Katrina

Katrina


CAPITULO XII

Página 17 de 29

CAPITULO XII

LAS lámparas de plata brillaban invitadoras en el gran trineo-cama, y los soldados estaban reponiendo las provisiones para el viaje cuando Katrina y él zar subieron a él. Grog había llenado la estufa del vehículo con leña y brasas, y estaba soplando para que prendiera el fuego. El zar le dio un cariñoso cachete y le hizo gatear como un mono al pescante.

—Más vale que cantes como un ave enamorada esta noche, muchacho —dijo— porque ¡estamos de humor para escuchar!

Sin embargo, fue con un afecto dulce, casi respetuoso con el que, una vez echada la cortina de roja seda, asió de las orejitas a Katrina, Ésta entreabrió los labios con sorpresa al darle el zar un beso moderado sobre la lisa frente. Los patines del trineo empezaron a zumbar y tintinearon las campanillas de los caballos.

—Estaba pensando —dijo el zar— que, cuando haya aplastado esta conspiración contra el trono, tomaré esposa.

Katrina se quedó inmóvil, latiéndole el corazón con tanta violencia que le palpitó la garganta.

—¿Majestad? —murmuró.

—Katia, pequeña —prosiguió el soberano—, yo no te llevo a Moscú simplemente para encerrarte en una alcoba perfumada —le pellizcó, con cariño las orejas—. Eres algo demasiado precioso para ser juguete durante unos días. Puedo tener un centenar de mujeres, un millar…, y en verdad que he tenido muchos centenares sin hallar nunca una como tú.

Se dibujó una sonrisa en sus labios.

—Es preciso que te acostumbres a la vida en el palacio de un zar —anunció—. Porque día llegará en que tu hijo lo ocupe y reine.

Katrina le contempló con ojos desmesuradamente abiertos de asombro. Movió los labios; pero no se le ocurrió nada que decir.

—Hijos que crecerán y se harán hombres fuertes —dijo el zar, con fervor—. No…, no encanijados, débiles y mimados con exceso como Alexis…, sino que hereden todo lo mejor que en nosotros haya. Hijos fuertes y grandes estadistas…, mis hijos y los tuyos, que regirán a Rusia cuando yo haya muerto y forjarán su grandeza.

—Majestad… —empezó Katrina otra vez.

No se le ocurría otra cosa que decir y su voz era un susurro. Sintió el vaho de calor procedente de la estufa, en plena marcha ya, y la bochornosa atmósfera del bamboleante vehículo pareció hacer borrosos sus pensamientos y colocarlos allende su comprensión. Se pasó la lengua por los labios, que de pronto se le habían resecado.

—¿Hijos? —murmuró.

Y parecía tan minúscula, tan aturdida, que el zar rió al empujarla suavemente hacia atrás y acercar su rostro al de ella.

—Me casaré contigo —le dijo, como hablando con una criatura—. ¡Te haré la zarina de Rusia!

Katrina le echó los brazos al cuello y sus cálidos labios buscaron los de él.

—Tus hijos…, sí, dámelos —dijo, con voz emocionada—. Majestad… Pedro…, oh, sí…

El zar rió, al desasirse dulcemente de ella.

—Qué rayos, Katia —rió, desarrugándole la falda como hubiera podido hacerlo un padre—. Faltan por lo menos seas horas para llegar a la posta siguiente. ¿No te parece que tenemos tiempo para descansar?

* * *

La última parada entre Susdal y Moscú la señalaba una taberna toscamente construida de madera, con tejado en pronunciada pendiente y una minúscula ventana en el primer piso.

El zar había consumido allí, en compañía de sus oficiales y de Katrina, un desayuno de pescado con ajo, hígados de pollo guisados con miel, y tortas de avena. Entre todos se habían bebido varias jarras de coñac holandés dulce, bebida matinal favorita del soberano. Ahora, chupándose satisfechos los dientes, los hombres encendieron la pipa y salieron al patio de la cuadra para inspeccionar sus caballos. Pero, cuando el zar llegó a su carruaje, el conductor, que debiera haberse hallado ya en el pescante, estaba acurrucado junto a uno de los patines, sacudiendo la cabeza en vaga y ciega angustia como perro al que se le ha atragantado un hueso.

—¿Qué diablos te pasa, cochero? —inquirió el zar.

—Dolor de muelas, Majestad —murmuró el hombre.

A Katrina le sorprendió la preocupación y simpatía que reflejó inmediatamente el rostro de Pedro. Le gritó, preocupado, a Menshikof:

—¡El cochero tiene dolor de muelas! Haz que le llene alguien de vodka, Alec. Y mira si hay otro hombre capaz de manejar un tiro de cinco caballos.

—Yo puedo conducir tu carruaje, zar —anunció una voz lenta desde la ventana del primer piso del mesón.

Pedro alzó la mirada y vio un rostro sin expresión, adornado de una enmarañada barba negra que colgaba como una alfombra extendida.

—Maldita insolencia la tuya que te atreves a usar esa barba… —empezó él zar. Y se interrumpió de pronto, sonriendo—. Bien, muchacho. Baja aquí y recibirás cinco rublos por conducirme a Moscú.

A su propio cochero le dijo:

—No te preocupes, ahora te traerán vodka.

Katrina pasó la mano sobre el brazo del zar.

—¿Por qué le vas a dar vodka para el dolor de muelas, Pedro?

La miró con él asombro que le producía su ignorancia.

—El dolor de muelas es capaz de volverle loco a un hombre —se limitó a responder.

—¿Por qué no le arrancas la muda?

Esto pareció desconcertar al soberano aún más.

—Katia, so boba, el dolor de muelas es una enfermedad de la mandíbula, un envenenamiento repentino consecuencia, por regla general, de haber comido miel en mal estado, o jarabe en malas condiciones. De nada serviría quitarle la muela.

—Mira —dijo Katrina, abriendo la boca para exhibir un hueco pequeño entre sus muelas, vamos a un dentista de la feria y nos saca la muela que duele y él dolor cesa inmediatamente.

—¿La muela? —exclamó el zar—. Así, pues, ¿es la muela en sí lo que duele, no la mandíbula? ¿Estás segura?

Encantado ante las posibilidades de aquel nuevo descubrimiento, asió al cochero por la nariz y él labio inferior y le abrió de un tirón la boca hasta que le dio un chasquido la mandíbula.

—Enséñame —dijo, excitado—. ¿Qué muela es? ¿Qué muela?

Katrina escudriñó la boca del hombre y golpeó varios de sus dientes podridos con el delgado mango de su enjoyado peine. Cuando el cochero bramó: «¡Oooooh…, hi!», Katrina anunció:

—¡Éste!

—¡Caramba! —exclamó Pedro, que había estado observando atentamente—. Sí que saltó cuando le pegaste en ese diente, Kitty, es cierto. Pero ¿cómo se quita un diente?

El príncipe Romdanovsky, que se había pasado buena parte de las últimas cuarenta y ocho horas contemplando un suplicio inexpresable, se estremeció.

—Una muela es hueso dentro de hueso —anunció sentencioso—, y aunque, por accidente, pueda uno perder una muela o un ojo, se me antoja a mí que el intervenir deliberadamente pudiese conseguir que se desangrara ese hombre, como con frecuencia ocurre cuando te corta uno a un criminal la nariz o la oreja. Lo he visto ocurrir hasta con un pulgar.

El zar miró, con expectación, a Katrina, que dijo:

—¡Pruébalo! Emborráchale y luego pruébalo… Eso es cuanto puedo decirte.

Al zar no hizo falta que le incitaran más. Era como un niño con un juguete nuevo. Menshikof, que había estado escuchándolo todo, se echó a reír.

—Ahora sí que la has hecho buena, Katrina —dijo—, si este truco tan estrafalario da resultado, el zar tendrá un oficio nuevo…, el de dentista…, que agregar al de tallador de madera, constructor de barcos, albañil, herrero y artillero naval, de todos los cuales tiene título.

—¿El zar hace todas esas cosas?

—Y muchas docenas más —rió Menshikof—. No tienes más que enseñarle una habilidad nueva, y no para ya hasta dominarla. Sabe hacer copas de plata, candelabros de madera… y ¡hasta tejer delicado encaje para los puños de su chaqueta!

Pero él zar, lejos de sentirse halagado por estas alabanzas, estaba casi saltando de impaciencia.

—Sí, sí —dijo, imponiéndole silencio a Menshikof con un gesto—. Dime, pequeña Katia, ¿cómo se saca un diente? ¡Enséñame! ¡Enséñame!

Katrina vaciló porque, a decir verdad, no lo sabía.

—Usan una especie de… herramienta —dijo—. Saca él diente como un clavo de un tablón.

El zar le dio tan entusiasta palmada en él hombro que la hizo toser.

—¡Herramientas de carpintero! ¡Eso es!

Se volvió a Grog.

—Trae herramientas de carpintero…, Un cortafríos largo, un mazo…

—La muela ha de salir entera —agregó precipitadamente la muchacha—. Si dejaras un trozo en la mandíbula, él dolor continuaría. Hay que arrancarlo de raíz, como una hierba.

—¡Herramientas de sacar y escoplear! —bramó él zar tras él enano, que había echado a correr ya.

Entretanto, había llegado del mesón una jarra de vodka fuerte y él zar volvió a abrirle al desgraciado cochero la boca de un tirón, con entusiasmo.

—¡Vamos! —exclamó, con ansiedad—. ¡Vamos, Alec, llénale!

Para cuando regresó él enano con los brazos cargados de herramientas de carpintero, el vodka ya empezaba a dominar los sentidos del cochero. Estaba sentado, riendo estúpidamente, con la gorra de piel fuertemente asida y pegada contra la mandíbula.

El zar extendió los toscos implementos. Los acarició amoroso.

—Con un poco que se les puliera resultarían un equipo magnífico, Katrina —dijo.

Y le brilló en los ojos él entusiasmo de un colegial Katrina no pudo menos de maravillarse de la mezcolanza que en él se observaba. Había visto aquellas mismas manos asir una espada en la batalla, un látigo en brutal duelo, y conocía la ternura de sus caricias y su humor amoroso que cambiaba con la misma rapidez que las nubes en el firmamento. Ahora vio por primera vez los fuertes dedos tal como quizás habrían estado destinados en realidad a ser —romos, ágiles, sensitivos— las manos de un artesano al que la suerte había dado un cetro pero que nunca había dejado de sentir nostalgia por las herramientas de un trabajador.

—Creo que éste —estaba diciendo el zar.

Escogió una herramienta de mango largo empleada para escoplear diseños en madera. El cochero, a pesar de su posición de vodka, observaba ahora los preparativos con creciente alarma.

—Todo está en saber hacer palanca, supongo —murmuró el zar, haciendo caso omiso de las pastosas palabras del cochero, que aseguraba preferir seguir soportando el dolor de muelas—. Ábrele la boca, Alec… Más… ¡Así, muchacho!

Katrina, que observaba, se maravilló al ver con qué destreza arrancaba la muela el zar. La extrajo con un retorcimiento certero de la poderosa muñeca, como si hubiese estado toda su vida sacando muelas. El cochero soltó un grito y tragó luego.

—¡Maldito sea él muy patán! —rugió él soberano—. ¡Se ha tragado la muela y yo quería examinarla! ¡Oblígale a escupirla, Alec!

Se hizo al punto, y el zar estudió el rescatado hueso.

—Sí, Kitty —dijo—, si uno la mira con cuidado, se ve un agujerito que la atraviesa. Quizás eso tenga algo que ver con el asunto…

Se encogió de hombros, como si se diera cuenta de que existían problemas fuera del alcance de su alerta inteligencia incluso.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —anunció él zar con orgullo—. Voy a mandar que monten en oro esta muela, ¡cómo muestra del primer trabajo de esta clase que se ha hecho en Rusia!

La sacudida que le produjera la extracción casi había serenado por completo al cochero y, ahora, una sonrisa de alegría iluminó su hinchada cara.

—El dolor —dijo— ¡se ha ido!

—¡Claro que se ha ido! —exclamó incisivamente el zar—. Si no hubiese desaparecido después de todo él trabajo que me he tomado contigo, muchacho, te lo hubiera hecho pagar caro. A ver…, abre la boca otra vez. Inspeccionó la cavidad.

—¿Te duele algún otro diente? —inquirió, esperanzado.

—No, no señor… Majestad.

—¿Y tú, Romdanovsky? ¿Te duele alguna muela?

—Ni una, señor —respondió el jefe de la Policía Imperial, retrocediendo con loable agilidad.

—¿Katrina? ¿Alec? ¿Alguna punzada?

Riendo nerviosos, Katrina y Menshikof le aseguraron que tenían perfectamente sana la dentadura. El zar se volvió hacia los oficiales de su Guardia.

—Tú… y tú, muchacho… Venid acá que os vea la dentadura.

Los oficiales se acercaron, abriendo la boca de mala gala. El zar pinchó y golpeó los dientes con la boquilla de la pipa.

—Ahí hay uno malo —anunció, con satisfacción—. ¿Lo ves, muchacho? Te hubiera dado quehacer cuando no anduviese yo cerca para arreglártelo. Te lo sacaré ahora mismo.

El joven oficial palideció; pero el zar no pareció darse cuenta de ello.

—Abre más la boca —ordenó, con brusquedad.

Como la muela, aunque estaba descolorida, se encontraba completamente sana, no cedió a la herramienta, a pesar de la violencia con que se aplico. El zar frunció el entrecejo.

—Es curioso —dijo, jadeando— que ésta resulte tan difícil.

—Quizá se trata de un diente sano, Majestad —rió Menshikof.

—No digas tonterías, Alec. Claro que está malo. —Se frotó la barbilla—. Es simple cuestión de palanca, Alec. Te diré una cosa… Yo creo que obtendría mejores resultados usando la punta de mi espada.

—¡Santo Dios! —exclamó Romdanovsky—. Vuestra Majestad está logrando que me…

—¿Qué te duelan las muelas? —dijo el zar, con cierta esperanza.

—Ah…, no, Majestad…, de ninguna manera… Jamás me han dolido las muelas…, ¡jamás!

—¡Enséñame! —ordenó Pedro.

Y el príncipe Romdanovsky abrió, de mala gana, la boca.

—Caramba, Fedor… Ahí hay una…, ha de salir en seguida.

Sacó la espada. Logró la extracción con una limpieza extraordinaria, teniendo en cuenta cuán torpe era la herramienta. Porque la negra muela saltó tan aprisa como el grano de una granada, y el príncipe apenas tuvo tiempo de bramar una protesta.

—¿No te lo dije yo? —exclamó el zar—. ¡Todo es cuestión de palanca, Aleo! ¿Adónde se ha ido ese dragón…?

Faltaba poco para el mediodía cuando el zar se mostró por fin dispuesto a continuar el viaje hacia Moscú. Al campesino de la larga barba le habían hecho bajar y obligado a ocupar el pescante. El zar miró a Menshikof riendo.

—¡Imagínate, Alec…! ¡Y a menos de veinte millas de Moscú!

—Que se imagine ¿qué? —inquirió, con curiosidad, Katrina.

Pero él zar se limitó a guiñar un ojo y decir:

—Aguarda a que lleguemos a las puertas de Moscú, Katia.

No quiso dar más explicación.

La brillante cabalgata empezó al mediodía. Apenas había miembro de la Guardia del Zar que no llevase un pañuelo manchado de sangre pegado contra la boca. El zar los contempló encantado de su propia destreza. Se frotó las manos, y miró, radiante, a la muchacha.

—Míralos, Kitty —ronroneó—. ¡Ni una punzada de dolor de muelas entre todos ellos ahora!

—Ni muchos dientes tampoco —repuso ella.

Y rompió a reír de pronto.

El zar, tras fruncir un instante el entrecejo, rompió a reír también. Y al empezar a deslizarse el coche-trineo con el cochero medio borracho aún, restallando como un loco el látigo, el zar abrió los brazos y Katrina, temblando de risa, cayó en ellos. Besándose y riendo rodaron por la cama y, de momento, ambos olvidaron los horrores del convento de Susdal.

Ir a la siguiente página

Report Page