Katrina

Katrina


CAPITULO IV

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CAPITULO IV

EL coche se detuvo delante de una granja de poca altura y gran longitud, a la puerta de cuya empalizada montaban mosqueteros guardia. Se encontraba en terreno alto, desde el que se veía el puerto de Nyenskans, recién capturado por los rusos.

Todo alrededor brillaban los blancos tocones de talados árboles. Porque a los soldados de Menshikof se les había dado la orden de despejar el territorio.

Unos cerdos se revolcaban en el cieno del patio. Varios perros se pusieron a saltar alrededor de los caballos, ladrando, hasta que los ahuyentaron el hombre y la mujer que salieron de la casa. Los soldados de la escolta, que parecían gigantes de otro mundo con sus voluminosos capotes acolchados, abrieron las portezuelas del coche y obligaron a los tres prisioneros a apearse.

—¡Vaya! —exclamó la mujer, indignada—. ¡Pobres criaturas!

Y miró a uno tras otro.

Grog le dirigió una sonrisa y recibió otra por respuesta. El oso estaba contemplando con desasosiego a los perros, dando gruñidos cortos, con las garras tendidas.

La mujer soltó una exclamación al ver a Katrina.

—Pero ¡qué pelo, Dios mío! —exclamó—. ¿Quién se lo ha cortado tan mal? Y apenas lleva ropa. ¿Por qué los traéis aquí?

—Por orden de su Alteza —gruñó uno de los soldados—. Los compró en el mercado… ¡o quizá los consiguió gratis, como de costumbre!

Rió, y le guiñó un ojo al marido de la mujer.

—Quítales las cadenas, Olaf —ordenó esta última—. Ese animal parece peligroso.

—Oh, no hay cuidado —se apresuró a decir Katrina—. Lo único que le pasa es que le preocupan los perros.

La mujer sonrió.

—Bien, querida, no le haremos daño. Pero supongo que no querrás pasarte la vida encadenada a él, ¿verdad?

Olaf sacó un yunque oxidado y se puso a golpear las cadenas. Un muchacho salió de la casa a observar la operación. Iba vestido de negro de pies a cabeza y parecía un cuervo silvestre falto de alimentos. Los bolsillos le colgaban bajo el peso de un montón de libros religiosos y llevaba el calzón metido de cualquier manera en la parte superior de las negras medias. Tenía torcidas las hebillas de los zapatos. La brisa le hacía ondear el lacio cabello alrededor de las orejas, que eran blancas y transparentes como cáscara de huevo. El rostro era de una palidez pérlea y unas orejas enormes le rodeaban los ojos.

Alargó el cuello, observando con mirada de miope.

—Ésta, supongo —dijo—, es otra de las cobardes hazañas de mi Real Padre. ¡Que contemplen los santos con ceño sus villanías!

Tenía la voz tenue y quejumbrosa. Hizo la señal de la cruz y se retiró de nuevo a la casa, golpeándole las rodillas los faldones atestados de libros.

—No me diga —murmuró Grog, mirando a la mujer, en la que había reconocido a una potencial amiga—, que ése era el hijo del zar.

Ella movió, afirmativamente, la cabeza.

—Sí: es nuestro principito Alejo, o «San Alexis» como le llamamos. ¡Más nació para monje que para hijo de monarca!

Katrina vio alejarse al muchacho, maravillada. Le inspiraba compasión ver los caídos hombros cuyos huesos se marcaban en la tela de la chaqueta. No se parecía, ni por asomo, a la idea que se formara ella de un príncipe.

—¿Por qué odia a su padre? —inquirió.

—¡Ah, bien puedes preguntarlo, querida!, —respondió la mujer. Y no dijo más.

Una vez libre de la cadena que la sujetaba, Katrina se sintió sorprendida por la sensación de ligereza y de libertad que experimentaba.

—Parece como si estuviese flotando en el aire —dijo.

Y Matilde, que así se llamaba la mujer, le dirigió una sonrisa maternal.

—¡Corre a la cocina, querida! ¡Ve a calentarte junto al fogón!

El oso soltó una especie de mugido melancólico al ver alejarse a la muchacha, y echó a andar tras ella. Pero tuvo ésta que aguardar, tiritando de frío hasta que hubieron roto todas las cadenas antes de poder buscar el calor de la estufa, Y cuando el oso la siguió a la cocina, nadie se atrevió a detenerle.

Con la ayuda de la muchacha, ataron al animal en un rincón bien caliente que olía a pan recién hecho y a carne guisada. Un enorme samovar borbolloneaba y silbaba sobre la mesa de madera recién fregada.

En el interior de la cocina, sólo disipaba un poco la oscuridad el resplandor del fuego. Las ventanas estaban cubiertas con gruesas planchas que tenían rendijas lo bastante grandes para dar paso a las abultadas bocas de los mosquetes rusos, y a través de las cuales se filtraba la pálida luz del día.

—¿Dónde se ha metido María? —inquirió la maternal Matilde—. Nunca está aquí cuando hace falta.

—Andará con los cocheros —repuso Olaf—. Vi que intentaba atraerles hacia el cobertizo —bostezó y se rascó—. Lo único que pido es que no se acerque a la paja que reservo para pienso. Porque la semana pasada, entre ella y el centinela me estropearon cuatro balas completas.

—¡Vergüenza había de darte! ¡Hablar así de tu propia hija! ¡Ve a buscarla! —ordenó Matilde.

Le dio un empujón, y el hombre marchó de mala gana, después de arrancarle una tira de dorada piel al embroqueado cerdo que se estaba asando al fuego.

Cuando María entró, con insolencia, en la cocina, aún se estaba atando las cintas de raso del corpiño y tenía lleno de paja el pelo. Era, aproximadamente, de la misma edad que Katrina; pero su vestido parecía a punto de estallar por la presión de la blanca y rolliza carne.

—Pierdes el tiempo flirteando con esos hombres, María —le dijo Matilde—. Todos ellos están casados y son padres de familia.

—Me da lo mismo que tengan una mujer o tengan quince —anunció la recién llegada, poniéndose bien la torcida falda.

Miró a Katrina.

—¡Veo que tenemos compañía!

Continuó mirándola, con las rollizas manos apoyadas en las caderas.

—¡Anda allá! —exclamó Matilde, con voz severa—. Ve a buscar un vestido para esta pobre criatura.

—¿Criatura? —murmuró la otra, con desdén.

—Criatura es, comparada contigo y con tus groseros modales.

—¿Uno de mis vestidos pides? —inquirió, con brusquedad, María.

—Sí; y ¡date prisa!

Sin contestar palabra, la muchacha se alejó, con insolente pachorra, y subió los escalones de oscura piedra.

Matilde se agachó a atizar el enorme fuego, hasta crepitar éste y despedir una lluvia de amarillentas chispas.

—Ayúdame, criatura —le dijo a Katrina.

Y juntas arrastraron un baño pequeño, hasta colocarlo delante del fuego, donde fueron llenándolo de agua caliente.

María regresó con un vestido verde que arrojó, de mal talante, sobre la mesa.

—Va a resultar gracioso ver cómo te las arreglas para ponértelo —anunció, contemplando la esbelta silueta de la otra—. A mí me está demasiado pequeño, de lo contrario no te hubiese dejado que te lo pusieras por mucho que me lo hubieses pedido —sonrió—. ¿Por qué no se lo rellenas con un par de brazadas de paja para que le ajuste?

Hizo un gesto burlón con las manos, señalándole el abultado pecho y marchó luego en dirección del cobertizo.

—Vamos, criatura —le dijo Matilde a Katrina—. Fuera esa falda, y a ver si podemos quitarte un poco de porquería de encima.

La muchacha vaciló, porque Olaf y Grog aún se encontraban en la estancia. Olaf le daba vueltas a la espita, arrancándole trozos de tostada corteza al cerdo mientras se asaba. Tenía la mirada posada en Katrina, pero con la más completa indiferencia.

—Son cosas poco saludables los baños —observó.

Y luego, sin preocuparse del asunto, se agachó laboriosamente para ajustar el mango de la espita.

Katrina dejó caer tímidamente la rota y sucia falda y se metió en el baño. Le llegaba justamente a las caderas y el calor del agua la hizo encogerse. Matilde introdujo un paño mojado en un tarro grande de grasa y ceniza vegetal, y empezó a cubrir de perfumada espuma el pelo corto de Katrina, y el rostro embadurnado de barro.

La muchacha cerró los ojos. La enjabonadura y el contacto de las maternales manos de la granjera le producían un dulce bienestar.

Percibió, de pronto, olor a tabaco y ruido de espuelas y abrió los ojos… El príncipe Menshikof, de espaldas al fuego, la estaba contemplando. Se había quitado la guerrera y llevaba una camisa de seda de cuello alto por encima de los ajustados pantalones de uniforme. Tenía un pecho y unos hombros soberbios y en él cabello pardo y rizado sólo se veía una leve salpicadura de gris.

Estaba chupando la pipa —era el primer ruso a quien Katrina había visto fumar—.

—¡Caramba! —murmuró el príncipe, contemplándola con interés—. ¡Si esta criatura tiene la piel tan rosada y suave como una manzana inglesa!

Katrina bajó los ojos al ponerse el otro a dar la vuelta a su alrededor, y le brillaron los ojos como grandes esmeraldas al resplandor del fuego. Concentró en el agua, ya sucia. El arrebol le coloreó la cara de un rojo aún más intenso que el de las ascuas vecinas.

—Pero ¿quién la señaló de esta manera con él látigo? —quiso saber Menshikof, resbalando los dedos por las ronchas—. ¿Fueron mis soldados? O… ¿fue ese lujurioso de Menshikof?

—Fue mi propia gente —respondió la muchacha, can timidez.

Y agregó:

—… Alteza.

El príncipe Menshikof depositó la pipa cuidadosamente sobre la mesa y tomó de manos de Matilde él enjabonado y espumoso paño.

Katrina olió el tabaco a través del extraño perfume del jabón cuando el otro se arrodilló en el suelo y empezó a escurrir el paño, dejando caer el agua en cascada sobre sus hombros. El jabonoso líquido trazó blancos surcos en la suciedad que la cubría.

La bañó con sorprendente ternura, quitándole la costra de barro de los hombros y del cuerpo para dejar al descubierto la blanca piel.

—Esto me proporciona casi la misma satisfacción que quitarle la corteza a la rama de un árbol —dijo—. El zar y yo, cuando éramos niños, solíamos pasarnos horas enteras sentados pelando ramas con una navaja y soñando con batallas.

Su sonrisa era fresca y agradable, y miró a Katrina con ojos bondadosos.

—Arriba ahora —ordenó— y envuélvete en esta toalla caliente.

Se sentó en el borde de la mesa de la cocina, columpiando las piernas, mientras Matilde ayudaba a la muchacha a ponerse el vestido verde. Éste resultaba tan grande para ella, aun después de habérselo atado la granjera por la cintura con un ceñidor de terciopelo negro que sé quitó para dárselo, que pareció más criatura que nunca Katrina. El vestido la resbalaba del hombro al menor movimiento y tenía que recogerse la falda para poder caminar.

—Creo —anunció el príncipe— que valdrá más que me honres con tu presencia esta noche cuando cene, diablesa. Y este mono —agregó alzando a Grog juguetonamente por el cuello de terciopelo—, puede amenizarnos la velada con su repertorio de canciones. ¿No te parece?

Luego, con típico e inexplicable humor moscovita, dejó caer a Grog dentro del baño.

—Vaya, Alteza —murmuró Matilde, sin rencor—, mira cómo me has dejado él suelo de encharcado.

—Supongo que a él le hacía tanta falta un baño como a ella —respondió Menshikof—. Pero ¡qué me ahorquen si estoy dispuesto a hacerle de doncella a un enano!

Asió a Katrina por la esbelta cintura y la dobló hacia él, con el rostro suyo muy cerca del de ella, los perspicaces ojos grises fijos, muy risueños, en las sobresaltadas pupilas de la joven.

—Me parece —anunció— que podrás cuidarte del lavado de mi ropa desde este momento en adelante. Y de hacerme la cama.

Grog se repuso del susto que el verse metido en agua caliente y jabonosa le había dado e, incorporándose en el baño, se puso a bramar una canción de remeros.

Menshikof soltó, muy despacio, a la muchacha y escuchó, con una sonrisa en el semblante. Cuando hubo terminado Grog, el príncipe movió, afirmativamente, la cabeza.

—Sí, enano —dijo—. Creo que vas a resultarle muy buena diversión al zar Pedro.

* * *

La mesa del comedor se instaló aquella noche en una de las habitaciones principales, ante un buen fuego, con vajilla de plata y cristalería brillante, y cubiertos que lanzaban destellos. Katrina, que se había arreglado lo mejor posible el recortado cabello, y que lucia un par de zapatos que le estaban demasiado grandes, entró tímidamente, no muy segura aún del papel que le estaba destinado.

El príncipe Menshikof aún no habla hecho acto de presencia. Pero el príncipe Alexis ocupaba un taburete junto al fuego y movía inconscientemente los labios al leer un libro. No alzó la cabeza al entrar la muchacha.

Tosió ella, y el muchacho alzó, con hosquedad, la mirada.

—Conque —dijo— ¿tú eres una de las víctimas de mi padre?

—Supongo que sí —respondió ella, sin saber qué contestar.

—Mi padre —anunció el príncipe Alexis— es un canalla…, uno de los destinados a sufrir eternamente en los infiernos. El Malo —se santiguó al decirlo— le ha robado el alma. Todo esto me lo viene diciendo mi santa madre desde la cuna…

Parpadearon los enrojecidos ojos.

—Y este Menshikof —agregó luego— es uno de los que mi padre ha engañado, consiguiendo que también venda su alma.

Asaltóle él temor a Katrina, como helada ráfaga, al notar el concentrado veneno que contenía la tenue vos de quien le hablaba.

—¿Aún vive tu madre? —le preguntó.

El otro asintió con un gesto, echando, luego, una rápida mirada a su alrededor.

—A mi santa madre la tienen prisionera y la torturan a diario —susurró—. Su único pecado fue querer a Dios y a los santos más que al Malo. ¡Elevo al Cielo plegarias para que llegue el día en que mi padre también a mí me aprisione! ¡Así podré esperar, a mi vez, una corona de gloria en el Paraíso!

Volvió a santiguarse y dio igual brinco que un animal lleno de sobresalto al entrar bruscamente en la estancia el príncipe Menshikof, poblándola con su dominante personalidad.

—¡Cómo! ¿Aún encorvado sobre tus libros, amiguito mío? —No estaba exenta de bondad su voz, pero contenía un dejo de burla—. Te estropearás los ojos. Vamos, pasemos una noche alegre. No es posible que hoy sea el día de otro santo. Ten la bondad de servirle a Katrina un vaso de vino.

El príncipe Alexis se irguió con tanto orgullo como su encorvada figura se lo permitió.

—Éste es un día de ayuno y de aflicción —dijo, con voz chillona—. Y si en tu ignorancia, caballero, no sabes cuál es, no seré yo quien ilumine tus paganas tinieblas. Pero esta noche, ni comida ni bebida pasarán mis labios.

Hizo una torpe reverencia, recogió el pesado libro y se fue.

—¡Pobre caballero! —exclamó Katrina—. ¿Ayunáis de veras esta noche?

Había comido sopa, carne y pan en la cocina; pero seguía teniendo apetito. El príncipe se echó a reír.

—Sí, ayunará… hasta que la servidumbre esté en la cama. Luego correrá a la cocina como desagradable cucaracha y se tragará toda la comida que pueda robar.

—Pero… ¿es verdad lo que ha dicho de su padre… el zar?

Menshikof frunció el entrecejo. —En Rusia, nunca se nos ocurre juzgar al zar— respondió, con brusquedad.

Y a Katrina se le heló de zozobra el estómago. Hubo un breve y embarazoso silencio que rompió Olaf al entrar en el cuarto con una humeante sopera de sopa de ortigas, acedera y col, reforzada con vino tinto y jugos de carne… Tenía metido el dedo gordo dentro.

—Cuidado, Alteza —jadeó, depositando la sopera en la mesa—. ¡Por poco me he dejado la mano sin piel!

El príncipe se echó a reír y dio un paso hacia la mesa. Katrina permaneció donde estaba, sin saber qué hacer, hasta que el otro apartó una de las pesadas sillas para que ella la ocupase. Percibió la muchacha en su aliento el olor a vino aromatizado cuando se inclinó con una burlona sonrisa. Se sentó con timidez, pero con una dignidad sencilla que no le pasó inadvertida a Menshikof, y miró la sopa y la fuente de pastelillos calientes destinados a acompañarla.

—¿Un poco de vino? —inquirió él príncipe.

Le sirvió un vaso de centelleante líquido que olía a miel y a resina de pino, y tenía sabor de flores. A Katrina le empezó a dar vueltas la cabeza en cuanto lo paladeó. Siguió, vacilante, él ejemplo del príncipe y untó una tostada caliente de caviar aceitoso y negro para roer mientras se llevaban la sopa y traían, en su lugar, una fuente de plata de salmón crudo, sazonado con aceites, sales y vinagre.

Menshikof se metió un trozo grande en la boca. Katrina hizo lo propio.

—Es bueno, ¿eh? —dijo el príncipe, hablando con dificultad.

Katrina movió, afirmativamente, la cabeza. La proximidad de aquel hombre le hacía latir con violencia el corazón. Se dio cuenta, de pronto, de que el otro la miraba con regocijo, y se apresuró a alzarse él vestido, que se empeñaba en resbalársele de los hombros.

Matilde entró con otra fuente.

—Esturiones pequeños, Alteza —anunció, con orgullo.

Menshikof se frotó las manos.

—¡Maravilloso, maravilloso! —exclamó.

Katrina abrió desmesuradamente los ojos. Sabía que cada uno de aquellos pececillos rollizos, suculentos, valía él salario de un año de un campesino. Sólo la nobleza podía permitirse el lujo de comer pescado tan selecto.

Matilde los había hervido, y el agua brillaba como oro líquido, centelleando a la luz de las velas. Puso la fuente en la mesa, y dirigió una mirada a la muchacha animándola.

El príncipe volvió a llenarle la copa de efervescente vino y, al sorberlo ella, empezó a ver borroso el intrincado dibujo del cristal. Sintió que iba desvaneciéndose su timidez.

Se echó a reír.

—Este pescado sabe a trébol —dijo.

Y Menshikof le dirigió una sonrisa.

—Ah…, conque encontraste por fin la lengua, ¿eh?

Comieron después lechón con nata y la joven esperó que, allá en la cocina, Grog estaría comiendo aquello ¡también!

—¿Qué dijiste? —inquirió Menshikof.

Y Katrina comprendió entonces que debía haber expresado sus pensamientos en alta voz.

—Dije…, es decir, no dije…, me pregunté si Grog estaría comiendo cosas tan buenas como éstas.

—¿Grog…? ¡Ah, el enano!

Hizo restallar los dedos y un criado surgió de las sombras.

—Traed de la cocina al enano, al enano cantarín.

Y, mirando a Katrina:

—Nos amenizará la velada con sus cantos, diablesilla mía…, aunque fuerza me es decir que estás interesante y angélica con el vestido casi por la cintura.

La muchacha se dio cuenta de que había vuelto a resbalarle el vestido y se lo ajustó de nuevo, riendo sin experimentar el menor embarazo ya. Echó otro trago del efervescente vino, y acarició la copa al entrar Olaf con una enorme fuente de cabrito asado.

El príncipe, aplacado ya su apetito, se puso a sonsacar a Katrina con perspicaces y amistosas preguntas mientras comían. La comida caliente, el vino perfumado y el crepitante fuego le encendieron las mejillas a la muchacha y los ojos le brillaron como el jade a la luz de las velas. Entró Grog, se bebió la copa de vino que le sirvieron, guiñó un ojo a Katrina y se frotó la abultada tripa para dar a entender que también él había satisfecho con creces su apetito.

Les cantó a renglón seguido, canciones de amor —emocionantes melodías que le hicieron sentir a la muchacha unas ganas casi irresistibles de llorar, no de pena, sino de una especie de felicidad sentimental que era, para ella, algo nuevo—. No sabía que estaba ya casi borracha.

Grog había conseguido una balalaica y rasgueó las cuerdas del anguloso instrumento delicadamente con los romos dedos. La música era un arte que fluía a través de Grog, venciendo, incluso, la desventaja de sus cachigordas manos. Sus cantos y su música constituían una mezcla extrañamente inquietadora.

Katrina y Menshikof le escucharon, royendo pan de manzana y miel silvestre, y rechazaron con sentimiento la fuente de filloas calientes untadas con mantequilla que ofreció Matilde como final de la comida.

Grog terminó una canción y, mientras se refrescaba apurando la copa que acababan de llenarle de vino, el príncipe miró, con amable gesto, a la joven.

—Comes bien, muchacha —dijo, aprobador—. Casi tan bien como un hombre. Me gusta ver eso —rió—. Apuesto a que ese estúpido gordinflón de Sheremetief no te dio de comer.

Katrina sacudió la rubia cabeza.

—Sólo pan negro y agua.

—Así no es de extrañar que te parezcas a una liebre que se ha quedado todo pellejo a fuerza de correr. Debieras ver cómo comemos en Moscú. Esto no fue más que para llenar un diente —dijo el príncipe.

Y encendió la pipa, con un regüeldo de contento.

Cuando Grog hubo cantado lo bastante, el príncipe se rebuscó en el bolsillo y le echó tres o cuatro monedas de oro.

—Ahora, muchacho —le dijo—, trae velas y… ¡a la cama!

Miró a Katrina, que estaba colorada y soñolienta tras la buena cena.

—Vamos, mi pequeña diablesa —dijo—. No expresaré nuestro deseo ruso de que el sueño te llegue cuando la luz de las velas parta, porque no espero que sea eso lo que esta noche suceda. Es más —agregó, riendo—, ¡yo pienso encargarme, personalmente, de que así no sea!

Le tomó la mano y le hizo subir la escalera que estaba detrás de las danzantes sombras proyectadas por el candelabro que llevaba el enano.

El fuerte vino cubría cual voluptuosa capa los sentidos de la muchacha. Se tambaleó levemente, y Menshikof la rodeó con el brazo.

La alcoba daba cierta sensación de desnudez.

Contenía una cama, una cómoda de roble cerca de la ventana y una mesa sobre la que se veían despachos y mapas, una garrafita de vino y una caja de tabaco. De las paredes de madera, desprovistas de cortinajes y adornos de toda clase, colgaban los diversos uniformes resplandecientes del príncipe.

Grog se encaramó de un salto a un taburete para alcanzar las velas gemelas instaladas por encima de las dos enormes almohadas de la cama.

* * *

Katrina se despertó tarde y se estiró, contenta al sentir el agradable calorcillo del colchón de plumas. Nunca había dormido, hasta entonces, en lo que pudiera llamarse una cama de verdad.

A través del cuero encarnado que cubría el colchón palpó las plumas y las moldeó con las manos como gatita que juega dando zarpazos a un cojín. El aire estaba estancado y era cálido en el espacio que las pesadas cortinas aislaban. La luz del día, al filtrarse por entre ellas, tomaba un color de vino llenando de rosácea media luz la caverna en que se encontraba la cama.

Para Katrina, las aventuras de la noche no eran más que una confusa irrealidad, nublada por las brumas del vino. Bostezó, dibujándose en sus labios una sonrisa a continuación. Si el amor se reducía a aquello, no acababa de comprender por qué se le daba tanta importancia. Resultaba tan agradable, no obstante, como el viento en el bosque cuando se alza el sol, como el soñoliento bienestar tras una breve comida, como el dolor del estómago después de una risa excesiva. Sin que lograra explicarse por qué, le había parecido como si, por encima de todas aquellas entremezcladas sensaciones, hubiesen estado batiendo las aterciopeladas alas de temor, el éxtasis delicioso que acompaña a los pasatiempos peligrosos como el de encaramarse a la elevada copa de un árbol mecido por un viento violento.

Ya no se encontraba el príncipe Menshikof en él lecho; pero el profundo hueco que señalaba el lugar donde yaciera su cuerpo aún estaba caliente. Extendió Katrina la mano y lo exploró, curvados los labios en sonrisa medio de ternura.

—¡Buenos días, pequeña Katrina! Era el príncipe Menshikof.

Descorrió las cortinas y se sentó en la cama, cerca de ella. El colchón se hundió bajo su peso. El ceñido pantalón de montar se le adhería a los muslos como piel color de crema. Katrina se sintió agradablemente turbada por su proximidad. Observó una vez más cómo se le erizaba por encima del alto cuello del uniforme el cabello, ligeramente salpicado de gris.

Un oficial de cosacos, corpulento y de una estatura casi sobrehumana, penetró en el cuarto detrás de Menshikof. Tuvo que agacharse para poder entrar por la puerta. Un montón de ropa de variado colorido le descansaba entre los forzudos brazos. Llevaba pantalones abombados del más fino damasco. Las botas de montar de cuero rojo bordado con hilo de plata, tenían tacones macizos del mismo metal y tintineaban al andar.

—¿Ves? —dijo Menshikof—, tengo unas cuantas tonterías para ti —señaló al cosaco con una sonrisa—. Sten’ka y yo fuimos al campamento cosaco a primera hora de la mañana. Te he escogido lo mejor del botín.

La mirada de Katrina se encontró con la del cosaco, cuyos ojos atisbaban por entre el caído matorral de sus negras cejas, tan inhumanos y sin pestañear como los de un halcón y, sin embargo, de una claridad sana, incongruentemente infantil. Cuando habló, la voz era llena y gruesa, —especie de gruñido meloso salido de las profundidades de la negra barba—.

—Sí; ¡alguna chica sueca jamás sabrá sobre qué cuerpo acabaron sus vestidos!

Se pasó la lengua por los hirsutos labios, como si las palabras le hubiesen despertado turbadores pensamientos. Sin apartar un instante la mirada de Katrina dejó caer la brazada de prendas sobre la cama, en cascada de rico colorido y pieles perfumadas y suaves.

Katrina alargó la mano para tocarlas, sonriendo de deleite al contacto de los tejidos que parecían fundirse bajo sus dedos.

—Esto… ¿es para mí? —inquirió con voz tenue, abrumada.

—¿Para quién, si no? —rió Menshikof.

El pie que mecía tropezó con el vestido verde prestado que se encontraba en el suelo desde la noche anterior. Lo levantó en vilo, lanzándolo hacia Grog, que había entrado tras ellos en la alcoba con amable sonrisa en el semblante.

—¡Devuélvele eso a la fregona, enano!

Grog quedó envuelto en la prenda y luchó cómicamente con ella, fingiendo no poder desenredarse. El cosaco observó impasible, durante un instante, luego echó hacia atrás la cabeza e hizo resonar el cuarto con sus carcajadas. El príncipe rió dulcemente y Katrina le coreó con cantarina risa al ver las humorísticas piruetas del perspicaz enano.

Menshikof rebuscó entre las magníficas prendas y escogió una de marfileña seda de Paduasoy, tan delicada y fina, que casi parecía de gasa. El bajo escote y los puños estaban orillados de níveo armiño.

—Para esta noche —anunció—. La encontrarás casi tan suave como tu propia piel cuando duermas.

—Eso… ¡en la cama! —tartamudeó Katrina, asombrada ante la idea.

Y una sonrisa de excitación le revoloteó por los labios. Jamás, desde que ella pudiera recordar, se le había comprado ropa nueva. En algunas ocasiones —muy raras por cierto— había ido con su madre a los puestos callejeros de Marienburgo, para buscar entre la ropa enmohecida y sucia alguna prenda de su tamaño por la que acababan pagando unos copecs tras una hora de fatigante regateo.

—¡Arriba contigo, y a ver si algo te va a la medida! —dijo el príncipe, irrumpiendo en sus pensamientos.

Soltó el delgado vestido de seda y rebuscó entre las restantes prendas. Había veinte o treinta por lo menos. Katrina no se movió. Miró en torno suyo… a Menshikof, a Grog, al enorme cosaco…

El príncipe interpretó la mirada y la interpretó con exactitud. Estalló de risa.

—¡Oh, no tengas miedo, que a ellos no les importará ni pizca! —dijo—. ¡Disfrutarán contemplándote! Sten’ka me ayudó a conseguir estas cosas. ¡Tuvimos que golpearle el cráneo a más de un cosaco testarudo para persuadirle de que se desprendiera de su botín, te lo aseguro!

Katrina asomó cautelosamente los pies por el borde del lecho y trató de alcanzar el vestido más cercano; pero Menshikof la sacó de entre la ropa de la cama.

—Ah, ¿por qué ocultar tanta belleza? —rió, apretándola contra sí.

Resaltaba blanca la piel de la muchacha contra los vividos colores de su uniforme. La cama había estado caliente; pero ahora, al sentir las frías hebillas del cinturón y las guarniciones de la espada, se estremeció. Menshikof le echó uno de los vestidos por encima de la cabeza.

El primero era de terciopelo de un rojo intenso y Katrina hizo un gesto de desencanto, porque parecía aún más grande que el vestido verde de María.

El príncipe le hizo dar la vuelta, y sujetó las presillas que lo atirantaban de hombros a cintura, apretándola tanto, que casi le saltó él pecho por el escote.

—¡Trae ese espejo, Sten’ka! —le rugió al enorme cosaco.

Siempre que le daba una orden, parecía bramar con todas las fuerzas de sus pulmones, como si tuviese la sensación de que su propia autoridad no era lo bastante sin el agregado peso de un trueno.

Sten’ka soltó un gruñido y se fue, regresando a los pocos instantes con un pesado espejo dorado. Al colocarse la muchacha ante el mismo, el cosaco se metió la mano en el bolsillo y le entregó a Menshikof un centelleante collar de piedras preciosas.

—Me lo estaba reservando para una mía —anunció—; pero no parece digno de un hombre dejar que quede un cuello bonito sin unas cuantas miserables piedras que lo adornen.

Menshikof tomó el collar, que era de magníficos rubíes.

—O no conozco a los cosacos, o tienes muchos, muchos más como éste en el bolsillo —rió.

Pero comprimió con cierto desagrado los labios al abrir el cierre y ponerle a Katrina el collar.

El cosaco rió, e hizo un sonido raro con los labios. Pero Katrina sólo veía en aquellos momentos —y por segunda vez en su vida— su imagen reflejada en un espejo. Ahora, sin embargo, ni tenía sucia la cara ni llevaba ropa de campesina. Estaba erguida, esbelta y alta, ondulándosele el cortado cabello, orgullosamente arqueado el largo y blanco cuello. Al moverse ella, resplandecieron las rojas piedras y susurró el vestido de encamado terciopelo.

Alzó los brazos, contemplando las largas mangas que iban haciéndose más estrechas hacia las muñecas, quedando fascinada por la reflejada imagen de sus propios movimientos.

—La última moda de París —dijo el príncipe—. Aunque no creo que sepas dónde está París, criatura.

Su gesto indicaba que no suponía que lo supiese Sten’ka tampoco. Éste se limitó a soltar un gruñido y, cuando Menshikof le gritó, momentos más tarde, que más cuenta le tendría volver al lado de sus hombres, el cosaco se marchó sin rechistar, no sin haber echado antes una prolongada mirada a Katrina. Y, aunque eran implacables sus ojos, nada frío había en ellos al despedirse.

El resto de aquel día transcurrió tranquilo para Katrina. Se sentía hermosa con aquel vestido que la ceñía, cálido y suave, y parecía aumentarla de estatura. El corto y espeso cabello lo llevaba cepillado en suaves y femeninos rizos.

Por la noche, en la alcoba, cuando el príncipe acababa de apagar las velas y aún se notaba el acre olor de los pabilos, los turbó un brusco resplandor al penetrar un soldado.

—¡Alteza! —susurró el hombre, deteniéndose, nervioso, a cierta distancia del lecho—. Alteza…

—¿Qué sucede? —inquirió Menshikof, asomando, molesto, el rostro por entre las cortinas.

—Soy portador de mensajes, Alteza…, de mensajes urgentes que me ha confiado el propio zar.

Katrina se sobresaltó al ver la viveza con que su compañero saltaba de la cama. Había sufrido un brusco cambio su rostro y su expresión.

No pudo oír lo que se dijo, sino unos simples murmullos sibilantes. Al cabo de unos momentos, llegó a sus oídos un ruido conocido: el tintineo de la espada del príncipe al ceñírsela éste.

Volvió a reinar la oscuridad en el cuarto al cerrarse la puerta tras Menshikof y el soldado. El príncipe no se había entretenido en dirigirle una palabra de despedida.

Se quedó ella sola y desvelada. El lecho estaba caliente, pero sentía un extraño frío en la piel. Se preguntó por qué experimentaría, tan bruscamente, temor.

No justificaban su miedo ni ruidos ni voces. Sólo interrumpían el silencio que imperaba en la casa la carrera de algún ratón por debajo del entarimado y los chasquidos del antiguo maderamen. Se santiguó en la oscuridad y murmuró una oración.

Tenía la intención de permanecer despierta hasta que Menshikof regresara; pero el vino y la abundante comida acabaron dándole sueño. Al cabo de unos cuantos pensamientos confusos se quedó dormida.

El enano Grog estaba escuchando alerta en el pequeño cuarto contiguo donde colgaban los treinta vestidos que tan recientemente adquiriera la muchacha, de clavijas recién instaladas. Grog se había hecho una cama en aquel cuartito con un montón de cojines y pieles de desecho. Quería estar cerca de Katrina y estaba dispuesto a correr el riesgo de que se enfadase el príncipe si le encontraba allí.

Cuando oyó que el sueño tornaba en la acompasada respiración de la joven, cruzó la alcoba y salió al corredor. También a él le turbaba la brusca partida del príncipe. No podría dormir basta que hubiese hallado la solución de aquel nuevo problema. Merodeó furtivamente, grotesco y minúsculo, por entre las sombras que proyectaban las linternas del pasillo, en dirección a la cocina, donde se percibían voces.

Vio a un soldado sentado a horcajadas sobre un banco junto a la mesa al abrir la puerta. Tenía la guerrera carmesí salpicada de la espuma de un caballo que hubiese corrido sin descanso, y manchada de barro la cara. Llevaba el uniforme de sargento de la Guardia del Zar, y apuraba, sediento, una jarra de vino caliente, con una mano cautelosa posada sobre una cartera de cuero de las que se usaban para llevar despachos.

—¿Has oído la noticia? —inquirió Matilde, señalando, con un gesto, al soldado—. Es portador de despachos del zar para él príncipe Menshikof. Una flotilla de barcos de guerra suecos se dirigen a toda vela al puerto de Petersburgo, y el zar en persona cabalga hacia aquí para asumir el mando de las defensas.

Bajó la voz, para que no pudiera oírla el soldado.

—Enano —dijo—, temo por esa pobre criatura. El zar Pedro es un hombre tormentoso y terrible…, es cruel en sus diversiones y placeres.

—Pero —murmuró Grog, con incertidumbre—, ¿acaso no le pertenece Katrina al príncipe?

Matilde exhaló un suspiro.

—El príncipe Menshikof jamás conoció a su madre —dijo—. Era un golfillo de la calle de Moscú. Sin embargo, de encontrar a su madre mañana, la asaría como salchicha en broqueta y con la misma indiferencia de creer que con ello iba a lograr que el zar Pedro sonriese. Conque, si el zar quiere a Katrina, la tomará. ¡Pobre niña! ¡Porque el zar ha quebrado a muchos lindos juguetes como ella, y quebrará muchos más, me temo!

Grog la miró, turbado.

—¿Cuándo llega el Zar? —quiso saber.

—Mañana —le repuso Matilde—. Mañana…

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