Katrina

Katrina


CAPITULO X

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CAPITULO X

PERMANECIERON muchas semanas en Narva.

Katrina tenía un juego de habitaciones propio en el espacioso palacio: una alcoba, una sala, y un cuartito pequeño al que llamaban, pomposamente, el guardarropa. Durante aquéllas semanas no dejó de sentirse emocionada por cuanto la rodeaba. Tocaba un centenar de veces al día las ricas sedas, los brocados, las blandas almohadas y cojines de la enorme cama. Ésta dominaba como una reina la totalidad de la estancia con sus postes de marfil primorosamente labrados y sus cortinas de seda negra pura enrejadas con tiras de oro. Era oro de verdad. Pedro, para hacerla rabiar, arrancó una de las tiras y la fundió en la llama de la vela, y ella clamó contra semejante desperdicio al llorar oro la tira y mezclarse sus lágrimas con la derretida cera.

A Katrina la encantaba correr las cortinas de la cama y yacer envuelta en la oscuridad, hundida en el confortable colchón de plumas. Contemplaba el brillo de las tiras de oro en la luz de las bujías. A veces, en lugar de hallar encanto en ello, se ponía triste, porque un trocito pequeño de una de aquéllas tiras hubiese podido permitirles vivir con lujo a su madre y su hermano durante más de un año, y habría evitado a su madre la necesidad de prostituirse. El recuerdo de los hombres —casi todos ellos repulsivos— que habían acudido a la cabaña de los bosques de Goreki, la hizo estremecerse.

Porque siempre, aun años más tarde, cuando el lujo se hacía empalagoso, recordaba la pobreza de su infancia y se sentía apesadumbrada.

Aprendió muchas cosas durante aquellas semanas de Narva. Aprendió a enrojecerse los labios, a llevar joyas en los aceitados rizos, a acostumbrarse al peso de piedras preciosas de incalculable valor colgadas de su esbelto cuello. Y a bañarse. El baño se convirtió para ella en un goce, y la limpieza en una delicia que jamás había conocido hasta entonces. El primer baño se lo había dado en Petersburgo, ayudada por Menshikof. Antes de eso, alguna vez había nadado desnuda en el río, pero sólo durante los cortos veranos. Su familia jamás había conocido ni visto un baño.

Ahora, antes de que se despertara, Grog y una de las doncellas entraban con jarra tras jarra de agua caliente y llenaban el baño ante el fuego. Era un placer delicioso y sensual introducirse en el agua caliente perfumada y sentir el calor del fuego de leña en el rostro y en los hombros.

Conque Katrina creció de niña apresada en mujer, tanto como su corazón joven y alerta se lo permitió. Y, a través de todo ello, aprendió a querer al zar, a ser maternal con él durante los momentos en que dudaba de sí, y a compadecerle en sus accesos violentos de rabia. Katrina, en su sencillez de campesina, parecía poder darle algo, algo que ninguna otra de sus numerosas mujeres había logrado darle jamás. La muchacha tenía que estar acordándose continuamente de que Pedro era zar.

Se le antojaba que todo aquello era un sueño de cuento de hadas que acabaría desvaneciéndose, y que se volvería a encontrar entonces en la cabaña, entre los árboles, cada vez más atormentada por Dakof a medida que se iba haciendo menos niña y más mujer.

* * *

Dejaron las afueras de Narva cuando las estrellas empezaban a hacerse amarillas y enormes por encima de su cabeza. El trineo-cama era caliente y cómodo, y estaba protegido por cortinas contra el frío. Los patines del vehículo, al resbalar con rapidez sobre la apretada nieve, producían el mismo ruido que las olas en una playa guijarrosa.

A medida que fue haciéndose la oscuridad más profunda, lobos grises, esperanzados, se mantuvieron en la vecindad del vehículo y su tintineante cabalgata de soldados con coraza de plata a cuyo frente iban los príncipes Menshikof y Eomdanovsky. Katrina se arrodilló y se puso a observar a los lobos por las minúsculas ventanillas. La fascinaban y la hacían sentirse caliente y contenta en el seguro refugio que el gran trineo resultaba. Pedro no la dejó permanecer mucho rato junto a la ventanilla, alzó la mano y la hizo caer de nuevo en el lecho.

Durmieron profundamente hasta él amanecer, momento en que Pedro, respondiendo a la aurora como siempre cual ave marina, se incorporó y metió las piernas en él estrecho corredor entre la cama y la portezuela del vehículo, buscando con los pies sus botas de piel de gamo. Katrina le estuvo observando mientras se vestía.

Una vez hubo terminado de hacerlo, tiró de las cortinas. El carruaje se había detenido junto a los grises y elevados muros de un convento, ante la puerta claveteada.

—Ahí tienes el convento de Susdal, pequeña Katia —dijo el zar.

Y Katrina se puso de rodillas y contempló las grandes murallas.

—Más parece una fortaleza que un lugar sagrado.

Y susurró. Porque se cernía sobre el convento tal atmósfera de silencio y sueño que hubiera podido ser un refugio de los muertos.

El conductor del trineo bajó, con dificultad, del alto pescante. Se había rellenado de paja la acolchada pelliza para cortarle el paso al aire nocturno, de suerte que sólo podía caminar con dificultad. Se acercó torpemente a la formidable puerta y tiró de la oxidada cadena de la campanilla. Pedro saltó del trineo, siguiendo de cerca al conductor con los oficiales de la Guardia. Oyeron un lejano repiqueteo tras los muros y, luego, un largo silencio.

Katrina se vistió apresuradamente y se reunió con el grupo.

—¿Qué clase de sitio es éste, en que las monjas duermen hasta el mediodía? —rugió el zar, con brusca furia.

Y dio tal tirón a la cadena, que la arrancó de cuajo, El príncipe Menshikof sonrió, y golpeó el suelo con los pies para hacerlos entrar en calor.

—Y ahora, señor —dijo, alegremente—, si no oyeron esa llamada, necesitaremos un cañón de asedio para conseguir entrar.

Pero se oyeron pasos arrastrados que se acercaban a la puerta y, al cabo de un instante, se abrió una mirilla. Dos ojos apagados y soñolientos atisbaron por ella.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, con petulancia, una voz.

—¡Abrid al zar! —rugió Menshikof.

Y el guardián de la puerta dio tan violento brinco de sobresalto, que se dio de narices contra la gruesa madera con refuerzo metálico. Eran unas narices peculiares, porque se había cortado un segmento de cada una de las fosas nasales.

—¿Viste eso, señor? —inquirió Menshikof—. ¡Un presidiario dos veces condenado! ¿Qué diablos hace aquí, en Susdal?

—Y desertor del ejército también —dijo el zar, cuya aguda mirada había visto también el descolorido tatuaje de una cruz hecha con pólvora sobre la frente del hombre. Golpeó la fuerte puerta con el puño—. ¡Cómo no abras esta puerta, muchacho, te colgaré por las costillas de un gancho!

Oyeron al hombre soltar una exclamación de temor y, sin embargo, aún hubo Una demora de varios momentos y se oyeron susurros furtivos. Luego, mientras el hombre de la nariz con muescas andaba con la tranca, sonaron otras pisadas que se alejaban corriendo de la puerta.

Fue preciso otro bramido autoritario del príncipe Menshikof para que la pesada tranca de hierro se quitara por fin. El príncipe Romdanovsky y él cargaron contra la puerta y la empujaron abierta aun antes de que se hubiese retirado la tranca del todo.

Llegaron a tiempo para ver a una sarmentosa monjita meterse como una exhalación por la puerta principal del convento.

—Vamos —dijo el zar, con urgencia. Y corrieron hacia el convento tan aprisa, que Katrina tuvo que alzarse hasta las rodillas el borde del vestido para poderles seguir.

Entraran en un comedor oscuro y vacío en el que penetraban algunos rayos oblicuos de luz por aspilleras. Sobre las tres pesadas mesas aún quedaban los restos de lo que debía de haber sido una magnífica comida. Se veían copas de vino aún medio llenas de la noche anterior. En él hogar había grandes montones de ceniza, fría ya.

Romdanovsky contrajo la nariz.

—Sí —dijo el zar, con ira en los ojos—, lo huelo… ¡tabaco!

También debió percibir un leve ruido, porque dio un salto hacia una puerta cercana y la abrió de un tirón. Una muchacha que tendría la edad de Katrina estaba acurrucada en las sombras, junto a la pared. Vestía hábitos de novicia, pero llevaba las mejillas teñidas de encarnado y lucía, echada sobre los hombros, una capa de vivido verde y carmesí. Los ojos reflejaban un intenso terror.

El zar miró a la novicia con acerados ojos. Dio un paso hacia ella, le arrancó la capa de los sobrecogidos hombros, y se la tendió a Menshikof.

—¡Fíjate en esto, Alec!

Una expresión de asombro apareció en el rostro del príncipe, seguida de otra de desconfianza.

—¡La capa del Primer Regimiento de la Guardia Streltsi!

—Los leales oficiales —dijo Pedro, con amargura—, que asesinaron a mi familia e intentaron quitarme el trono para Sofía siendo yo aún niño.

Se volvió hacia la novicia.

—¡Condúceme a Eudoxia!

—Pero…, pero… —tartamudeó la muchacha—, es que la zarina estará ocupada en sus oraciones. Nadie… Vuestra Majestad, no puede turbar…

Al oír la palabra «zarina», título que, en rigor, no le correspondía a la exemperatriz puesto que había tomado él hábito religioso, las pupilas del zar se contrajeron. Asió a la muchacha de la muñeca y se la subió de un tirón por la espalda, hasta casi levantarla en vilo.

—Aprisa —fue lo único que dijo.

Menshikof, Katrina y los oficiales les siguieron al empujar el zar por un laberinto de corredores a la novicia, que iba sollozando.

Llegaron a una puerta adornada con cortinas encarnadas, apartada de las demás, y el zar echó de sí a la muchacha. Un teniente de la guardia la asió inmediatamente, tapándole la boca. El grito de aviso que había estado a punto de lanzar quedó ahogado. Menshikof le expresó su aprobación al oficial con un rápido gesto, y el zar abrió la puerta de par en par.

Eudoxia se hallaba de pie en el centro de una estancia suntuosamente amueblada y de muchas ventanas. Alzó la cabeza, horrorizada, al ver al zar. Tenía desabrochada la parte de atrás del vestido y el corpiño, algo caído permitía ver la encintada parte superior de un primoroso corsé sonrosado francés adornado con piedras preciosas. Katrina se la quedó mirando.

Sólo al encontrarse frente a la esposa del zar se dio cuenta Katrina de la oculta ansiedad con que había estado aguardando aquel momento. Se había imaginado a la depuesta zarina Eudoxia como una mujer alta, majestuosa, orgullosa y de una belleza fría. Sin saber porqué, una siempre se imaginaba así a una zarina. El ver a una mujer casi de edad madura, sobresaltada, con aire de culpabilidad, en él acto de cambiarse apresuradamente su elegante atavío por el negro hábito de monja que yacía en un montón a sus pies, le resultaba a Katrina algo así como un sueño, como un suceso irreal, aunque algo que le proporcionaba alivio.

El cabello de Eudoxia era negro, pero con la negrura mate que dan los tintes vegetales. La larga nariz aristocrática tenía las fosas nasales delgadas y la movilidad característica de una persona de determinación fanática. Se había intentado poco antes, con éxito parcial tan sólo, quitar el encarnado de las descamadas mejillas. Los labios de Eudoxia eran ávidos e intensos y, en aquellos instantes, los tenía retirados en gesto de consternación, descubriendo dientes ennegrecidos cuidadosamente con cosméticos al estilo de las bellezas de la corte rusa, pero no de una monja.

La veloz monjita que había corrido desde la puerta de la muralla a avisar la llegada del zar, se acurrucó en un rincón. El único otro ocupante visible del cuarto era la mujer alta, enfundada completamente y como era debido en los hábitos de Hermana de la Santa Orden —la hermana Kaptelina— que se había quedado como convertida en piedra en el acto de ayudar a Eudoxia a mudarse.

Eudoxia tragó para dominar su terror, e hizo una leve genuflexión.

—Majestad…, me estaba cambiando la sombría ropa del convento por un vestido más en consonancia con las…, ah…, mundanas aficiones de Vuestra Majestad.

Su mirada escudriñó rápidamente a Katrina antes de volver a encontrarse con la del zar, fingiendo franqueza ahora que había dominado la sorpresa de los primeros instantes.

Pero, dominada aún por su pánico nervioso, sor Kaptelina no había captado bien la explicación y continuaba desabrochando, frenética, el corpiño de Eudoxia, hasta que la exzarina le apartó las manos de un golpe y se agachó ella misma a recoger el hábito de monja.

La mano del zar lo alcanzó antes que ella. Como había esperado, lo encontró frío por acabarse de sacar del armario, y los hombros estaban verdosos de moho por el largo tiempo que llevaba sin usarse. Lo dejó caer al suelo a los pies, calzados de zapatillas de raso, de Eudoxia, y miró en torno suyo. Había otra puerta cubierta con una cortina más allá y, al dar el zar un paso hacia ella, Eudoxia se tapó la boca con la enjoyada mano. El segundo cuarto contenía una ancha cama, rodeada de una cortina en forma de colmena capaz de encerrar por completo la cama… Sobre la cercana mesa de ormolu[17] había un desayuno para dos, medio consumido, en fuentes de plata.

La cama estaba deshecha y el zar oprimió el mullido colchón, pensativo. Había dos almohadas, ambas con un hueco profundo. Pedro contempló todo esto un instante, y luego descargó un puñetazo sobre la frágil mesa.

—Bien —preguntó, con la voz aparentemente serena, pero agitándose las venas del cuello—, ¿dónde está el otro… que tampoco parece haber terminado él desayuno?

Eudoxia comprimió los delgados labios, en gesto de desafío. El zar cruzó el cuarto hacia ella, cerrados los puños para golpear. Sor Kaptelina se colocó de un salto delante de él.

—Fui yo…, yo quien compartió la cama de la zarina.

—¡La zarina, Dios santo! —exclamó Pedro, dejando caer los brazos con expresiva mirada—. ¿La llamáis la zarina? ¿Pensáis en ella, una monja consagrada, como zarina aún?

Sor Kaptelina sostuvo su mirada con temerario antagonismo.

—Toda Rusia la considera la zarina. Y no tardará en llegar el día…

Vio la mirada de angustia de Eudoxia y se interrumpió.

—Sigue —ordenó Pedro, mortal la voz.

—¡Dios me perdone! —exclamó la hermana.

Y no quiso decir más.

El príncipe Menshikof se agachó de pronto y metió una mano debajo de la cama. Con un rápido tirón, sacó a rastras a un hombre con marcial uniforme azul y barba cuadrada como la de san Pedro en los iconos.

—¡Ah! —murmuró el príncipe—, ¿le hemos turbado el sueño, comandante Stefanof?

El oficial, que ahora se puso en pie, estaba arrugado y algo cubierto de polvo. Se había abrochado aprisa la guerrera y se leía en sus ojos que esperaba la muerte. Pero, a pesar de ello, el comandante Fedor Stefanof, por orden del zar, Inspector de Conventos y Fortalezas Monásticas, miró cara a cara al soberano con la resignada dignidad de un caballero que sabe que el valor es lo único que le queda ya de la vida.

—Lamento —contestó, sereno—, que la inesperada visita de Vuestra Majestad no me haya dado tiempo de completar mi tocado.

—Y, sin embargo —murmuró Menshikof, pensativo—, observarás, Majestad, que el comandante lleva su capa. ¿De quién, pues, era la capa que la monjita aquélla llevaba sobre los hombros?

—¡Registrad el convento! —ordenó Pedro.

Y los oficiales corrieron a obedecerle. Pero, para entonces, el convento se encontraba ya en estado de alarma, y los de la Guardia se vieron estorbados por docenas de monjas de todas las edades que llenaban los estrechos corredores. A éstas las empujaron hacia el comedor, donde se les puso guardia mientras Menshikof registró, con unos soldados, toda habitación, armario y nicho.

El resultado fue interesante aunque decepcionados Fueron descubiertos cinco oficiales que vestían el prohibido uniforme azul y escarlata del desbandado Primer Regimiento Streltsi, de los cuales Cuatro, advertidos por el jaleo, habían tenido tiempo de suicidarse, y el quinto estaba tan gravemente herido como consecuencia de su encuentro con un impetuoso teniente de la Guardia, que hubo de trasladársele, moribundo, al refectorio.

—Es evidente, señor —dijo Menshikof—, que este lugar ha sido refugio, durante muchos años, de estos malditos conspiradores renegados.

El príncipe Romdanovsky asintió con un movimiento de cabeza.

—Y, como Jefe de la Policía, puedo asegurarte, Majestad, que ha tiempo se firmó la sentencia de muerte de todos estos hombres.

El oficial Streltsi moribundo alzó la cabeza y rechino los dientes de dolor antes de hablar.

—Hay muchos más de los nuestros, Majestad —anunció, con voz débil—, que creen que la propia Rusia se halla bajo sentencia de muerte mientras sigas siendo tú zar.

Luego dejó caer la cabeza y murió.

Entró uno de los oficiales del zar con un primoroso retrato con marco dorado evidentemente recién arrancado de una pared.

—Encontramos esto en la capilla del convento, Majestad —dijo.

El zar Pedro, Romdanovsky y Menshikof se agruparon delante del cuadro. Katrina se acercó más para verlo. A ella, él retrato le pareció inofensivo al principio. Mostraba a Eudoxia y al príncipe Alexis, ella, con las insignias reales de zarina, y su hijo… Katrina soltó, de pronto, una exclamación ¡porque vio que a Alexis se le representaba con el cetro, el orbe y la corona real del Zar de Todas las Rusias! Debajo del retrato se leía:

El Zar y la Zarina. «Hágase la Voluntad de Dios. ¡Venga a nos el Tu Reino!».

Katrina, que observaba el rostro del zar, le vio comprimir los labios. Aguardó a que el horroroso tic de costumbre le contrajera la mejilla; pero éste no se produjo. Cuando habló, su voz era sorprendentemente serena. Se volvió hacia Romdanovsky y dijo:

—Creo que será mejor que le hagamos unas cuantas preguntas al comandante Stefanof. Resultaría instructivo conocer el nombre de los otros caballeros de mi corte que desean destronarme.

—Es una lástima —dijo Menshikof— que sólo dispongamos de Stefanof para ello. Hubiésemos podido sonsacárselo a cualquiera de esos cinco —indicó los cinco cadáveres—; pero Stefanof probablemente preferirá morir sin despegar los labios.

—Señor —intervino Romdanovsky tambaleándole de esperanza las rollizas mejillas—, déjalo de mi cuenta. Creo que hablará. ¿Me permites que afile una estaca, Majestad, y que invite al comandante a que tome asiento?

El zar reflexionó.

—Si —repuso, muy despacio—, vale la pena probarlo, supongo, aunque me inclino a estar de acuerdo con él pequeño Alec en que Stefanof dejará que le salga, la punta, por la coronilla antes de hablar.

—Pues entonces, Majestad —dijo Romdanovsky podríamos llevárnoslo a Moscú, donde disponemos de más facilidades…

Menshikof sacudió, decisivamente, la cabeza.

—Si hacemos eso, todos los conspiradores pondrán pies en polvorosa. Es mejor hacerlo aquí si es posible.

El zar se mostró de acuerdo.

—Sí. Creo que sí. Bien, Romdanovsky, prueba su estaca. Y no es necesario que te diga que vayas con cuidado. No nos interesa que se muera demasiado aprisa. Ponedle un abrigo de pieles si vais a hacerlo fuera, en ese patio tan frío.

—Déjalo de mi cuenta, Majestad —respondió Romdanovsky, con seguridad.

Katrina escuchó en silencio, volando su mirada de uno a otro de los que hablaban. ¿Era posible que estuviesen discutiendo aquel asunto con la misma tranquilidad que hubieran podido estar considerando las características de un caballo? Se secó los sudorosos dedos en el vestido verde y tragó con dificultad.

Poco después se oyeron mesurados golpes al empezar los soldados a clavar la cuidadosamente escogida estaca en la negra y helada tierra del patio del convento.

Cuando llegó la noche, la nieve yacía espesa sobre las retorcidas cúpulas en forma de cebolla del convento de Susdal y los copos seguían cayendo y arremolinándose en él patio, siseando contra las llamas del círculo de antorchas que iluminaban la afilada estaca donde el comandante Stefanof moría en testarudo silencio.

El príncipe Romdanovsky observaba, frotándose las manos, para entrar en calor. Había envuelto al moribundo en ricas pieles para protegerle contra el rigor del frío, y le ofrecía, con frecuencia, coñac francés, acercándoselo a los destrozados labios. El comandante Stefanof, sin embargo, había tenido la suficiente prudencia para escupir el coñac, cada vez, no deseando prolongar su propia agonía absorbiendo energías artificiales.

—Dime, Stefanof —ordenó Romdanovsky con displicencia— ¿por qué has de escoger morir como un perro? Nombra a un conspirador…, uno solo, amigo mío…, y pondré fin a tus sufrimientos. En un segundo, mi querido Stefanof, y de una manera misericordiosa. Estarás muerto y tranquilo antes de que los copos de nieve que caen sobre tu barba tengan tiempo de fundirse.

El comandante no respondió porque, para entonces y a pesar de todos sus angustiosos esfuerzos por permanecer completamente inmóvil, la estaca había ido penetrando inexorablemente, de suerte que el mero hecho de respirar le producía el mismo efecto que si tragase metal fundido.

Exasperado, el príncipe Romdanovsky le arrojó a la cara el contenido de la copa de coñac.

—Maldita sea tu estampa entonces —dijo—. La cena se me está quedando fría y me aguarda un fuego caliente. Si no quieres hablar, ¿no tendrás por lo menos la gentileza de morirte?

Los labios del atormentado se movieron; pero no fue para iniciar una confesión.

—De buena gana —susurró—, porque no es por voluntad mía que permaneces alejado de la mesa.

Y el esfuerzo que precisó para murmurar este lastimero e inútil desafío, casi le trajo al comandante el fin que él mismo deseaba con mucho más fervor que ninguno de sus enemigos. Se le cayó la cabeza hacia delante, y permaneció así, con los ojos cerrados, durante mucho tiempo.

Romdanovsky se volvió al oír pasos. Vio al príncipe Menshikof, con la mano curvada sobre la pipa para resguardarla de la nieve.

—Métete dentro, Fedor —le dijo—. Yo le vigilaré un rato mientras tú comes.

Romdanovsky dirigió una mirada de anhelo a la puerta, por la que se veía él invitador resplandor del fuego.

—No —repuso, de mala gana—, no me atrevo, Alec, hasta que este necio traidor haya hablado o se le haya cerrado la boca para siempre. El zar me mataría si la dejase sin haber recibido la orden de hacerlo.

—Vaya si lo haría, Fedor —asintió la sonora voz del zar tras él.

Y Romdanovsky se volvió, con sobresalto. El zar se les había acercado en silencio, oculto por el velo de la nieve que caía.

—Pero entra y cena, muchacho —continuó el soberano—. Llevas cerca de doce horas de guardia continua aquí ya. Alec y yo te relevaremos hasta el amanecer.

Romdanovsky se limpió la nieve del rostro con verdadero cansancio.

—Lástima que no sea ésta tarea que podamos dejar a cargo de los demás. Nadie nos garantiza que no esté comprometido alguno de ellos en esta conspiración, o su padre, o su hermano. Y no hace falta más que… —bajó la voz para que el atormentado no pudiese oírle—, no hace falta más que darle un empujoncito en él hombro a Stefanof ya para que se apague como una vela.

El zar movió, afirmativamente, la cabeza.

—Vete a cenar, muchacho.

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