Katrina

Katrina


CAPITULO III

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CAPITULO III

EL aire de la mañana era fresco, y la bruma se arremolinaba como humo gris. El sol aún no había logrado filtrarse por entre los árboles coníferos que rodeaban el campamento del ejército de Sheremetief, Katrina tiritó. Aún la turbaba el dolor del brazo.

La triunfante infantería rusa se había ya puesto en marcha, encontrándose en vanguardia a una media milla de distancia, batientes los tambores y sonando las cornetas, mientras en Marienburgo se quedaban los cosacos entre las torres quebradas y las caídas defensas de la rendida ciudad sueca.

Los cosacos se estaban retrasando para entregarse a su deporte favorito con unos cuantos centenares de mujeres que habían salido con vida del asedio y de la matanza. Las tenían tendidas en hileras delante de la catedral, en la ancha y pintoresca plaza, sujetas al suelo con estacas.

Al apagarse el sonido de cornetas y tambores, llegaban débilmente, en alas del viento, como él estridente y lejano llamar de centenares de aves de la marisma, los gritos de las mujeres, delirantes de sed ya muchas, y otras como consecuencia de los abusos a que se habían visto sometidas. En aquellos momentos, el segundo día de su martirio daba principio.

Grog intentó aliviarse el peso del collar que llevaba al cuello sosteniéndolo con la mano y miró, sobriamente, a su compañera.

—Quizá somos afortunados —dijo—. El final de ese juego, como los cosacos lo juegan, es cargar a caballo y en masa por encima de los cuerpos tendidos en cuanto quedan saciados sus apetitos.

—Sí —repuso Katrina. Inclinó, lentamente, la rapada cabeza para observar el progreso de mi escarabajo que trepaba, con dificultad, por el flanco del oso—. Por lo menos estamos vivos.

—¡Más prietos! —ordenó un soldado rudo.

Y alzó el mosquete para apretujar aún más a los ocupantes del carro de madera.

Cuando vio al oso, no hizo uso de la culata, sino que dijo, con suavidad casi:

—¡Más atrás! ¡Necesitamos más sitio en este carro!

—¡Por el Santo Sepulcro! —gruñó Grog—, ¡ten corazón, soldado! Sin contar al oso, ¡hay una docena de almas apiñadas ya en este carro!

—¡Almas! —exclamó, con soma, el hombre, contemplando a la colección de tullidos y deformados—. ¡Más atrás, enano, antes de que os convierta a todos en pulpa de mermelada!

Hizo un gesto amenazador con él arma. Pero fue el aprensivo retroceso del oso, lo que obligó a todos a comprimirse. El animal dio contra Katrina con todo el peso de sus trescientas libras.

—¡Cuidado, amigo! —clamó ella—. ¡Cuidado, oso!

Éste volvió hacia la voz los solemnes ojos ambarinos, y se dejó caer luego, como un fardo, a los pies de la muchacha, cálido su peso contra los muslos de la joven.

El soldado ruso, habiendo logrado hacer sitio para otros dos esclavos, los obligó a subir de un empujón. Uno de ellos era la muchacha con pie de piña, blanco rostro y violáceos ojos. Iba sujeta con gruesa y corta cadena a una mujer de más edad. El soldado observó a esta última pensativo al hacer ésta un doloroso esfuerzo por encaramarse al carro. Le puso la mano encima, deteniéndola.

—Anciana —dijo—, ¡estás sangrando! Le apartó la mano del cuerpo, poniendo al descubierto el bayonetazo que había estado intentando ocultar.

—¡Nah! —dijo con firmeza. Con la maza y el cortafríos que llevaba en el cinturón, quitó la clavija de la cadena que sujetaba a la vieja por el cuello.

—¡Fuera del carro, anciana! —dijo—. ¡Al mercado de Pskof no transportamos cadáveres!

La larga columna de pesados carros había empezado a moverse. Tras ella marchaban las filas, aparentemente interminables, de encadenados esclavos, El carretero hizo restallar él látigo. Los caballos arrancaron.

La niña coja empezó a dar gritos.

—¡Dejad que me quede! ¡Dejadme con mi madre!

La anciana, que había caído al suelo, miró cómo se alejaban los carros. Tenía el rostro amarillo como el pergamino e inescrutable la mirada con que siguió al vehículo hasta haber desaparecido éste de vista. Luego, concentrando todas las energías que le quedaban, se arrastró hada las frías cenizas del fuego que ardiera la noche anterior.

La mayor parte de los buitres que, desde que rayara la aurora, habían estado volando por encima del campamento, partió con la columna de prisioneros. Pero algunos de ellos se quedaron rezagados, trazando circunferencias en el aire, alargado el cuelo para mejor contemplar a la anciana acurrucada junto al apagado vivaque.

Hasta mucho después de ocultarse por debajo del horizonte los maltrechos torreones de Marienburgo, no dejó la niña de lanzar sus desconsolados gritos.

Los carros y la laboriosa columna avanzaban ahora por el barro bajo las ramas de los elevados y corpulentos árboles de un gran bosque. Katrina los vio a través de una neblina de hambre que les hacía oscilar como si se reflejaran en aguas oscuras. Ni se dio cuenta del hedor del carro, ni oyó los gemidos y suspiros que se alzaban tan incesantemente como los chirridos de las ruedas de madera. Cayó hacia adelante, sumiéndose en un sueño que, más que tal, era un desmayo. Hablan transcurrido muchas horas cuando empezó a despertar de nuevo al detenerse los carros para dar de comer y beber a prisioneros y caballos.

Se hallaban en una gran planicie donde la fundiente nieve yacía blanca y lisa en una extensión de muchas millas.

Antes de abrir los ojos recordó cuanto le había pasado y se preparó para enfrentarse con la pesadilla que estaba segura le aguardaba. El viento era frío; pero ella se sentía extrañamente caliente y confortada. Ya no le ardían las ronchas que le levantara el látigo en el cuerpo y en el cuello.

Algo gravitaba sobre ella con un peso que le entumecía el hombro. Había estado durmiendo contra el oso y éste la abrazaba con una de sus grandes patas.

Descorrió los párpados. El oso le devolvió la mirada, contemplándola con la negra boca abierta y la lengua fuera. Se desasió lentamente de él, y se encontró con los ojos de Grog que la miraban.

—¿Tienes hambre? —le preguntó—. Han venido mientras dormías. Te guardé yo un poco.

Katrina tomó el pan, agradecida, y se frotó el entumecido hombro mientras comía.

—Me siento mejor —dijo—. No me duele tanto ya.

Se tocó con cuidado.

—Es el oso —anunció Grog—. Te ha estado lamiendo mientras dormías. Intenté detenerle; pero él siguió, como si le consolara. Tal vez te haya hecho bien.

Le tocó las ronchas del látigo.

—Tuve razón, ¿verdad? —preguntó, vacilando—. ¿Recibiste esto por mí?

Katrina movió, afirmativamente, la cabeza y los ojos de perro sabueso del enano se llenaron de lágrimas. Rebuscó en los bolsillos de terciopelo.

—No me comí todo mi pan —dijo—. Haz el favor de tomarlo.

Los carros siguieron adelante. El cielo se oscureció, amenazando tormenta, y se alzó el viento, removiendo la seca nieve. Katrina se sintió confortada por la vecindad de Grog y del oso. Grandes gotas de helada lluvia tabalearon sobre el descubierto carro, calando los medio vestidos cuerpos. Katrina volvió la cara a la lluvia y recogió en la lengua gotas preciosas, dulces como la miel.

La lluvia barrió la columna como una cortina de abalorios. Después de ésta, el calor del oso resultaba apetecible y agradable y, aunque la piel le olía ya a mohosa y estaba salpicada de humedad, Katrina y Grog se pegaron a él.

Los prisioneros llegaron a Pskof a primera hora de la noche siguiente. Katrina había vuelto a dormirse, para despertar cuando el carro rodaba con más suavidad por una carretera apisonada a cuyas orillas se alzaban cabañas de rollizos en las que brillaban amarillentas luces. Iluminaba la plaza del mercado una serie de barriles de alquitrán, convertidos en enormes y rugientes antorchas cuyas llamas alcanzaban gran altura.

Se veían soldados por todas partes en torno a los toneles de vino y alrededor de los roncos vendedores de pastelillos de carne, dulces de miel y tasajo sazonado con especias. Había docenas de muchachas de nariz y rostro aplastados que lucían vestidos de gayo colorido y se tocaban con pañuelos de colorines. Llevaban las mejillas pintadas con jugo de remolacha y el resto de la cara con polvo de arcilla. El bullicio era grande, y se bailaba y gritaba ruidosamente para celebrar la caída de Marienburgo.

A los prisioneros corrientes se les encadenó a las largas hileras de postes de piedra reservados para exhibir a los esclavos en venta. Habrían de aguardar allí hasta la mañana antes de que se decidiera su suerte. A los fenómenos —cuyo valor era mayor— se les permitió permanecer encadenados en los carros para protegerles contra todo daño y la posibilidad de que la emborrachada muchedumbre los magullase. Katrina y Grog se encaramaron por los lados del carro tan alto como las gruesas cadenas se lo permitieron, poniéndose a observar las alocadas escenas que se estaban representando en la plaza.

—¡Huelo los pastelillos de carne y de miel desde aquí! —anunció el enano, hambriento.

La muchacha, por su parte, tenía la mirada fija en el incesante chorro de vino que centelleaba al salir del tonel más cercano y caer en las docenas de tazas que le estaban aguardando. El resplandor de los barriles de alquitrán titilaba a través del líquido dándole el aspecto de ambarina cascada…

Al cabo de un rato, él oso se hizo un ovillo para echarse a dormir, y arrastró consigo a Katrina y Grog que, desde el fondo del vehículo, escucharon los salvajes gritos y la música. Palidecían las estrellas cuando se acalló el jaleo lo bastante para que pudieran dormir todos a intervalos.

No bien amaneció, les despertaron sin miramientos, desencadenándoles del carro. Y les dieron de comer y de beber.

—No es porque nos quieran. Es para que no parezcamos demasiado hambrientos cuando vayan a vendernos —murmuró la verrugosa vieja, mirando, burlona, a Katrina.

—¡Bien te has lucido! Vino y soldados…, pastelillos y besos…, hubieras podido tenerlo todo anoche…, y ¿cómo te encuentras? ¡Encadenada a un enano y a un oso, tragando agua y un mendrugo!

—¡Cierra el pico! —bramó un soldado, de pronto.

Y él mismo se puso, bruscamente, rígido, como si estuviera a punto de sufrir un ataque de epilepsia. Golpearon los mosquetes el helado suelo. Los sables de infantería tintinearon contra corazas de hierro al ponerse en pie los guardianes. Las botas de vino rodaron lejos, gorgoteando. Huyeron, desgreñadas y soñolientas, las muchachas a meterse debajo de los carros.

—¡Mi corona en el cielo! —exclamó, roncamente, Grog—. ¡Es el mariscal Sheremetief con Veda!

Katrina pudo ver la conocida figura del mariscal que avanzaba, pavoneándose, hacia él carro. Veda iba con él, vestida de rosa, los gruesos rizos dorados sujetos con multicolores lazos, y las mejillas teñidas de encarnado como las de las muchachas rusas.

Pero esta vez Sheremetief no le tenía rodeado el talle con el brazo, ni era su paso tan pomposo como en ocasiones anteriores. Caminaba al lado de un oficial alto cuyo uniforme aún era más rico y resplandeciente que el suyo. Katrina captó el furtivo murmullo del soldado más cercano.

—¡Es el gran príncipe Menshikof en persona! Grog, excitado, volvió la cara hacia Katrina.

—Le conozco de oídas —dijo, en un susurro—. Fue, de niño, simple vendedor de pastelillos en las calles de Moscú y hoy es el mayor amigo del zar Pedro. Fueron los dos quienes, con mozos de cuadra y golfillos del arroyo, formaron un ejército y reconquistaron para Pedro el reino. Qué hombre, ¿eh? Y ¡qué suerte para nosotros! ¡Podría llevarnos derechos al palacio de su amigo!

—¡Pero si yo no quiero ir al palacio del zar! —reposo, con un estremecimiento, la joven.

Antes de que tuviera tiempo de decir otra palabra, se vio arrastrada, junto con sus compañeros, fuera del carro, para ser sometida al examen del recién llegado. Éste contempló al trío a través de un monóculo cuajado de piedras preciosas, mientras Sheremetief aguardaba, muy satisfecho de sí mismo, y Veda, atusándose los rizos, fijaba los pálidos ojos azules en el príncipe con devoradora mirada.

El oso, aprensivo, se apartó de sus apresadores, tirando de Grog y de Katrina. El peso de éstos le hizo dar un traspié, y el trío rodó por el suelo. Katrina cayó casi a los pies del príncipe Menshikof y, durante un momento, vio reflejarse su imagen, cubierta de barro y desgreñada, en las pulidas botas de montar del oficial.

Contempló unos cabellos rubios cortados, enredados y sucios, unos ojos verdes muy abiertos y rasgados, la boca generosa y ancha salpicada de barro…

Unos soldados la pusieron en pie de nuevo.

—Ahí la tienes, Alteza —anunció Sheremetief con afectada voz—. ¡He aquí la bromita de que te hablaba! ¡Un, enano, una diablesa y un oso bailarín!

—¿Diablesa? —murmuró el príncipe. Tenía la voz cálida y risueña—. ¿Por qué diablesa?

Sheremetief soltó un chillido de exasperación.

—¡La venda! —exclamó—. ¡La venda! ¿Quién le ha permitido que se ponga una venda en el brazo? ¡Que se la quiten!

La despojaron de la venda y el príncipe escudriñó la señal marcada a fuego, con ayuda del monóculo. Se lo guardó por fin, y encendió una enorme pipa con la yesca y el pedernal que sacó de un enjoyado estuche. Sheremetief, con un ojo en la pipa como si temiese que de un momento a otro estallara, observó en silencio mientras Menshikof continuaba su escrutinio.

El príncipe vio ante sí a una muchacha sucia, medio desnuda, erguida como una reina, de ojos verdes y grandes como exóticas joyas. Tenía el claro cabello lleno de barro y cortado toscamente como el de un muchacho, y sujeto con arrogancia el fragmento de su blusa borodina para tapar los firmes pechos todo lo posible. La cintura era esbelta, curvándose hasta los muslos, que eran tan largos como los de una jaca.

Iba sujeta por el cuello a un oso de largas y curvadas garras —cuya piel parecía apedazada y debajo de cuyo collar de hierro se advertían numerosas llagas— y a un enano vestido de manchado terciopelo, cuyos ojos tenían tan ávida y ardiente expresión, que se volvió y dijo:

—Pero ¿qué hacen? ¿Bailar a un tiempo? ¿Ejecutar danzas bufas?

Sheremetief carraspeó, nervioso.

—Es un…, es un trío novedad, Alteza, tal como os dije… ¡Un enano, una diablesa y un oso!

Su risa era nerviosa y artificial. Olfateó su perfumado pañuelo.

—Fue una bromita mía, Alteza, un regalo para mi pequeña Veda.

Volvió la mirada hacia la muchacha en busca de apoyo; pero ella se sacudió los rizos con desdeñosa gesto, y continuó contemplando al príncipe Menshikof con anhelante intensidad.

—Comprendo —dijo Menshikof—. ¡Sí, una buena broma, es cierto! Lástima que no hagan ningún número cómico. Has de enseñarles, Sheremetief, y pagarán por ellos un buen precio en Moscú.

Les dio la espalda. Y Sheremetief, con evidente ánimo de congraciarse, se volvió con él, explicando en alta vos:

—Buena idea, Alteza. Pero mi pequeña Veda me suplica que se los dé como juguete. Se le han ocurrido muchas cosas divertidas que hacer con ellos…

Katrina y Grog intercambiaron rápidas y angustiadas miradas. De pronto, la voz de Grog bramó, con toda su sorprendente potencia:

—¡Alteza! ¡Príncipe Menshikof! ¡Señor!

Los tres —Menshikof, Sheremetief y Veda— giraron sobre sus talones, asombrados. Un soldado se adelantó de un salto y le cruzó la boca al enano haciéndole girar, del golpe, cuanto le permitió la cadena. Pero éste, aun cuando un hilillo de sangre le manaba los labios, se rehízo y repitió sin inmutarse:

—¡Alteza!

Menshikof hizo un gesto, ordenando que se le permitiera continuar.

—Hacemos un numerito, Alteza —anunció Grog, brillándole los ojos con desesperada avidez—. Es un número que queremos representar ante el gran zar Pedro…, pero no como tres pobres criaturas atormentadas sujetas entre sí por una cadena. ¡Cada uno de nosotros hace un número distinto e independiente, Alteza!

—Sí, ¿eh? —murmuró Menshikof, dándole una chupada a la pipa. Los labios se le contrajeron en silencioso regocijo—. Y, ¿cuál es el tuyo?

La contestación de Grog fue echar hacia atrás la enorme y desproporcionada cabeza, y cantar con toda la potencia de su enorme y milagrosa voz.

Era una canción rusa de guerra, y su melodiosa música pobló la plaza. Los ciudadanos se volvieron sorprendidos, dejando de regatear ante los puestos de los esclavos. Se abrieron ventanas y asomaron rostros. La gente que caminaba por allí empezó a acercarse al lugar de donde procedía el canto, sorprendida por la profundidad de la voz y el volumen de sonido que surgía con tanta riqueza de tan minúscula y deformada criatura.

Cuando hubo terminado, la muchedumbre soltó un bramido de excitación y, a través de él, Grog entonó un canto ribereño antiguo que acalló el tumulto y sumió al auditorio en un silencio religioso que se prolongó un buen rato después de haberse apagado la voz.

—Por favor, Alteza —suplicó osadamente Grog— ¡quiero cantar para él gran Zar! Y ella, Alteza, no es una diablesa, sino un ángel cruelmente marcado a quien hasta un oso salvaje ama. ¡Llévanos al zar, gran príncipe! ¡Llévanos a tu amigo el zar!

—Pero… —empezó Sheremetief.

Y los azules ojos de Veda se tomaron fríamente desdeñosos ante su incertidumbre.

El príncipe Menshikof contempló al trío sin dejar de fumar su pipa. Era evidente que, como cantor, el enano estaba dotado de grandes facultades y quizás entretuviera al zar. Harto sabía Menshikof cuán conveniente era que al zar se le tuviese distraído. Porque, cuando Pedro se veía obligado a buscar por su cuenta diversiones, las consecuencias podían ser aterradoras.

—Muy interesante —dijo, por fin—. Cantas bien, pequeño. Y él oso, sin duda alguna, bailará como bailar suelen los de su especie. Pero… ¿y la muchacha?

Contempló a Katrina con simpatía y regocijo.

—Este ángel joven caído, de ojos enloquecidos… dime: ¿qué puede hacer para distraer al zar… o a mí?

Y, de pronto, bajo su sereno y sonriente escrutinio, Katrina cruzó las manos delante de los erguidos senos y se ruborizó al pensar en su semidesnudez.

Sintió la mirada del príncipe, tangible casi, y se maravilló de la extraña sensación que se apoderó de ella. Bajó la vista y concentró la mirada en sus pies fríos y enlodados y, sin embargo, no se los vio.

El príncipe dio una chupada a la pipa.

—Hazlos conducir a mi palacio —ordenó.

—¿A…, a Nyenskans? —preguntó Sheremetief.

Y Menshikof se permitió una leve sonrisa.

—Si el zar te oyese llamarlo otra cosa que Petesburgo, mi pequeño mariscal, te quitaría la grasa del Cuerpo fundiéndola sobre el braserillo del tormentos. Usa mi coche para ellos: yo cabalgaré con mis soldados.

Exhaló, pensativo, una nube de humo por encima de los rubios rizos de Veda.

—Trabaja con tesón cumpliendo tos deberes de azotacamas, pequeña —murmuró—. ¡Estoy seguro de que mi amigo el mariscal necesita el ejercicio mucho más que yo!

Giró sobre los talones y se alejó. Grog vio marchar a Veda y al mariscal con toda la dignidad que pudieron reunir, y una sonrisa le arqueó los labios.

—¡Uf! —dijo—, ¡de ésta hemos salido, por lo menos!

Su júbilo fue en aumento y empezó a bailar, tintineando rítmicamente las cadenas, de suerte que el oso recordó su entrenamiento y se puso a seguirle, con torpes pasos, el compás.

—¡Basta, basta! —clamó Katrina—. ¡Con vuestras piruetas estáis haciendo que el collar de hierro me siegue el cuello!

Encadenados aún, oso, enano y muchacha fueron metidos en un coche negro, reluciente, con águilas bicéfalas repujadas en las portezuelas y tirado por negros caballos que, al sacudir las crines, hacían despedir brillantes destellos a los enjoyados arneses de oro. Cerraron la portezuela con llave tras ellos.

—Ahora —dijo Katrina—, tenemos una cárcel nueva… pero cómoda por lo menos.

Para un cuerpo medio desnudo, lleno de magulladuras e irritado por el tosco suelo de madera del carro de los esclavos, aquellos mullidos asientos de cuero resultaban extraordinariamente agradables. La muchacha saltó sobre ellos, probando los blandos cojines, y pasó los dedos con curiosidad por las grotescas figuras que llevaba, en relieve, el tapizado amarillo brillante.

—Creo —dijo Grog, de pronto, al ponerse el coche es movimiento— que es muy agradable que el príncipe Menshikof se encargue de enseñarte un jueguecito o dos, señorita Katrina.

La muchacha se puso colorada. El oso se había agazapado en el suelo entre los anchos asientos, con las patas sobre el hocico, turbado por las oscilaciones del vehículo. Katrina echaba de menos el calor del animal. Grog se inclinó y quitó una manta de armiño del otro asiento; pero, al echarle la piel sobre los hombros a Katrina, el oso se alzó con súbita ira. La pataza de uñas como negras cimitarras descargó sobre el armiño un zarpazo que no llegó a rasgarle la piel a la muchacha porque ésta retrocedió justamente a tiempo para impedirlo.

—¡Quieto, oso! —ordenó, intentando conservar la voz serena—. ¿No ves que no es más que un trozo de piel muerta?

Cuando el animal hubo olfateado el desgarrado armiño, abrió las húmedas fauces muy despacio y dejó caer su presa. Luego se acercó a Katrina y ésta sintió que le goteaba la baba sobre el hombro.

—Está suplicando que le perdone —dijo.

Grog, que se había llevado un buen susto, soltó un gruñido.

—Está suplicando que le descerrajen un tiro —replicó, sombrío.

El coche, dando bandazos, fue dejando atrás a Pskof, donde los barriles de alquitrán lanzaban las últimas llamaradas. Los esclavos, encadenados y tiritando de frío, iniciaban su viaje a pie a las distintas granjas y a las fincas de los boyardos[5] vecinos. A unos cuantos escogidos, comprados por traficantes moscovitas, se les estaba metiendo en los carros de madera dentro de los cuales hacían el largo y frío viaje a Moscú.

Grog atisbó por la ventanilla todo el tiempo que pudo.

—¿Oíste pujar por ellos? —inquirió—. ¡Diez mujeres por cuatro copecs[6], y soldados suecos, jóvenes y fuertes, a dos copecs por cabeza!

Katrina se estremeció.

—¡Eso es menos de lo que se paga por una vela de sebo en Marienburgo!

Tomó, cautelosamente, la manta de armiño y se la echó sobre los hombros otra vez. El oso gruñó suavemente, pero no hizo ningún ademán hostil.

—Los rusos dan muy poco valor a la vida —observó el enano—. Dicen que cuando el zar Pedro hacia experimentos con sus alcancías[7], solía tirarlas entre grupos de esclavos para ver a cuántos era capaz de matar cada una.

A Katrina se le puso la piel de gallina bajo él cálido armiño.

—Cuanto más oigo del zar Pedro, mayor es el miedo que me inspira —dijo—. ¡Debe de ser un hombre terrible!

—¿Terrible? —exclamó Grog—. Por lo que dicen, es tan alto como un árbol del bosque y tan corpulento como un cañón de asedio. Y fuerte. Aseguran que cierta vez, en un banquete, tomó una brazada de cuencos de plata maciza y los aplastó como si fueran de trapo, haciendo con ellos una pelota. Cuando estaba en Austria, cuentan que en una fiesta cerró las puertas con llave, besó a todos los hombres, desabrochó a todas las mujeres, y tiró al canciller del Imperio por una ventana porque «su sobriedad resultaba insultante».

—¿Es ése el zar para quién quieres cantar?

—Sí; porque no soy más que un enano; ¡pero tengo en la garganta la voz de un gigante…, la más grande del mundo, y digna de ser aplaudida por el más grande de los reyes!

Katrina sonrió con dulzura, sintiéndose imbuida de un gran afecto por el encogido hombrecillo cubierto de sucias galas de terciopelo encarnado, que estaba sentado junto a ella con los ojos brillantes de sueño.

—También tienes corazón de gigante —dijo—: el corazón más grande de cuantos he conocido.

Pero cuando, al transcurrir las horas, acabó Grog conciliando el sueño, Katrina contempló el lujoso coche y las partículas de polvo que danzaban en la luz del sol que penetraba por las ventanillas, y lloró, silenciosamente, el hogar destruido y los árboles de su patria que no volvería a ver mientras viviese.

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