Katrina

Katrina


CAPITULO XI

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CAPITULO XI

KATRINA alzó, soñolienta, la mirada al entrar el príncipe Romdanovsky, pisando fuerte y tiritando, en él cuarto en que se había servido la cena para el zar y para sus íntimos. El enano Grog dormía en un rincón, encima de una alfombra de piel, con él perro samoyedo favorito del zar junto a él. Katrina había estado dormitando mientras atendía a la tarea que se asignara a sí misma de mantener bien chisporroteante el fuego de rollizos para cuando regresara el soberano.

El Jefe de la Policía del zar se sacudió la nieve del capote y se lo desabrochó con entumecidas manos. Katrina le sirvió una copa de vino caliente con especias, y él príncipe bebió con avidez. Exhaló un prolongado suspiro de contento y tendió la copa para que se la volviese a llenar. Katrina vació en ella el jarro.

Le miró con curiosidad cuando se sentó a la mesa.

—Así, pues, ¿no te estropea el apetito él someter a la gente a tormento?

El príncipe se sirvió una suculenta porción de pechuga de oca y relleno.

—Yo, en tu lugar, no haría preguntas necias, criatura.

Había dejado limpios los huesos de la oca, devoraba un gran pedazo de queso, cuando Katrina le dijo, de pronto:

—Y, ¿lo conseguiste?

—Si conseguí ¿qué, muchacha?

—Averiguar lo que deseabas saber.

Habiendo terminado el queso, Romdanovsky buscó las migas que le habían caído por entre los pliegues del pantalón.

—No —repuso—; era un hombre testarudo.

—Entonces, ¿qué harás ahora?

—Si fueses mi juguete en lugar de serlo del zar —contestó el príncipe, contemplando la vacía quesera con sentimiento—, hallaría medios fascinadores para impedir que tu linda lengüecita se agitara sin cesar haciendo preguntas infernales mientras un hombre intenta digerir una cena.

En el patio del convento, el círculo de antorchas ardió con más apagado brillo al llegar la aurora. El zar, de pie junto a la estaca, bostezó. Se agachó y acercó la cara a pocos centímetros del conspirador moribundo.

—Comandante Stefanof —dijo, en voz bien alta—, es el zar quien te habla. Abre los ojos.

Tras una breve pausa, los párpados del comandante, cubiertos por la nieve, se descorrieron.

—Nombra a los otros, Stefanof… aprisa. Dime sus nombres y te libraremos de esto. ¡Hasta es posible que te salvemos la vida, hombre de Dios!

Los magullados y amoratados labios del comandante Stefanof se contrajeron en el fantasma de una sonrisa.

—Vuestra Majestad es un embustero… además… de… un demonio.

Le cayó la cabeza hacia delante y perdió el conocimiento por última vez y para siempre.

El zar miró, expresivamente, a Menshikof.

—Y ahora ¿qué?

Menshikof fumó, con dificultad, la húmeda pipa.

—Probablemente sabrán algo algunas de las monjas. Han ocultado a esta gente aquí. Tienen que haber venido y marchado correos. Aun cuando las monjas no sepan gran cosa, él verlas sometidas a interrogatorios quizá le afloje la lengua a Eudoxia.

La expresión del zar indicó que él también había pensado en semejante posibilidad ya.

—Bien, Alec —dijo—. Le meteremos unas gotas de coñac en la boca a Stefanof a viva fuerza. Si nada se adelanta con ello, empezaremos con las monjas después del desayuno.

—No hay por qué desperdiciar buen coñac —repuso Menshikof, ahogando un bostezo—. Me temo que está completamente muerto.

El ruido que despertó a Katrina casi hubiese podido ser el de tórtolas arrullándose bajo él tejado. Pero comprendió, instintivamente, que no era eso. Y, al despabilarse más, reconoció el sonido. Era el lejano llorar de mujeres.

A Grog le había despertado también, y estaba sentado en su nido de pieles delante del fuego. El príncipe Romdanovsky, profundamente dormido a la mesa, interrumpió sus ronquidos y abrió los ojos.

—Me pareció oír llorar a mujeres —dijo Grog.

Miró interrogador, a Katrina y luego al príncipe, en cuyos ojos se leía que empezaba a estar alerta.

—Al parecer, el zar y Alec tuvieron tan poco éxito como yo con Stefanof —dijo—. Deben estar interrogando a las monjas. ¿Hay desayuno?

Katrina se despertó del todo.

—El zar no está…, ¿no estarán maltratando a las monjas?

Romdanovsky se frotó, soñoliento, los mofletudos carrillos.

—Es lógico que se las interrogue. Este convento ha sido un nido de conspiradores. Por fuerza han de saber algo del asunto algunas de las monjas.

Se desperezó y hundió los rollizos dedos en la congelada grasa del guisado de cerdo de la noche anterior en busca de fragmentos comestibles.

La voz de Katrina se hizo más aguda.

—Pero no pueden hacer daño a las monjas…, no pueden.

El Jefe de Policía suspiró.

—El zar es el zar, muchacha. Puede hacer lo que se le antoje.

—¡No se lo permitiré!!

La joven corrió hacia la puerta. Y Grog, abrochándose precipitadamente la chaqueta, corrió tras ella por el frío corredor. Komdanovsky se encogió de hombros y contempló, pensativo, el raído esqueleto de la oca.

El príncipe Menshikof se hallaba en la puerta del refectorio. Tras él, los sollozos se oían con mayor claridad. Al intentar entrar Katrina, la asió del brazo con firmeza.

—Esté no os sitio para ti —anunció, con calma—. No harías más que hacer el ridículo.

—Pero ¡las monjas! —exclamó Katrina—. ¿Está el zar…?

—Han dado asilo a los enemigos del zar —la interrumpió Menshikof, hallándole como quien habla con una criatura—. Esto, pequeña Katrina, es una cuestión de Estado, ¿comprendes? No pueden frustrarse los destinos de una nación nada más que porque unas cuantas monjas conspiren contra el trono. Además, has visto aquí pruebas, no sólo de traición, sino de corrupción también.

Vio a Grog, que titubeaba en las sombras del pasillo.

—¡Ah, Grog…!, llévatela, enano. Déjala que entre en la capilla si quiere, y que rece. Pero, por su propio bien, no debe entremeterse aquí.

Grog y Katrina se dirigieron muy despacio a la capilla, situada al otro lado del patio. La nieve yacía espesa sobre las doradas cúpulas. Dentro, la capilla relucía con millares de piedras de colores encajadas en primoroso mosaico. Katrina se santiguó ante cada icono iluminado, buscando solaz. Ella y Grog se acercaron cuanto se atrevieron al altar mayor, y se arrodillaron, esperanzados. Cerca de ellos se hallaba un banquillo de penitencia, mellado y estriado por los cuerpos de muchas generaciones de buscadores de misericordia. Al cabo de un rato fueron a sentarse en este duro banquillo, muy juntos los dos.

Aún estaban sentados cuando les halló el príncipe Menshikof.

—Ah, Kati —dijo, alegremente—, ya puedes salir ahora.

Katrina alzó él lacrimoso semblante.

—¿Encontrasteis…, descubristeis lo que deseabais? —preguntó.

—Creo que lo bastante, Kati. Lo suficiente para ir pasando. Vamos. El zar quiere salir a toda prisa para Moscú, y hemos de pasar la noche en la taberna de más allá de Susdal.

Le asió los brazos y dijo, sombrío:

—No tomes estas cosas demasiado mal. Lo que el zar les hace a sus enemigos no es nada comparado con lo que ellos le harían a él si se les presentase la oportunidad.

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