Katrina

Katrina


Capítulo I

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Capítulo I

POR el lado resguardado de la cabaña de su madre, donde estaba libre de nieve el suelo, la joven Katrina se hallaba en cuclillas junto a una cabra a la que, habiendo pillado desprevenida, hacía esfuerzos por dejar seca.

Los dedos de la muchacha exprimieron un hilillo de amarillenta leche que fue a caer en el cuenco de madera. La cabra era vieja. Le dolían las verrugas de las ubres. Balaba para que la dejaran en libertad. Fue preciso que Katrina le clavase los blancos y finos dientes en la grisácea oreja para obligarle a que se estuviese quieta y se dejara ordeñar.

La oreja del animal tenía un sabor picante; pero Katrina tarareó contenta y retorció los esbeltos hombros al sentir el cosquilleo del sol en la espalda a través del basto paño de su blusa borodina.

Detrás de ella, los árboles del bosque de la ciudad de Marienburgo —avanzada sueca de Livonia, próxima a la tenebrosa frontera rusa— susurraban tejo la nieve que empezaba a fundirse. Hilillos plateados como rastros de babosas se deslizaban por las negras ramas. La breve primavera rusa se había iniciado. La gruesa capa de nieve que todo lo cubriera durante el invierno se reblandecía y comenzaba a derretirse.

Lejos, a oriente, tronaban los cañones. Ni siquiera Miguel —seis años apenas y hermano de Katrina— prestaba ya gran atención a la artillería. Dos años duraba ya el asedio de Marienburgo. Durante todo aquel invierno de 1702, los rusos habían permanecido estacionados a media docena de millas allende el bosque.

—¡Katrina! —llamó Miguel, de pronto—. ¿Cuándo acabará mamá? ¡Quiero entrar!

Katrina hizo rebotar la ubre contra el cuenco, para exprimir la última gota.

—Si entras ahora —le dijo, con paciencia—, puedes tener la seguridad de que mamá te zurrará la badana. Y, con toda seguridad, Dakof te pegará también. Y, si Dakof te pega, lo hará con el látigo. Conque más vale que aguardes.

Le sonrió suavemente, con la roja y generosa boca. Tenía los ojos del color de verdioscuras aceitunas.

Miguel se la quedó contemplando, oscilando sobre las cortas y nada seguras piernas.

—Es que tengo hambre —anunció, al cabo.

Katrina le tendió el cuenco.

—¡Bébete esto!

Acercó la criatura la boca, observando a su hermana mientras bebía. La cabra se había alejado dando brincos, patirrígida de indignación; pero no tardó en detenerse para hundir el hocico en la negra tierra desnuda y morder la raíz de una col.

—¡Ésa es la cabra de Dakof! —dijo el niño, acusador, al apartar por fin Katrina el cuenco medio vacío.

—¡Chitón!

Se llevó un dedo a los sonrientes labios y sacudió la rubia cabellera. La pálida luz del sol encendió en ella dorados fueguecillos.

—Pero ¿por qué viene aquí Dakof? ¿Por qué vienen Chudof y Gorshkovin, y todos los otros? —inquirió Miguel, con chillona voz—. Pelean con mamá y le hacen daño. La he oído gritar de dolor.

Katrina habló con autoritaria suficiencia.

—Mamá no gritaba de dolor. Son todos amigos suyos y no le hacen daño alguno. Además, esos hombres le traen comida y vino, y hasta, a veces, un poco de dinero.

Miguel insistió:

—Si son amigos, ¿por qué no podemos entrar en casa cuando vienen ellos? Y sí que le hacen daño, porque…

Katrina le oprimió fuertemente la manita y echó a correr hacia los árboles.

—Vamos —dijo, arrastrándole consigo— gatearemos nuestro árbol y cabalgaremos sobre sus ramas por el cielo.

El dragón de caballería sueco —padre de la joven de dieciséis años y del pequeño Miguel— había muerto en una de las primeras salidas hechas contra los sitiadores, segada su vida por una alcancía rusa —¡invento del gigantesco diablo zar Pedro, a quien la leyenda atribuía una estatura de más de tres metros!

Desde aquella fecha, eran muchos los hombres a quienes la madre, Ana, habla llevado a la cabaña que se alzaba entre los negros árboles del bosque de Goreki. Y, en ocasiones tales, nunca dejaba de mandar a sus dos hijos que jugaran fuera, ni de volver de cara a la pared al icono.

Porque él santo Rostro, lleno de dulzura pese a la tosquedad con que un artista desconocido lo pintara, llenaba siempre de turbación a la madre. Sabía ésta que el Ser representado en el icono reprobaba los pecados de la carne.

Por eso quemaba a veces, en desagravio, una candelilla de pescado —aterradora extravagancia ante la que siempre se tornaba pálida—, porque éste, simple pececillo grasiento y seco, le costaba una décima de copec, La candela ardía, chisporroteando grasientamente, la mitad de la noche, y los niños permanecían en vela para contemplar boquiabiertos semejante maravilla.

Pero, como el icono no parecía enternecerse, Ana acabó por resignarse a la perdición eterna y a los fuegos del infierno. Una cosa quiso impedir no obstante: que sobre Katrina y Miguel cayera la mancha. Y, para librarles de toda contaminación posible, los mandaba fuera de casa cada vez que la visitaba un hombre. En invierno, los niños se quedaban muy pegados a los rollizos de que estaba construida la cabaña, calentándose con las ráfagas de humo y vapor que se escapaban por entre las rendijas perlando con especie de cálido sudor los arrugados troncos.

En primavera, sin embargo, podían jugar por entre los árboles. Y allí fue donde los encontró Dakof cuando salió de la cabaña.

Dakof era hombre de importancia, mayordomo de la rectoría del pastor protestante Gluck, y amigo de emplear contra la servidumbre que le estaba subordinada el grasiento látigo pardo que le colgaba del cinturón.

Encontró a Katrina y Miguel cabalgando a lomos de su imaginario corcel, —la flexible rama de un árbol, no muy distanciada del suelo—.

—¡Eh! —bramó—. ¡Tu madre te llama, muchacha!

Contrajo los labios en una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes achocolatados y pútridos como pasadas ciruelas.

Katrina se habla quitado las gruesas botas de invierno, de corteza de talo, para poder encaramarse. Dakof la asió brutalmente de los tobillos, arrancando a la muchacha un grito de alarma, y obligándola a rodear a Miguel con sus brazos para no perder el equilibrio al mecerse la rama. Al niño se le saltaron las lágrimas porque se le contagió el temor de su hermana.

—¡Estate quieto, Dakof! ¡Me estás haciendo daño!

—¡Bien que lo sé! —respondió el otro, haciéndosele más expansiva la sonrisa.

Tiró con fuerza, disfrutando al ver el mal rato que estaba pasando su víctima. Pero ésta logró desasirse por fin de un puntapié, y se encaramó bien alto, colocándose fuera del alcance de Dakof con Miguel entre sus brazos. Estaba jadeando.

El hombre la miró, socarrón.

—¡Podría alcanzarte con esto! —le dijo, dando una palmada en el látigo—. Pero mañana volveremos a encontrarnos… en el suelo, muchacha. Tu madre te llama… ¡Ya se encargará ella de decírtelo!

Le hizo un gesto a Miguel, no exento de bondad.

—¡Ah, muchacho!

Luego dio media vuelta y regresó a la cabaña, pisándole los talones la cabra. Katrina le siguió con la mirada.

—¡Cerdo! —murmuró, irguiéndose sobre la rama.

Y, como el mecerse en el aire había perdido ya todo su encanto, descendieron despacio para dirigirse a la vivienda. Katrina fue recogiendo en la falda pifias secas para la estufa por el camino.

Ana estaba repantigada en su asiento la mar de contenta. El cabello, antaño rubio como el de Katrina, griseaba ahora y estaba desgreñado. Sonrió al entrar los niños, se rascó con vigor por el abierto corpiño, y se miró los dedos luego, distraída.

—¡Entrad!, ¡entrad! Mira, Katrina: cuatro copecs…, ¡cuatro! ¡Y una botella de vino y dos panes de manteca de cerdo! ¡Dakof es muy generoso!

Dakof, de pie junto a la estufa, sonrió con cierto orgullo. Se había levantado el faldón de la túnica para calentarse las nalgas y darles masaje, y se estaba entregando a su pasatiempo favorito de sorberse las muelas.

Miguelín se puso a bailar alrededor de los panes y del vino. Katrina sonrió también al ver tanto esplendor. Luego, como siempre, se fue derecha al grano.

—¿Qué quiso decir Dakof… con lo de mañana?

Las pupilas de Ana se contrajeron.

—¿Mañana? —murmuró—. ¡Ah, sí, mañana!

Le dirigió una mirada de súplica a Dakof, que repuso con lento gesto afirmativo, carraspeando ruidosamente después.

—Podríamos hacer uso de tus servicios en casa, muchacha.

Se hurgó una muela con él romo pulgar, escupiendo a continuación:

—Oportunidades como ésta no se presentan todos los días, Katrina —dijo Ana, con urgencia—. Buena comida… y estufas calientes en invierno… Y Dakof… se mostraría muy generoso contigo, querida. Dice que te tiene mucho aprecio.

Soltó una risita. Estaba un poco bebida. Dakof se meció con afectación sobre los talones, una estúpida sonrisa en los labios.

—Tengo influencia en la rectoría, muchacha. Allí soy un personaje importante. Una recomendación mía puede contribuir mucho a hacerte feliz… o todo lo contrario.

—¿Cuánto me darán? —inquirió Katrina.

Aun cuando le latiera con violencia él pulso, aun cuando le martillearan las sienes y el corazón se le hundiese como un plomo en él estómago, Katrina sabía seguir siendo práctica.

—Eso habrá que verlo —respondió, expresivamente, él hombre. Se chupó, ruidosamente, las muelas—. Sí; eso habrá que verlo.

Aquella noche, Katrina estuvo desvelada. Yació con los ojos muy abiertos, fija la mirada en la helada oscuridad de la cabaña. Su hermanito dormía, caliente, a su lado, reflejando el blanco rostro la apacibilidad de su sueño. Cualquiera otra noche, ella hubiese dormido feliz también, contento el estómago con la comida que trajera Dakof; pero, ahora, estaba turbada. Un gran temor se abría paso en su mente como llama que se negara a apagarse, Todos sus esfuerzos por matarla resaltaron vanos. Persistió, cada vez más fuerte, hasta hacer luminosos y quebradizos sus desventurados pensamientos.

Le inspiraba miedo la grande y lóbrega casa. Y Dakof. Y el látigo que le colgaba, siempre a punto, de la cintura.

Miró en torno suyo a la incierta «luz del moribundo fuego». La cabaña era pequeña y sucia, y apenas abrigaba contra el cortante frío. Pero era un hogar —el único que había conocido durante su breve infancia—.

Se echó a llorar. Las lágrimas, al resbalar por las mejillas, abrieron en la mugre canales de blancura, descubriendo el color de las mejillas. Por fin, un poco antes del amanecer, se quedó dormida.

Una neblina gris se arremolinaba por encima del ancho río cuando, a la mañana siguiente, enderezó los pasos hacia la casa del pastor Gluck. Miguelín la acompañó hasta el puente. Ana aún no se había levantado.

—Adiós, Miguelín —le dijo, dándole un beso—. Sé bueno para con mamá.

Le vio alejarse, y asió la desigual barandilla del puentecillo de madera mientras aguardaba a que se perdiera en la distancia, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas y luchando contra el impulso de correr tras de su hermano y regresar a la cabaña.

La casa de los Gluck se hallaba detrás de la iglesia, junto a las murallas de Marienburgo. Era un largo edificio de madera, pintado de encarnado y blanco, de cuyas altas torres en forma de cebolla habían arrancado a tiras la pintura el sol y las heladas invernales. Más de una vez había envidiado Katrina lo que tan espléndida mansión se le antojaba. Abrió la verja y dirigió la vista por la larga avenida arriba entre los árboles que la orillaban. No vio ni rastro de portero ni de guarda, y las oscuras ventanas del edificio le devolvieron, silenciosas, la mirada. Allá en el bosque, al otro lado de las murallas, tronaron de nuevo los cañones. Sonaban muy cerca en la quietud de la mañana.

Katrina se preguntó cómo se arreglarían sin ella Miguelín y su madre. Pero, cuando una nueva vida se inicia, la melancolía estorba. Conque sacó fuerzas de flaqueza y arqueó en sonrisa los nerviosos labios.

Un grito de terror surgió de pronto de detrás de unos matorrales lejanos la queja de un animal indefenso y espantado. Respondió sin vacilar a la llamada, corriendo rauda por la hierba húmeda de rocío en dirección al punto en que el lamento se alzara. Y vio, al llegar, a una niña más joven que ella, que golpeaba furiosa, con un palo, a un perrito al que tenía asido por el rabo. El animal se apretaba contra el suelo, buscando protección en vano, estremecido de temblor su cuerpo, emitiendo aullidos lastimeros.

—¡Eh, vamos! —exclamó Katrina—. ¿Qué ha hecho ese pobre bicho para merecerse semejante trato?

Alzó la muchacha el rostro, reflejado el temor en los azules ojos. Llevaba vestido blanco y un lindo mantón de seda bordada. Una cinta morada le sujetaba los gruesos rizos, amarillos, como racimos de plátanos, por detrás de las orejas.

Katrina la reconoció al instante: era la hija menor del pastor Gluck, la señorita Veda. Y a ésta le bastó un segundo para darse cuenta, por la ropa de la recién llegada, que no se trataba de persona que pudiese ejercer sobre ella autoridad alguna.

—¡Fuera de aquí! —aulló—. ¡Fuera de aquí! ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra? ¡Qué osadía! (Le dirigió un golpe con el grueso palo, alcanzándola en el hombro). ¡Fuera de aquí he dicho! ¡Fuera!

Katrina retrocedió. Habría, a lo sumo, un par de años de diferencia entre ambas, y la otra estaba descargando los golpes a tontas y a locas, con violencia de energúmeno.

—¡Los campesinos y la chusma…, la servidumbre y los esclavos… han de dirigirse… a la puerta… de servicio… de… la… casa!

Katrina salió corriendo, con ronchas en los brazos y los hombros, donde algunos de los golpes la habían alcanzado.

El perrito intentó huir mientras tanto; pero tenía la columna vertebral partida y no pudo alejarse. Katrina oyó sus débiles y desesperados ladridos a los pocos instantes, y el repetido golpear del palo…

En el cobertizo de detrás de la rectoría había una puerta que chirrió al abrirla de un empujón la muchacha. Dentro, el estrecho corredor se hallaba casi por completo en tinieblas, encharcado el piso de piedra por el agua que rezumaban las verdosas paredes húmedas y blandas como empapado yeso. La luz se escapaba por las rendijas de otra puerta que encontró ella. Alzó la pesada tranca y se encontró en una cocina que el vapor y el humo del carbón vegetal llenaban de bruma. Pululaban por allí las moscas, rollizas y negras, posadas o volando soñolientas.

Por la parte superior plana de la estufa, cubierta de pieles viejas, sobresalían dos piernas. Unos trapos rozados y asquerosos sujetaban las botas de corteza, rotas. Al percibirse el sonido de las pisadas de la muchacha sobre el piso de apisonado barro, las piernas empezaron a retirarse.

—Bueno, y ¿tú qué quieres?

El de la voz retumbante asomó la cara por encima de la estufa. Un gato obeso, de piel amarilla a franjas, cayó al suelo.

—He venido a trabajar aquí —dijo Katrina—. Dakof lo sabe.

—Conque lo sabe Dakof, ¿eh?

El hombre bajó de la estufa y se dirigió a ella, arrastrando los pies. Era grandullón, pero tan sin forma como una patata. Tenía el rostro encendido por el calor de la estufa y salpicado de picaduras de viruelas llenas de porquería. Se frotó, soñoliento, las húmedas llagas abiertas en la raíz de los pelos de la dispersa barba.

—Conque dices que Dakof está enterado, ¿eh? Guiñó un ojo y alargó la mano hacia ella, temblando de borrachera, pero seguro, no obstante, de dónde tocar. Katrina retrocedió y pisó al gato. El animal soltó un estridente aullido, y la muchacha se alejó de él de un brinco, momento que aprovechó el hombre para asirla.

Le olía el aliento a guisado rancio. Logró apartar de él la cara y vio que había aparecido silenciosamente una mujer en la parte superior de la escalera que bajaba a la cocina. Estaba observando la escena solemne, con los brazos en jarras.

Se cruzó su mirada con la de Katrina, y descendió lentamente, como si cada paso hacia abajo fuese un rito. De una manera igualmente metódica, y sin decir palabra, cerró los puños y golpeó al hombre, que soltó inmediatamente a la joven y se quedó inmóvil, con estúpida sonrisa en los labios, mientras la mujer le pegaba.

Empezó a reír, estremeciéndose de hilaridad su panza. Los colorados puños de la otra continuaron machacando.

Se detuvo la mujer por fin, por falta de aliento.

—¿Dónde la encontraste, eh? ¿Quién es?

Se volvió hacia Katrina, con ferocidad.

—Ahí la tienes, Denka; pregúntaselo.

Volvió el hombre a reírse, retrocedió hacia la estofa, se encaramó a ella, y acomodó las obesas nalgas con aire de satisfacción.

—¿Bien?

La mujer miró torvamente a Katrina. La palabra era una orden.

—Me mandó Dakof —anunció la muchacha—. Y ése… —echó una mirada al hombre, que jadeaba como un perro sediento— me agarró en cuanto entré.

—¡Ése! —La mujer escupió hacia la estufa—. No tiene lo bastante para mí. ¡No tiene nada que desperdiciar en ti!

Miró, con ferocidad, a Katrina.

De pronto echó hacia atrás la cabeza, bramando:

—¡Gerda-a-a-a!

Tan estentóreo fue el grito, que Katrina volvió a brincar de sobresalto.

Le respondieron desde fuera del cuarto. Entró una muchacha, empujando la pesada puerta con la espalda. Iba cargada con un gran cubo de madera y salpicaba agua sucia al moverse. Tendría aproximadamente la misma edad de Katrina; pero estaba consumida de tanto trabajar. Se limpió él sudor de la cara contra el hombro del vestido.

Al ver a Katrina, le brillaron los ojuelos.

—¿Es ésta la nueva? —rió, con flaca pero estridente voz—. Otra para eso, ¿eh?

Katrina le sonrió, con la esperanza de haber hallado una amiga. La sonrisa no recibió más respuesta que una mirada prolongada y aguda.

—Vamos —dijo Gerda, con amargura—. ¡Ya te enseñaré!

Se dirigió a la otra puerta, la abrió y arrojó él contenido del cubo al oscuro y húmedo corredor. Luego condujo a la muchacha escalera arriba.

—¿Ha de hacer ésta todo lo que hacía Esme? —preguntó, desde el último escalón de arriba—. Va a tener gracia la cosa —miró, con malevolencia, a Katrina—; pero ¡maldita la que le encontrarás tú!

Se movió sin prisas para esquivar el taco de madera que le arrojó Denka con asesina intención. Éste se estrelló contra la puerta medio cerrada a sus espaldas y Katrina dio un respingo.

Se hallaban en el vestíbulo ahora —un lugar de espaciadas columnas poblado de gayo colorido— el de las colgaduras encarnadas, azules, oro y púrpura, y el del mosaico del suelo. La escalera era de mármol. Katrina la tocó con curiosidad al subir por ella. Jamás había visto mármol hasta entonces; ni siquiera en la Iglesia.

Las puertas de pálido azul que daban a las alcobas estaban todas cerradas. Gerda se detuvo junto a una de ellas y escuchó, antes de hacer girar el dorado tirador sin hacer ruido.

La estancia era grande y carecía de ventilación. Había en ella dos camas muy altas, con adornos de encaje blanco, y cubiertas con seda azul, bajo un solo y vaporoso pabellón. Las colgaduras de los lados tenían franjas azules y blancas, y sofás y sillas estaban cubiertos del mismo material. Brillaban espejos en todos los sitios vacantes de la pared.

Gerda cerró la puerta tras echar una mirada cuidadosa corredor abajo, luego se arrojó sobre el lecho más cercano, retorciéndose con voluptuosidad sobre el cómodo y mullido colchón. Aquél era, evidentemente, uno de sus secretos placeres.

A Katrina la fascinaron los espejos. Se acercó al más próximo con cierta reverencia y temor. Una cara extraña la contempló desde su fondo. Las manos, los pies y el cuerpo se los conocía ya. Pero nunca se había visto la cara.

Se contempló los ojos verdes claros, y movió los labios para observar la resultante sonrisa expansiva. Estaba encantada de sí misma.

Gerda saltó de la cama y desarrugó la cubierta.

—Como nos encuentren aquí, ¡nos matan! —dijo. Y marchó a la puerta para dirigir otra mirada corredor abajo antes de abrir uno de los armarios ornamentales. Pasó la mano por la hilera de vestidos de rico colorido y las capas de pieles. Katrina percibió el olor de flores marchitas y de perfumes aceitosos que emanaba del armario.

Gerda sacó la ondeante falda de un vestido de terciopelo azul y blanco y la extendió delante de sus delgadas piernas. Katrina se acercó, fascinada.

—Oh, es precioso —murmuró, tocando el suave tejido.

Los dedos de Gerda le pellizcaron inmediatamente la muñeca con ferocidad.

—¡Entremetida! —dijo—. Déjalo en paz, ¿oye? ¡Vulgar mujerzuela!

Se oyó un ruido en el corredor. Gerda, rápida como un hurón dejó caer el vestido del gancho a la gruesa alfombra y salió disparada por la puerta. Katrina dio un traspié por encima del terciopelo y corrió tras ella.

Gerda estaba aplastada contra la pared del otro cuarto, estremecida de risa.

—Creí que te habían pillado —dijo—. La señorita Veda te hubiese matado de haberte pillado tocando sus vestidos. —Soltó una risa—. ¡Hay que ser rápida cuando anda la señorita Veda por ahí!

Aquella otra habitación era mucho mayor. Enormes arañas, llenas de rollizas velas amarillas, pendían del techo. Pesadas colgaduras festoneaban las paredes. El excesivo lujo del cuarto resultaba empalagoso.

Junto a la enorme caverna blanca que era la cama, había una jaula dorada, dentro de la cual se hallaba un enano, sentado sobre un taburete, de espaldas a las muchachas. Lucía un uniforme chillón de terciopelo rojo adornado de brocado de oro. Y le caía sobre los hombros en ondulantes rizos una hermosa cabellera roja que brilló cuando le hizo volver la cabeza el ruido: dé la puerta al abrirse.

Tenía el ancho rostro hinchado y fofo por la falta de aire, sol y ejercicio.

Se alzó del taburete, pasó por encima de un diminuto orinal dorado, y metió la bulbosa e hirsuta nariz por entre los barrotes de la jaula.

—¡Gerda! —susurró, con avidez—. ¿Has venido a ponerme en libertad?

Gerda rió, maliciosa.

—¿Pues quién sabe, señor Grog? Puede que sí, puede que no.

—¡Por favor! —suplicó el enano.

La cara era a la vez fea y cómica. Tenía los ojos tan tristes y tan bolsudos por debajo como un perro sabueso.

—¿Por qué está encerrado ahí? —quiso saber Katrina, llena de compasión.

—¡Si serás mala pécora ignorante! Todas las señoras tienen un enano junto a la cama para que les arregle el pelo.

—Pero ¿por qué en una jaula?

—Porque es la única manera de que sepan dónde encontrarle cuando le necesitan.

—Cada vez que entras, Gerda, me lo prometes. ¿Estás intentando partirme el corazón acaso?

La voz del enano era resonante, y parecía impropia de su minúscula estatura, porque apenas medía noventa centímetros.

Gerda soltó su estúpida risa habitual.

—Los fenómenos y los monos no tienen corazón.

—Suéltame —suplicó el enano asiendo los barrotes con los regordetes dedos.

—Quizá la próxima vez lo haga —repuso Gerda, marchándose del cuarto sin dejar de reír.

Katrina se quedó atrás, fascinada. El enano volvió hacia ella los ojos con renovada esperanza. Exhaló un profundo suspiro.

—La llave —dijo—. La señora la guarda en esa arquilla. ¡Déjame verla, por lo menos!

La arquilla de oro se hallaba sobre la mesa, triplicada su imagen en los espejos. Al tender Katrina la mano hacia ella, tiró un frasco azul, que se hizo añicos a sus pies, vertiendo un perfume aceitoso penetrante:

—No te preocupes —se apresuró a decir el enano—. No te preocupes… ¡Dame la arquilla!

Katrina nunca había visto una llave ni sabía lo que era. Los campesinos cerraban las puertas de sus cabañas con trancas de madera. Le tendió la arquilla al enano. Pero nada veía, ni pensaba en otra cosa, que la valiosa ruina que se estaba extendiendo por la alfombra.

Al agacharse a recoger los trozos de cristal, la voz del enano sonó de nuevo, musical y profunda, a la altura de su oreja. Se hallaba fuera de la jaula. La puertecilla dorada estaba abierta. Chucherías y joyas yacían esparcidas donde las vertiera en su apresurado afán por dar con la llave de su encierro.

Marcó unos cuantos pasos de baile, metió la pierna por entre los barrotes y, con estudiada mala intención, derribó de un puntapié el orinal. Luego se llenó los bolsillos de joyas.

—Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó la muchacha, boquiabierta.

El enano no le repuso. Saltó sobre la mesa de tocador, derribando, a puntapiés, más frascos azulados. Arrancó de un soporte una cerilla larga de combustión lenta.

—¡Ahora mirá esto! —exclamó, encendiendo una vela.

Se quitó la peluca de la calva cabezota y la acercó a la llama. Miro, a continuación, a su liberadora con una sonrisa.

—Te compadezco si te pillan. La señora Gluck te mandará azotar. Yo estaré lejos para entonces y no podrá alcanzarme con su knout[1]. ¡Escucha!

Tendió la oreja hacia la ventana. Parecía una ágil avecilla tropical en todos sus movimientos.

—Se están acercando —dijo con satisfacción—. Los cañones. ¡Los rusos llegan!

Katrina se estremeció.

—¡Nos matarán a todos!

—¡Quia! —contestó, lleno de contento, el enano, y cantó, con agradable voz:

—¡Tralalí, tralalán! ¡A mí no me matarán!

Los gruesos labios se contrajeron en beatífica sonrisa:

—Yo soy un enano… un enano cantarín. El gran zar Pedro colecciona enanos, bufones, fenómenos y… —miró maliciosamente a Katrina— ¡muchachas bonitas! Coge un puñado de joyas y vente conmigo. Iremos al encuentro de los rusos. ¿A qué aguardar aquí a que nos azoten?

Se oyó rumor de voces en el pasillo. Rápido como el pensamiento, el enano se plantó de un brinco en la ventana y salió al estrecho balconcillo.

—Muchacha —dijo—, te azotarán si te pillan. Más vale que corras… ¡Huye!

De un salto, alcanzó él canalón del tejado con las manos extendidas. Lo asió con fuerza y se alzó a pulso, con una agilidad increíble.

—¡Huye! —le oyó gritar otra vez cuando desaparecía de su vista.

Y ya no volvió a verle ni oírle.

Katrina miró, enloquecida, a su alrededor, contemplando los destrozos que él enano había dejado tras sí. Alrededor de la mesa de tocador yacían trozos de precioso cristal en medio de charcos de fluidos aún más preciosos, mezclándose su aroma con él acre olor de la peluca quemada. Centelleaban joyas en la manchada alfombra. El suelo de la dorada jaula presentaba hoy un aspecto indescriptible. Katrina exhaló un chillido de terror y salió, huyendo, de la alcoba.

Allá, en el corredor, Denka arrastraba de una oreja a Cerda, cuyo pálido rostro se contraía de dolor.

—¡Conque ahí estás! —gruñó Denka al ver a Katrina—. ¿Qué hacías? Perder el tiempo atormentando a ese maldito enano, ¿eh?

Por la entreabierta puerta vio, entonces, la vacía jaula y se le abrieran desmesuradamente los ojos, reflejando su semblante una expresión de maligno horror. Hasta le soltó la oreja a Gerda.

—Os azotarán a las dos —aseguró, en un susurro—. ¡Aguardad a que la señora y el amo vuelvan a casa esta noche! ¡Os mandarán azotar con el knout como jamás os azotaron hasta ahora!

Gerda estaba llorando. Le temblaban de miedo las manos.

—No fui yo —exclamó—. No fui yo…, no…, no…

—No —asintió Katrina, tragando, lentamente saliva—. Fui yo.

Durante aquel largo día, apenas hubo entre la servidumbre quien le dirigiera la palabra a Katrina. La observaban todos en silencio, como si fuese el fantasma de una persona ya muerta. Le señalaban el trabajo sin despegar los labios.

Al llegar la noche, le dolían todos los huesos y comprendió entonces por qué andaba con la espalda tan torcida Gerda: resultaba más fácil soportar el dolor de esa manera.

Los Gluck no habían regresado aún. Gerda se fue a la cama. Katrina la siguió al cabo de un rato, subiendo al minúsculo desván de madera de una de las dependencias. Encontró a su compañera dormida y, a la luz mortecina de la vela de sebo que goteaba grasa sobre un taburete roto apoyado contra la pared, le pareció la muchacha un simple montón de trapos.

Se acostó sin desnudarse, cubriéndose con unas pieles raídas tan mal curadas, que estaban tiesas y rancias. Desde la baja techumbre caían Insectos de vez en cuando. Por él hueco de una ventana se distinguía un trozo de cielo despejado.

Incapaz de conciliar el sueño, permaneció inmóvil, rígida y llena de aprensión hasta que, al cabo de mucho rato, el rumor de cascos de caballos y él chirriar de un coche le anunciaron el retorno de los señores.

No tardaron en oírse fuertes pisadas en la escalera de mano que, desde el patio, daba acceso al desván. Unos rayos de luz empezaron a filtrarse por las rendijas de las abarquilladas tablas. Miró a su alrededor, frenética, buscando un sitio por donde escaparse. Gerda se había despertado y estaba incorporada, rígida, fija la mirada de los pálidos ojos, expresando toda su actitud anticipada delicia.

—Ya poco te falta, señorita Katrina —susurró, con regocijo—. Y, cuando hayan terminado contigo, suerte tendrás si puedes volverle a mover por tu propio pie en esta vida.

Bamboleó la puerta hacia dentro. Huyó una rata al penetrar un anaranjado resplandor en el desván.

—¿Dónde está?

Era la voz áspera de Dakof.

Katrina le vio alzarse pesadamente del último peldaño de la escalera y entrar en el desván. La antorcha proyectó sobre su rostro pavorosas sombras.

Cuando cruzaba con torpe andar el inseguro suelo, se oyó un estridente silbido, semejante al del viento al principio, pero que fue aumentando en volumen a medida qué se aproximaba con celeridad aterradora. Pasó por encima del desván con atronador chasquido, perdiéndose en la escarchada noche sin dejar de silbar. Los cañones rusos habían avanzado hasta ponerse a tiro de las murallas de Marienburgo.

Dakof dejó caer, con una maldición, la llameante antorcha, que rodó, chisporroteando, por él mugriento suelo. Una enorme araña gris, sorprendida en pleno sueño, se encogió de repente y pereció abrasada.

Dakof se agachó para recoger la nudosa rama de pino, tosiendo al respirar de lleno sus acres emanaciones. Sacudió la cabeza cuando vio la suerte que le había cabido a la araña.

—¡Ah, lástima! —murmuró—. ¡Nada bueno augura esto!

Miró en torno suyo y se encontró con la aterrada mirada de Katrina que le contemplaba por encima de la piel rancia que la cubría.

—Vamos, muchacha. Arriba se ha dicho. La señora Gluck quiere hablar unas palabras contigo.

Sonrió, enseñando los negros dientes, y alargó la mano para asirla del hombro. Katrina retrocedió, resbalando por el suelo con la piel delante a modo de escudo hasta que la pared del fondo la obligó a detenerse.

Gerda se incorporó con risita de conejo, contraída la pálida boca en gesto de maligno regocijo.

Dakof perdió la paciencia, asió a Katrina, y la empujó hacia la puerta, casi haciéndola rebotar de travesaño en travesaño por la escalera. El miedo le entumecía las piernas. Cuando llegó al patio, tuvo la sensación de que pulsaba él suelo como un ser viviente, ora alzándose bajo sus pies, ora retrocediendo.

Brillaba, rojizo, el firmamento allende las murallas fortificadas de Marienburgo. Por debajo del horizonte, cañones lejanos parecían croar como ranas en pantano. Uno de los más cercanos escupió, de pronto, una llamarada al lanzar otro incandescente proyectil que trazó en el firmamento una parábola, dando la sensación de que una estrella fugaz se precipitaba sobre la tierra.

Dakof tenía ahora bien asida a la muchacha, con la basta tela del vestido enroscada a los dedos a la altura del hombro.

—Esos rusos —dijo— son verdaderos demonios.

Olfateó el aire como un lebrel.

—¡Ah, huele, muchacha! ¡Cómo apesta esto a pólvora!

Le dirigió una sonrisa.

—Mala noche escogiste para recibir la tunda —dijo—. Tendré que aguzar él oído para oír tus gritos.

Katrina se estremeció. Por el ruido de los disparos comprendió que, en su avance, los rusos se habían internado ya por entre los negros árboles del bosque de Goreki, en uno de cuyos claros se alzaba la cabaña de su madre. Presa de un súbito terror, forcejeó por desasirse.

—¡Dakof, por favor! Mi madre… Miguelín… ¡Tengo que correr a su lado! Dakof soltó un gruñido.

—¡Eh, ojo ahí, por poco me arrancas los dedos de cuajo!

La empujó casa adentro, cruzando el gran vestíbulo de mármol donde acechaban las sombras tras los pilares y los pliegues de los cortinajes de colores, dando la sensación de que jugaban al escondite al mover Dakof la antorcha y agitarse su llama.

Katrina parpadeó al herirle la vista la brillante luz de las lámparas que le aguardaban allende las puertas dobles del salón. Las baldosas encarnadas le helaron los desnudos pies. La puerta estaba entreabierta pero, aunque oían en el interior voces, Dakof se abstuvo de entrar. Empezó por encajar la antorcha en un soporte. Luego llamó, golpeando con el escamoso y agrietado puño la inocente redondez de un querubín volante tallado en la madera.

—¡Adelante!

No era una invitación, sino una orden, y Dakof se sobresaltó no menos que Katrina ante la estridencia de su tono y la ira que destilaba la voz que la pronunciara.

La señora Gluck ocupaba un sillón de alto respaldo desde el que, como sentada en un trono, dominaba la gran estancia y todo su excesivo mobiliario. Erguida y rígida, llevaba un vestido de seda de exagerado escote, cuya tela le colgaba por delante del aplastado pecho cual si fuese una cortina.

Una peluca roja coronaba el empolvado rostro picado de cráteres como la superficie de la luna. Y las partículas del maquillaje adheridas al bozo, tremolaron al contraerse, enfurecida, la boca.

—La muchacha, señora —anunció Dakof, con desasosiego.

La señora Gluck no se anduvo con preámbulos. Quiso saber:

—¿Dónde está el enano?

Aulló, más que dijo, las palabras.

Sólo una estrecha mesa se interponía entre Katrina y la ira de la señora Gluck, cuyo iracundo semblante se reflejaba, descompuesto, en su pulimentada superficie.

El reflejado rostro pareció derretirse como calentada mantequilla. La señora Gluck estaba hablando de nuevo.

—¡Mira, desgraciada! —gritó—, ¡mira lo que hizo el enano!

Con ojos que habían perdido toda esperanza, Katrina miró hacia donde señalaba el extendido brazo de la dama, y vio la negra pirámide a la que Grog dejara reducida la otra peluca de su ama.

La señora Gluck la tomó entre las manos y se la metió en las narices a la joven, que retrocedió al asaltarle el olfato un olor desagradable a pelo quemado.

—¡Mi mejor peluca! —anunció la otra.

Y, con violento gesto, la arrojó de si Fue a chocar contra la pared de enfrente, maculando la blanca superficie antes de caer sobre la alfombra encogida y chamuscada como la araña del desván.

El pastor Gluck, amo de la casa, había contemplado en silencio toda la escena, moviendo con timidez sus delgadas piernas enfundadas en negro hasta colocarse tan lejos de su enfurecida esposa como la habitación lo permitió. De pie junto a la ventana, jugueteó con borlas de seda de la cortina que previamente apartara para quedar medio oculto tras ella, asomando el apocado rostro surcado de arrugas como mono que ha sido objeto de una reprimenda.

—¿No tienes lengua en la boca? —preguntó la señora, alzando el desvaído cuerpo del alto sillón, e inclinándose hacia Katrina—. Te pregunté que dónde estaba el enano.

—Se…, se ha marchado —anunció, en un susurro, la muchacha.

La señora soltó un bufido de impaciencia. Acurrucada en la ancha escalera, con una capa de blanco y perfumado armiño sobre los hombros para resguardarse del frío, Veda Gluck estaba escuchando, con una sonrisa de tensa excitación en los labios.

Llegó a sus oídos la voz de su madre, vibrante de ira:

—… y azótala, Dakof, ¿me has oído? Azótala hasta que escarmiente…

Veda se arrebujó en las cálidas pieles y vio crecer las sombras proyectadas sobre la blanca puerta al encaminarse al vestíbulo Dakof y Katrina.

Permaneció inmóvil observando cómo empujaba Dakof a la temblorosa muchacha por el corredor en dirección a la cocina. A la luz de la linterna que recogiera Dakof en él vestíbulo, vio los ojos verdes de Katrina, dilatadas de terror las pupilas.

Se deslizó tras ellos, pisando con cautela, sin hacer ruido sus zapatillas de raso bordado… Y siguió a la oscilante luz y a las danzarinas sombras proyectadas por la esbelta muchacha y los enormes hombros de Dakof cuando bajaron ambos la escalera de caracol que conducía a los sótanos.

—Por favor, Dakof —susurró Katrina cuando llegaron abajo—. No irás a…, a azotarme de verdad, supongo. Quiero volver a casa…, al lado de mamá y de Miguelín. Por favor, Dakof…, los soldados rusos…

El hombre se sorbió las muelas y retorció dolorosamente la muñeca de la joven con su encallecida manaza.

—Muchacha, la situación es ésta —le contestó, riendo—: o te llevas los latigazos tú…, o soy yo quien se los lleva, ¿comprendes? Tendré que azotarte puesto que la señora lo ordena. Y tendría que hacerlo aun cuando se presentaron los rusos de improviso.

Veda, media docena de pasos más atrás, oculta en las sombras, oyó el eco de su risa repercutir por los sótanos.

Al llegar a la cocina, otra bala de cañón pasó por encima de la casa, gimiendo como ánima en pena, Dakof abrió la puerta de un puntapié, y una ráfaga de aire caliente y grasiento les dio en el rostro, Denka y su marido dormían encima de la estufa, roncando estrepitosamente.

—¡Eh, amigos, moveos! —bramó Dakof, que estaba orgulloso de su voz profunda y de la fuerza de pulmones—. ¿Queréis que os despierten los rusos cortándoos de un tajo el cuello?

Se agitó el matrimonio. Asomó la papada del hombre por el borde de la estufa.

—¿Eh? —croó.

—¡Arriba! —bramó Dakof—. ¡No es momento más indicado para roncar como cerdos! ¡Arriba he dicho! ¡Ayudad a la señora y a los otros! ¡Al amanecer hay que abandonar esta casa!

Mientras Shuvaroff buscaba, con los enrojecidos pies que cubriera la congelación de llagas, los travesaños de la escalera, Dakof empujó a Katrina por el húmedo corredor que conducía al sótano donde se almacenaba la carne. Detrás de ellos, Veda se ciñó más la capa alrededor del adornado camisón y se deslizó, sin ser vista, por delante de la abierta puerta de la cocina.

Había que bajar varios escalones para entrar en el sótano de la carne. Era la habitación más baja y más húmeda de la casa, y aquélla cuya temperatura resultaba más fría incluso que la que en pleno bosque se registraba. No había ventanas. Barriles de carne salada yacían apilados sobre él suelo de tierra apisonada, y de las vigas poco altas colgaban los cuerpos sin vida de cerdos y de ovejas recién degolladas y de cuyo hocico pendían rojas estalactitas de sangre helada.

Dakof depositó la linterna sobre el barril más cercano. Katrina se alejó de él dando traspiés en cuanto le soltó la muñeca. Le latía un pulso en la garganta con una violencia que ni él propio corazón igualaba. El miedo la había dejado exhausta. Se sentía pequeña y frágil, demasiado cansada de pronto para luchar. No intentó contener las lágrimas, que le resbalaron por las mejillas hasta gotear sobre la burda blusa de tejido casero.

Dakof, de pie entre ella y la estrecha puerta, se estaba registrando los bolsillos en busca de un cordel.

—Conque llorando, ¿eh? —murmuró, hablando con la misma naturalidad que si comentase el tiempo—. Si hubieses sido buena chica, no hubiera tenido yo este placer.

Se echó a reír. Veda se deslizó hacia el punto, próximo a la entrada, en que la oscuridad era más profunda, para poder presenciar cuanto ocurriese. Se pasó la sonrojada lengüecita por los labios.

Dakof encontró un trozo de cuerda e hizo rodar a la joven por tierra de un empujón, posó la abultada rodilla encima y, empleando un extremo del cordel, le sujetó las muñecas, apretando con saña.

—¿Sientes eso, muchacha? —le preguntó riendo, con el rostro casi pegado al de ella.

Katrina sollozó impotente. Dakof la puso en pie tirando de la cuerda, que pasó luego por el gancho vacío más cercano, halando a continuación de ella hasta dejar a la muchacha colgada apenas rozando el suelo con los pies.

El dolor le recorrió en círculos de fuego las muñecas al verse obligadas éstas a soportar casi la totalidad del peso de su cuerpo.

Dio media vuelta en el aire, golpeando contra el cadáver helado, recubierto de sal y duro como la piedra, del cerdo vecino. Los cuerpos, colgados en hileras, daban la sensación de troncos extraños: árboles de una avenida macabra.

Dakof le agarró la blusa por los hombros y se la arrancó de un tirón. Veda, temblando de avidez, se adentró un paso en el sótano. Era tan grande su anhelo, que ni cuenta se dio siquiera cuando una rata le pasó por encima de las chinelas.

El hombre se buscó a tientas por la cintura el knout grasiento, símbolo de su autoridad. Le brillaban los ojuelos al contemplar los erguidos pechos de su víctima. Alargó una mano y, al intentar rehuir Katrina su contacto, la cuerda se le clavó más cruelmente en las muñecas. Giró muy despacio sin poder contenerse, raspándole la piel los agrietados dedos del hombre.

Echó hacia atrás la cabeza y lanzó un grito que retumbó con hueco sonido por los atestados túneles de los sótanos. En la oscuridad, se oyó multiplicado el rumor de las ratas que huían alarmadas.

—El látigo —anunció Dakof— es un compañero de juegos egoísta.

Y se chupó los dientes, saboreando por anticipado la tarea que estaba a punto de iniciar.

Se descolgó el látigo del cinturón, pasándoselo por entre los dedos con amor. Habla más afecto en la caricia aquella que en ningún momento en que tocara a la muchacha.

Fue a pasar por detrás de uno de los cerdos, haciéndosele la espera muy larga a Katrina, que puso en tensión la espalda y sintió que la piel se le sobrecogía. La llama de la linterna vacilaba, y las sombras danzaban alrededor del sótano como trabados fantasmas. Veda se introdujo en el sótano, acurrucándose tras un alto barril para observar más de cerca.

Cuando el primer latigazo le pintó, como por arte de magia, una cinta roja desde el hombro hasta la cintura, Katrina soltó un chillido tan fuerte y áspero que le raspó la garganta. Se le oyó reverberar por entre los arcos de sombría piedra hasta perderse su eco por el interior de la casa.

Los labios de la silenciosa observadora se curvaron en cruel sonrisa.

La otra intentó contener sus gritos, pero no pudo conseguirlo al descender por segunda vez y tercera vez él látigo. Dakof se movía midiendo los golpes, ladeando cada vez la cabeza para calcular su efecto.

En algún lugar, y por encima de ellos, algo retumbó de pronto haciendo temblar techo y suelo. Los cuerpos se mecieron en sus ganchos. Las ratas, en los rincones oscuros, lanzaron frágiles chillidos que sonaron como el rasgar del percal. Veda se cayó contra el barril. Una bala de cañón había dado de lleno en la rectoría. Dakof, que estaba con el brazo alzado, medio perdió el equilibrio, y la extremidad del látigo se le enredó a Katrina al cuello. Intentó el mayordomo desalojarla de un tirón, y Katrina tosió, ronca y desesperadamente, al sentirse estrangulada.

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