Katrina

Katrina


Capítulo I

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Dakof masculló una blasfemia y se acercó más, para desenrollar el látigo. La llama de la linterna volvió a oscilar, perdió el brillo, y acabó por proyectar tan sólo un leve resplandor anaranjado que no permitía ver más allá de los bordes del barril. Al sacudirla él hombre iracundo, la linterna se apagó del todo, quedando envuelto el sótano en tinieblas. Sonaban los cañones como si dentro de la propia casa los estuvieran disparando. La oscuridad y la inminencia del peligro desmoralizaron a Dakof, que, olvidando todo en su afán de alejarse, corrió hacia la puerta, dando traspiés por entre los oscilantes cuerpos de los colgantes animales.

Pasó en su huida a pocos centímetros de Veda sin darse cuenta siquiera de su presencia.

Ésta permaneció inmóvil, aguardando a que el rumor de sus pasos se perdiese por la escalera de caracol. Luego se deslizó con cautela hacia adelante, sin que percibiera Katrina el ruido de sus chinelas. La joven no experimentaba dolor alguno en la espalda, porque era demasiado grande el entumecimiento para permitírselo. Pero un calambre doloroso y palpitante había empezado a agarrotarle los músculos, y notaba que algo cálido y suave le resbalaba por las muñecas y los hombros hasta llegarle a la cintura por donde le colgaba la blusa.

Sintió, de pronto, otro contacto en la garganta: un roce tan suave y silencioso como él de la sangre al deslizarse. Precisó unos segundos para darse cuenta de que eran unos dedos los que la tocaban y que éstos estaban haciendo esfuerzos por desalojar el látigo.

—¿Quién es? —preguntó en denso y seco susurro.

Una ráfaga de perfume le asaltó el olfato recordándole el olor de los vestidos de la alcoba de la señorita Veda.

—¿Es usted, señorita Veda?

No hubo respuesta. Los persistentes dedos habían logrado su propósito, y Katrina sintió que le retiraban el látigo del cuello.

—Gracias —murmuró.

Tampoco aquella vez le respondieron. Veda, knout en mano, había retrocedido unos pasos en silencio. El chasquido del látigo sonó, de pronto, en las tinieblas, y Katrina experimentó un dolor rápido y cálido que le picó más bien que entumecerla. Porque fue pobre y torpe el golpe comparado con los que Dakof le propinara. De los latigazos que siguieron, la mayor parte gastó su fuerza contra los cuerpos que colgaban al lado de la muchacha.

Un brusco rumor de pasos y el lejano brillo de una linterna, hicieron que Veda dejase caer él látigo y fuera a ocultarse tras los barriles.

Shuvaroff entró en el sótano, parpadeando. Llevaba cuanto poseía en un hatillo. Veda pasó cerca de él sin ser vista y corrió escalera arriba hacia las habitaciones superiores.

El hombre depositó cuidadosamente el bulto sobre un barril y cortó una generosa rebanada de tocino del cerdo que colgaba más cerca.

Se la había metido ya debajo del brazo y se disponía a recoger el hatillo para marcharse, cuando se fijó en Katrina, que colgaba con la cabeza caída sobre el pecho y los ojos cerrados, soltó, muy despacio, hatillo y tocino. Se acercó a la muchacha. Carraspeó. Dijo, estúpidamente:

—Hola, Katrina.

No obtuvo respuesta alguna. Alzó la mano. Tocó a la joven. El dedo se le manchó de sangre. Contempló la rojiza humedad unos segundos. Luego se lamió él dedo para quitársela. La mirada de los ojuelos hundidos en grasa resbaló por el inmóvil cuerpo, recreándose en su contemplación. Después cortó la cuerda con el cuchillo de cocina que llevaba en la mano.

Se llevó, momentáneamente, una sorpresa al ver que Katrina caía al suelo como un pelele, extendida en abanico la rubia cabellera alrededor del pálido rostro, cruzado un brazo sobre uno de sus pies hinchados envueltos en trapos. La muñeca estaba excoriada por donde la cuerda la había apretado.

El lento cerebro de Shuvaroff se puso a debatir la cuestión del tiempo disponible.

Los toques de corneta se oían ahora débiles como zumbidos de mosquito en el fragor de la lucha entablada por la posesión de los fosos exteriores de Marienburgo. Sonaba más cerca el fuego de mosquetería, y la caída y explosión de alcancías empezaba a sacudir la sólida tierra.

Su esposa Denka le estaba aguardando arriba. Shuvaroff consideró todo esto y miró a la muchacha que yacía sin conocimiento en el suelo. Con uno de los disformes pies, apartó la falda de Katrina, y él resplandor de la linterna iluminó las desnudas piernas. Shuvaroff les echó una mirada, exhaló un suspiro, sacudió la cabeza, recogió el trozo de tocino y el hatillo, y salió, resignado, de la estancia.

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