Katrina

Katrina


CAPITULO XXII

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CAPITULO XXII

KATRINA experimentó una turbadora sensación de pérdida y de horror. Su propia vitalidad y alegría y su temperamento práctico eran completamente distintos de los de la etérea princesita alemana. Y, sin embargo, ambas habían descubierto que eran amigas naturales durante los días de espera que precedieron a la muerte de Carlota. El zar Pedro parecía haberse estado retrayendo y concentrando en sí mismo recientemente, turbado por dolores de cabeza que le proporcionaron noches de insomnio. Trabajaba sin descanso, como si intentara cumplir los destinos de diez emperadores en el espacio de una acortada existencia.

Con Katrina a su lado se hallaba en su despacho entre su Estado Mayor, sorbiendo coñac caliente para aliviarse el dolor de cabeza, y estudiando los planes de los arquitectos para la construcción de muelles, escuelas, bibliotecas y fortalezas en la rápidamente creciente ciudad de Petersburgo, cuando les llegó la noticia, unos meses más tarde, de que el conde Tolstoi había regresado de Italia y se dirigía ahora a Petersburgo tan aprisa como podían llevarle los caballos.

—¿Trae consigo a mi hijo? —exigió el zar.

Estaba sentado con los dos puños enormes cerrados, ardiendo los negros ojos a través del enrojecimiento del cansancio.

—Sí, Majestad. Y también a la chica pelirroja, la criada llamada Affronsinia.

El zar pensó unos momentos mientras aguardaba el mensajero.

—Preparad dos mazmorras en la fortaleza del puerto —ordenó.

Katrina se sobrecogió, pero no dijo una palabra.

—Majestad —intervino apresuradamente Menshikof— en verdad que esto requiere pensarlo cuidadosamente. ¿Qué es lo que piensas hacerle al Príncipe Heredero?

El zar apartó la silla y se irguió.

—¿Hacer? ¿Qué voy a hacer?

—Tenía la voz en tensión y en su rostro se reflejaba la enfermedad. —Ahora te diré lo que voy a hacer.

Se volvió hada él aterrado mensajero.

—Haz que se cuelgue un knout de la pared de la celda de mi hijo. Voy a darle la paliza que debió haber recibido hace tiempo. Una paliza de soldado, ¿lo entendéis todos?

Había espuma en los labios del zar y se tambaleó al hablar.

—Señor —dijo Menshikof—, no estás bien. Hemos soportado al príncipe con paciencia media vida. Consideremos el asunto de nuevo a la luz del día, cuando hayas descansado.

—Sí, con paciencia durante media vida —dijo Pedro. Echó hacia atrás las manos, buscando los brazos de su sillón para apoyarse—. Mientras Rusia, y los hombres de Rusia, se han desangrado y aguardado también. Hemos esperado demasiado, pequeño Alec. Le azotaré —prosiguió—. Un castigo de soldado, Alec. No más, pero ¡no menos, vive Dios! Hemos visto cómo obraba milagros eso en alguna clase de hombres…, hombres inseguros que ambos hemos conocido, y que oyeron la primera llamada de la virilidad de lengua de un látigo que les cruzó las espaldas y que aprendieron a cuadrarlos desde aquel instante en adelante como debe de hacerlo un hombre.

—Sí —asintió Menshikof, dubitativo—. Hemos visto azotar a muchos hombres,…, algunos que tomaron como hombres el castigo, y otros a quienes el látigo mandó rodando al infierno.

Pedro hizo un gesto para imponerle silencio.

—Es la única oportunidad que me queda —dijo—. Es lo único que puedo hacer ya… ¡Hay tan poco tiempo!

Durante un buen rato nadie habló. La mayor parte aguardó, can la vista gacha, a que otro rompiera el silencio. Pero Katrina, aunque no habló, clavó la mirada en el zar, y sintió que le escocían los ojos con una mezcla de amor y compasión y tristeza por él.

Aquella noche el zar le pidió a Katrina que rezara por él.

—Pequeña Kitty —dijo, con voz ronca, tocándole la mejilla—, dile a El una palabra por mí…, y dile que estoy cansado. Pídele que permanezca a mi lado durante esta noche. Dile al Señor que esta noche este rey viejo, causado, es como una criatura que necesita a su padre.

—¡Oh, Pedro! —exclamó Katrina, dolorida la garganta—. ¿Rezamos juntos? Quizás escuche Dios nuestras dos voces si rezamos juntos.

Pedro empezó a arrodillarse, luego se irguió y se dirigió a la ventana.

—Reza tú, Kitty —dijo. Y retorció la boca en media sonrisa—. Porque estoy seguro de que El oye las voces pequeñas mejor que a las que suenan demasiado, y que me ahorquen si no he olvidado ya cómo se susurra.

Alzó ella la mirada y rió aprisa ante esta leve señal de alivio de su desesperada presión. Se encontraron sus miradas y se acariciaron durante un instante, luego, se volvió él hacia la ventana. Y Katrina rezó por él.

A la mañana siguiente el zar marchó a la Fortaleza de Pedro y Pablo, junto al río. Había dormido mal, y ella también, porque conocía el objeto de su marcha.

Katrina fue al cuarto del niño, sufriendo por el zar. Le había visto hacer muchas cosas violentas y sanguinarias sin escrúpulo; pero esto le alcanzaba el corazón muy de cerca.

El bebé Pedro yacía en su cuna dándole puntapiés a las sábanas de seda, mientras él sol matutino le convertía en oro vivo él amarillo pelo germánico. A Katrina le costaba trabajo creer que parte alguna de aquella criatura inocente pudiera pertenecerle a Alexis.

Petrushkin, despierto ya, acudió a saludarla con solemne satisfacción. Estaba creciendo, y los rizos negros parecían más oscuros que nunca.

—Mira, Petrushkin —dijo. Y ambos contemplaron la cuna—. Está sonriendo. ¿Lo ves? Te está sonriendo a ti.

Petrushkin se empinó sobre las puntas de los pies para comprobar tan importante hecho. Tenía en la mano un soldado encarnado y verde, y lo agitó delante de la criatura.

—Soldado —dijo—. Mira,…, ¡soldado! El bebé alargó los deditos sonrosados hacia aquel destello de color. Pero Petrushkin no cedió su precioso juguete.

—No; es mío —anunció con amable finalidad—. Y, de todas formas, aún no eres lo bastante grande para saber que es un soldado. Te crees que sólo es un muñeco.

—Veo que el zar ha marchado a la fortaleza —dijo la profunda voz de Grog tras ellos. Katrina se volvió rápidamente.

—¿Qué has oído, Grog? ¿Le ha…, tú crees que le castigará con excesiva severidad? Alexis tiene tan delgada espalda… Se estremeció.

—Ojalá reciba todo lo que merece —dijo Grog, llanamente—. Si fuese mi hijo, cosa que Dios no quiera, yo…

—¿Dónde está mi padre? —exigió Petrushkin. Había presentido algo dramático en la breve conversación—. ¿Qué está haciendo? ¡Decídmelo!

—No es nada, querido —dijo apresuradamente Katrina—. Ponte al lado de Petrushkin, Grog, y veamos cuál de los dos es más alto.

Era ésta una cosa a la que jugaban constantemente. Petrushkin se estiró todo lo que pudo, mientras que Grog hundió el cuello entre los hombres todo lo que pudo sin que el observador muchacho se diera cuenta.

—Sólo hay el ancho de mi mano entre los dos —anunció la zarina alegremente—. Sólo te faltan cuatro dedos, Petrushkin. Dentro de poco seré incapaz de distinguir entre los dos. —Le tembló una sonrisa en los labios.

—Salvo por el pelo —agregó, mirando los espesos rizos de Petrushkin y luego la cabeza casi pelada de Grog—. ¿Recuerdas, amigo mío, cuánto pelo tenías cuando primero te conocí? Y era rojo, por cierto; rojo como un fuego de rollizos.

Grog se tocó la curtida piel de la cabeza, intrigado un instante por sus palabras, hasta que recordó la peluca roja de madame Gluck.

—Pelo rojo —dijo—. Sí, ése fue el día. ¡Y bien guapo que era yo entonces!

No había amargura en la ironía de su vos profunda. Le bailó la risa en los ojos.

—El día en que primero nos conocimos —dijo— ¡ése sí que fue un día de verdad!

—¿Día? ¿Qué día? ¡Contádmelo! —ordenó Petrushkin.

Katrina le tomó, amorosa, entre sus brazos.

—Sí, querido. Ése es un cuento de hadas que te contaré uno de estos días.

Desde la ventana le era posible ver la fortaleza del puerto y el frío y gris mar Báltico detrás.

Era tan tarde cuando el zar regresó a palacio, que la guardia nocturna estaba ya de servicio y los dos principitos hacía tiempo que dormían, cada uno en su cuarto.

Katrina había despedido a las azafatas, porque la tardanza del zar le preocupaba. Sabía que quería volver directamente a ella en busca de consuelo después de haber azotado a Alexis, y en momentos de crisis íntima como aquéllos, la charla de las damas le molestaba a la zarina.

Se hallaba ahora en su profundo sillón, con los ojos entornados. Los rollizos del fuego estaban rojos y sin llama. Casi todas las velas se habían consumido hasta convertirse en charcos de cera, pero no tiró de la campanilla, que hubiese hecho acudir a un criado a reponerlas. Le pareció que Pedro se alegraría de la media luz.

Llegó y se detuvo junto a su asiento sin hablar. No le era posible a ella verle bien la cara en la semioscuridad, y la gruesa chaqueta de piel de castor que llevaba le hacía parecer aún más fantásticamente grande que el Pedro al que conocía.

Le saludó dulcemente, susurrando porque parecía haber tanto silencio en la gran estancia. El zar no respondió. Se acercó al fuego, y dio un puntapié a los rollizos hasta hacerlos saltar en llamas. Y entonces vio Katrina que estaba pálido como la cera.

—Kitty —preguntó, de pronto—, ¿crees tú que la intención de Dios era que me sucediese en el trono Petrushkin…, nuestro hijo, Kitty?

Katrina contestó, cuidadosamente:

—¿Quién conoce los designios de Dios?

Pero el zar no podía dejar el asunto así.

—Kitty —dijo—. Petrushkin es todo lo mejor que hay en nosotros dos. Será tan fuerte como lo he sido yo, tan bondadoso como lo eres tú. Es valiente ya. Y se hará hombre alimentado por el amor y no por el odio como le ocurrió a Alexis.

Se acercó al sillón de la zarina y se arrodilló en el escabel, asiéndole con ansiedad las muñecas.

—Kitty, ¿no tienes ambiciones? ¿No eres humana? ¿No quieres que tu hijo sea zar de Rusia algún día?

Katrina se agitó, nada feliz.

—Oh, Pedro, yo quiero lo que sea justo. ¿Qué proyectas hacer? Si mandas a Alexis prisionero a algún monasterio, las conspiraciones continuarán. Si le destierras, siempre habré gente que quiera hacerle volver. No puedes poner fin a esas cosas con sólo poner a Petrushkin en él trono… No mientras viva Alexis.

Él no respondió. Se desasió de sus dedos y le tocó al zar la cara, y se mojó con sus lágrimas.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué ocurre, Pedro?

Sepultó él la cara en la seda de su vestido.

—Alexis ha muerto —respondió, ahogada la voz.

—¡Oh, Dios, no! —exclamó Katrina con espantada acusación—. No…, tú no has…

—Kitty, yo no le maté. Un golpe del knout, eso es todo. Apenas le señaló. Te juro ante él Cielo, mi pequeña Kitty, que murió de miedo. Yo no podía saber que iba a suceder eso, Kitty…

Le retorció las manos suplicante, estremeciéndole los sollozos.

Ella le creyó. Pareció pasar de las manos de él a las suyas la sensación de creencia en él.

—¿Quién está enterado de eso? —preguntó.

Y su voz estaba completamente tranquila. Se fijó en las canas de Pedro y pensó que parecían haber aumentado sensiblemente durante los últimos días.

—Nadie lo sabe —respondió él, derivando calma de ella—. Ordené que nadie debía entrar en su celda. Está…, está tendido allí.

Sintió su cálido aliento en los muslos a través de la seda de Su vestido. Al acariciarlo lentamente por entre los rizos del cuello se dio cuenta de cuánto había adelgazado.

Como un árbol que se seca lentamente, pensó, como un gran árbol cuya fuerza les había cobijado a ella y a todo su pueblo…, y ahora el árbol empezaba a decaer, derivaban su fuerza y sostén de su orgullosa fortaleza, tendrían que caer también.

La dejó que la ayudase a entrar en el cuarto, y permaneció con él hasta que se quedó dormido. Luego, envuelta en una capa con forro de piel, salió, por los largos corredores de palacio, pensando en lo que había dicho Pedro acerca de la sucesión de Petrushkin al trono. Parecía difícil y fuera de toda razón humana el pensar que Petrushkin, que dormía tan plácidamente ahora en su cuna, pudiera crecer y convertirse en emperador de todas las Rusias, y que día llegaría en que hubiese muerto Pedro.

—Dios mío, déjale aquí un poco más —susurró—. Dame un poco más de tiempo para que adquiera yo la fuerza que me permita seguir adelante sin él.

El firmamento nocturno parecía muy cerca cuando alzó la mirada en su oración, y pudo ver el suave brillo de las estrellas a través de las oscuras ramas de los árboles del exterior.

Soplaba un viento frío. Se le cayó la capucha de piel de la cabeza y no se la volvió a poner, sino que se sacudió el pelo para que le colgara libre sobre los hombros. Le producía una extraña sensación el estar andando sola. Una libertad no acostumbrada. Los centinelas se cuadraron a su paso, fija la mirada al frente, como si ella no existiese más que como incorpórea orden de presentar alabardas y mosquetes.

Soldados, soldados. Un reino se sostiene sobre la boca de los fusiles de los soldados del rey, pensó ella, con cierta amargura. Y los campesinos que ahora aullaban su lealtad hacia ella en todas las plazas públicas, ¿cuánto tardarían en entrar a saco por los corredores de palacio como lobos si no fuese por los soldados que la guardaban?

Bajó por la solitaria senda que conducía por el agudo recodo del estuario del Neva hasta la casa del príncipe Menshikof y sintió alivio al observar que las habitaciones de arriba aún estaban brillantemente iluminadas. Se asomó a cada ventana al pasar y sonrió al ver los ricos muebles y decorados de Menshikof. Porque le distraía, cada vez que visitaba su casa, ver cuánto más pródigamente amueblada estaba que el propio palacio del zar. Y recordó él comentario que Pedro había hecho en cierta ocasión: «El pequeño Alec es un magnífico lugarteniente, pero dudo que fuese capas de soportar el poder».

Sí, comprendía ahora lo que había querido decir Pedro. Mientras pudiese uno tirar de la fuerza de Menshikof para arriba, hacia un caudillo a quien amara. Menshikof sería fuerza en verdad. Pero, colocado en el pináculo más alto, su amor a la pompa, a la adulación y a la intriga, le desmoronaría, y a toda Rusia con él. Era extraño la sabiduría que empezaba a adquirir, ahora que empezaba a aprender a ver a los hombres como los veía Pedro, no como individuos, no como amigos, enemigos o amantes, sino como distintos hilos de color en el complejo tapiz del poder.

El príncipe Menshikof se hallaba cómodamente sentado en su despacho con Romdanovsky. Los dos hombres fumaban y tenían sendas jarras ante sí. Les observó unos instantes por la ventana antes de dar unos golpecitos en el cristal. Se volvieron con sobresalto, y Menshikof saltó de su asiento al ver a Katrina sonreiría desde la oscuridad. Abrió la puerta de cristal, la asió dulcemente del brazo y la ayudó a subir el alto escalón. Dejó ella que le resbalara la capa de los hombros y Menshikof la apartó con galantería al instalarla en la silla que acababa él de dejar vacante.

—¿Sabíais que Alexis ha muerto? —preguntó bruscamente la zarina.

Y vio la sorpresa reflejarse en ambos rostros. Y era sorpresa auténtica. Evidentemente, no habían sabido una palabra. Y la última sombra de duda de Katrina se desvaneció. Les dijo lo que le había dicho el zar, les explicó, hasta que la primera sacudida y la expresión de incredulidad desapareció de sus ojos y vio que aceptaban la verdad.

Romdanovsky gruñó, con la barbilla hundida en él cuello.

—Debiera habérnoslo dicho el zar. Hubiésemos podido tener él cadáver en la Catedral ya. Tiene que ir allá, claro. ¿No está señalado, dices? Mejor. Haremos que el Patriarca de la Iglesia en persona figure entre los que le unjan… para que le vea con sus propios ojos.

Menshikof se había sentado en el borde de la mesa y mecía las piernas, contemplando el centelleo de diamantes de sus zapatillas de terciopelo.

—Conque éste es el fin de Alexis y de todas sus conspiraciones —dijo—. La vida va a resultar demasiado fácil, ¿eh, Fedor?

—La cuestión no será fácil —anunció Katrina—. El zar nombró a Petrushkin heredero suyo esta noche.

—¡A tu hijo! —Menshikof necesitó un momento para absorber aquello y luego echó hacia atrás la cabeza con un grito de delicia—. ¡Un príncipe robusto como heredero del trono! Dios Santo, eso bien vale…

Se acercó a Katrina, le tomó la mano, y se la besó suavemente.

—Eso bien vale la pena que un hombre muera por ello —dijo—. Kitty, ¿no estás orgullosa? Yo había esperado ir a Siberia en el mejor de los casos a la…

—A la muerte del zar —dijo Katrina, terminando la frase. Tenía firme la voz—. Uno no debiera pensar tales cosas, Alec. Está enfermo, es cierto. Pero ha estado enfermo antes y recobrado sus fuerzas. Aún es lo bastante joven, y aún es lo bastante fuerte, y le pido de todo corazón a Dios que me lo deje algún tiempo más.

—Lo sé. —Menshikof le dio unas palmaditas en la mano—. Lo sé, querida. Uno tiene esos pensamientos. Van y vienen. Cuando uno se encuentra tan cerca del trono…

—Habrá jaleo con la familia de Eudoxia —anunció Romdanovsky, pensativo.

—¡Al diablo con los Lopukhins! —rugió Menshikof—. Tenemos un príncipe sano y robusto…, él hijo de Katrina. Para todos nosotros significa una prolongación de la vida. Y —agregó en voz más tranquila—; Es un don del cielo para Rusia.

Vio a Katrina dejar caer la cabeza de pronto, y dijo:

—Vamos. Te acompañaré a palacio. No debiste haber venido tan lejos sola. Ah, pero eso no necesitas que te lo diga yo. Déjalo todo en manos mías y de Fedor, Lo tendremos todo arreglado antes de que amanezca.

—Sí —agregó Romdanovsky—; si él zar despierta, dile que puede confiar en que nosotros lo arreglaremos todo. Todo saldrá bien.

Katrina les dirigió a ambos una sonrisa de agradecimiento.

—Gradas. Gradas a los dos. Ya sé que haréis lo que sea mejor. Siempre lo hacéis. Sois sus buenos amigos y los míos. Y sois buenos amigos de Petrushkin también Rusia tiene necesidad de amigos como vosotros.

Y aquélla fue la primera vez que habló de Petrushkin como considerándole heredero del trono. Se sentía valiente y exaltada.

Durante varias semanas después de eso, al zar le dio por estar cerca de Menshikof y del conde Tolstoi, y los tres andaban siempre encerrados juntos tratando de asuntos de Estado, haciendo planes y trabajando.

Una noche llegó Pedro de su despacho, donde Katrina dormitaba ligeramente, aguardándole. Un gallo cacareó prematuramente en la oscuridad que empezaba a quebrarse.

—Maldito sea Menshikof —dijo el zar—, maldito sea Tolstoi. Si diera yo la espalda un instante, se echaría el uno al cuello del otro.

Katrina estaba completamente despierta ya. Era tan extraño que hablara el zar de Menshikof por todo nombre que no fuese el de pequeño Alec, que comprendió que algo iba mal.

—¿Qué ocurre, Pedro?

El zar se pasó la mano con incertidumbre por los ojos.

—Alguien tiene que aprender a hacerse cargo —dijo—. Alguien tiene que aprender a mantener el equilibrio en todo esto, a llevar las riendas en nombre de Petrushkin hasta que él esté en condiciones de hacerlo, cuando yo me haya muerto.

Se sentó en la cama con la pesadez del hombre que ha agotado todas Sus fuerzas, e intentó quitarse las botas.

—Deja que lo haga yo —dijo Katrina. Saltó de la cama y se arrodilló a los pies de su marido, desatando los cordones, reflejándose en su pelo la luz de la solitaria vela.

El zar alargó la mano y le tocó el cabello. Ella le miró con una sonrisa.

—Kitty —dijo—, mi buena y pequeña amiguita. Los soldados te llamaron «Madrecita» en el Pruth, ¿te acuerdas?

Asintió ella con un gesto.

—Sí —repuso—, lo recuerdo. Me llamaron Madrecita. Y creo que lo hacen aún. Pero, por qué…, ¿qué pasa, Pedro?

—Nada —dijo él—, nada… Es que estoy cansado y divago un poco por eso.

Pero al día siguiente cuando se despertó y marchó a la cámara del Consejo, se llevó a Katrina consigo.

—Pasa un poco más de tiempo conmigo, Kitty —le dijo—. Sé que Petrushkin te necesita; pero también te necesito yo. Derivo fuerzas de ti.

Y así fue que durante todos los meses de aquel verano y del otoño, siempre que el zar celebraba consejo o extendía sus mapas, o discutía sus nuevas reformas, tenía que ser Katrina quien estuviera a su lado escuchando y absorbiendo. Todos los años que llevaban juntos había visto a Pedro conducir los asuntos de Estado y de gobierno. Desde el instante en que despertara para hallar su cama rodeada de peticionarios, secretarios, importunadores y emisarios, hasta las sesiones de altas horas de la noche en que sus íntimos eran sus únicos compañeros, casi siempre había estado ella a su lado. Su reunión con su hijito había cambiado las cosas durante una temporada. Pero era evidente que Pedro la necesitaba otra vez en sus consejos con una urgencia febril que aún no había logrado decidirse a explicarse a sí mismo. Los ojos se le habían ido hundiendo más día tras día, la espalda adelgazando. Aún era inmenso, con él volumen y la fuerza de un par de hombres robustos. Pero Katrina se dio cuenta con profundo susto una noche cuando se inclinó por encima de ella para apagar la vela, que, por primera vez desde que le conociera, tenía un profundo hoyo por debajo del omóplato y que, donde antaño tuviera recia musculatura, ahora se veían los tendones.

* * *

La tormenta que llegó antes del atardecer fue severa y estuvo plagada de disturbios eléctricos. El trueno retumbó por las grises llanuras del estuario del Neva. Las azules bolas que anunciaban tormenta titilaban como luciérnagas entre los mástiles de señales de la fortaleza del río.

Al principio parecía como si, con el fuerte diluvio de lluvia caliente, hubiese pasado ya lo peor de la tempestad.

Pero la atmósfera continuó cálida y ominosa.

Poco después de medianoche, se oyó el lejano rumor de otra batería de truenos. Katrina, sentada en el escabel de su tocador, dejó de cepillarse el cabello para escuchar. Miró hacia la cama para ver si había despertado Pedro; pero él continuaba durmiendo, despatarrado sobre las sábanas de seda, donde se tirara, agotado, media hora antes. Habían transcurrido muchas semanas desde la muerte de Alexis, el cálido verano había pasado, y Pedro había aprendido a dormir otra vez.

La muerte de Alexis había sido aceptada con sorprendente tranquilidad por el Estado. A los soldados nunca les había gustado el pellejudo príncipe y se habían mostrado francamente encantados con su defunción, sin que les preocuparan en absoluto las circunstancias. A los altos dignatarios de la Iglesia se les habían dado todas las oportunidades necesarias para que se convencieran de que la muerte no se debía a un asesinato ni —según las normas de aquellos tiempos— a violencia indebida. A cualquier padre podía perdonársele que le diera un golpe a su hijo. Los enemigos del zar, naturalmente, hicieron todo lo posible por propagar el rumor de que Pedro había matado a su hijo; pero esto era poco peor de lo que hubiesen dicho en cualquier caso contra el zar. Hasta le habían llamado Anticristo sin por ello hacerle caer.

Todas las antiguas dificultades empezaban a parecer lejanas a Katrina. Aún le preocupaba hondamente la salud de Pedro; pero, en los últimos tiempos, ésta parecía haber ido mejorando. Había recobrado parte de su vitalidad de antaño, y hasta encontraba tiempo para jugar con Petrushkin. Le encantaba la virilidad y la franqueza de la criatura, y había hecho un viaje a Moscú nada más que para sacar de rincones largo tiempo olvidados sus propios soldados y cañones de juguete que adorara en la infancia. Hasta los había vuelto a pintar él mismo, concentrado en ello como en todo lo que hacía. Él y su hijo jugaron a los soldados sobre los azulejos del cuarto del niño caldeados por el sol.

Ahora, mientras Katrina se arreglaba el pelo, las seis velas a cada lado del espejo oscilaron ante una corriente de aire que logró infiltrarse por los cierres de las ventanas. Apoyó los codos sobre la fría superficie blanca de su mesa de tocador y contempló, Cándidamente, su imagen. No cabía duda de que estaba más vieja; pero aún lo bastante joven, decidió, haciéndose una mueca.

Se dirigió descalza al coarto del niño, con una capa echada por encima del camisón. Los dos centinelas a su puerta se apartaron, respetuosamente, para dejarla pasar. Todo se hallaba en silencio. El pequeño Petrushkin dormía en su primorosa cuna de oro y cobre, guardado por las imágenes metálicas de santos con alas desplegadas por encima de la cabeza del niño. La puerta del cuarto del aya estaba entornada, y Katrina sabía que estaría alerta para oír el menor murmullo del príncipe. Durante un buen rato, la zarina permaneció allí, contemplando a su hijo dormido antes de tocarle la frente con los labios y arrebujarle en la sábana.

Hacia bochorno en él cuarto a pesar de estar la ventana abierta de par en par y sujeta para que no pudiera cerrarse. Katrina sonrió al verlo. El aya era alemana. Ninguna rusa hubiese abierto una ventana estando la tempestad tan cerca.

Volvió la mirada hacia él icono que colgaba de la pared por encima de la cuna, con un racimo de velas blancas encendidas. Recordó los pececillos secos que su madre había empleado para iluminar él descolorido icono de la cabaña, para intentar disipar con luz de esperanza la temida oscuridad de sus necesarios pecados.

«Pecados del cuerpo, pero sin los cuales quizá se hubiesen muerto de hambre sus hijos», pensó Katrina.

Y no se dio cuenta de que lo estaba haciendo en alta voz hasta que notó que el centinela la miraba con curiosidad.

—Estaba pensando en mi madre —anunció sencillamente Katrina, y sin la menor sensación de vergüenza.

Al cabo de un rato regresó a su lecho. La tempestad se estaba acercando más, alargando bruscas lenguas bifurcadas de brillantes relámpagos hacia los tejados de Petersburgo. La música procesional del trueno creció en volumen.

Katrina dormitó e hizo planes para la mañana, que sería hermosa y despejada tras la tormenta. Se levantaría temprano y saldría al jardín con Petrushkin para ver laborar a los trabajadores en los surtidores y figuras que habían de alzarse a los lados de una gran avenida hasta el mar.

Se aproximaba la aurora cuando se vio él relámpago mayor. Le despertó a Katrina. Iluminó la noche fuera, y pareció penetrar de pronto en la habitación. El trueno que estalló inmediatamente le hizo silbar los oídos.

El grito que lo siguió, repercutió por las estancias vecinas. Katrina se incorporó, sabiendo que algo había sucedido, pero sin comprender aún qué. Volvió a relampaguear, y se vio reflejada en el espejo del otro lado del cuarto.

—¡Pedro! —Le sacudió hasta despertarle—. ¡Un rayo ha caído sobre palacio!

El zar se incorporó.

—Sí, algo se quema —dijo, con la voz aún espesa por el sueño—. Debe de haber dado en la viguería del tejado.

Katrina había saltado ya de la cama.

—Petrushkin se habrá asustado. Es preciso que vaya a su lado.

El zar empezó a seguirla, y luego se detuvo.

—Los criados están ya demasiado asustados del trueno. No hemos de dar nosotros la sensación de que estamos asustados también. Te seguiré dentro de unos instantes.

Ella caminó tan tranquilamente como pudo hacia el cuarto del niño.

En Los corredores se observaba gran revuelto de nerviosa excitación. Las doncellas corrían y gritaban. Loe centinelas ocupaban los puestos correspondientes, pero varios de ellos se estaban santiguando y mascullando oraciones. Al llegar Katrina a la cerrada puerta del cuarto, sonó, dentro, un prolongado gemido. No era el grito de una criatura, sino él de una mujer aterrada, y a través del miedo del pánico y del miedo del sonido, Katrina reconoció la voz del aya alemana.

Era de dentro del cuarto de donde salía tan fuerte olor a quemado, que se le agarró a la zarina a la garganta. Le temblaron las manos al hacer girar el tirador.

La habitación estaba oscura por contraste con el bien iluminado corredor. La mariposa del aya se había apagado, y Katrina sólo podía verla como confuso montón blanco en el suelo. El aire de la estancia estaba cargado de un sabor amargo, metálico, y Katrina vio que la ventana colgaba arrancada de las bisagras, como un ala tronchada.

—¡Luz! —gritó, roncamente—. ¡Luz!

Al cabo de un instante llegó uno de los centinelas con un candelabro arrancado de una de las mesas del corredor.

Al iluminarse el cuarto con el amarillento resplandor, vio a su hijo.

Yacía sobre el colchón, que no era ahora más que un montón de hollín congelado. Los ángeles de cobre bruñido se habían fundido como si fuesen de cera. Las lenguas del bifurcado rayo habían aterrizado en la cuna, destrozándola por completo. Y la criatura estaba muerta.

Quizá transcurriese un momento o fuese una hora antes de que llegara él zar y se colocase a su lado. La alzó del suelo y la estrechó fuertemente contra sí. El niño estaba, evidentemente, muerto. Ninguno de los dos hizo el menor movimiento por tocarte.

—¡Oh, Pedro! —dijo ella. Y, sin saber por qué, no podo llorar ni conseguir que tuviese dejo de dolor su voz.

—Está muerto, Pedro. ¿Qué haremos?

Los oscuros ojos de Pedro estaban rígidos de respetuoso temor al contemplar a través de la rota ventana la tormentosa noche. Pero la voz sonó llana, como en su conversación habitual:

—Es la maldición de Dios sobre nosotros. Me está castigando por mis pecados.

Tocó el ala fundida y retorcida del ángel que se había esculpido para servirle de protección a su hijo y cuyo extendido plumaje metálico había atraído el rayo. El metal aún estaba caliente. Dejó que le quemara el dedo sin sentir ninguna sensación de dolor.

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