuosas, construidas de piedra o ladrillo, con pendientes tejados estilo holandés, y pintadas de un color naranja amarillento, con pilastras y adornos en relieve hechos en penetrante blanco. Era como una ciudad de pasteles de crema recubiertos de almendra y de azúcar y colocados entre anchas carreteras orilladas de árboles.

Pedro sostuvo a Katrina mientras ésta contemplaba todo aquello con asombro. Su propio rostro resplandecía de orgullo y estaba sonriendo.

—Aguarda a que veas el palacio de verano —dijo.

—Y ¿de veras estará allí Petrushkin aguardándonos? —preguntó la zarina con avidez.

Rió él, abrazándole los desnudos hombros aún calientes de la cama.

—¿Crees tú que te conocerá después de todos estos meses?

—Apenas tiene edad para conocer a nadie —fue la sensata contestación de ella.

El cochero se detuvo a la puerta de un edificio sencillo de dos pisos, de ladrillo y piedra pintada de amarillo, y un tejado muy pendiente de azulejos holandeses encarnados y grandes ventanas en la planta baja. No era de estilo ruso, ni sueco. No se parecía a ninguna las casas del barrio alemán de Moscú en el que se hallaban reflejadas casi todas las modas arquitectónicas de Inglaterra y Francia.

Tenía sencillez y cierto aire de apacible corrección.

—Me la construyó un italiano —explicó brevemente Pedro.

Y Katrina hizo una señal de asentimiento sin hablar. Le importaba muy poco quién la hubiese construido. El pequeño palacio era perfecto.

La Guardia Real salió apresuradamente. La servidumbre, bostezando a la naciente luz del día, corrió a cumplir sus distintos deberes, poniéndose las casacas por el camino.

—Pronto, Pedro, ¿dónde está el cuarto del niño? —preguntó Katrina.

—Un momento, un momento —rió él—; aún no tengo las botas puestas.

—No puedo esperar —exclamó ella.

Y corrió desde el coche elegante vestíbulo del palacio.

—¿Mi niño? —exigió.

Y un lacayo sobresaltado señaló, mudo, una ancha escalera arriba. Katrina se recogió la falda y empezó a subir sin hacer pausa.

En él corredor del piso, lleno de ventanas, se detuvo de pronto. Una grotesca figurita avanzaba hacia ella, con un gorro de hilo de niño adornado de cintas de colores encajado en la deformada cabeza. El cuerpo, que parecía un barril, estaba enfundado en una blusa infantil que casi le llegaba al suelo, y llevaba una faja de raso en la cintura.

—¡Mamá! —chirrió.

Y Katrina reconoció la voz aun en aquel chillido.

—¡Grog, so imbécil! —dijo, brillándole de pronto las lágrimas en los ojos.

Había mandado al enano desde Thorne, por las muchas ganas que tenía de ponerse en contacto con su hijo.

—Está aquí —dijo Grog, tomándola de la mano. Su extraordinaria sensibilidad le había hecho reconocer la urgencia de la necesidad que tenía Katrina de ver al niño. Aquél no era momento a propósito para las bufonadas que normalmente la hubiesen hecho reír.

Petrushkin salió corriendo de una habitación interior, dando tropezones con piernas que no parecían pertenecerle. Pero eran piernas derechas y fuertes. Era un niño moreno de cabellera negra rizada. Unos ojos enormes y solemnes dominaban todo el rostro. Se detuvo de pronto al ver a Katrina, y la miró con maravilla.

Ansiaba ella con toda su alma cogerle en sus brazos, pero fue lo bastante prudente para limitarse a ofrecerle la mano.

—Hola, Petrushkin —dijo, con dulzura.

El niño tomó la mano muy serio y, tras un instante de vacilación, dijo algo en el misterioso lenguaje de la infancia. Katrina no comprendió, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, imitando su absurda solemnidad. Luego sonrió. Él la miró unos instantes sin corresponder. Katrina continuó sonriéndole y su rostro permaneció indiferente.

De pronto, cuando empezaban a dolerle los labios y a saltársele las lágrimas, Petrushkin contestó su sonrisa con toda la generosidad de su edad. Pareció como si en la morena carita hubiera salido el sol y cuando Katrina, con un suspiro, se inclinó y le cogió en brazos, él no ofreció resistencia sino que la dejó besarle y le acarició las mejillas y la rubia cabellera.

El zar parecía contento de encontrarse en Petersburgo. Le emocionaba ver los nuevos edificios que aumentaban sin cesar. Sus propias habitaciones daban al mar. Le encantaba su continuo movimiento y su olor cerca de sus anchas ventanas. Se pasaba horas enteras contemplándolo, sentado en su sillón, inclinado hacia delante para apoyarse en el marco de la ventana, con la barbilla en los brazos, mientras el viento le revolvía el pelo y le daba color a las mejillas. Poco a poco, fue desapareciendo el aspecto de cansancio que le diera la guerra con el paso tranquilo de los días entre sus amados barcos y con pocas preocupaciones fuera de las ocasionales cosas rutinarias de Estado. Había paz ahora, podía tener calma.

Se pasaba los días alegrándose de su huida de la antigua capital, de aquella atmósfera apretada, puritana y asfixiante de Moscú; del embrollo bizantino de sus edificios sin ventilación. Ahora se sentía capaz de respirar y de expandirse. Cerca del Oeste, se sentía parte de él, parte de la espaciosa forma de vivir europea que durante tanto tiempo admirara y que nunca olvidaría. La ropa, las costumbres y la religión de la Rusia de sus antepasados se hallaba a muchas millas tras él.

Toda su corte le siguió a Petersburgo. Muchos lo hicieron de mala gana, porque no concebían que pudiera desearse alzar casa a centenares de millas al oeste de Moscú, a orillas de un mar helado. Habían oído hablar, de los treinta mil prisioneros que habían muerto en las marismas mientras echaban los cimientos de Petesburgo. Jamás se cansaban de decir que se había construido sobre los huesos de muertos y que estaba habitada por sus fantasmas.

No les gustaba el estilo de las nuevas casas. Echaban de menos las estufas ornamentales y las estrechas habitaciones excesivamente calientes. El tiempo no les proporcionaba ningún consuelo ni comodidad, porque les saludó con brumas y vientos helados y fuertes.

Pedro se mantuvo distanciado de aquellas criaturas de su antigua corte y sus encocoramientos[27] y comadreos. Se pasaba los atardeceres ante el fuego de la hostelería de las «Cuatro Fragatas» con Menshikof, Romdanovsky y sus otros íntimos, escuchando la música de su orquesta alemana. O se los pasaba bebiendo con Menshikof en su nueva casa en la ribera oriental del Neva, que casi rivalizaba con el Palacio Real en tamaño y desde luego le aventajaba en la prodigalidad con que estaba amueblado.

Transcurrieron las semanas sin que llegasen noticias del príncipe Alexis. El zar aguardó pacientemente un mes antes de mandar un correo a Thorne. Recibió un mensaje cortés y evasivo de Alexis varias semanas más tarde, diciendo que la princesa Carlota y él se había marchado de Thorne y estaban en casa de Nicolai Bolovdin, donde pasarían el invierno.

—¿Quién diablos es Bolovdin y dónde demonios vive? —exigió el zar, después de haber leído, con fruncido entrecejo, la sorprendente misiva. Romdanovsky parpadeó.

—Cerca de Susdal, Majestad. Es… Se contuvo.

—Es… ¿qué?

El Jefe de Policía se movió con desasosiego. Por fin dijo:

—Sólo iba a decir, Majestad, que Bolovdin es uno de los mercaderes que suministró las provisiones podridas para la campaña turca que casi nos costó a lodos la vida.

—Y Susdal, señor —agregó Menshikof, pensativo—, sigue siendo un nido de conspiradores.

Reinó un silencio embarazoso basta que Katrina lo rompió.

—Estoy preocupada por la princesita Carlota —dijo.

—Tonterías —contestó con brevedad el zar.

Se frotó el cráneo detrás de la oreja donde parecía sentir con más insistencia cada día un dolor profundo, y su humor no era bueno.

—Ninguno de vosotros está dispuesto a darle una oportunidad al muchacho —gruñó—. Escucha, Fedor…, tú tienes que ir a Moscú dentro de una semana o dos. Pásate por ese sitio cercano a Susdal, y dile a Alexis que quiero que traiga a Carlota aquí. Dile a ese jovenzuelo que la luna de miel no puede durar lodo el invierno, y que hay trabajo que hacer.

Romdanovsky movió afirmativamente la cabeza.

—Y… ¿si se le antoja no querer venir? —inquirió, vacilante.

El zar soltó una exclamación de impaciencia.

—¡Claro que vendrá! ¡Dile que es orden mía!

Pero, cuando Romdanovsky llegó a Susdal, el príncipe Alexis había huido a Italia, y el príncipe tuvo que dedicar varias horas a aplicarle alambres al rojo vivo a las fosas nasales y los sobacos del mercader Bolovdin antes de descubrir la pista del paradero de la princesa Carlota.

Tardó otra semana en dar con ella, encadenada por las dos muñecas a una pared húmeda de los sótanos del Monasterio de la Hermandad de Melquisedec en él barrio extranjero de Moscú, sollozando y tosiendo, y encinta de casi tres meses.

Con ternura y con paciencia, el Jefe de Policía la condujo a Petesburgo en el carruaje-cama del zar, acariciándole el húmedo cabello pajizo, limpiándole las manchas de sangre de los labios cada ves que se estremecía su cuerpecito en agotador acceso de tos.

A la princesa la metieron en la cama en él Palacio de Petersburgo y se llamó a media docena de médicos. Katrina se pasó toda la noche a su lado, y el zar se presentó a la mañana siguiente. Estaba sin afeitar y rabiando de furia.

—¡Mira esto! —exclamó Katrina.

Alzó la ropa de la cama y hasta el zar, endurecida por una existencia pasada en guerras y cámaras de tormento se estremeció al mirar.

Desde los hombros hasta los tobillos, él cuerpo antaño suave y liso de la princesa Carlota estaba llenó de surcos, de ronchas y de manchas. En las articulaciones de los dedos de los pies le habían salido abscesos donde le aplicaran tornillos de tormento. Ardía la fiebre en sus ojos, y en sus mejillas ardía el hético colorido de la enfermedad que ahora la sacudía sin cesar con sus accesos de tos.

—Pero…, ¿por qué? —exclamó el zar, completamente aturdido.

Y Romdanovsky se lo dijo.

—El plan era muy sencillo, Majestad. El príncipe Alexis y sus amigos de iglesia habían ganado una fortuna vendiendo provisiones podridas a nuestros ejércitos…

El zar Pedro hizo una mueca, al oír esto, pero nada dijo, y Romdanovsky continuó, sin rodeos:

—Con ese dinero tenían el propósito de sobornar a la Guardia del Kremlin mientras estabas tú aquí, en Petersburgo. Luego la Iglesia declararía que era contrario a la voluntad de Dios cambiar la capital de Rusia de Moscú a Petersburgo. Alexis subiría al trono en el Kremlin, y a ti, Majestad, se te declararía un proscrito.

—Era un proyecto de loco —dijo Menshikof—; pero, tan loco, que quizás hubiera salido bien.

—Quizá fuera una locura —dijo Romdanovsky—, y quizá no lo fuese. Pero cometieron un error. Los dignatarios de la Iglesia insistieron en que la esposa alemana de Alexis confesase públicamente haber cambiado de religión y —el príncipe encogió los hombros—, sobre este detalle relativamente insignificante desperdiciaron semanas preciosas. Porque parece ser que la princesa Carlota se negó vez tras vez, pese a todo cuanto se hizo por persuadirla.

—Pobre, pobre criatura —exclamó Katrina. Y se echó, bruscamente, a llorar. El entrecejo del zar se oscureció aún más. Se frotó el dolor de detrás de la oreja, y tiró de su mejilla él surco profundo de su antigua enfermedad.

—¡Fedor! —rugió—. Quiero a Alexis. Le quiero aquí… en Petersburgo.

—Majestad —anunció Menshikof, escogiendo con cuidado sus palabras—, si tu hijo está en Italia, la tarea va a resultar una labor diplomática la mar de delicada. ¿No crees que el conde Tolstoi…?

—¡Me importa un bledo! ¡Mandad a Tolstoi entonces!

Permaneció un momento erguido, desnudos los colmillos por el espasmo de la mejilla, y les miró torvamente a todos. Se estaba frotando salvajemente con los nudillos la parte dolorida del cráneo y, en aquel instante, tenía aspecto de hallarse muy enfermo.

—¡I Pedro! —exclamó Katrina.

Pero le dio la espalda y, sin decir una palabra, salió del cuarto.

* * *

Durante los meses de diplomacia e intriga que siguieron, mientras el astuto conde Tolstoi intentaba atraer a Alexis nuevamente a Rusia, la tos de la princesa Carlota empeoró. Katrina se pasó muchas horas a su lado, acariciándole la blanca y transparente mano. Mandaron buscar libros de cuentos de hadas alemanes que a la princesa le habían encantado antaño. Pero ella no quiso mirarlos ni escuchar su lectura.

—Sólo quiero morir —susurró—. Quiero morir antes de que su hijo nazca. Le odio…, odio que sea parte mía. Si nace vivo, hallaré la manera de matarle.

El esfuerzo que hizo al hablar le provocó la tos.

—Calla, querida, calla —le dijo dulcemente Katrina—. No hables ahora.

Pero Carlota necesitaba hablar.

—La primera noche —susurró—, vinieron a azotarme. Me hicieron tenderme en el suelo y me pegaron hasta que me desmayé. Había una criada pelirroja llamada Affronsinia. Era la única mujer a la que se permitía que se acercara a mí… Solía reírse también cuando él… me hacía daño…

—Y ¿dónde está ahora? —preguntó Katrina, con toda la compasión que sentía en su voz.

—No lo sé —contestó Carlota—. Pero sé que marchó con él.

Volvió a estremecerse presa de otro violento acceso de tos, que le manchó de sangre los labios.

El veinticinco de octubre nació la criatura de la princesa Carlota. Fue un parto prematuro, afortunadamente, por cierto, porque la princesa se moría aprisa.

El viento y minúsculos copos de nieve se filtraron por los nichos de las ventanas. Los médicos y Katrina aguardaron con paciencia toda la noche mientras nacía el niño. Era un niño pálido y enfermizo, que había de sobrevivir para convertirse en pálido y enfermizo rey; Pedro II de Rusia.

Carlota se negó a alimentar a la criatura y a cogerla en brazos, y ella murió a los pocos días del parto.

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