Katrina

Katrina


CAPITULO VI

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CAPITULO VI

GROG apagó la vela.

—Aquí estamos a salvo —le dijo, tranquilizador a Katrina.

—¿Se habrá…, se habrá marchado él zar mañana?

Lo preguntó la muchacha vacilante y Grog comprendió que seguía turbada por su temor de hallarse bajo el mismo techo que el zar Pedro, que había sido el fabuloso coco de toda su infancia.

—Si no se ha marchado —repuso, valeroso, el enano—, ¡te esconderé! Conseguiré comida en la cocina para ti y te quedarás aquí arriba hasta que se haya ido el zar.

—Grog —susurró Katrina—, mi padre solía decir que el zar Pedro tenía tres metros de estatura y se comía a los niños crudos.

Perdió volumen su voz al continuar:

—Bueno, pues le vi hoy. Es un hombre grande, el más grande que he visto en mi vida. Pero no tenía tres metros de estatura, Grog, o no creo que los tuviese por lo menos.

Grog se echó a reír y su voz musical sonó en el deformado barril de su pecho como el órgano de una catedral.

—Duerme, pequeña Katrina —dijo—. Te cantaré una nana.

Y cantó, dulcemente, en la oscuridad:

Y fue la plateada luna

de mis juegos compañera…

Ella acarició mi almohada

me besó zalamera,

ornándome la garganta

con collares de lucero…

Katrina cerró los ojos y, cuando Grog terminó la canción de cuna, se hallaba ya a punto de dormirse.

Grog enmudeció y se echó sobre su improvisada almohada. Oía el rumor de voces a través del entarimado. Escuchó, distraído, un rato. Luego se incorporó lleno de alarma.

—¡Katrina! —exclamó, con voz urgente—. ¡Katrina, escucha!

La muchacha se despabiló, con sobresalto.

—¿Qué, Grog…? ¿Qué ocurre?

—A través del suelo, Katrina… ¿No oyes las voces? Están hablando de ti.

—¿Quién…?, ¿el zar?

Katrina estaba completamente despierta ya.

—¡Chitón! El comedor está debajo de este cuarto. Oigo sus voces. Le oí decir al zar Pedro que va a subir a buscarte…

La muchacha escudriñó, con terror, la oscuridad. Ambos aguzaron el oído, helados de temor.

—¡Katrina! ¡Katrina! ¡Baja acá, diablesa…, bruja,…, engendro del infierno! ¡Baja acá, he dicho! 0… ¿es que ha de subir a buscarte el propio zar?

Era inconfundible la voz autoritaria que tronaba escaleras arriba, resonando contra las paredes y dando la sensación, incluso, de que hacía vacilar las llamas de las linternas que iluminaban los desiertos corredores, con su eco.

—¡El zar! —exclamó Grog.

Katrina estaba sentada ya, y sentía en el cuero cabelludo como si un millar de agujas le hubiesen penetrado hasta el cráneo.

Empezó a lloriquear con impotencia.

—¿Qué he de hacer?, ¿qué he de hacer?

Grog se puso en pie de un brinco.

—¡No hagas ruido! —ordenó—. ¡Yo intentaré detenerle!

Antes de que a Katrina pudiera ocurrírsele una respuesta, el enano había salido a tientas de la alcoba del príncipe Menshikof que separaba a la muchacha de la escalera desde la que había gritado el zar.

Oyó fuertes pisadas en los escalones. El zar estaba gritando:

—… y buscadla entonces, ¡maldita sea vuestra estampa! ¿Dónde dices que está?

—Supongo que en mi cama, Majestad.

La voz regocijada y tranquila que le respondió era la de Menshikof.

—¡Santo Sepulcro! —oró el enano, con fervor.

Veía el contorno del lecho del príncipe a la luz de la luna. No disponiendo de más tiempo para pensar, se encaramó al mullido colchón y se tapó con la cubierta. Estiró su cuerpo y cerró los ojos, rezando.

La habitación quedó brillantemente iluminada al entrar en ella los dos hombres, cada uno de ellos con un candelabro de varias velas.

—¡Ah!

Pedro vio el bulto dentro de la cama y alargó la manaza hacia la cubierta.

—¡Sal de ahí, diablesilla sueca!

Arrancó la ropa y soltó un bramido de risa.

—¡Qué rayos! ¿Es ésta la chica que supera en belleza a Ana Mons?

Fue un rostro lleno de regocijo el que vio el enano reír por encima de él a la luz de las velas. Y fue rápido en su reacción. Con el instinto humorístico de un buen actor, alzó la mirada hacia él zar, agitando los párpados en ridícula imitación de una tímida damisela.

El frío de la escalera después del calor del salón habían serenado al zar y era alerta la mirada con que contempló las muecas del enano.

—Éste es un buen bufón, pequeño Alec —le dijo a Menshikof con interés—. Es algo más que un fenómeno…, ¡tiene también ingenio!

—Y sé cantar también, Ma…, Majestad… —tartajeo Grog.

Pero el temor y la excitación le habían secado la garganta y, mientras tragaba saliva para humedecérsela, el zar se volvió al oír un ruido en el cuarto ropero.

—¡La muchacha está ahí dentro! —le dijo a Menshikof.

Y dio una zancada hacia la cerrada puerta.

Katrina se había levantado de la cama llena de pánico al oír la voz del zar en el cuarto vecino. Pocas veces perdía la cabeza y, de haber permanecido en su escondite por debajo de los colgantes vestidos, quizás hubiese pasado inadvertida.

Pero sentía ahora un terror profundo. Aumentó el miedo que le inspiraba el zar. El recuerdo de un millar de pesadillas infantiles y de relatos de horror que escuchara subrayados por los cañonazos durante el asedio de Marienburgo, casi la volvían loca de miedo. Se apretó contra la pared más lejana y se hallaba de pie, rígida, allí, brillándole los ojos como dos joyas verdes, cuando Pedro abrió la puerta de un empujón.

El camisón de Katrina se infló como un globo al entrar la corriente de aire. Tuvo que recoger contra su cuerpo los frágiles y transparentes pliegues. El zar no se movió, limitándose a alzar él candelabro y contemplarla con una curiosidad que hizo que Menshikof enarcara las cejas, intrigado. Aquella actitud en nada se parecía a la habitual de Pedro que, al ver ante él a una muchacha aterrada, solía hacer siempre algún gesto violento para aumentar su terror. Con un gemido, Katrina se tapó la cara y dio media vuelta para aplastarse contra la pared.

Con una dulzura sorprendente, Pedro posó la manaza sobre el hombro de la muchacha y la hizo volverse y darle la cara. Los ojos de ésta le llegaban al nivel del pecho y clavaron la mirada en el tosco jersey azul que llevaba.

—Es muy joven —dijo el zar, como hablando consigo mismo.

Le colocó un dedo debajo de la barbilla, alzándole la cabeza hasta que tuvo ella que encontrarse con la mirada de él. La muchacha vio unos ojos tan oscuros que parecían negros, una boca curvada con la arrogancia de déspota absolutista, pero suavizada por un destello de humor incongruamente infantil. Tenía la barbilla profundamente hendida y una frente salvajemente severa. Pero la expresión de los ojos era interrogadora, escudriñante, casi paternal.

—No te muevas, muchacha —le dijo—. Tengo que inspeccionarte por una apuesta.

Prosiguió su escrutinio y vio él terror de los verdes ojos trocarse, lentamente, en desconcierto. Estudió la belleza del joven rostro, con su poco corriente cabello rubio rizado que cercenara el sable de Sheremetief. El cutis de Katrina era claro como sonrosada perla. Tenía la ancha boca entreabierta, brillándole húmedos los labios.

El zar movió la cabeza de arriba abajo y habló por encima del hombro a Menshikof, sin quitarla la mirada de encima a Katrina.

—Pequeño Alec, ¡hasta casi pudieras tener razón, vive Dios! Nos llevaremos a este juguetito abajo y lo examinaremos con más detenimiento al calor.

Se metió a Katrina debajo de un brazo, como si fuese una muñeca. Ella tuvo que agarrarse al tosco material del jersey para mantenerse un poco apartada del brazo que la ceñía y poder respirar. Le dirigió una mirada de súplica al príncipe Menshikof, pero el rostro de éste estaba desprovisto de expresión.

* * *

Las seis velas del pesado candelabro con que se iluminaba él zar al avanzar por el corredor con Katrina chisporrotearon y creció su llama. Él no le dijo nada, y sólo la miró una vez con una sonrisa que la muchacha no supo interpretar. Estando comprimida contra el enorme pecho, sin embargo, pudo percibir una especie de rumor ahogado. Se dio cuenta por él de que el zar se estaba riendo para sus adentros. Pasaron por delante de la puerta de la alcoba del príncipe Alexis, y Pedro se detuvo. Había luz dentro del cuarto y se oía claramente una voz aguda que entonaba una plegaria. Katrina vio cómo se le ensombrecía el rostro al soberano. Un surco profundo y salvaje, como un tajo de sable sin sangre, palpitó por la mejilla izquierda, un tic nervioso que delataba la ira.

—Pequeño Alec —le dijo, secamente, a Menshikof—, esta noche teníamos una victoria que celebrar. No vi a mi hijo a la mesa. Que se una a nosotros en un brindis antes de que nos acostemos, por lo menos.

Alzó la pesada bota y abrió la puerta de un puntapié. Había estado cerrada con llave, pero cerrojo y aldaba salieron disparados al astillarse la madera.

Katrina sintió como una oleada de fuerza en el cuerpo del hombre que la sujetaba cuando descargó el golpe. En la habitación, que recordaba claramente, el príncipe Alexis estaba arrodillado sobre el desnudo suelo, rezando. Alzó la mirada, grisáceo el rostro de terror. Los ojos parecieron hundirse aún más en la barrosa carne que los rodeaba cuando se clavaron en el semblante del zar.

Pedro abrió la boca para hablar, luego tragó saliva. El muchacho, aunque lo miraba enloquecido, no había interrumpido su oración. La aguda voz seguía sonando.

El zar aguardó unos momentos, acusando violentas contracciones su cara. Luego dijo:

—Baja a brindar por la gran victoria que hemos obtenido hoy, hijo mío.

Intentó hablar con dulzura, pero tenía la voz tensa. El príncipe continuó rezando. El padre respiró profundamente. Sujetaba ahora tan fuerte a Katrina, que ésta hubiese gritado de haber tenido el aliento para hacerlo. Pero el zar no le hizo caso.

—¡Basta! —le rugió a su hijo. Y el príncipe enmudeció con un movimiento convulsivo, como si acabaran de darle una cuchillada.

—Escúchame —dijo Pedro, luchando aún por dominar la voz—. Es preciso que bajes al salón. No tendrás necesidad de permanecer mucho rato. Pero tenemos que beber un brindis final antes de dormir esta noche… ¡por Rusia!

El príncipe Alexis no respondió. Siguió de rodillas, mudo.

—Vamos, muchacho —le dijo Pedro, con tosca bondad—. Ponte en pie como un hombre. Aquí tienes una compañerita de juegos, una muchacha casi de tu edad. Te la regalaré para enseñarte hombría. Es sueca. Y, si ella es capaz de brindar por Rusia, ¿no ha de estar dispuesto el hijo del zar a proponerle el brindis? ¡Baja, Alexis, y brinda tú!

El príncipe Alexis se puso lentamente en pie y Katrina sintió que el zar respiraba profunda y triunfalmente. Pero el muchacho sólo se había levantado para ponerse de espaldas a ellos y dejarse caer de rodillas ante el icono, iluminado por velas, que colgaba de la otra pared. Un instante después, se alzó nuevamente el sonsonete de sus rezos, y el zar salió, bruscamente, del cuarto. Pero Katrina le había visto los ojos. Tenía la misma expresión que los de su hermanito Miguelín cuando se despidiera de él en el puente. Había sorprendido en ellos una soledad anhelante, sorprendente e infinitamente lastimera.

No les habló ni al príncipe Menshikof ni a ella cuando la transportó escalera abajo. Pero, cuando llegó al comedor donde su media docena de amigos parpadeaban con interés al ver a Katrina colgada de su brazo como si fuera una muñeca con su camisón de vaporosa seda, su actitud cambió de nuevo.

—¡Mirad! —rió—. ¡He aquí el objeto de la disputa, amigos míos! Miradla bien y decidid… ¿Es, o no es, más hermosa que mi Ana? Y ¿ha de pagar la apuesta el pequeño Alec?

La depositó delante del fuego en medio del grupo. El resplandor hizo que se transparentara la prenda. La muchacha se sintió tímida y preocupada. Pero ya no experimentaba miedo, ya no temía al gran ogro que había subido con estrépito la escalera para apresarla. Con un destello de intuición había comprendido que dentro de aquel cuerpo enorme y aterrador se juntaban dos hombres: dos almas, no una. Jamás, en los años que siguieran, volvería Katrina a considerar al zar otra cosa que dos hombres, tan diferentes, que hubieran podido pertenecer a mundos distintos y, sin embargo, aprisionados él uno en el otro, sin poder escaparse, como dos enemigos en minúscula embarcación a flote sobre un mar solitario e inconmensurable.

Intentaba ahora convertirla en objeto de burla ante sus amigos borrachos. Pero recordó los ojos del hombre que había apartado la mirada de la espalda huesuda y rechazadora de su propio hijo. Y, aunque se le encendió el semblante al clavarle la vista los oficiales y príncipes, sus propios ojos eran toda claridad y candor al contemplar al zar Pedro.

—Háblame de Ana Mons, Majestad —dijo con dulzura.

Y, al entreabrirse sus labios, dejaron al descubierto unos dientecillos blancos, perfectos.

—¡Uf! —exclamó el príncipe Romdanovsky—. ¡Dientes blancos! ¡Horrible! No puedo soportar a una chica que no sepa lo bastante para teñirse de negro la dentadura, ¿eh?

Konigseck asintió con seco gesto. Pero Pedro se sentó bruscamente en el ancho sillón junto al fuego y miró a Katrina, que le contemplaba fijamente desde el centro del hogar. Estudió las delicadas curvas de su esbelto cuerpo. Echaba de menos a Ana, la risa de Ana, su compañía y la sensación de bienestar que, sin saber por qué, le proporcionaba.

—¿Quieres saber de Ana Mons? —preguntó, con cierta hosquedad—. Siéntate en mi rodilla, criatura y te contaré.

Katrina titubeó, mirando hacia Menshikof, que ni sonrió ni frunció el entrecejo. Su rostro era una máscara que nada le dijo.

Los demás volvieron a sus jarros, ahogando bostezos. Evidentemente, la broma había terminado. Pedro alargó el brazo y tiró de la joven. Ésta sintió el calor de su cuerpo a través del delgado camisón y la férrea firmeza de los enormes muslos debajo de los suyos.

El zar hizo un gesto en dirección a su enorme jarra recién llenada. Ella puso las manos sobre las anchas asas, pero apenas pudo alzarla. Pedro, sin decir una palabra, posó sus manos sobre las de ella y le alzó la jarra hasta los labios, torciéndola de forma que se le vertiera por la boca el vino caliente cargado de especias.

La fuerte y ardiente dulzura la hizo toser. Estaba mezclado con vodka que se deslizó, como fuego, por su garganta. Cubriéndole aún las manos con las suyas, Pedro transfirió la bebida a sus propios labios y sorbió un trago profundo que casi apuró por completo el líquido.

Todo él mundo se había quedado silencioso. Todos, salvo Konigseck, que seguía tan tieso como un palo, y Menshikof, que había vuelto a sentarse sobre el borde de la mesa, se habían hundido más en sus sillones y empezado a cerrar, furtivamente, los ojos.

Katrina se hallaba sentada como una niña sobre las rodillas del zar, con el rubio cabello contra el oscuro jersey. Contempló el rostro de Pedro y experimentó una gran excitación interior por encontrarse tan cerca de aquel hombre que había sido el terror de su infancia.

Se dio él cuenta de que le miraba y observó cómo barrían las oscuras pestañas la curva de sus mejillas. Bostezó otra vez.

—Ana tenía aproximadamente tu edad, y yo era un muchacho de dieciséis años cuando la conocí. ¿Dónde fue, pequeño Alec?

—Preobrazhenskoe —repuso inmediatamente el príncipe.

Y el zar movió, afirmativamente, la cabeza. Parpadeó lentamente, y echó otro trago, vaciando la jarra por completo. Abrió la boca en prolongado bostezo.

—Tengo sueño —dijo con la sencillez de un niño. Y cerró los ojos.

Su respiración se hizo más profunda.

—¡Gracias a Dios! —murmuró Konigseck, en comprimido susurro.

Y cruzó hacia el sofá pegado a la pared donde tenía echada la capa.

Katrina miró al príncipe Menshikof que seguía sentado en el borde de la mesa meciendo las largas piernas en silencio. El resplandor del fuego le iluminaba los espesos rizos y, al mecerse rítmicamente sus muslos enfundados en blanco, Katrina sintió cierta añoranza, cierto anhelo por él. Sonrió, reflejándosele los pensamientos en los ojos. Él correspondió serenamente a su sonrisa; pero no dijo una palabra.

El zar dormía profundamente ya, relajado el rostro. Parecía más joven.

Katrina volvió a sonreír a Menshikof, intentando explicar mediante mirada y gesto que no se hallaba sobre las rodillas de Pedro por su propio gusto.

—Alteza —susurró.

Menshikof le impuso inmediatamente silencio con un gesto y luego señaló la puerta. Katrina vaciló, no muy segura de lo que quería decir.

—¡Vete a la cama! —le susurró el príncipe. Y se dio cuenta de la ira que palpitaba bajo sus palabras.

Se apeó, con cuidado, de las piernas de Pedro y echó a andar hacia la puerta. Al llegar a ella, se detuvo y miró hacia atrás, con la esperanza de que Menshikof se levantara y la siguiese. Sí que se levantó él; pero no para seguirla. Fue a arrodillarse a los pies del zar para desabrocharle las botas. Tomó su propia capa orillada de piel, de encima de la mesa, y la echó sobre el hombro del zar, que estaba más alejado del fuego. Reflejábasele en el rostro una expresión de posesiva ternura al contemplar al zar dormido.

Katrina subió la oscura escalera con la mente confusa. Ya no le tenía miedo a la casa, y se subió a la gran cama sin molestarse en correr las cortinas. Las velas se fueron consumiendo mientras yacía despierta aguardando oír las pisadas del príncipe Menshikof en la escalera. Primero una vela, luego la otra, dieron una llamarada antes de apagarse en su propio liquido, dejando una oscuridad aterciopelada.

Oía ahora a Grog roncar en el cuarto ropero. Ella no podía dormir. Seguían sus pensamientos fijos en el hermoso príncipe, al que ahora aguardaba esperanzada. Recordó la expresión de ternura, casi femenina, que observara en sus ojos al depositar la capa sobre los hombros de su dormido señor.

Y se dio cuenta, en aquel instante, de que era inútil aguardarle. No acudiría a ella. ¡El príncipe Menshikof amaba al zar!

Se quedó dormida sola y se entregó a inquietos sueños.

Y, aunque anduvo por ahí a primera hora de la mañana siguiente, no le vio más que a distancia cuando los regimientos del zar salieron de Petersburgo al son de las cornetas, que se diluyó, quejumbroso y como deshilachado en el viento saturado de aguanieve.

Los soldados marcharon cara al viento, en alto los Sagrados Pendones que, al principio, se mantuvieron rígidos como el metal, puestos en tensión por el viento, y luego batieron como enormes alas pintadas al torcer la columna por la carretera cubierta de nieve que conducía al lago Ladoga.

Los músicos habían ido delante, golpeando los tambores con palillos asidos por dedos enrojecidos e hinchados, sonando, agudos, los pífanos[8] entre ellos. Era una idea que el zar había copiado de los regimientos británicos que viera durante su estancia en Inglaterra. Los rojos uniformes de los soldados en marcha empezaron a asemejarse a trajes de arlequín con la nieve que les acolchó pecho y muslos, dejándoles la espalda de un rojo brillante aún.

El zar Pedro y sus tres compañeros —el príncipe Menshikof, él príncipe Romdanovsky y el coronel Konigseck— cabalgaban detrás de los músicos. Sus caballos danzaban inquietos en los torbellinos de nieve y titilaban joyas en sus pesadas bridas. Las capas de los tres cortesanos eran brillantes como papagayos; pero la del zar era sencilla, gruesa y oscura. Parecía un pardusco prisionero de sus propios ejércitos entre los brillantes uniformes de sus ayudantes.

Katrina, en compañía de Grog y Matilde, vio marchar a los soldados. El viento le sonrosó él rostro y la nieve prendió, blanca y espesa, en sus pestañas. La luz del día brillaba de un verde pálido aún tras el velo de copos.

La muchacha se tocó los labios donde la había besado el zar. Había estado soplándole el fuego a Matilde y se encontraba colorada y sin aliento por el esfuerzo hecho cuando el zar entrara sin ceremonia en la cocina camino de las cuadras.

Sin decir una palabra, la había asido por los hombros, alzándola en vilo como si fuese una jarra de vino.

Tenía la boca abierta de sobresalto cuando el soberano apretó sus labios gruesos contra los de ella. Katrina sintió cómo la pinchaba el bigote y captó el sabor de vino dulce con que había remojado el desayuno. Cuando dejó de besarla, ella le sonrió comprensiva, casi con compasión. Hizo él un gesto con la cabeza y continuó su camino hacia el patio. Si hubiera supuesto que lo había hecho todo con indiferencia; pero Katrina obtuvo la impresión, sin saber por qué, de que el zar, al pasar, se había calentado a ella un instante como a un fuego agradable.

La sensación del beso había perdurado, y le había seguido con la vista, muy abiertos los ojos y nublados con el anhelo de algo que sólo empezaba a comprender.

Grog se quitó la nieve del cuerpo a manotazos y volvió al calor de la cocina una vez se perdieron de vista los soldados. Estiró los brazos, encantado al ver tan vacía la estancia.

—¡Ni un dragón, ni un soldado, ni un bombardero! —rió. Y su enorme voz hizo tintinear las cacerolas en sus ganchos—. Habrá sitio junto al fuego durante un par de días.

—¿Sólo dos días? —murmuró Katrina.

El enano arrancó un tropo de pasta caliente de un pastel de queso de Matilde, y se lo metió en la boca.

—En Noteburgo, no hay más que una guarnición de quinientos suecos medio muertos de hambre y con municiones escasas —repuso—. El grupo que ha marchado no es más que un grupo de limpieza, aunque por el tamaño, las cornetas y el jaleo, parecía como si los rusos marcharan a conquistar toda China. Sí, estarán de vuelta dentro de dos o tres días con sangre fresca en las espadas, hambrientos de vino, comida caliente… ¡y mujeres!

En el rincón de la cocina, María se echó a reír. Tenía los ojos hinchados de dormir, el negro cabello desgreñado, y aún se notaba un surco encarnado en la mejilla teñida con remolacha, allá donde el cordoncillo de la manga de un dragón la había señalado.

Katrina contempló, pensativa, a la licenciosa hija de Matilde, y se asombró a sí misma al decir de pronto:

—¡Sal a lavarte, so cerda!

Las palabras sonaron cortantes y con autoridad, completamente distintas al tono habitual y tranquilo de Katrina. Resultó tan sorprendente, que Grog parpadeó, maravillado. Pero María se puso en pie sin decir una palabra y salió a la bomba del patio.

Al cabo de un momento, oyeron funcionar la bomba al ducharse María, sumisa, con agua fría. Grog se tragó un bocado de pastel de queso.

—¡Por los Mártires! —exclamó—. ¡En esta casa parece representar algo la cama en que duerme una muchacha!

Katrina se ocupó junto al fogón para ocultar su confusión. Se dio cuenta de que, inconscientemente, había estado imitando las bruscas órdenes que el príncipe Menshikof le dirigía a Sten’ka el cosaco. Era la primera vez en su vida que daba una orden a otro ser humano y se veía obedecida.

Era la tarde del quinto día cuando los rusos regresaron de capturar Noteburgo. Al parecer, los suecos medio muertos de hambre luchaban con mayor tesón aún que los bien alimentados. Habían pagado cara la victoria.

El zar Pedro entró como un torbellino en la granja. Llevaba él uniforme roto y lleno de manchones duros como de arcilla oscura. Menshikof, Romdanovsky, Sten’ka y la otra media docena de componentes de la plana mayor del zar iban también salpicados de sangre.

Pero el coronel Konigseck no marchaba entre ellos. Cuatro soldados transportaban su cuerpo en una litera hecha de palos y lona.

El bien parecido rostro del coronel parecía de cera, con vetas azuladas, y casi transparente. De igual manera que se hiela la carne, así estaba él cadáver de Konigseck, y la contracción de la muerte, al alcanzarle, le había tirado de la boca, dejándola contraída en expresión de inalterable desdén.

La muerte había pillado al coronel Konigseck por sorpresa. Pero en el instante que precediera a la eternidad, su rostro había hallado tiempo para mostrar su completa desaprobación de semejante afrenta a su dignidad.

Yació allí, deshelándose sobre las piedras del hogar, quebradizo de hielo su uniforme. Le maculaba la frente la sangre oscura, congelada.

—¡Velas, malditos! —rugió Pedro.

Y Olaf entró corriendo, torpemente, con un manojo de bujías amarillas. Katrina se encaramó, en silencio, al nicho superior del hogar, fuera del paso. Unos Soldados fueron en busca de jarras y damajuanas de vino. Los oficiales bebieron y aguardaron a que Konigseck se deshelase.

Al cabo de un rato, el príncipe Menshikof se arrodilló junto a la litera y le desabrochó la chaqueta al muerto. El zar se apoyó, cansado, contra la enorme mesa, que rechinó bajo su peso, y tabaleó sobre ella con los dedos. Este tabaleo y el chisporrotear del fuego eran los únicos sonidos que se oían en el cuarto.

Menshikof empezó a depositar los escasos efectos personales del muerto sobre la mesa. Una tabaquera de oro, un reloj muy feo, cuajado de pedrería, unas cuantas monedas de plata y de cuero.

—No hay ni rastro de esos planos de artillería, Majestad —anunció el príncipe—. Sólo unas cuantas cartas particulares.

Sacó una abultada cartera hecha de tripa de cerdo; pero el agua había llegado a penetrar hasta en aquello, y las cartas que fue mirando estaban empapadas.

—Mírale en el bolsillo de atrás, Alec —dijo el zar, con hastío—. Pobre diablo.

—Sí; aquí están dijo, con satisfacción.

Y sacó un plan de batalla en pergamino.

—Voto al diablo —dijo el zar—. En adelante, los mapas de campaña se quedan en la tienda de mando, y eso es una orden.

Tenía la voz plana, abatida. La muerte de su amigo le había turbado al zar más que a ninguno de los otros, porque éstos habían tenido que aguantar la arrogancia de Konigseck. Pero, para el zar, el orgullo de su cortesano no había resultado ofensivo. Había visto las virtudes del soberbio coronel, su hombría, su agilidad mental y su valor, su serenidad ante el peligro, su lealtad. Contempló el mojado montoncito de efectos personales colocados sobre la mesa sin verlos al principio. Luego, con brusca inhalación, como la de un hombre que se ha sentido herido de pronto, el zar se irguió de un salto, haciendo que la pesada mesa resbalara sobre el suelo.

—Esas cartas… —dijo.

Y tomó una de ellas, escudriñando la borrosa escritura que cubría el delgado pergamino. Ya miró atentamente. Luego se acercó al fuego para que se secara. La mano tendida casi tocó el vestido de Katrina, que seguía en el nicho; pero hizo caso omiso de ella por completo.

Katrina sintió que cambiaba la atmósfera del cuarto, como si se hubiese aspirado el aire con una bomba, dejando un vacío en el que hubiese de descargar la tormenta. Los soldados que habían transportado la litera, se hallaban de pie, rígidos, a pocos pasos de ella. Los ojos grises de Menshikof violaban a Pedro, como cazador sereno que escudriña un macizo para ver por dónde puede aparecer y atacarle un tigre herido.

—Alec —dijo el zar, y su voz era ahora pequeña, quejumbrosa y ridículamente infantil para semejante gigante de hombre—, ¿lo sabías?

—¿Majestad?

—Estas cartas, Alec… estas cartas de amor… son de Ana —aumentó de volumen su voz—. ¿Lo sabías, Alec? Cartas de amor dirigidas a Konigseck… por Ana…, por mi Ana Mons… a Konigseck…

La voz se le había convertido en áspero grito ya. Agitó el pergamino ante los ojos del príncipe.

—No —respondió Menshikof, sobresaltado pero sincero—. Sólo lo adiviné hace un instante, cuando las acercaste al fuego.

Le quitó de la mano al zar él pergamino ya seco, y empezó a leer en alta voz:

—… conque, mi solo, único y verdadero adorado, mi alma te susurra mi amor entre las hojas secretas de esta misiva…

—¡Silencio! —le rugió Pedro.

Se había tapado los ojos para no enterarse. Menshikof palideció, dándose cuenta de su propio peligro. Había seguido leyendo, sin pensar, impulsado por la curiosidad. Encauzó nuevamente la ira del zar, con hilaridad, hacia aquel que la merecía.

—El muy perro de Konigseck —dijo.

El zar se puso en pie y miró en torno suyo. Era él quien estaba pálido ahora. Había empezado a contraérsele espasmódicamente la mejilla, y aquél no era un espasmo de ira pasajera, sino una contracción implacable que le tiraba de los labios dejándole al desnudo los dientes por un lado. Cruzaban el rostro del soberano convulsiones de enfermo. Dio una zancada hacia la litera.

—¡Traidor cerdo polaco! —dijo. Y se tambaleó—. ¡Llevarse una mujer mía a la cama y aún pasarse por amigo mío!

Le tembló la pierna en su afán de darle Un puntapié al cuerpo del hombre que le había traicionado. Parte del propio ser del zar intentó frenar el movimiento; pero su pie salió disparado hacia delante en un estallido de furia. El cadáver de Konigseck rodó lentamente, como de mala gana, saliéndose de la litera.

—Sacadle…, atadle a su caballo… y ¡fustigad al animal en dirección a Polonia!

Dio media vuelta, luchando por dominar sus turbulentas emociones. Volvió al lado del fuego y apoyó la frente sobre la repisa que había por encima.

Los soldados empezaron a colocar el cadáver otra vez sobre la litera. Menshikof les detuvo con un gesto.

—No —dijo, con voz tranquila—, ¡arrastradlo!

Pero se volvió bruscamente.

—Y ¡llamad al oficial de guardia!

Tenía él rostro y él cuello cubiertos de sudor, de un sudor que resbalaba en gotas amarillentas, como si fuesen de mantequilla fundida.

Cuando el joven oficial entró, vio la torcida boca del zar, y cerró sus propios labios con precisión militar ahogando la exclamación que estaba a punto de soltar. Se cuadró como si fueran a ponerle una medalla, y aguardó.

—Capitán Eckoff, sal para Moscú inmediatamente. Encárgate de que esté Ana Mons en espera de mi regreso. Mis órdenes son ésas y ¡te haré responsable con la vida si no se cumplen al pie de la letra!

Tragó con dificultad.

—¡Majestad!

El capitán saludó y giró sobre sus talones, casi cerrados los párpados para ocultar su asombro. Dirigió una rápida mirada a Katrina, metida en él nicho de encima de la chimenea, brillando su vestido de amarillo brocado al resplandor del fuego.

Con distintos pretextos, los oficiales de Estado Mayor se fueron marchando, hasta dejar al Zar sólo con Menshikof y con Sten’ka, el cosaco que miraba por encima de su jarra de vodka comprendiendo tan sólo a medias él drama que ante él se estaba desarrollando. Pedro se debatía en tormento, abrumado por sus pensamientos. Los crispados puños temblaban de ansias por hacer daño a Ana Mons, por magullar su blando y blanco cuerpo sobre el que tanto había derrochado. La de veces que había proyectado y pensado en hacerla emperatriz y la infinidad de veces en que la había amado… Ahora, todo era discordia en su cerebro. Sintió que su ira se iba convirtiendo en desesperación y debilidad.

Se volvió al cabo de un rato y miró en torno suyo. El cadáver había desaparecido de allí ya. Caminó, con paso inseguro, hacia la mesa. Le latía un pulso en la garganta, por encima mismo de la clavícula, como si estuviese a punto de estallar. Y las paredes parecían estarse agitando como cortinas. El rugido del viento fuera, y el goteo de la nieve que se deshelaba, sonaban amplificados y con distorsión. La cocina parecía llena de burbujas blancas y plateadas que flotaban y acababan por reventar. Veía a Menshikof y a Katrina, que había saltado, con ansiedad, del nicho. Pero era como si los estuviese viendo debajo del agua. No supo que exhalaba un grito que era medio aullido. No supo que se estaba cayendo.

Dio, pesadamente, en el suelo. La cabeza le pegó contra la piedra con sonido de tambor de madera. El zar se encontraba sin conocimiento, pero no estaba quieto. Se le movían los ojos bajo los párpados, que no dejaban un momento de estremecerse. Sacudía piernas y brazos. Katrina corrió a arrodillarse a su lado. Se alzó el vestido y se arrancó un trozo de la enagua para bañarle el rostro al zar.

Olaf había entrado corriendo al oír el grito del soberano. Sten’ka soltó la jarra y se acercó muy despacio, colgándole los largos brazos como los de un gorila.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —jadeó Olaf.

—Prepara una cama aprisa —ordenó Menshikof, que estaba pálido—. Allí, en ese hueco junto al fuego, lejos de esas malditas corrientes.

Sten’ka ayudó a Olaf a meter un colchón a rastras. El zar yacía inmóvil ahora, habiendo perdido totalmente el conocimiento. Recurriendo a todas sus fuerzas, Sten’ka y Menshikof alzaron el enorme cuerpo exangüe depositándolo sobre el lecho junto al hogar.

Katrina había preparado un cuenco de agua caliente, y se arrodillaba para continuar bañándole el rostro al zar, cuando Menshikof le posó la mano en el hombro.

—¡Ya haré eso yo! —anunció, brevemente.

Y le quitó el cuenco.

La muchacha se quedó sin saber qué hacer, observando cómo se arrodillaba el príncipe junto a Pedro para bañarle la cara. Vio que volvía a aparecer en los ojos de Menshikof la misma ternura femenina de la ocasión anterior al quedar absorto en su tarea.

La rasgada enagua asomaba por debajo del vestido. Observó que Sten’ka la miraba y, tras un momento de vacilación, marchó de la cocina y subió lentamente la escalera en dirección a la alcoba del príncipe para cambiarse de vestido, con el fin de evadirse de las miradas del cosaco que la seguía sin cesar, y para hallar alivio del ambiente dramático que reinaba en la cocina.

Se sacó el vestido por la cabeza y se desató la enagua rota. La molestaban los zapatos, conque se los quitó. Sin otra cosa que una enagua, echó agua de una jarra grande de plata en un lavabo, y se salpicó la cara, el cuello y los desnudos hombros.

Alzó la cabeza, refrescada, con los dedos húmedos y frescos sobre las mejillas, y vio a Sten’ka que la estaba observando en silencio. Estaba apoyado contra la cerrada puerta, contemplándola con ojuelos brillantes, tan inhumanos y tan sin parpadear como los de un pájaro. Se había quitado el alto gorro cónico de piel, del que, al arrojarlo sobre la cama, cayeron unas cuantas perlas pequeñas. Las aplastó bajo sus pies sin fijarse al echar a andar hacia Katrina. Sin la gorra de piel, la cabeza parecía plana, como si le hubiesen cortado un trozo. Pero seguía siendo enorme, casi tan grande como el propio zar.

Como si se diera cuenta de que estaba desempeñando un papel en una pesadilla, Katrina continuó lavándose. Le rociaba el agua los hombros cuando Sten’ka la rodeó con los largos y duros brazos. Rudamente, con los labios retirados de los dientes como fiera a punto de morder, Sten’ka le encontró la boca. Sus dientes rasparon contra los de ella y le empujaron la cabeza hacia atrás. Las palabras que la muchacha estaba a punto de pronunciar quedaron ahogadas, y cuando intentó deslizarse de entre sus brazos la apretó hasta casi cortarle la respiración.

Sus esfuerzos por rechazar el enorme cuerpo parecieron fútiles, al obligarla él a retroceder hacia la cama. Sintió el colchón contra los muslos un segundo antes de caer sobre él.

Sten’ka, el cosaco, tenía mucho de animal. No era Un hombre malo, porque no hacía nada que fuese en contra de su conciencia. Lo malo de Sten’ka era que había muy pocas cosas en la vida que ofendiesen a su conciencia, como no fuera la cobardía física.

No le deseaba a Katrina daño alguno. Pero sí que deseaba hacerle el amor. No le cabía en la cabeza más de un pensamiento a la vez y aquél había logrado apoderarse de las riendas momentáneamente, como quien dice. Deseaba hacerle el amor a Katrina, y le pareció excelente la oportunidad que se le ofrecía mientras todos estuviesen preocupados por el colapso del zar.

Pero la clara y bestial felicidad de subyugar a una mujer medio desnuda quedó desplazada por un contacto distinto y menos agradable.

Unos dedos fuertes le habían agarrado el negro cabello y Sten’ka sintió que le tiraban de la cabeza hacia atrás hasta que las venas del cuello le sobresalieron como uvas.

—Suelta, Sten’ka —ordenó el príncipe Menshikof como quien habla a un perro.

Y continuó tirando del cosaco hacia atrás por el pelo hasta que Sten’ka, con un rugido de ira, se desasió.

Katrina se incorporó, jadeando. Tenía los desnudos y húmedos hombros cubiertos de una especie de barro oscuro, brillante.

—¿Qué es lo que llevas encima? —preguntó Menshikof—. ¿Pólvora?

Las pupilas de Sten’ka se contrajeron. Se llevó la mano a las bandoleras cosacas, primorosamente decoradas. Los dedos de la muchacha, al golpearle y arañarle el pecho, se las había roto, rasgando los largos y preciosos cartuchos de papel, salpicándole con el negro explosivo en la lucha.

—¡Maldita diablesa! —exclamó Sten’ka, casi ininteligible de ira la voz. Alzó el puño—. Me has echado a perder las municiones.

—¡Largo de aquí! ¡Vete a tu cuartel!

La voz de Menshikof era un latigazo de autoridad. Le hizo detenerse en seco a Sten’ka.

—¿Quién eres tú para ordenarme que vuelva al cuartel? —gruñó, haciendo la pregunta que llevaba formándose en su lerda mente desde hacía tiempo—. Tú mandas la guarnición, pero no la caballería cosaca.

—Mientras el zar esté indispuesto —anunció él príncipe, tronando ahora— yo mando el Gran Ejército. ¡Vuelve al cuartel!

Sten’ka se encogió de hombros y se fue tocándose con resentimiento las estropeadas bandoleras.

El príncipe se volvió de nuevo a Katrina y se hizo dulce su voz.

—Vamos —dijo—, no puede haberte hecho mucho daño, porque subí pisándole los talones. No dispuso más que de un minuto.

Katrina se frotó los magullados brazos.

—Eso puede ser la mar de tiempo para un cosaco —repuso.

Miró a Menshikof, agradecida de que le hablara con tanta dulzura.

—Gracias —murmuró.

El príncipe hizo caso omiso de la palabra.

—Vístete aprisa —dijo—. He subido a buscarte. El zar ha recobrado el conocimiento, a Dios gracias se santiguó devotamente Está despierto y ¡está preguntando por ti, criatura!

—¿Por mí? —exclamó Katrina sorprendida.

—Por ti —repitió Menshikof, con cierta hosquedad—. No cabe duda de que tiene fiebre. Por dos veces, desde que volvió en sí, a pesar de que era yo, su más querido amigo, el que se hallaba arrodillado a sus pies humedeciéndole la frente y los labios, murmuró; «Katrina, ven; te hablaré de mi pequeña Ana». Quizás en su delirio te relacione con sus últimos pensamientos felices de esa traidora ramera. Sea cual fuere el motivo, no obstante él es el zar, y has de acudir a su llamada.

—¿Espero que no dejarías al zar solo, sin asistencia? —preguntó con ansiedad Katrina.

Menshikof se permitió una sonrisa.

—Maldito si no pienso a veces que pudieras resultar una buena amiga para el zar, y para mí —dijo—. Pero, date prisa a ponerte el vestido. Y no te preocupes, porque Matilde y Romdanovsky le están guardando.

Menshikof siguió a la grácil Katrina por la escalera, y sus ojos grises la consideraron con perspicacia. No tenía pesadez de campesina. Aunque muy joven, era serena e inteligente. Si lograba sobrevivir en los tempestuosos mares que siempre rodeaban al zar, bien pudiera ser que llegara su barco a puerto. Una parte de Menshikof estaba ahora celoso de Katrina. Pero la parte más perspicaz de su cerebro desterró el sentimiento por estúpido y poco provechoso. El Pequeño Alec era un cortesano de demasiada experiencia para darse la ingrata y peligrosa tarea de vadear contra la creciente corriente.

—Peores cosas podrían hacerse —se dijo— que fomentar y facilitar las probabilidades de la joven Katrina.

Después de todo, tenía contraída con él cierta deuda de agradecimiento por librarla de las incomodidades del carro de esclavos de Pskof. Y había sido su amante.

Sin saber que había logrado un poderoso aliado en la que estaba destinada a ser quizá la hora de su mayor necesidad, Katrina bajó con ansiedad la escalera para contestar a la llamada del zar. Menshikof, el hombre que hubiese podido quebrar a Katrina aun antes de que nacieran sus esperanzas, había tomado en aquel momento, allá en la escalera, una decisión que había de cambiar la historia de Rusia y de todo el mundo civilizado.

La muchacha entro, apresuradamente, en la cocina. La breve mejoría del zar se había convertido ya otra vez en acceso de epilepsia.

El príncipe Romdanovsky le estaba observando con impotencia. Pedro yacía rígido, agitados los parpados.

Se le movían espasmódicamente brazos y piernas, y un hilillo de sangre se le escapaba por entre los labios. Katrina oyó el crujir de los dientes y era como el que hacen los guijarros cuando se camina sobre ellos.

—¡Aprisa! —le dijo a Romdanovsky—. ¡Hemos de abrirle la boca al zar! ¡Se está mordiendo la lengua! Romdanovsky la miró, descolorido.

—Nadie debe ponerle un dedo al zar en la cara.

—Porque es el zar —respondió él, secamente. El soberano había empezado a gemir guturalmente. Parecía estarse asfixiando.

—¡Qué tontería! —exclamó Katrina. Tomó una cuchara de palo del hogar y la metió a viva fuerza por entre los dientes de Pedro. Un chorro de sangre salpicó la cuchara al lograr la muchacha Separarle las mandíbulas. Inmediatamente, los fuertes dientes del soberano se cerraron sobre el mango de palo y dejó de roerse la lengua.

Romdanovsky hizo ademán de intervenir. Pero el príncipe Menshikof le contuvo con decisivo gesto.

—¡Ah, eso está mejor! —dijo, con alivio.

Sí bien habla dado muestras de tener menos valor que Katrina, su sentido común no era menor.

—Eres una buena chica —dijo—. Iré a buscar agua fresca para bañar el rostro de Su Majestad.

Marchó a la bomba del patio y Katrina se arrodilló en el enorme colchón de paja sobre el que yacía el zar, poniéndole bien la cuchara en la boca. Cuando llegó el agua fresca, le bañó la cara y, poco rato después, el zar dejó de estremecerse y se quedó tranquilo, oscureciéndose la piel alrededor de los ojos en forma de grandes moraduras.

El príncipe Menshikof había estado contemplando los cuidados de la muchacha con una sonrisa casi de envidia y, cuando vio que el zar pasaba del ataque epiléptico al sueño, exhaló un suspiro de alivio y encendió la pipa. Dio varias chupadas y pareció estar tomando una Redejón. De pronto le dijo a Olaf y a Matilde:

—Katrina se quedará con el zar y será su enfermera mientras Romdanovsky y yo estemos ausentes con el Ejército.

La muchacha no alzó la cabeza. Siguió refrescándole las sienes al soberano y no pareció oírle cuando agregó, con firmeza:

—Ha de ser obedecida en todo.

Olaf asintió con un movimiento de cabeza. Matilde dijo, con avidez:

—Sí, sí…, tiene mucho sentido común.

No pareció sorprenderse de que la dirección de la casa hubiese pasado así, en un instante, de sus manos y de las de su esposo a las de una prisionera de guerra sueca que tan poco antes había sido una esclava cargada de cadenas. Matilde y Olaf estaban acostumbrados a obedecer órdenes.

—Te mandaré un correo cada tres días —anunció Menshikof. Tú le darás noticias del estado del zar, Katrina. Y… no olvides que puedo estar aquí de vuelta a en menos de veinte horas si es necesario.

Katrina movió la cabeza en señal de asentimiento. El príncipe Romdanovsky dijo, con cierta hosquedad:

—¿Es posible, Alec, que vayas a dejar al zar sólo con unos cuantos criados?

—No podemos permitirnos él lujo de perder un día rondando por aquí —respondió Menshikof—. Mientras Carlos de Suecia esté ocupado en Polonia con su Gran Ejército, hemos de tomar todo el terreno que podamos alrededor de Petersburgo. Es orden del zar.

El otro movió afirmativamente la cabeza, multiplicándosele la barbilla como una concertina.

—En efecto —dijo—, eso es cierto; pero…

—Nos ponemos en marcha mañana —le interrumpió Menshikof, con firmeza y determinación—. El zar lo querría así.

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