Katrina

Katrina


CAPITULO VIII

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—Sten’ka, so cerdo —gritó—. Yo soy el zar y podría matarte. Pero lucharé contigo como hombre, ¡cómo soldado! ¡Lucharé contigo con el látigo, al estilo cosaco!

Se volvió hacia Mazeppa.

—Trae dos látigos y comprueba su longitud y su anchura —ordenó, con aspereza—. Luego, despeja un espacio en la plaza para un duelo. ¡Veamos si un cosaco del Dnieper sabe desenvolverse tan bien con el látigo como sus hermanos los cosacos del Don, o si toda su fuerza la tiene en la lengua!

La matanza se olvidó inmediatamente. El zar, con una perspicacia digna de Menshikof, había dividido a los rebeldes cosacos, la mitad de los cuales eran altos y aristocráticos jinetes del Dnieper, y los demás, que eran los que más abundaban en la plaza, pertenecían a las tribus más salvajes del Don.

Sten’ka se frotó la roncha del látigo con un gruñido de ira. Se veía el desconcierto en sus ojos.

—Está prohibido —dijo, muy despacio— alzar la mano contra el zar. Ésta es una trampa para obligarme a cometer una ofensa que merezca la horca.

—La has cometido ya —declaró el zar—; pero yo te juro por la Vera Cruz que si me vences en lucha leal ningún mal te ocurrirá.

El rostro de Sten’ka se iluminó. Entre los millares de parte del zar, cosa que le hizo exhalar un suspiro de toda plaza de Narva, él era el único que podía mirar al zar desde la misma altura. No era tan ancho de espaldas como Pedro, pero tenía el pecho más profundo y los brazos igualmente gruesos. Si acaso, el zar era el de estructura más fuerte de los dos; pero Sten’ka tenía la ventaja de cerca de diez años menos de edad. Midió al zar con una mirada que jamás hasta entonces se le había ocurrido emplear: la de un adversario. Y movió afirmativamente la cabeza con una sonrisa lenta.

—Eso me basta —dijo—. ¡Te arrancaré la piel de las costillas, Majestad!

Sonó una carcajada al oírse esto, y el zar sonrió sombrío. Un ordenanza marchó sin llamar la atención obedeciendo las órdenes que le susurró Menshikof y, al poco rato, apareció por una de las calles vecinas una columna de infantería de la Guardia del Zar, apresuradamente reunida, y serpenteó, en fila india, por entre la muchedumbre de cosacos, samoyedos y corpulentos soldados rusos. Los tambores tocaron a Asamblea General, y otros tambores fueron deslizándose por entre la gente hasta ocupar sus puestos para hacer coro a los primeros. Algunos de ellos estaban desgreñados y otros borrachos ya; pero siguieron tocando. Se fue formando, gradualmente, un cuadro, y a los soldados espectadores les fueron empujando hacia atrás para dejar un espacio lo suficientemente ancho para los duelistas, Katrina se hallaba de pie junto al príncipe Menshikof, pálido el rostro de aflicción. De no haberle ella suplicado al zar que pusiese fin a la matanza, aquello jamás hubiera sucedido.

—¿No puedes tú pararlos? —susurró.

Menshikof se encogió de, hombros, con una leve sonrisa de desasosiego.

—Es demasiado tarde para preocuparse ya —respondió—. Y ésta no es la primera vez que el zar se bate a latigazos. Lo ha hecho en su niñez. El sabe lo que se hace.

—Pero… ¿no podría ser que le mataran?

El príncipe la miró y vio la intensa ansiedad que le brillaba en los ojos.

—Más de un hombre ha muerto en duelo a látigo —dijo—, sobre todo usándose estos látigos cosacos cargados. Pero estos dos son fuertes como toros. No creo que los látigos les maten. ¡Pido a Dios que no maten al zar por lo menos!

Y por él rostro de Menshikof pasó la misma expresión de ternura femenina que la muchacha viese en otras ocasiones.

El zar se había quitado la camisa y tomó ahora él látigo, examinando cuidadosamente cada tralla, tirando de la punta recubierta de metal para asegurarse de su firmeza, puesto que de ello podía depender su vida. Los pantalones de caballería sujetos por la cintura con un ancho cinturón de duelo para protegerle los riñones, y su pecho, parecían más abultados y formidables que de costumbre.

Sten’ka se había quitado la blusa salpicada de sangre, quedándose con los pantalones de damasco encarnado. También él se inclinó a examinar el látigo, investigando cada nudo trenzado en busca de fallos. Tiró de las trallas hasta hacer crujir el cuero. Si a uno de los duelistas se le rompía el látigo en plena lucha, no habría descanso mientras le traían otro. Significaría simplemente, que su adversario podría azotarle tranquilamente hasta dejarle sin vida, sin que él pudiera defenderse.

Los dos combatientes, aun cuando ambos tenían más de un metro noventa de estatura, no parecían anormalmente altos al acercarse el uno al otro. Era la muchedumbre la que parecía enana. Por fuera del corro de espectadores los minúsculos samoyedos y los patizambos calmucos corrían de un lado para otro buscando huecos por los que ver el espectáculo, y daban la sensación de ser como juguetes en contraste con los dos combatientes. El príncipe Menshikof se fijó en el rostro, lleno de ansiedad, de Katrina e intentó hallar algo que decir que le hiciese parecer estar completamente tranquilo, cosa que, desde luego, andaba muy lejos de estar.

—En estos duelos cosacos —anunció—, las reglas no pueden ser más sencillas. Se cogen ambos de la mano izquierda y el perdedor es el primero que cae o suelta la mano del otro.

Katrina se estremeció. El tambor había estado tocando un significativo redoble y, ahora, al dirigirse él zar al encuentro de Sten’ka, dio una nota solitaria que hizo que ambos hombres se detuvieran en seco. Se miraron un instante en silencio, y Sten’ka sonrió con astucia. Luego, se asieron ambos la mano izquierda con tanta firmeza, que pareció como si su intención fuese dislocarse el pulgar.

Cada uno de ellos intentó, inmediatamente, establecer su superioridad. Los músculos de brazos y hombros se retorcieron como cuerdas con el esfuerzo, y Katrina vio la carne estirada en blanca faja detrás de los nudillos de cada hombre.

Por lo demás, se hallaban inmóviles como estatuas, sin mirarse siquiera, con la vista clavada en opuestas direcciones en mirada de completa concentración. Ambos hombres estaban metiendo toda la enorme fuerza de su cuerpo en el compacto campo de batalla constituido por sus agarradas manos.

El tambor sonó otra vez, la primera señal para pegar. Katrina observó, con la mano apretada contra la abierta boca. Comprendió ahora por qué aquella forma de asirse era de importancia para los duelistas. Porque, durante la fracción de segundo en que los trenzados látigos hendieron el aire, el zar logró tirar de Sten’ka hacia delante, de suerte que la tralla con punta metálica del cosaco abrió un rojo surco en los hombros del zar, donde los músculos tenían varios centímetros de grueso; pero el trallazo del zar alcanzó carne más vulnerable detrás de las costillas inferiores de Sten’ka y encima de las expuestas vértebras de la espina dorsal. La punta dé metal se había hincado como el pico de un buitre y el cosaco experimentó una convulsión que le penetró hasta las yemas de los dedos y le bajó por las pantorrillas, cortándole el aliento como un agudo acceso de dolorosa tos. Sten’ka no exhaló el menor sonido, pero se puso a sudar inmediatamente.

Siguió una pausa de unos segundos y, luego, la silenciosa y casi inmóvil lucha para obtener la ventaja con la mano hasta el siguiente golpe de tambor, momento en que los dos látigos volvieron a descender con un sonido semejante al de golpes propinados con una mano enguantada abierta. Esta vez el daño no fue grande, porque ambos habían esquivado de la única manera que el duelo aquel permitía: tirando de la mano del adversario hacia arriba y hacia dentro al ser descargado el golpe, de forma que el latigazo perdió mucha fuerza y la mortal punta de hierro no tocó.

La apiñada soldadesca gritó su desaprobación y, cuando los golpes siguientes cayeron, los dos combatientes estaban tan decididos a no esquivar, que ambos fueron proyectados medio paso hacia delante por la fuerza de los latigazos.

La muchedumbre de soldados, tan veleidosa como cualquier otra, aulló ahora palabras de estímulo y de incitación. Los cosacos del Dnieper prorrumpieron en gritos de Netchai! Netchai!, para animar a Sten’ka. La infantería rusa bramó como un millar de toros a favor de su zar. Los samoyedos, contagiados del frenesí popular, lanzaron agudos gritos con absoluta imparcialidad.

Entre las filas de cosacos del Don se alzaron aclamaciones bulliciosas, unas a favor de Pedro, otras a favor de Sten’ka. Pero a Menshikof, que escuchaba atentamente, le pareció notar que la mayoría estaba de parte del zar, cosa que le hizo exhalar un suspiro de alivio. Si el zar daba buena cuenta de si, la breve rebelión se extinguiría aun antes de haber empezado.

Y no cabía duda de que el zar estaba dando buena cuenta de sí, en efecto, porque en el siguiente intercambio recibió un trallazo que le abrió la parte superior del brazo como si hubiese sido un cuchillo sin filo; pero el cuerpo de Sten’ka se estremeció como el de un toro que intenta deshacerse de un enjambre de moscas que le pica, porque el golpe que le propinó él zar le sacudió casi hasta las rodillas. Katrina sintió contrición y sequedad de garganta. Lo apretado del ceñido uniforme de húsar y el calor del sol se combinaron con la ansiedad que sentía por el zar para hacerla tambalearse, mareada y aturdida, contra el brazo de Menshikof. Los golpes de tambor se hicieron más rápidos y los golpes cayeras más aprisa. Después de los primeros veinte, destinados a proporcionar a los adversarios una oportunidad para hacer exhibición de su habilidad en el forcejeo, ahora podían descargar otros veinte casi a la velocidad de latidos para que la agilidad y la fuerza muscular pudieran emplearse a fondo.

En este rápido intercambio, él zar sufrió, porque Sten’ka tenía los músculos duros y bien dominados de una criatura salvaje. Ello no obstante, Pedro avanzó de cara a cada latigazo haciendo retroceder gradualmente al cosaco a través del espacio despejado, hasta que estuvieron tan cerca de Katrina que ésta pudo ver deslizarse él sudor por entre las espesas cejas del zar, y contemplar el enrejado de heridas que cubría la espalda de Sten’ka.

No tardó en llegar otra vez el periodo de golpes lentos, y el zar había logrado conservar serenidad y fuerza suficiente para sacarles todo el partido. Ninguno de los dos hombres había exhalado el menor sonido, ni siquiera un murmullo de malestar; pero el cosaco había empezado a morderse el labio inferior con una intensidad que lo señaló de profundos hoyos morados. Cada trallazo descargado daba sobre un lugar ya dolorido y, para Sten’ka, cuya cabeza se inclinaba más hacia delante con cada golpe, era como si toda su vida la hubiese pasado en roja angustia de dolor, como si jamás hubiera existido un momento que él recordara, en que el placer y la salud hubiesen sido otra cosa que un sueño lejano.

La angustia se había convertido en la única realidad, en la única eternidad creíble para Sten’ka. De no haberle estado sosteniendo la implacable mano del zar Pedro, quizás hubiera caído. Pero, así, Sten’ka permaneció de pié y continuó pegando a cada golpe de tambor; pero cada latigazo que recibía le doblaba aún más las inseguras rodillas, basta que se vio claramente que estaba a punto de desmoronarse. Llevaba ahora los saturados pantalones pegados a las piernas como si fuesen de húmeda gasa. El rostro del zar se había contraído en dura sonrisa. Los espectadores estaban gritando, añilando, y golpeándose unos a otros encantados. Había sido aquél un duelo que durante mucho tiempo se recordaría, que se contaría a los nietos, que durante muchos años le valdría buenos vasos de vodka en la taberna a quien lo relatase.

Sten’ka había caído. Yacía postrado, asiendo aún su inútil látigo. Los golpes de tambor cesaron, pero el zar continuó agarrándole la mano y descargando golpe tras golpe hasta que el príncipe Menshikof dio un paso hacia delante y le asió del brazo. En los ojos del zar se observaba la misma expresión de aturdimiento que notara Katrina en los de los soldados durante la matanza. Durante un largo momento el zar permaneció junto a su caído contrincante respirando fuertemente para recobrar él aliento, mientras le volvía a coordinar el cerebro y sus gozosas tropas gritaban. Un oficial de Estado Mayor empapó un paño en agua fría y corrió a ponerlo sobre la espalda del soberano. Su frescura le hizo volver en sí por completo, recobrar nuevamente la conciencia. Se irguió y dejó caer al suelo el ensangrentado látigo.

Sten’ka yacía boca arriba, con los ojos cerrados y la mandíbula inferior caída. Estaba sin conocimiento y por los ronquidos que daba al respirar parecía tener una fuerte conmoción cerebral. Alguno de los latigazos debía de haberle fracturado la base del cráneo o la espina dorsal.

Mazeppa, el hetmán cosaco, se adelantó sonriendo. Había sido una exhibición magnífica y una diversión que coronaba dignamente la gran victoria del día. Cosas como aquélla proporcionaban ratos de felicidad a los cosacos. Hasta los cosacos del Dnieper reían. No tomaban como afrenta personal la derrota de Sten’ka. De haber salido victorioso, Sten’ka hubiese sido su campeón; pero, en la derrota, Sten’ka era un simple rebelde aislado. Así era él mundo, y en particular el mundo de un cosaco.

—¿Qué hago de él, Majestad? —inquirió Mazeppa, expansiva aún la sonrisa en las afeitadas mejillas.

—Mátale —respondió, sin vacilar, Pedro—. De haber vencido, hubiese vivido como le prometí. Pero ¡ningún perro vencido ha de vivir para poder jactarse de haberle cruzado la espalda con el látigo al zar!

Los cosacos aullaron encantados al oírlo. Si su alegría había sido enorme antes, ahora rebasó todos los límites. ¡Aquélla si que era una muestra de humor fino, de ingenio! Repitieron las humorísticas palabras, paladeándolas[16]. Se tiraron al suelo, revolcándose en el polvo muertos de risa.

Mazeppa, para no ser menos, hizo una humorada por su cuenta. Se plantó junto al caído Sten’ka y le miró, riendo.

—Siempre habló demasiado alto —dijo—. Y, dentro de un momento, hablará más alto aún. ¡Tronará como un cañón!

Destapó su cebador y derramó una cascada de pólvora negra en la abierta boca de Sten’ka, hasta que le quedó llena hasta los dientes y rebosó formando dos montoncitos en el suelo junto a las mejillas. Un regocijado cosaco entregó a su jefe una mecha encendida y Mazeppa la acercó a la pólvora.

Katrina había apartado la mirada, cubriéndose además los ojos. Recordó a Sten’ka sentado junto al fuego de la cocina, riendo, paladeando el vodka caliente, moviendo la cabeza al compás de las canciones de amor de Grog. Recordó los implacables labios de Sten’ka contra los suyos. Apenas oyó el opaco sonido, más semejante a un salpicón amortiguado que a una explosión, que produjo la pólvora al estallar. Sonaron las aclamaciones otra vez y, al flojear éstas, las interrumpieron las bruscas órdenes de los oficiales del Estado Mayor del zar que empezaban a restablecer la disciplina entre los soldados. Las filas se disgregaron, se reagruparon, y cada una de ellas regresó a su respectivo campamento en debido orden. La breve rebelión había terminado, habiendo pagado Sten’ka por ella con su vida.

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